Prohibido destruir nidos y escribir prólogos
Homenaje a José Saramago
A José Saramago no le gustan los prólogos. Es una de las primeras cosas que le oí decir, cuando nos vimos, por vez primera, en Lisboa, hace ya muchos años, y cuando nos regaló —a Marisa, mi mujer, y a mí— precisamente Viaje a Portugal. Incluso las líneas iniciales de este viaje ponen en guardia contra los prólogos, inútiles si la obra no los exige e indicio de su debilidad, si los necesita.
No escribiré, pues —y probablemente nadie me lo pediría—, una introducción a El año de la muerte de Ricardo Reis, quizá el libro de Saramago que más me gusta, entre otros tantos suyos tan amados; ni a ninguna de sus novelas. Pero el viaje —en el mundo y sobre el mapa— es por sí mismo una especie de continuo prólogo, un prólogo a algo que siempre está por llegar y que se esconde detrás de las esquinas. Partir, detenerse, volver atrás, hacer y deshacer las maletas, anotar en un cuaderno el paisaje que pasa, se deshace y se descompone, mientras uno lo cruza, como una secuencia cinematográfica con sus apariciones y desapariciones de imágenes, o como un rostro que cambia con el paso del tiempo. Y después retocar, suprimir y reescribir algunas notas, en ese continuo viaje de la realidad al papel y viceversa que es la escritura, incluso en este sentido muy similar al viaje. Este último, escribe Saramago en el epílogo, siempre recomienza, tiene que recomenzar siempre como la vida, y cualquier anotación es un prólogo. Viaje a Portugal desmiente la idiosincrasia de su autor. Porque tiene una presentación y una apostilla. Todo texto auténticamente poético —y el Viaje lo es en grado sumo— va más allá de quien lo escribe. Ésta es, por otra parte, una prueba de su grandeza.
Saramago viaja por Portugal, pero al mismo tiempo por el interior de sí mismo y no solo, como él dice, porque Portugal es su cultura. Es en el mundo, en el espejo de las cosas y de los demás hombres, donde se encuentra a sí mismo, como aquel pintor del que habla una parábola de Borges, que pinta paisajes, montes, árboles, ríos y, al final, se da cuenta de que de esta forma ha retratado su propio rostro. Todo auténtico viaje es una odisea, una aventura, cuya gran pregunta es si se pierde o si se encuentra atravesando el mundo y la vida, si se aferra el sentido o se descubre la insensatez de la existencia. Desde los orígenes y desde aquel que quizá sea el mayor de todos los libros, la Odisea, literatura y viaje aparecen estrechamente vinculados, en una análoga exploración, destrucción y recomposición del mundo y del yo. Un reconocimiento de la realidad que, en su fidelidad, se torna invención e inventa incluso al yo viajero, un personaje literario.
Viaje a Portugal es un fascinante ejemplo de lo que estoy diciendo. El viajero se mueve, como en la vida, en medio de una mezcla de programación y de azar, mitad prefijadas y mitad imprevistas digresiones que lo llevan a otra parte. Se equivoca de camino, vuelve atrás, cruza ríos y riachuelos; duda sobre qué cosas visitar y qué cosas dejar sin visitar, porque también viajar, como escribir y como vivir, es ante todo dejar cosas sin hacer, optar. Se detiene ante monumentos gloriosos, grandes personajes y obras maestras del arte —la admirable descripción de los cuadros y, sobre todo, de las iglesias, cinceladas y pulidas por el viento y por los siglos—, pero también ante los rostros de las personas que encuentra o vislumbra un solo instante, en los que se lee una historia individual y, al mismo tiempo, colectiva, como las mujeres de Miranda do Douro, que no recuerdan haber sido jóvenes, o los rostros del Alentejo, curtidos por las antiguas luchas sociales.
El viajero recoge historias, célebres o desconocidas, se detiene ante el perfume de una mimosa que saca del olvido una mísera callejuela de cualquier pequeña ciudad. Presta atención a los colores, a las estaciones, a los olores, a las plantas, a los animales, superando a menudo el umbral entre naturaleza e historia —atravesar fronteras es el oficio del viajero— y descubriendo que también ésta, como todas las fronteras, es algo precario. «¿Dónde está la frontera?», se pregunta, y esta pregunta que también yo me he planteado tantas veces, vagabundeando a lo largo del Danubio y en mis microcosmos, no se refiere sólo a la frontera entre España y Portugal.
Cuando cruza esta frontera, entre España y Portugal, el viajero admira los peces que, en una orilla nadan en el Douro y en la otra, en el Duero, pidiéndoles consejo, quizá recordando que san Francisco predicó a los salmones, quizá para convertirlos e inducirlos a aceptar su destino de ser pescados y comidos. Protagonistas de este viaje son también, en bellísimas páginas, el esplendor de las aguas del río que encuentran las del mar, las luces de la playa, el resplandor de la cascada, la soledad de la laguna, el fragor del océano contra los acantilados, la música que evoca un inmenso silencio, el oro del atardecer que se cierne en las llanuras cercanas a Serpa, las piedras románicas más humildes de las que nacía una gran obra de arte, porque «los constructores eran conscientes de estar erigiendo la casa de Dios».
Pero en este libro, que siento extraordinariamente cercano a mi continuo vagabundear por el mundo y con la imaginación, el viaje abarca no sólo el espacio, sino sobre todo el tiempo. Es experiencia de su plenitud y de su fugacidad y, a la vez, guerrilla contra esta última, deseo de retener el atardecer que huye y que mañana no será el mismo, de detener el tiempo y de mantenerlo controlado vagabundeando por el espacio. El viaje, como dice el título de Gadda, tiene que ver con la muerte y, por eso, aferra momentos tan intensos de la vida y se fascina, en un espléndido pasaje del libro, ante una prohibición, so pena de fuerte multa, de destruir nidos. Prohibición que creo que José Saramago aprueba mucho más todavía que la de escribir prólogos.
Para comprender el mundo realmente, el viajero paradójicamente debería detenerse, hacerse sedentario, participar a fondo en la vida que atraviesa y deja atrás. Yo, que viajo continuamente, siempre pensé que el viajero es alguien que debería ser residente, pero radicado en muchos lugares. El viaje no se acaba jamás, pero los viajeros, es decir, nosotros, sí. Este viajero portugués dice, en un determinado momento, que ha estado en el barrio de Alfama, pero confiesa que no sabe qué es Alfama. También nosotros estamos en la vida sin saber qué es la vida.
CLAUDIO MAGRIS
Presentación
Malo es que una obra precise un prólogo que la explique, malo es también que un prólogo presuma de tanto. Acordemos, pues, que esto no es un prólogo sino aviso simple o prevención, como aquel recado último que el viajero, en el umbral y puestos ya los ojos en el horizonte próximo, deja aún a quien quedó cuidándole las flores. Diferencia, si la hay, es no ser éste el aviso último, sino el primero. Y no habrá otro.
Resígnese, pues, el lector a no disponer de este libro como una guía vulgar, o un rutero que se lleva en mano, o catálogo general. A las páginas que siguen no hay que recurrir como agencia de viajes o escaparate turístico: el autor no ha venido a dar consejos, aunque sobreabunde en opiniones. Verdad es que se hallarán los lugares selectos del paisaje y del arte, la faz natural o transformada de la tierra portuguesa: pero no se impondrá forzadamente un itinerario, ni se orientará hábilmente, sólo porque las conveniencias y los hábitos acabaron por hacerlo obligatorio, a quien de su casa sale para conocer lo que hay fuera. Sin duda, el autor fue a donde siempre va, pero fue también a donde no se va casi nunca.
¿Qué es, en definitiva, un libro que un prólogo pueda anunciar con alguna utilidad, aunque no sea inmediata en primer entendimiento? Este Viaje a Portugal es una historia. Historia de un viajero en el interior del viaje que hizo, historia de un viaje que en sí transportó a un viajero, historia de viajero y viaje reunidos en una intencionada fusión de aquel que ve y de aquello que es visto, encuentro no siempre pacífico de subjetividades y objetividades. En consecuencia: choque y adecuación, reconocimiento y descubierta, confirmación y sorpresa. El viajero viajó por su país. Esto significa que viajó por dentro de sí mismo, por la cultura que lo formó y está formando, significa que fue, durante muchas semanas, un espejo que refleja imágenes exteriores, una vidriera transparente que luces y sombras atravesaron, una placa sensible que registró, en tránsito y proceso, las impresiones, las voces, el murmullo infinito de un pueblo.
He ahí lo que este libro quiso ser. He ahí lo que el autor supone haber conseguido un poco. Tome el lector las páginas siguientes como reto y como invitación. Viaje según su proyecto propio, dé mínimos oídos a la facilidad de los itinerarios cómodos y de rastro pisado, acepte equivocarse en la carretera y volver atrás, o, al contrario, persevere hasta inventar salidas desacostumbradas al mundo. No tendrá mejor viaje. Y, si se lo pide la sensibilidad, registre a su vez lo que vio y sintió, lo que dijo u oyó decir. En fin, tome este libro como ejemplo, nunca como modelo. La felicidad, sépalo el lector, tiene muchos rostros. Viajar es, probablemente, uno de ellos. Entregue sus flores a quien sepa cuidar de ellas, y empiece. O reempiece. Ningún viaje es definitivo.
JOSÉ SARAMAGO
Han pasado exactamente veinte años. En el otoño de 1979 salí de Portugal por la frontera de Valença do Minho y entré en tierras de Galicia. Quería que el título que ya había escogido para mi libro —Viaje a Portugal— tuviese, desde el primer paso y desde la primera palabra, pleno sentido: en verdad, para viajar a un país siempre será necesario empezar por estar fuera de ese país. Ahora bien, si el viaje que iba a empezar, que debía ser, obviamente, en Portugal y por Portugal, también pretendía ser a Portugal, me parecía evidente que esa intención de inicio debería ser perceptible para el lector ya en el umbral del libro, es decir, en su título. Durante cuatro días me distraje paseando por las provincias españolas de Galicia y de León, entreteniéndome en ciudades y pueblos como si el objetivo real del viaje fuese ése y no otro. Fue en el quinto día cuando me decidí a atravesar, viniendo de Zamora, el río Duero. Hice un sermón a los peces, a imitación de san Antonio y del padre António Vieira, como se explica detenidamente en el primer capítulo, y entré, por fin, en Portugal.
Pretender distinguir, tratándose de un viaje, entre un en, un por y un a es mucho más que un mero juego de palabras o un simple ejercicio de vocabulario. Al querer viajar a Portugal, lo que me estaba proponiendo era descender al fondo de las cosas vistas y de las personas encontradas, descuidar las apariencias, rechazar las miradas superficiales, abandonar la rutina de las guías turísticas y los mapas comunes, tener como única ruta la historia y la cultura de mi país. Veinte años después, no estoy seguro de haberlo conseguido, al menos tanto como lo soñé. Aun así, tal vez el lector perspicaz pueda reconocer, aquí y allá, en algún momento feliz del relato, algún que otro tenue indicio de lo que, en aquel momento, fue el más ambicioso de los proyectos a los que podía atreverme: escribir, sobre Portugal, un libro que no pudiese ser confundido con ningún otro, un libro capaz de inaugurar una nueva forma de mirar y una nueva forma de sentir. (Seamos tolerantes, perdonemos al autor esta imprudencia del espíritu, este desvarío de la voluntad y la imaginación…).
Durante el largo viaje, en el que ocupé casi seis meses, fue naciendo en mí la convicción de que, en cada lugar por el que pasaba, había una parcela de Portugal viejo que se despedía del viajero que yo era, un Portugal antiguo que empezaba, por fin, si bien aún con dudas de su propio querer, a moverse en dirección al siglo XX. Era como si las lentas centurias lusitanas, atrasadas, desde hacía mucho, en relación con el calendario europeo (un siglo XVIII que había entrado en el siglo XIX, un siglo XX que sólo ahora empezaba a darse cuenta de que no iba a tener cien años de vida…), fuesen empujadas hacia delante por un Tiempo que se había cansado de esperar. Algunas veces, después, mientras intentaba reconstituir, palabra a palabra, la memoria de lo que había visto, oído y sentido durante el viaje, pensé que, en cierto modo, lo que estaba escribiendo allí era una especie de crónica testamentaria, un acta de inventario, una lista de salvados, un largo adiós.
La mera guía turística que no quise que fuese este Viaje a Portugal tampoco la quiere el tiempo transcurrido. Algunas cosas que aquí se describen o han dejado de existir o no son ya, a primera vista, reconocibles. Se han transformado los paisajes, los urbanismos y las arquitecturas, se han alterado los gustos y los modos de vida. Pero este libro no debe ser leído como un viaje melancólico al pasado. Bastará, para eso, con que el lector tenga presente, en cada una de las páginas que siguen, la ruta que en todo momento guió al viajero, es decir, la cultura y la historia portuguesas. Llevado por esa mano, no se perderá en el camino.
JOSÉ SARAMAGO
Otoño de 1999
De nordeste a noroeste, duro y dorado


El sermón a los peces
Nunca tal se vio en memoria de guardia de frontera. Éste es el primer viajero que en medio del camino para el automóvil, tiene el motor ya en Portugal, pero no el depósito de gasolina, que aún está en España, y él mismo se asoma al pretil en aquel centímetro exacto por donde pasa la invisible línea de la frontera. Entonces, sobre las aguas oscuras y profundas, entre los altos escarpes que van doblando los ecos, se oye la voz del viajero predicando a los peces del río:
«Venid acá, peces, vosotros, los de la margen derecha, que estáis en el río Douro, y vosotros, los de la margen izquierda, que estáis en el río Duero, venid acá todos y decidme cuál es la lengua en que habláis cuando ahí abajo cruzáis las acuáticas aduanas, y si también ahí tenéis pasaportes y sellos para entrar y salir. Aquí estoy yo, mirándoos desde lo alto de este embalse, y vosotros a mí, peces que vivís en esas confundidas aguas, que tan pronto estáis en una orilla como en otra, en gran hermandad de peces que unos a otros sólo se comen por necesidades de hambre y no por enfados de patria. Me dais vosotros, peces, una clara lección, ojalá no la olvide yo al segundo paso de este viaje mío a Portugal, a saber: que de tierra en tierra deberé prestar mucha atención a lo que sea igual y a lo que sea diferente, aunque dejando a salvo, que humano es y entre vosotros igualmente se practica, las preferencias y las simpatías de este viajero, que no está ligado a obligaciones de amor universal, ni nadie le ha pedido que lo esté. De vosotros, en fin, me despido, peces, hasta un día; seguid a lo vuestro mientras no asomen por ahí pescadores, nadad felices, y deseadme buen viaje, adiós, adiós».
Buen milagro fue éste para comenzar. Una brisa súbita encrespó las aguas, o habrá sido el rebullicio de los peces sumergiéndose, y apenas se ha callado el viajero no había más que ver que el río y sus orillas, ni más que oír que el murmullo adormecido del motor. Ése es el fallo de los milagros: que duran poco. Pero el viajero no es taumaturgo de profesión, milagrea por accidente, por eso va ya resignado cuando vuelve al automóvil. Sabe que va a entrar en un país abundante en fastos de lo sobrenatural, del que es señalado e inmediato ejemplo esta primera ciudad de Portugal por donde ya va entrando con su calma de viajero minucioso y que se llama Miranda do Douro. Ha de recoger pues con modestia sus propias veleidades, y decidirse a aprenderlo todo. Los milagros y el resto.
Esta tarde es de octubre. El viajero abre la ventana de la habitación donde pasará la noche y, ya con el primer vistazo, descubre o reconoce que es persona de mucha suerte. Podía tener enfrente un muro, un cantero mezquino, un patio con ropa tendida, y se contentaría con esa utilidad, esa decadencia, ese tendedero. Pero lo que ve es la pedregosa margen española del Duero, de tan dura sustancia que apenas pueden los matojos hincarle el diente, y como la suerte nunca viene sola, está el sol de manera que la escarpada pared es un enorme cuadro abstracto en diversos tonos de amarillo, y dan ganas de quedarse aquí mientras haya luz. En este momento no sabe aún el viajero que unos días más tarde va a estar en Braganza, en el Museo del Abade de Baçal, mirando la misma piedra y tal vez los mismos amarillos, ahora en un cuadro de Dordio Gomes. Sin duda puede mover la cabeza y murmurar: «Qué pequeño es el mundo…».
En Miranda do Douro, por ejemplo, nadie sería capaz de perderse. Baja la Rua da Costanilha, con sus casas del siglo XV, y apenas nos damos cuenta y pasamos una puerta de la muralla y estamos fuera de la ciudad mirando los grandes valles que hacia poniente se extienden. Nos cubre un gran silencio medieval: qué tiempo es éste, y qué gente. A uno de los lados de la puerta está un grupo de mujeres, todas vestidas de negro, hablan en voz baja, ninguna es joven, la mayoría de ellas, probablemente, ni recuerdan haberlo sido. El viajero lleva al hombro, como corresponde, la máquina fotográfica, pero se avergüenza, aún no está habituado a las osadías a que los viajeros acostumbran, y por eso no quedó memoria de retrato de aquellas sombrías mujeres que están hablando allí desde el principio del mundo. El viajero permanece melancólico y augura mal final al viaje que así empieza. Cayó en meditación, felizmente por poco tiempo: allí cerca, fuera de las murallas, suena estruendoso el motor de un bulldozer, había obras de explanación para una nueva carretera: es el progreso a las puertas de la Edad Media.
Vuelve a subir la Costanilha, se desvía por otras calladas y variadísimas calles, nadie en las ventanas, descubre señales de viejos rencores vueltos hacia España, canecillos obscenos tallados en buena piedra cuatrocentista. Da ganas de reír esta saludable escatología que no teme ofender a los ojos de los niños ni a los aburridos defensores de la moral. En quinientos años nadie se acordó de mandar picar o desmontar la insolencia, prueba inesperada de que el portugués no es ajeno al humor, salvo si sólo lo entiende cuando sirve a sus patriotismos. No se aprendió aquí con la fraternidad de los peces del Duero, pero tal vez haya buenas razones para ello. Al fin y al cabo, si los poderes celestiales favorecieron un día a los portugueses contra los españoles, mal parecería que los humanos de este lado pasaran por encima de las intervenciones de lo alto y las desautorizaran. El caso se cuenta brevemente.
Andaban encendidas las luchas de la Restauración[1], mediado, pues, el siglo XVII, y Miranda do Douro, aquí a la orilla del Duero, estaba, por así decir, a un salto de pulga de las acometidas del enemigo. Había cerco, el hambre era ya mucha, los sitiados decaían y, en fin, estaba Miranda perdida. Pero he ahí, esto es lo que se cuenta, que aparece un niño gritando «¡A las armas!», infundiendo ánimo y valor donde valor y ánimo desfallecían, y de tal modo que al punto se alzan todas aquellas debilidades y desalientos, toman armas verdaderas o inventadas, y tras el infante se van contra los españoles como quien maja en centeno verde. Vense desbaratados los sitiadores, triunfa Miranda do Douro, queda escrita otra página en los anales de la guerra. Pero ¿dónde está el jefe de ese ejército?, ¿dónde está el gentil combatiente que cambió la peonza por el bastón de mariscal? No está, no se encuentra, nadie ha vuelto a verlo más. Milagro, dicen los mirandeses. Luego, fue el Niño Jesús.
Ménsula en una fachada, Miranda do Douro
El viajero lo confirma. Si ha sido capaz de hablarles a los peces y ellos capaces de escucharle, no tiene ahora motivo alguno para desconfiar de antiguas estrategias. Tanto más cuanto que, aquí está él, el Niño Jesús da Cartolinha, con su altura de dos cuartas, al cinto la espada de plata, la faja roja atravesándolo del hombro al costado, lazo blanco al cuello, y el gorro en lo alto de su redonda cabeza de chiquillo. No es éste el uniforme de la victoria, sólo uno de los de su confortable guardarropa, completo y constantemente puesto al día, como al viajero le va mostrando el sacristán de la catedral. Es sabedor de su menester de guía este sacristán; viendo la minuciosa atención del viajero, lo lleva a una dependencia lateral donde hay recogidas diversas piezas de estatuaria, defendiéndolas así de las tentaciones de los cacos de oficio y ocasión. Ahí se confirman las cosas. Una pequeña tabla, esculpida en altorrelieve, acaba de convencer al viajero de su propia incipiencia en materia de milagros. He ahí a san Antonio recibiendo la genuflexión de una oveja, que da así ejemplar lección de fe al pastor incrédulo que se había reído del santo y allí, en la escultura, evidentemente, se muestra corrido de vergüenza y por eso tal vez aún merecedor de salvación. Dice el sacristán que mucha gente habla de esta tabla, pero que pocos la conocen. Excusado decir que el viajero no cabe en sí de vanidad. Vino de tan lejos, sin recomendación de nadie, y sólo por tener cara de buena persona lo han admitido al reconocimiento de estos secretos.
Va este viaje en sus comienzos y, siendo el viajero escrupuloso como es, aquí le muerde el primer sobresalto. En definitiva, ¿qué viajar es éste? Dar una vuelta por esta ciudad de Miranda do Douro, por esta catedral, por este sacristán, por este sombrerito y esta oveja y, hecho esto, marcar con una cruz el mapa, echarse de nuevo al camino y decir, como el barbero mientras sacude la toalla: «El siguiente». Viajar debería ser cosa de otro concierto, estar más y andar menos, tal vez incluso debiera instituirse la profesión de viajero sólo para gente de mucha vocación, que mucho se engaña quien piense que sería trabajo de pequeña responsabilidad, cada kilómetro no vale menos de un año de vida. Luchando con estas filosofías, acaba el viajero por quedarse dormido, y cuando de mañana despierta, ahí está la piedra amarilla, es el destino de las piedras, siempre en el mismo sitio, salvo si viene el pintor y la lleva en el corazón.
Catedral, Miranda do Douro
A la salida de Miranda do Douro, va el viajero aguzando la observación para que nada se pierda o algo se aproveche, y por eso ha reparado en un pequeño río que por aquí pasa. Ahora bien, los ríos tienen nombre y a éste, tan próximo a juntarse con el abundoso Duero, ¿qué nombre le habrán puesto? Quien no sabe, pregunta, y quien pregunta tiene a veces respuesta: «Perdone usted, ¿cómo se llama este río?». «Este río se llama Fresno». «¿Fresno?». «Sí, señor. Fresno». «Pero fresno es una palabra española; en portugués es freixo. ¿Por qué no le llaman río Freixo?». «¡Ah!, eso sí que no lo sé. Siempre he oído llamarlo así». A fin de cuentas, tanta lucha contra los españoles, tanto atrevimiento en los canecillos de las casas, y hasta ayudas del Niño Jesús, y aquí está este Fresno, oculto entre márgenes amenas, riéndose del patriotismo del viajero. Se acuerda él de los peces, del sermón que les hizo, se distrae un poco en estas memorias, y está ya cerca de la aldea de Malhadas cuando se le enciende el espíritu: «¿Quién sabe si eso de fresno no será también palabra del dialecto mirandés?». Lleva idea de hacer la pregunta, pero luego se olvida, y cuando mucho más tarde le vuelve la duda, decide que el caso no tiene importancia. Al menos para su uso, ha pasado fresno a ser portugués.
Malhadas queda un poco desviada de la carretera principal, de la que sigue hacia Braganza. Aquí cerca hay restos de una vía romana que el viajero no va a buscar. Pero cuando de ella les habla a un labrador y una labradora a quienes encuentra a la entrada de la aldea, le responden: «¡Ah! Eso es la carretera de los moros». Pues sea la carretera de los moros. Ahora, lo que el viajero quiere saber es el porqué y el cómo de ese tractor del que el labrador baja con la familiaridad de quien usa cosa suya. «Tengo poca tierra. Me sobra para mí. De vez en cuando lo alquilo a los vecinos, y así vamos tirando». Quedan los tres allí de charla, hablando de las dificultades de quien tiene hijos que mantener, y es patente que pronto habrá uno más. Cuando el viajero dice que va hasta Vimioso y que volverá luego a pasar por aquí, la campesina, sin tener que pedirle licencia al marido, lo invita: «Vivimos en esa casa, venga a comer con nosotros», y bien se ve que lo hace de verdad, que lo poco o lo mucho que en la olla esté, será dividido en partes desiguales, porque es más que seguro que el viajero vería en su plato la parte mejor y mayor. El viajero da las gracias y dice que será otro día. Se va el tractor, se recoge en casa la mujer: «Son unos pajares», había dicho ella, y el viajero da una vuelta por la aldea, apenas llega a darla, porque, de pronto, aparece ante él una gigantesca tortuga negra, es la iglesia del lugar, de grosísimas paredes, con enormes contrafuertes de refuerzo que son las patas del animal. En el siglo XIII, y en estas tierras de Trás-os-Montes, no debían de saber mucho de resistencia de materiales, o quizá el constructor era hombre desconfiado de las seguridades del mundo y resolvió edificar para la eternidad. El viajero entró y vio, fue al campanario y al tejado y desde allí paseó los ojos alrededor, un poco intrigado por una tierra transmontana que no se derrumba en los valles y precipicios abruptos que la imaginación le prepara. Al fin, cada cosa a su tiempo, esto es una meseta, no debe el viajero reñir con su fantasía, tanto más cuanto que tan útil le fue para hacer de la iglesia tortuga, sólo quien allá vaya sabrá hasta qué punto es justa y rigurosa la comparación. Dos leguas más allá está Caçarelhos. Aquí dice Camilo Castelo Branco[2] que nació su Calisto Elói de Silos y Benevides de Barbuda, mayorazgo de Agra de Freimas, héroe rústico y glotón de A Queda Dum Anjo, novela de mucha risa y alguna melancolía. Considera el viajero que el dicho Camilo no escapa a la censura que ácidamente profirió contra Francisco Manuel do Nascimento, acusado éste de chancearse con Samardã, como antes otros lo habían hecho con Maçâs de D. Maria, Ranhados o Cucujães. Juntando Elói a Caçarelhos, ridiculizó a Caçarelhos, o quizá sea esto defecto de nuestro espíritu, por creer que es la culpa de las tierras y no de quien en ellas nace. La manzana cría bichos por propia condición y dolencia del manzano y no por maldad del terruño. Quede, pues, dicho, que esta aldea no sufre de peor maldad que la distancia, aquí en este culo del mundo, y no es probable que su nombre tenga nada que ver con lo que en Minho se dice: los de Caçarelhos son unos chismosos, incapaces de guardar secretos. Los suyos tendrá Caçarelhos: al viajero nadie se los contó cuando atravesaba el campo de la feria, que hoy es día de comprar y vender ganado, estos bellos bueyes color de miel, ojos que son como salvadoras boyas de ternura, y los labios blancos de nieve, rumiando en paz y serenidad mientras un hilo de baba cae lentamente, todo esto bajo una selva de liras, que son las córneas armazones, cajas de resonancia naturales del mugido que, de tiempo en tiempo, se alza de aquel concilio. Ciertamente, hay secretos en esto, pero no de esos que las palabras pueden contar. Más fácil es contar dinero, tantos billetes por este buey, lléveselo, verá como no se arrepiente.
Iglesia parroquial de Malhadas
Los castaños están cubiertos de erizos, tantos que recuerdan bandadas de pardillos verdes que en estas ramas se hubieran posado a ganar fuerzas para las grandes migraciones. El viajero es un sentimental. Para el coche, arranca un erizo, es un recuerdo sencillo para muchos meses, ya el erizo se ha resecado, y cogerlo es volver a ver el gran castaño del borde de la carretera, notar el aire vivísimo de la mañana, tanto cabe, en definitiva, en una campestre promesa de castaña.
Va la carretera en curvas descendiendo hacia Vimioso, y el viajero contento murmura: «Qué hermoso día». Hay nubes en el cielo, de esas nubes sueltas y blancas que pasean por el campo sombras dispersas, corre un punto de viento leve, parece que el mundo acabe de nacer. Vimioso está construido en una ladera suave, es villa sosegada, esto es lo que le parece al viajero de paso, que no va a demorarse en ella, sólo el tiempo de pedirle información a esta mujer. Y aquí registrará la primera desilusión. Tan amable estaba siendo la informante, hasta dispuesta parecía a darse una vuelta por los barrios para mostrarle al viajero las rarezas locales, y, en definitiva, lo que quería era venderle unas toallas artesanas. No se lo tomemos a mal, pero el viajero se mantiene en sus principios y cree que el mundo no tiene otra cosa que hacer más que darle informaciones. Por una calle abajo fue descendiendo, y allá en el fondo tuvo el premio. Cierto es que a sus ojos, deshabituados de sacras arquitecturas rurales, todo gana fácilmente fuero de maravilla, pero no es pequeño placer el dar con estos contrastes entre fachadas seiscentistas, robustas, pero ya con las primeras señales de la frialdad barroca, y el interior de la nave, baja y amplia, con una atmósfera románica que ningún elemento arquitectónico confirma. Con todo, no es éste el verdadero premio. A la sombra de los árboles, aquí fuera, sentado en los peldaños que dan acceso al atrio, el viajero oye contar una historia sobre la construcción del templo. Bajo condición de tener capilla privativa, cierta familia ofreció una yunta de bueyes para acarrear la piedra destinada a alzar la iglesia. Dos años se pasaron los bueyecillos en este esfuerzo, tan contados los pasos sobre la cantera y el cobertizo de los albañiles que al fin era sólo cargar el carro, decir «¡hala!», y los animales se encargaban de ir y venir sin boyero ni guardador, atronando aquellos yermos con el gemir de los cubos mal ensebados, en grandes charlas sobre la presunción de los hombres y las familias. Quiso el viajero saber qué capilla es ésa y si hay aún descendientes que gocen del usufructo. No se lo supieron decir. Allá dentro no vio señales particulares de distinción, pero puede que aún existan. Queda el cuento ejemplar de una familia que de sí misma nada dio, salvo los bueyes, encargados de abrir, con gran fatiga, el camino que habría de llevar a sus amos al paraíso.
Vuelve el viajero sobre sus pasos, distraído del camino que ya conoce. En Malhadas le viene la tentación de reclamar el almuerzo ofrecido, pero tiene sus propias cortedades, aun sabiendo que de ellas va a acabar arrepintiéndose. En la población de Duas Igrejas es donde viven los pauliteiros danzarines. De éstos, nada acabará sabiendo el viajero, que no son horas de andar los bailarines paulitando por las calles. Demostrado queda que el viajero tiene también derecho a sus imaginaciones, y en esto de los pauliteiros no es de hoy ni de ayer el que piense que más bella y fragorosa danza sería si en vez de los palitos batieran y cruzaran los hombres sables o dagas. Entonces, sí, tendría el Niño Jesús da Cartolinha buenas y militares razones para pasar revista a este ejército de bordados, collarines y pañuelos de cuello. Éste es un defecto del viajero: quiere que lo bueno tenga más de lo que ya tiene. Que le perdonen los pauliteiros.
En Sendim, dan horas de comer. Qué será, dónde será. Alguien dice al viajero: «Siga por esa calle. Luego hay una placita, y en la placita está el Restaurante Gabriela. Pregunte por la señora Alicia». Al viajero le gusta esta familiaridad. La mocita de las mesas dice que la señora Alicia está en la cocina. El viajero acecha por la puerta, hay grandes olores de comida en los aires que respira, un caldero de verduras hierve al lado, y, al otro de la gran mesa de en medio, la señora Alicia le pregunta al viajero qué quiere comer. El viajero está habituado a que le lleven la carta, habituado a elegir con desconfianza, y ahora tiene que preguntar, y entonces la señora Alicia propone Posta de vitela á Mirandesa. Dice el viajero que sí, va a sentarse a su mesa, y para ir haciendo boca le traen una suculenta sopa de verduras, el vino y el pan. ¿Qué será la posta de vitela? ¿Por qué posta? Una posta siempre fue para él un tronco de pescado. ¿En qué país estoy?, pregunta el viajero al vaso de vino, que no responde y, benévolo, se deja beber. No hay mucho tiempo para preguntas. La tajada de ternera, gigantesca, viene nadando en una vinagreta, y para que quepa en el plato hubo que cortarla, y así no queda goteando en el mantel. El viajero cree estar soñando. Carne blanda que el cuchillo corta sin esfuerzo, tratada en su justo punto, y esa salsa de vinagre que hace sudar a las mejillas y ésta es cabal demostración de que hay felicidad en el cuerpo. El viajero está comiendo en Portugal, tiene los ojos llenos de paisajes pasados y futuros mientras oye a la señora Alicia gritando en la cocina y la mocita de las mesas se ríe y agita las trenzas.
Dosel y malos caminos
El viajero es natural de tierras bajas, muy lejos, hacia el sur, y, sabiendo poco de estos montes, los esperaba mayores. Lo dijo ya y vuelve a decirlo. No faltan accidentes, pero son todo colinas de buena vecindad, altas con relación al nivel del mar, pero cada una de ellas hombro con hombro de la inmediata y todas perfiladas. En todo caso, si alguna se atreve un poco más o espigó de repente, entonces sí, tiene el viajero una distinta noción de estas grandezas, y no tanto por lo que está cerca, como por aquella empinada sierra a lo lejos. En llegando a ella, se percibe que la diferencia no era tan grande, pero bastó para promesa de un momento.
Esta línea férrea que va al lado de la carretera parece de juguete, o un resto de solemne antigüedad. El viajero, cuyo sueño de infancia fue ser maquinista de ferrocarriles, teme que la locomotora y los vagones no sean de este tiempo y sí objetos de museo a los que el viento que llega de los montes no logra sacudir las telarañas. Esta línea es la Sabor, del nombre del río que se tuerce y retuerce hasta alcanzar el Duero, pero dónde está el gusto del carromato es algo que el viajero no descubre.
Sin advertir que ha pasado ya la sierra, el viajero llega a Mogadouro. Va cayendo la tarde, aún luminosa, y desde lo alto del castillo se pueden echar cuentas del trabajo de los hombres y mujeres de este lugar. Todas las laderas de alrededor están cultivadas; es un juego de bancales y planteles, unos enormes, otros más pequeños, como si sirvieran sólo para llenar las sombras de los grandes. Los ojos reposan, el viajero estaría totalmente regalado si no fuera por el remordimiento de haber hecho huir del recaudo de las murallas a una pareja de enamorados que andaba allí tratando de sus amores. Aquí, en Mogadouro, quedó ilustrado una vez más el antiguo conflicto entre acción e intención.
Línea de Sabor
Iglesia parroquial de Azinhoso
Es en Azinhoso, aldeíta cercana, donde empieza a nacer la pasión del viajero por este románico rural del norte. El riesgo de las minúsculas iglesias no tiene osadías, es receta traída de lejos y ligeramente variada para preservar el prestigio del constructor, pero mucho se engaña quien crea que, habiendo visto una, las ha visto todas. Hay que darles la vuelta con toda calma, esperar callado a que las piedras respondan, y, si hay paciencia, cada vez saldrá de allí arrepentido el viajero, éste o cualquier otro. Arrepentido por no quedarse más tiempo, pues no está bien quedarse sólo un cuarto de hora junto a una construcción que tiene setecientos años, como en este caso de Azinhoso. Sobre todo, cuando empieza a acercarse gente que quiere charlar con el viajero, gente a la que convendría oír, pues es la heredera de esos siete siglos. El pequeño atrio está cubierto de hierba, el viajero asienta en ella sus pesadas botas y se siente, no sabe por qué, rehabilitado. Por más que piense, ésta es la palabra y no otra, y no la sabe explicar.
Dentro de poco caerá la noche, que en otoño es temprana, y el cielo se va cubriendo de nubes oscuras; tal vez mañana llueva. En Castelo Branco, quince kilómetros al sur, el aire parece haber pasado por un cedazo de ceniza, sólo en el color, que de pureza hasta los pulmones lo extrañan. Al borde de la carretera está la amplia fachada de una casa solariega, con grandes pináculos en los extremos. Si hubiera fantasmas en Portugal, este sitio sería bueno para asustar a los viajeros: luces por detrás de los cristales rotos, tal vez estridencias de dientes y cadenas. Pero, quién sabe, tal vez a las horas de luz esta decadencia resulte menos deprimente.
Cuando el viajero entra en Torre de Moncorvo, hace ya mucho que es noche cerrada. El viajero piensa que es una desconsideración entrar en las poblaciones a estas horas. Las poblaciones son como las personas, nos acercamos a ellas, lenta, paulatinamente, no esta invasión súbita, a cubierto de la oscuridad, como si fuéramos salteadores. Pero ellas se vengan, y hacen bien. Las poblaciones ponen los números de las puertas y los nombres de las calles, cuando los hay, a alturas inverosímiles, hacen que esta plaza sea idéntica a esa encrucijada, y, si les apetece, nos colocan delante, parando el tráfico, a un político con su cortejo de adherentes y su sonrisa de político que anda buscando votos. Esto es lo que hizo Torre de Moncorvo. Lo peor es que el viajero va con destino a una quinta que queda más allá, en el valle de Vilariça, y la noche está tan negra que a los lados de la carretera no se sabe si la cuesta, a pico, es para arriba o para abajo. El viajero se mueve en un borrón de tinta, ni las estrellas ayudan, que el cielo es todo una maciza nube inconsútil. Al fin, tras mucho desatinar, llega a su destino. Antes le han ladrado canes desaforados, y entra en la casa donde lo esperan con una sonrisa y la mano abierta. Grandes, portentosos eucaliptos hacen aún más oscura la noche allá afuera, pero no tarda la cena en estar en la mesa, y, después de cenar, un vaso de vino de Porto mientras llega la hora de dormir, y, cuando llega, éste es el cuarto, una cama con dosel, de aquellas altas, que sólo por ser alto el viajero dispensa la escalerilla para encaramarse, qué profundo es este silencio del valle de Vilariça, qué consoladora la amistad, el viajero está dispuesto a quedarse dormido, quién sabe si en esta cama de dosel durmió su majestad el rey, o, tal vez preferible, su alteza la princesa.
Se despierta por la mañana temprano. La cama no sólo es alta, es también inmensa. En las paredes del cuarto hay unos retratos de gente antigua que miran severamente al intruso. Hay ruido. El viajero se levanta, abre la ventana y ve pasar por abajo un pastor con sus ovejas; han mudado los tiempos, tanto es así que este pastor no se comporta como los de las novelitas bucólicas, no levanta la cabeza, no se descubre, no dice: «Dios lo acompañe, señor». Si no fuera distraído con sus cosas, diría sólo: «Buenos días», y nada mejor podría desear el viajero, que de los días eso quiere, que sean buenos.
Valle de Vilariça
El viajero se despide y da las gracias a quien le dio dormida por esta noche, y antes de meterse al camino vuelve atrás, a Torre de Moncorvo. No va a dejar disgustos tras él, ni dejaría la villa al desdén, que no lo merece. Ahora que es ya día claro, aunque neblinoso, no precisa ya de letreros en las esquinas. La iglesia está allí delante, con su pórtico renacentista y la alta torre campanera que le da un aire de fortaleza, impresión acentuada por los extensos lienzos de muralla que envuelven el conjunto. Dentro, son tres las naves, demarcadas por gruesas columnas cilíndricas. Cerrada la puerta, en tiempos de alboroto militar, mucho tendrían que roer los enemigos antes de poder rezar allá dentro sus propias misas. Pero la paz con que el viajero va circulando por aquí, le da tiempo para tomarle gusto al tríptico de madera esculpida y pintada que representa trechos de la vida de santa Ana y de san Joaquín, y otras piezas de no menor valía. De aires renacentistas es también la iglesia de la Misericordia, y el púlpito de granito, con figuras en relieve, valdría, por sí solo, una parada en Torre de Moncorvo.
Iglesia parroquial de Torre de Moncorvo
Ahora el viajero se aleja de las obras de arte. Se ha metido por unas trochas, allí mismo, al embocar el puente que pasa sobre el río Vilariça, y va subiendo, subiendo, parece que no tiene fin la carretera, y es el caso que, de tan desnudos los montes que a un lado y otro se derrumban sobre el valle, llega el viajero a temer que un golpe de viento lo lleve por los aires, lo que sería otra manera de viajar con muy peor destino. En todo caso, ante esta amplitud generosa del paisaje es como si alas tuviera. Dentro de unos meses, de aquí a lo lejos todo serán almendros floridos. El viajero empieza a imaginar, ha elegido en su memoria dos imágenes de árbol en flor, las mejores que tenía, eligió almendro y blancura, y lo multiplicó todo por mil o por diez mil. Un deslumbramiento. Pero no lo es menor este valle feracísimo, más afortunado que los campos de Ribatejo, que no recogen ya de las crecidas el beneficio del lodo fértil y sí la desgracia de las arenas. Aquí, las aguas que el río lleva y se juntan a las del río Sabor, refluyen ante el gran caudal del Duero y vienen a explayarse por todo el valle, donde quedan decantando las materias fertilizantes que traen en suspensión. Es la albardilla, dicen los habitantes de aquí, para quienes el invierno, si a más no se desmanda, es una estación feliz.
Esta carretera va a dar a la aldea de Estevais, después a Cardanha y Adeganha. El viajero no puede detenerse en todas, no puede llamar a todas las puertas a hacer preguntas y a curar de las vidas de quienes allí moran. Pero como no sabe ni quiere despegarse de sus gustos y aficiones, y como tiene la fascinación del trabajo de las manos de los hombres, va hasta Adeganha, donde le dijeron que hay una preciosa iglesia románica, así, de este tamaño. Va y pregunta, pero antes se pasma ante la grande y única losa granítica que hace de plaza, era y cama para la luz de la luna en medio de la población. Alrededor, las casas son aquellas que en Trás-os-Montes más se encuentran en lugares olvidados, casas de piedra sobre piedra, el dintel rozando el tejado, los humanos en el piso de arriba, los animales abajo. Es la tierra del sueño común. Llamado a prestar cuentas, este hombre dirá: «Yo y mi buey dormimos bajo el mismo techo». El viajero, cada vez que da con realidades como ésta, se siente muy comprometido. Mañana, al llegar a la ciudad, ¿recordará estos casos?, ¿estará feliz?, ¿o desgraciado?, ¿o tanto lo uno como lo otro? Es muy bonito, sí señores, predicar sobre la fraternidad de los peces. ¿Y la de los hombres?
Almendros en flor, cerca de Torre de Moncorvo
En fin, la iglesia es ésta. No exageraba quien la alabó. Aquí y a estas alturas, con los vientos barredores, bajo el cincel del frío y la solanera, la iglesita resiste a los siglos heroicamente. Se le han quebrado las aristas, perdieron factura las figuras representadas en los canecillos todo alrededor, pero será difícil encontrar mayor pureza, belleza más transfigurada. La iglesia de Adeganha es cosa para llevarla en el corazón, como la piedra amarilla de Miranda.
El viajero empieza a bajar por una carretera peor aún. Rechina y protesta la suspensión del automóvil, y es un alivio cuando, entre charcos y fangales, aparece Junqueira. No es lugar de particular importancia. Pero, como el viajero es capaz de inventar sus propias obras de arte, aquí está esta fachada de capilla barroca sin tejado, con una exuberante higuera creciéndole allá dentro y rebasando la altura del entablamento. Por un ojo de buey se llegaría a los higos, si la higuera no fuese borde. Realmente, causan asombro en el pueblo estas admiraciones. Aparece por encima de un muro la cabeza de una chiquilla, luego otra, y, después, la madre de ellas. El viajero hace una pregunta cualquiera, le dan respuesta en reposada voz transmontana, y luego pegan la hebra y no tarda el viajero en saber casos de esta familia, y, uno de ellos, la terrible historia de princesas encantadas y encerradas en altas torres, es que estas chiquillas nunca salieron de aquí ni para ir a Torre de Moncorvo, apenas trece kilómetros. Es el padre quien no les deja, con las chicas hay que andar siempre ojo avizor, ya usted sabe. El viajero ha oído hablar algo de eso, y no niega ni confirma. «¿Y la vida, cómo va por aquí?». «Arrastrada», responde la mujer.
Charlas como ésta dejan siempre malhumorado al viajero. Por eso casi no tiene ojos para Vila Flor. Tuvo que abrir el paraguas, fue a llevar recado a un conocido, echó un vistazo al san Miguel por encima de la puerta de la iglesia. El viajero se ha dado cuenta de que por aquí hay una gran devoción al arcángel. Ya lo vio en Mogadouro, en un altar de las ánimas, y en otros sitios también, preocupados todos con las probabilidades del purgatorio. Aquí, cuando ya se disponía a seguir camino, el viajero cambia de dirección. El pórtico de esta parroquia del XVII es digno de grandes atenciones y de una demora suficiente: las columnas torsas, los motivos florales, la geometría de otros arman un conjunto que queda en la memoria. También queda en la memoria, desgraciadamente, un panel de azulejos, embutido en una pared, en el que un tal Trigo de Morais da consejos a los hijos. No son malos los consejos, pero fue pésima la idea. Y qué importancia se daba el consejero para venir así a moralizar en la plaza pública aquello que debería ser recomendación de puertas adentro. En fin, este viaje a Portugal va a tener de todo.
Iglesia parroquial de Adeganha
Vuelve a llover. No se ve a nadie en la plaza cuando el viajero dobla la última esquina que a ella da. Pero, al atravesarla, siente que lo siguen desde detrás de los cristales de las ventanas, y hay incluso quien se vuelve dentro de las tiendas, quizá con desconfianza. El viajero parte como si cargase a la espalda con las culpas todas de Vila Flor o del mundo. Probablemente es verdad.
Tirando derecho hacia el norte, por caminos de sube y baja, se llega a Mirandela. Para el viajero es sólo punto de paso, aunque ya en el camino hacia Braganza va pensando en las ignoradas razones por las que el puente que atraviesa el río Tua tiene todos los arcos desiguales, y si la originalidad viene ya de los romanos, sus primeros constructores, o si es preciosismo del siglo XVI, en que alguna reconstrucción hubo. Desagrada mucho al viajero no saber los motivos de cosas tan sencillas como esta de que un puente tenga veinte arcos y ninguno igual a otro, pero no hay más remedio que conformarse: sería cosa de ver que se parara a interrogar a las mudas piedras, mientras las aguas iban murmurando en los tajamares.
Por estas bandas hay unas poblaciones a las que llaman «aldeas mejoradas». Son ellas Vilaverdinho, Aldeia do Couço y Romeu. Por causa de la singularidad del nombre, y también porque un gran letrero informa de que hay ahí un museo de curiosidades, el viajero elige Romeu para mayor demora. Pero fue en Vilaverdinho donde supo que la idea de las mejoras fue de un antiguo ministro de Obras Públicas, tanto que de «idea humana» se alaba de haber sido, en inscripción adecuada, confirmada por las letras abiertas en enorme pedrusco al borde del camino, en el que se afirma que «los habitantes nunca olvidarán» a un presidente que allí fue a la inauguración, en agosto de 1964. Estas inscripciones siempre son dudosas, imagínense qué pensarán los historiadores y epigrafistas futuros si dan con la lápida y creen lo que allí se dice. Ante el nombre de ese presidente, alguien escribió «ladrón», vocablo perturbador que quizá sea desconocido en tiempos futuros.
En Romeu está el museo. Allí hay de todo, como en botica: automóviles de doña Elvira, carruajes y arreos, receptores y radios de galena, cítaras, cajas de música, pianolas, relojes muchos, teléfonos de los primeros que se vieron, algunos trajes, fotografías, en fin, un tesoro pintoresco de pequeños objetos que hacen sonreír. Son los antepasados toscos de las tecnologías nuevas que nos van convirtiendo en usuarios e ignorantes. El viajero, cuando sale, se encoge de hombros, pero da las gracias a la familia Meneres, que fue la de la idea. Siempre se aprende algo.
Llovizna. El viajero pone y para el limpiaparabrisas en un juego que va descubriendo el paisaje y luego lo deja sumergirse, de manera imprecisa, como en un acuario enturbiado. A la izquierda, la sierra da Nogueira ya es una señora sierra, con sus mil trescientos metros. Otro juego divertido es el de los pasos a nivel, afortunadamente abiertos todos cuando el viajero pasa. En treinta kilómetros hay nada menos que cinco: Rossas, Remisquedo, Rebordãos, Mosca y otro del que no quedó nombre. Y menos mal que en este caso son los nombres los que se salvan.
Puente sobre el río Tua
Al fin, desde esta subida se ve ya Braganza. La tarde se apaga rápidamente, el viajero va cansado. Y, en esta situación, padece de la ansiedad de todos los viajeros que buscan alojamiento. Tiene que haber un hotel, un sitio para cenar y dormir. Y es entonces cuando aparece ante él el cartel color naranja: Pousada. Gira, contento, y empieza a subir el monte, y este paisaje es bellísimo casi en el crepúsculo, hasta que da con el edificio, el parador, o lo que sea, que posar aquí no puede apetecer a nadie. Ésta sería la ocasión de recordar al maestro de todos, a Garrett, cuando llega a Azambuja y dice, con palabras suyas: «Corremos a alojarnos en el elegante establecimiento que al mismo tiempo acumula las tres distintas funciones de hotel, restaurante y café del pueblo. ¡Santo Dios! ¡Qué bruja está a la puerta! ¡Qué antro allá en el interior!… Se me cae la pluma de la mano». Al viajero no se le cae la pluma porque no la usa. Tampoco había ninguna vieja en la puerta. Pero el antro era aquél. El viajero huyó, huyó, hasta que fue a dar con un hotel sin imaginación pero bien llevado. Allí se quedó, allí cenó y durmió.
Aguardiente en Rio de Onor
A veces empieza uno por lo que está más lejos. Lo natural sería, habiendo estado en Braganza, ver lo que la ciudad tiene para mostrar, y después dar un vistazo a los alrededores, una piedra aquí, un paisaje allá, respetando la jerarquía de los lugares. Pero el viajero trae una idea fija: ir a Rio de Onor. No es que de la visita espere mundos y maravillas, que al fin Rio de Onor no pasa de ser una pequeña aldea, no constan por allá señales de godos o de moros, pero cuando un hombre se mete en lecturas, siempre se le quedan pegados en la memoria nombres, hechos, impresiones, todo esto se va elaborando y complicando hasta llegar, es éste el caso, a las idealizaciones del mito. El viajero no vino a hacer trabajo de etnólogo o de sociólogo, de él nadie puede esperar supremas descubiertas, ni siquiera otras menores: tiene sólo el legítimo y humanísimo deseo de ver lo que otros vieron, de asentar los pies donde otros pies dejaron huella. Rio de Onor es para el viajero como un lugar de peregrinación: de allá trajo alguien un libro que, siendo obra de ciencia, es de las más conmovedoras cosas que en Portugal se hayan escrito. Es esa tierra lo que el viajero quiere ver con sus propios ojos. Nada más.
Son treinta kilómetros de carretera. A la salida de Braganza, allá delante, está la oscura y silenciosa aldea de Sacoias. Se entra en ella como en otro mundo. Vista la disposición de las primeras casas, la curva que el camino hace, dan ganas de pararse y gritar: «¿Hay alguien ahí? ¿Se puede entrar?». Lo cierto es que aún hoy el viajero no sabe si Sacoias está habitada. El recuerdo que guarda de este lugar es el de un yermo, o, tal vez más exactamente, el de una ausencia. Y esta impresión no se deshace ni siquiera cuando puede sobreponerle otra imagen, viniendo ya de regreso, de tres mujeres dispuestas de manera teatral en los peldaños de una escalera, oyendo lo que, inaudible para el viajero, otra les decía, mientras suspendía la mano sobre un florero. Tan parecido es esto a un sueño, que el viajero, al fin, llega a sospechar que nunca estuvo en Sacoias.
El camino hasta Rio de Onor es un desierto. Quedan por aquí algunas aldeas: Baçal, Varge, Aveleda, pero se sale de ellas y es como entrar en el yermo primitivo. Claro que no faltan señales de cultivo, no es tierra de bosques o peñascales vírgenes, pero no se ven esas casas dispersas que en otras regiones se encuentran y van sirviendo de compañía a quien viaja. Aquí se puede imaginar el principio de cualquier cosa.
El viajero mira el mapa: si esta curva de nivel no engaña, es el momento de empezar a descender. A la derecha queda un ancho y extenso valle, luego, abajo, se ve una hilera de colmenas, y, confusamente, entre la bruma delgada, andan a lo lejos hombres trabajando. Las tierras son verdes y las cortinas de árboles parecen negras. Por la carretera, cerrando el camino, sube una vacada. El viajero se detiene, deja pasar al ganado, da los buenos días al guardador, que es muchacho joven y tranquilo. Parece no poner gran empeño en su oficio de pastor, lo que debe de ser alta habilidad suya: al menos, las vacas se van comportando como si las rodeara una legión de vigilantes.
Ahí está Rio de Onor. Se dobla una curva y aparece entre los árboles un lucero de agua, se oye el restallar del líquido sobre la fraga, y hay luego un puente de piedra. El río, como es su obligación, se llama Onor. Los tejados de las casas son de pizarra casi todos, y con este tiempo húmedo brillan y parecen más oscuros que su natural color de plomo. No llueve, aún no ha llovido hoy, pero todo este paisaje chorrea, es como si estuviera en el fondo de un valle submarino. El viajero miró con toda su calma y siguió hacia otro lado. No anda muy alegre. Al fin ha llegado a Rio de Onor, tanto lo quiso y ahora no parece contento. Ciertas cosas que mucho se desean, no es raro que nos dejen perdidos cuando las obtenemos. Sólo así se entiende que el viajero vaya preguntando por el camino de Guadramil, adonde, con todo, no llegará a ir, a causa del mal estado de la carretera. Así se lo dicen. Entonces, el viajero decide comportarse según su condición. Avanza por una calle que es como un extenso charco, salto aquí, salto allá, y va tan atento a reparar en dónde pone los pies que sólo en el último instante ve que tiene compañía. Da los buenos días (nunca se ha habituado a la salutación urbana de «buen día», y no entiende por qué sólo un día de cada vez), y así mismo le responden un hombre y una mujer que allí están sentados, ella con un gran pan en el regazo, que dentro de un momento encetará para compartirlo con el viajero. Están los dos y el alambique, un gigante de cobre al aire libre, sin ningún miedo a las humedades, cosa que no es asombrosa con la hoguera que tiene por debajo. El viajero dice lo que acostumbra: «Ando viendo el pueblo. Es una bonita tierra ésta». El hombre no da opinión. Sonríe y pregunta: «¿Quiere probar nuestro aguardiente?». Pero el viajero no es bebedor: gusta de su vino blanco o tinto, pero su organismo repele los aguardientes. No obstante, en Rio de Onor, no se puede rechazar ni viniendo de tan lejos y a la hora del almuerzo. En dos segundos aparece un vasito de vidrio grueso, y el aguardiente, caliente aún, es recogido del caño y trasegado garganta abajo. Un cepillo no sería menos áspero. Siente una explosión en el estómago, el viajero sonríe heroicamente, y repite. Tal vez para reparar los estragos, la mujer abraza el pan contra el pecho, tanto amor en este gesto, y corta un corrusco y una rebanada, y es su mirada la que pregunta: «¿Quiere un cachito?». El viajero no ha pedido y le fue dado. ¿Puede haber mejor dar que éste?
La siguiente media hora va a pasarla el viajero de charla con Daniel São Romão y su mujer, allí sentados los tres, al blando calorcillo de la lumbre. Hay otras personas que pasan y se paran, y luego siguen, y cada una dice su recado. Se vive muy mal en Rio de Onor. Aquí, un dolor de muelas se cura con gárgaras de aguardiente. Al cabo de unas cuantas ya no se sabe si ha pasado el dolor, o si está uno borracho o dolorido. Aun así, con esto puede uno sonreír, pero no con la historia aquella de la mujer grávida de dos gemelos, y cuando el primer hijo le nació, no sabía que aún tenía un segundo por echar al mundo, y esas aflicciones fueron tales que pasó veinticuatro horas de sufrimiento sin saber por qué, y cuando la criatura nació al fin, fue la admiración de todos, y nació muerta. El viajero no anda viajando para oír estas cosas. El aguardiente es una excelente y pintoresca idea, sí señor, poner aquí al amigo Daniel São Romão a ofrecerlo a los turistas, pero hay que tener cuidado con estas historias, conviene vigilar las confidencias del pueblo, qué van a pensar los extranjeros.
Daniel São Romão explica cómo se hace el aguardiente. Se levanta y le dice al viajero que lo acompañe, y él va, aquí está la materia prima, el bagazo de la uva, un troje lleno. «Pero el bagazo no es de buena calidad», dice el productor, y al viajero le pasma tanta honradez.
Daniel São Romão y su mujer, Rio de Onor [JS]
Desde que les echó el sermón a los peces, desde lo del Niño Jesús da Cartolinha, al viajero le preocupa la posibilidad de incidentes fronterizos: «¿Cómo va aquí esto? ¿Se llevan bien con los españoles?». La informante es una vieja de gran antigüedad que nunca de aquí salió, y por eso sabe de qué habla: «Sí, señor. Hasta tenemos tierras al otro lado». Confunde al viajero esta imprecisión de espacio y propiedad, y vuelve a quedar confundido cuando otra vieja menos vieja añade tranquilamente: «Y ellos tienen tierras también del lado de acá». Para sus botones, que no le responden, habla el viajero, y les pide auxilio de entendimiento. A fin de cuentas: ¿Dónde está la frontera? ¿Cómo se llama este país, aquí? ¿Es aún Portugal? ¿Ya es España? ¿O sólo Rio de Onor y sólo eso?
Estas reglas son otras. Por ejemplo, el muchacho que conduce la vacada lleva animales de todo el pueblo al pasto que es propiedad de todos. No queda mucho de la antigua vida comunitaria, pero Rio de Onor resiste: ofrecen pan y aguardiente a quien por allá va, y tiene uno una hoguera en la calle cuando anda el tiempo metido en lluvias o llega la invernada. Y si Daniel São Romão está en mangas de camisa, no se asombren los viajeros: está acostumbrado y no hace cumplidos.
Vuelve el viajero a pasar el puente. Es tiempo de irse. Aún oye la voz de una mujer llamando a los hijos: «¡Telmo! ¡Moisés!». Lleva consigo la memoria, el eco de estos nombres hoy tan raros, pero no consigue apagar otros sonidos que no ha llegado a oír: los gritos de la mujer a quien se le murió el hijo que no sabía que llevaba en sí.
Historia del soldado José Jorge
A las puertas de Braganza empieza a llover. Está así el tiempo, danzan por el cielo grandes nubes oscuras, parece como si el mundo, para imitar a las aldeas, se haya cubierto de pizarra, pero tejó mal, porque la lluvia cae por las goteras y el viajero tiene que refugiarse en el Museo del Abade de Baçal. Este cura era el padre Francisco Manuel Alves, que en Baçal nació, en 1865. Fue arqueólogo e investigador, no se contentó con sus obligaciones sacerdotales, y tiene obra valiosa y prolongada. Es, pues, justo que su nombre siga pronunciándose y sea referencia de este museo magnífi