Una zona de oscuridad

V.S. Naipaul

Fragmento

cap-1

Prólogo

El viaje para Una zona de oscuridad siguió inmediatamente a la escritura de The Middle Passage. Por aquel entonces yo vivía, muy feliz, en el sur de Londres, y la sucursal de Streatham de una agencia se encargó de solucionar las complicaciones del viaje a la India, en avión y en barco. No resultaba fácil volver a fijar las fechas, y tuve que darme prisa con The Middle Passage para no perder las reservas para el libro posterior. Se me había ocurrido la idea de un libro como Una zona de oscuridad mientras escribía Una casa para el señor Biswas, una tarea que me llevó dos años, y en esa época en la que todo se movía más lentamente para mí empecé a tener la impresión de que llevaba demasiado tiempo dedicado a la ficción. La idea de otro género, el ensayo, empezó a parecerme una liberación y llegué a un acuerdo con André Deutsch para escribir un libro sobre la India, aunque hasta entonces había escrito muy poco ensayo y no podía decirse que supiera desenvolverme con las dificultades especiales del género.

Al fin estuve preparado para marcharme. Recuerdo un viaje invernal en tren por Francia y también recuerdo un caballo grande y blanco arando, una visión de doliente romanticismo. El resto de ese viaje a la India queda recogido en estas páginas. Antes de marcharme de Inglaterra había intentado colocar un par de artículos en un periódico inglés, sin éxito. Yo no era conocido. Solo recuerdo una carta de un periódico que decía que la India era «inagotable» y que les encantaría ver qué podía presentarles más adelante.

Quizá la India fuera inagotable, pero mi India no era como la de los ingleses o los británicos. Mi India estaba llena de dolor. Unos sesenta años antes mis antepasados habían hecho el larguísimo viaje desde la India hasta el Caribe, de al menos seis semanas, y aunque apenas se hablaba de ello cuando yo era pequeño, a medida que fui haciéndome mayor empezó a preocuparme cada vez más. De modo que, a pesar de ser escritor, yo no iba a la India de Forster o de Kipling. Iba a una India que solamente existía en mi cabeza. La India que encontré los primeros días era triste, simple y repetitiva, demasiado repetitiva para un libro, y empecé a pensar que André Deutsch no tendría su libro. Me salvó una inquietud más profunda que me acompañó durante todo el viaje, la preocupación de que después de Una casa para el señor Biswas hubiera agotado el material de ficción y de que la vida se me hiciera muy difícil en el futuro; quizá tuviera que dejar de escribir. Esa inquietud se manifestó de diversas formas, mentales y físicas, y una combinación de ambas. La que más me desgastaba era creer que iba a perder el don del habla. Estaba detrás de cuanto hacía, de todo cuanto aparece en las primeras páginas de Una zona de oscuridad. La India fue físicamente como un golpe. Exageré el calor, la sordidez, todo cuanto podía contribuir a mi descontento. Me planteaba cómo iba a aguantar el año que había pensado pasar en el país. Y como ya he dicho, sentía continuamente la imperiosa necesidad de empezar una novela, y no porque tuviera un tema, sino tan solo por hacer algo que me confirmara que aún seguiría siendo escritor.

Fui a Cachemira. Encontré un hotel rústico pero acogedor en el lago Dal, en Srinagar. Hacía más fresco; podía pensar más racionalmente; el lector de estas páginas averiguará cómo me organicé la vida allí. Y de repente tuve un poco de suerte. Se me ocurrió una idea para una novela y me dediqué durante tres meses a escribir esa novela. Ese trabajo fue una auténtica bendición. Me dio un punto de reposo; permitió que la vida de la India fluyera lentamente a mi alrededor, aportándome material para una narración india, que fue desarrollándose a medida que el asunto crecía en mi máquina de escribir. Sin esa tarea, ese punto de reposo, no habría podido quedarme en la India; me habría sentido demasiado mal; quizá tendría que haber vuelto a Inglaterra: un fracaso en todos los sentidos. Y es extraño recordar que fue ese pequeño relato, ese pequeño golpe de suerte, lo que hizo posible que continuara en la India y lo que dio lugar al crecimiento fructífero de los dos o tres años siguientes.

Después de ese golpe de suerte, Una zona de oscuridad se escribió solo. Yo podía ser tan flexible como quisiera. Podía volver al principio del viaje o a la historia de mi familia. Seguí desde Cachemira como rellenando, como ampliando un país que ya conocía a medias. Podía centrarme en lo grande o en lo pequeño; todo podía encajar; resultó una experiencia deslumbrante, y aunque después no se me ocurrió otra narración fácilmente, siguió acompañándome el recuerdo de esa escritura relajada, calibró mis posibilidades y contribuyó a que los siguientes ensayos o proyectos resultaran más manejables.

V. S. NAIPAUL

cap-2

Preludio del viajero. Un poco de papeleo

En cuanto bajaron nuestra bandera de la cuarentena y hubo abandonado el barco el último policía descalzo, uniformado de azul, de las Autoridades Sanitarias del Puerto de Bombay, subió a bordo Coelho, el goano y, tras hacerme señas con un largo dedo para llevarme al bar, susurró: «¿Tiene eso?».

La agencia de viajes había enviado a Coelho para que me ayudase en la aduana. Era alto y delgado, desastrado y nervioso, y supuse que se refería a alguna clase de contrabando. Así era. Quería queso, una exquisitez en la India. Las importaciones estaban restringidas, y los indios aún no habían aprendido a hacer queso, como tampoco habían aprendido a blanquear el papel de prensa. Pero yo no podía ayudar a Coelho. El queso del carguero griego no era bueno. Durante las tres semanas de travesía desde Alejandría me había quejado al impasible sobrecargo, y no me sentía capaz de pedírselo para bajar a tierra.

«Vale, vale», Coelho, sin creerme y sin ganas de perder el tiempo escuchando excusas. Salió del bar y echó a andar por el corredor con paso ligero, examinando los nombres encima de las puertas.

Yo me fui a mi camarote. Abrí una botella de whisky y tomé un sorbo. Después abrí una botella de metaxá y también tomé un sorbo. Eran las dos botellas de alcohol que esperaba llevar a la Bombay de la ley seca, y era la precaución que me había aconsejado mi amigo del Departamento de Turismo Indio, pues me confiscarían las botellas llenas.

Coelho y yo nos vimos más tarde en el comedor. Ya no estaba tan nervioso. Llevaba una muñeca griega muy grande con vestimenta típica, muy vistosa en comparación con su camisa y sus pantalones andrajosos, las mejillas sonrosadas y los ojos azules de mirada fija, serenos junto a la cara alargada, delgada y melancólica de Coelho. Al ver las botellas abiertas volvió a ponerse nervioso.

—Abiertas. ¿Por qué?

—¿No es lo que dice la ley?

—Escóndalas.

—La de metaxá es demasiado alta para esconderla.

—Pues tumbada.

—No me fío del corcho. Pero ¿no dejan entrar dos botellas?

—No sé, no sé. Sujete esta muñeca. En la mano. Diga que es un recuerdo. ¿Lleva la tarjeta tu

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