1968

Ramón González Férriz

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Un viejo mundo feliz

A lo largo de los cincuenta años que han transcurrido desde 1968, este ha sido objeto de innumerables interpretaciones y de algunas de las discusiones políticas y culturales más persistentes y centrales de nuestra época. Es lógico que haya sido así. Fue un año repleto de acontecimientos, muchos de ellos interconectados y fruto de las transformaciones que se habían sucedido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Estos cambios afectaban casi todas las esferas de la vida: los ámbitos económico, cultural, demográfico, ideológico, tecnológico, filosófico o cualquier otro que se pueda imaginar. Sin embargo, hasta ese momento no habían producido una ruptura total con el orden establecido. En 1968, el mundo de 1945 parecía remoto pero, al mismo tiempo, seguía rigiendo los códigos de la convivencia e incluso la percepción que los individuos tenían de sí mismos. Pero entonces algo estalló.

Lo ocurrido en 1968 fue, en buena medida, un intento de acabar con ese mundo e improvisar la construcción de uno nuevo. Para muchos de quienes vivían donde tuvieron lugar las protestas y las graves crisis políticas de ese año, se trataba de un propósito absurdo. Cualesquiera que fueran sus carencias, una gran parte de los países vivía una época de prosperidad; la economía crecía y las clases medias con ella, y, dentro de los siempre estrechos límites de la Guerra Fría, la situación política era estable. La idea de poner en riesgo un equilibrio que había permitido descartar casi por completo la posibilidad de nuevas contiendas a escala global —por supuesto, seguían en marcha guerras más localizadas, como la de Vietnam, central en esta historia— parecía una locura. En muchos países occidentales, los grados de libertad e igualdad conseguidos habrían sido inimaginables unas décadas antes. Con todo, sería un error creer que esas democracias, con unas arquitecturas institucionales muy parecidas a las actuales, tuvieron la misma permisividad moral que en el presente: las costumbres eran más rígidas, y las expectativas de disciplina y de sumisión al grupo, mayores. En cualquier caso, para unos cuantos jóvenes ese statu quo no era más que una gran mentira. No eran demasiados —las protestas de 1968 fueron casi siempre un fenómeno elitista o, al menos, minoritario, aunque extraordinariamente ruidoso—, y en general formaban parte de la clase media. Muchos de ellos solo habían podido acceder a los estudios universitarios gracias precisamente a la prosperidad y la estabilidad recientes, pero tenían el convencimiento de que, en realidad, ese mundo rico y feliz no era más que una continuación soterrada del autoritarismo, la sumisión y hasta el nazismo que, según les decían, habían sido vencidos y sustituidos por la libertad. Creían, pues, que esa libertad era falsa, que el progreso nacía de la explotación, que la guerra de Vietnam demostraba que Occidente era todavía colonialista y racista, que el mero hecho de vestir un traje gris y acudir a un trabajo con un horario y un sueldo fijo a final de mes —una perspectiva que a sus padres les habría parecido envidiable a su edad— implicaba una condena, una manera de dejar escapar la vida. Esos jóvenes no eran comunistas: la Unión Soviética y sus países satélite ya habían demostrado, y volverían a hacerlo a lo largo del año, que no era ahí donde había que buscar un ejemplo y depositar las esperanzas. Si bien la Revolución Cultural china, que estaba teniendo lugar en ese momento, la reciente Revolución cubana y los movimientos de liberación de los pueblos quizá sí fueran un buen espejo. A pesar de ser unos privilegiados, imbuidos de una mezcla de ingenuidad, arrogancia y buenas intenciones, sentían que al manifestarse no solo ejercían ese derecho en su propio nombre, sino también en el de la clase trabajadora y de los súbditos de los países oprimidos por el colonialismo.

Por supuesto, esto no se percibía así en todos los lugares donde en 1968 hubo crisis y levantamientos. No son comparables los ejemplos de naciones ricas y democráticas como Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania o Japón con las dictaduras comunistas de Checoslovaquia y Polonia, la dictadura militar de España o el ambiguo régimen de México. En cada uno de estos países, 1968 significó un riesgo diferente, pero en todos supuso el cuestionamiento, radical y a veces juguetón, de los regímenes establecidos. La lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, que ese año alcanzó un punto de inflexión debido al descontrolado uso de la violencia, y el intento checoslovaco dirigido por sus propios líderes de convertir el comunismo en un «socialismo de rostro humano», fueron casos aparte, como también lo fue México, donde el grado de violencia desplegado por el Gobierno resultó simplemente incomprensible. Aun así, unos y otros compartían la certidumbre de que el statu quo era un gran error, una espantosa injusticia.

Esto no significa que dichos movimientos estuvieran coordinados y, de hecho, no lo estaban. Aunque en su momento los gobernantes creyeron ver un gran plan concertado, y las interpretaciones posteriores dedujeron que todo el mundo se había alzado al mismo tiempo y por las mismas razones, lo cierto es que muchas de las protestas y manifestaciones, por interconectados que estuvieran sus motivos, fueron fruto del azar, de la absoluta improvisación. Las causas concurrían: circulaban los discos de rock y pop incluso en el mundo comunista, la televisión vivía un auge inaudito, y con frecuencia los gobernantes eran viejos y la población cada vez más joven. El crecimiento económico disparaba las expectativas personales y había nuevas y atractivas ofertas ideológicas por las que los jóvenes sentían una atracción natural porque prometían, sencillamente, una vida mejor, más despreocupada y al mismo tiempo más responsable. Pero si bien todo se retroalimentó, el desenlace fue en gran parte un paso adelante poco medido. Fue un paso adelante porque, como decía, no dejó de ser el resultado de lo que se había estado conformando política y culturalmente durante por lo menos una década. Y poco medido porque, con algunas salvedades, los protagonistas no sabían cuáles eran sus objetivos. Los jóvenes que sembraron el caos en el Barrio Latino de París durante un mes y medio, los que convirtieron la política de partidos estadounidense en un grotesco festival, los estudiantes que en Italia quisieron redimir a la clase trabajadora aunque esta les desdeñase, los que en Alemania jugaban al gato y el ratón con la policía hasta que la violencia se les fue de las manos, y la mayoría de los protagonistas de este libro, sabían lo que estaban haciendo, pero no para qué.

Los testigos de los acontecimientos de 1968 afirman que en el proceso se habló mucho. Se discutía incansablemente en reuniones y asambleas que se celebraban en locales improvisados, pero también en la calle y en los bares; los políticos daban innumerables discursos que recogían la radio y la televisión, y los gobiernos emitían un comunicado tras otro, que luego eran publicados en los periódicos y respondidos por otros gobiernos o por los instigadores de las protestas. Los grupos que organizaban las manifestaciones discutían eternamente, incluso si debían acabar con tanta palabrería y pasar a la violencia. De hecho, las dudas y discusiones sobre si la revuelta debía ser violenta es uno de los temas de este libro. En cualquier caso, en este relato he tratado

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