El enemigo (Colección Endebate)

Christopher Hitchens

Fragmento

Al recordar una figura imponente de temprana autoridad, Ralph Ellison escribió en El hombre invisible que «independientemente de que nos gustara o no, nunca nos lo quitábamos de la cabeza. Era un secreto de su liderazgo». En respuesta a cierto espíritu de falsa unidad nacional y banderas al viento que prevalecía tras los catastróficos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, escribí un artículo donde proponía una especie de renuencia activista, que quizá fuera más adecuada para un enfrentamiento arduo y prolongado. En ese intento, tomé un lema que adoptaron algunos ciudadanos franceses tras la dolorosa pérdida de las provincias de Alsacia y Lorena ante Alemania: «Siempre pensar en ello: nunca hablar de ello». En vez de grandiosas proclamas sobre una «Guerra Global contra el Terrorismo», o llamamientos consoladores pero engañosos del presidente Bush que llamaban a considerar «Estados Unidos» por un lado y «los terroristas» por otro, sería mejor cultivar una llama baja pero intensa, diseñada para arder indefinidamente en vez de consumirse, y dirigida no solo a desgastar implacablemente a al-Qaeda como organización sino a desacreditarla, a la refutación constante y detallada de la falsa reivindicación de Osama bin Laden, que se presentaba como la voz de los parias de la tierra. Por una cuestión de trabajo y costumbre soy una persona que se expresa de forma contundente, así que no puedo decir seriamente que haya cumplido la segunda parte de esa orden. Sin embargo, tuvo el efecto de asegurar que pensara en el fundador y líder de al-Qaeda casi a diario, y escribiera o leyera sobre él casi cada mes, de forma muy persistente a lo largo de la década. Y, ahora que está muerto, la exigencia de reflexionar sobre él no ha desaparecido.

Se convirtió en un tópico decir que «todo cambió» esa brillante mañana de otoño en Nueva York, Washington y Pensilvania. Ninguna vida quedó intacta. Restricciones onerosas y ridículas en los viajes, que incluyen el castigo colectivo de los inocentes, han tenido un impacto en los niveles más banales. La decisión que tomó la administración Bush de intentar prohibir las retransmisiones en tiempo real de los telesermones de Bin Laden —¡por temor a que contuvieran mensajes cifrados para «células durmientes»!— puso a prueba las definiciones habituales de la estupidez, e incrementó el aura de mística, alcance y poder que se formó rápidamente en torno a su persona. La decisión de alterar el equilibrio de poder en Oriente Medio, y de sustituir por la fuerza los despotismos de los talibanes y del Partido Baaz en Afganistán e Irak, presagió o no la estimulante aunque vertiginosa «primavera árabe» que estalló en un terreno aparentemente muy poco prometedor en los primeros meses de 2011. En cualquiera de las dos interpretaciones, esas intervenciones tuvieron poderosas consecuencias imprevistas para Bin Laden, que se había convencido a sí mismo y había persuadido a los demás de que Estados Unidos ya no tenía voluntad de luchar.

Vivo en Washington y conocía un poco a una mujer que estaba entre los pasajeros que se estrellaron contra los muros exteriores del Pentágono aquella mañana. También soy un visitante habitual de estudios de televisión que emplean de fondo una imagen impresionante del Capitolio de Estados Unidos. Hasta ese día, pocas veces paso ante la cúpula sin intentar y no lograr imaginar qué aspecto habría tenido si otro avión —United Airlines 93— se hubiera estrellado contra ella: una contingencia que estuvo a solo unos minutos de vuelo, y que solo evitó un combate heroico de los pasajeros. Esa catástrofe de la democracia se habría visto sobre los hombros de los presentadores de las cadenas… La cúpula está hecha de hierro forjado y no, como supone mucha gente, mármol. Uno tie

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