La luz de mis ojos

María Jesús Fuente Pérez

Fragmento

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PREÁMBULO

 

 

 

 

Hoy, 2 de mayo de 2021, Día de la Madre, he comenzado a escribir este libro. Llegan WhatsApps para evocar todo lo que significa una madre. Mi hija y mis nietos me han traído un precioso ramo de lirios amarillos. Mucha gente en la calle lleva flores, claramente dirigidas a las madres de quienes las portan. De niña nunca celebré este día, ni sabía que existía, aunque la tradición ya se había iniciado en España en 1939. Con el foco puesto en la madre de Dios, se celebraba el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, la madre que representaba «las grandes virtudes de aquello que en España ha seguido manteniéndose puro, pese a todas las mudanzas de la vida: el hogar de familia donde la madre reina como luz, ejemplo y consuelo… [como la madre española, que era] santa y heroína que cría a sus hijos y los entrega sin dolor a la patria». Mucho hubiera deseado mi abuela seguir teniendo un hogar, y no perder a sus hijos con el inmenso dolor que sacudió toda su vida. Tengo algunos recuerdos del Día de la Madre cuando se celebraba el 8 de diciembre, pero son más nítidos los que conservo desde que en 1965 se cambió al primer domingo de mayo, con los auspicios de Galerías Preciados, que vio el potencial comercial de la fecha. El enfoque mercantil de la fiesta era una novedad, pero la necesidad de honrar a la madre existía desde tiempo inmemorial.

«Honrarás a tu padre y a tu madre», exigía el cuarto mandamiento, y durante milenios se ha cumplido, o tratado de cumplir. Se encuentran a lo largo de la Edad Media numerosas formas de honrar a la madre, costumbres, creencias y ritos en relación con la maternidad que permanecen muchos siglos después; muchas están presentes también en mis imágenes de niña de comienzos de la segunda mitad del siglo XX.

Tengo un vívido recuerdo de un día, cuando yo tenía cinco años, en que mi madre, con un gesto de dolor terrible, entraba en casa sostenida por varias vecinas que la agarraban de los brazos y la dirigían a su dormitorio. Cuando muchos años después, al estudiar la Edad Media, he leído cómo a una embarazada que iba a parir las vecinas la llevaban agarrada de los brazos, me ha venido a la mente esa imagen de mi madre el día en que nació mi única hermana. Ayudada por las vecinas y por el médico, tuvo un parto normal, como habían sido normales los tres de mi abuela, de no ser por el último, el de mi madre, que se complicó por la fiebre puerperal; muchas veces le oí decir que las vecinas calentaron agua en grandes ollas y la metieron en una pozaleta, donde la bañaron; sería una de las pocas veces que lo haría en su vida, hasta que fue mayor y tuvo bañera en casa de su hija. Mi abuela tuvo más suerte que Lucrecia Borgia, que murió de fiebre puerperal, afección que ponía en peligro la vida de las parturientas. Pero no solo esta dolencia aparece en el entorno de mi familia; otro problema físico, la mola, impidió a mi tía tener hijos.

Ser madre era, como veíamos, un momento compartido por las vecinas, que ayudaban a dar a luz; por supuesto, el médico también solía intervenir, pero solo si había uno cerca. Si la llegada de un nuevo miembro a la familia y al pueblo era todo un acontecimiento, la de gemelos merecía atención especial. Recuerdo bien cuando en el pueblo nacieron los hijos de Remigio y Mercedes; no creo que el señor Magín, el pregonero, llegara a difundirlo por la localidad, pero sí guardo en la memoria cómo mis amigas decían que don Feliciano, el médico, había dicho a las mujeres que prepararan más paños y más agua —cuando aún había que ir con los cántaros a la fuente— porque ya había nacido uno, pero venía otro. Había que ayudarlos, y el pueblo contribuyó.

El nacimiento conllevaba una parte festiva importante, el bautizo. Tengo buenos recuerdos de los que viví en el pueblo donde pasé los primeros diez años de mi vida. No importaba la ceremonia, importaba la rebatiña: los padrinos lanzaban caramelos y monedas (de cinco o diez céntimos, de un real, o incluso de una peseta), y no había chico ni chica que no se tirara a recoger todo lo que podía. Tengo especialmente presentes dos de estos bautizos. Uno fue el de mi hermana: al salir de la iglesia corrí a mi casa a coger la gran cesta de golosinas preparada para tirar a la chiquillería, pero la habían colocado en un sitio que yo no alcanzaba, ¡qué frustración! En ese bautizo, bastante rumboso, yo no recogí, tiré. El otro, más rumboso todavía, fue el del hijo de don Feliciano, que se había casado con la rica del pueblo; no sé exactamente cuánto conseguí, pero estoy segura de que bastantes golosinas, ¡e incluso quizá dos pesetas!

Con el nacimiento de mi hermana se cumplió con el rito de la presentación en la iglesia a los cuarenta días; no lo olvido porque mi madre, orgullosa de llevar en sus brazos a la niña más guapa que podía imaginarse y calzando zapatos de tacón, se enganchó en una de las piedras de la escalera de la iglesia y se cayó.

Ella nos dio el pecho a las dos. De seguir la creencia de que por la leche se transmiten valores, habría que pensar que nuestra madre nos transmitió los que definen a una buena maestra: entrega, generosidad, honradez y la necesidad de pensar en el bien de alumnos y alumnas. Pues bien, creo que puede decirse que sus dos hijas los hemos mantenido.

Espero que estas palabras sirvan para cumplir el cuarto mandamiento, y honrar a mi padre y a mi madre.

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INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

Soy Margery Kempe, no escribo directamente porque no sé escribir, pero dicto mis pensamientos a un amanuense que redacta mis palabras en tercera persona, aunque podrían transcribirse en primera. Cuando tenía veinte años, o poco más, me casaron con un burgués respetable, y, al poco tiempo, quedé encinta. El embarazo me produjo unos duros accesos de enfermedad hasta que la criatura nació. Después, por los esfuerzos del parto y por la enfermedad precedente, mi vida cayó en una profunda depresión que me llevó a esperar la muerte […] y no esperando vivir, llamé a mi confesor, que me reprendió, y, desde entonces, mi mente ya no fue mía, y viví atormentada por espíritus durante medio año, ocho semanas y días impares.

Y en ese tiempo creí ver demonios abriendo la boca, todos inflamados con troncos ard

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