Templarios

Canal Historia

Fragmento

cap-2

1

El hierro y la fe

 

 

Hubo un tiempo en que Europa vivió en la anarquía y la oscuridad. Una era en que todo vestigio de orden, de justicia y de autoridad se había olvidado y había sido reemplazado por el ejercicio de la fuerza. Reyes y obispos palidecían ante el avance de los señores feudales que aprovecharon una época de inestabilidad para imponer su voluntad sobre una población atemorizada e ignorante. La espada y la lanza habían afianzado su lógica sangrienta sobre la ley y la administración que no hacía tanto se habían extendido por los territorios del Occidente europeo. En los siglos X y XI, puesto que éste es el período al que nos referimos, la única esperanza para la mayoría de los europeos se depositaba en una fe que los consolaba y dotaba de sentido a sus desdichadas vidas. La Iglesia estaba lejos de ser ejemplar y caritativa, pero poseía en su interior la suficiente vitalidad para seguir extendiendo su presencia junto al sufrido campesino o al valiente comerciante que se instalaba en las todavía balbucientes ciudades. Además, algunos de sus miembros eran lo bastante osados como para denunciar los excesos y reclamar los cambios que toda la sociedad sentía como indispensables.

Ésta es la historia de un tiempo en el que surgió un grupo de hombres que hizo del ejercicio de las armas una profesión y un medio de vida, que después sería conocido como «caballería». Y en el que también nacería una nueva espiritualidad más auténtica, más compasiva y más fuerte que haría de la búsqueda de la coherencia su bandera y de su cercanía al pueblo su ideal. Dos protagonistas cuyo encuentro daría pie a una de las aventuras más singulares de la Europa medieval, las Cruzadas, y al nacimiento de las órdenes militares, de las que el Temple fue la pionera.

La Edad Media es uno de los períodos históricos que más pasión despierta en el público general. Muchos de los ávidos lectores de divulgación y ficción histórica se sienten atraídos por el aliento épico y el exotismo que atribuyen a esta etapa. ¿Quién no se ha imaginado como alguno de los poderosos guerreros que poblaron aquellos siglos, como las damas que en determinados momentos cambiaron el destino de reinos enteros o como los míticos reyes cuyas leyendas resuenan todavía hoy? El Cid, Leonor de Aquitania o el rey Arturo son sólo algunas de las muchas figuras que podrían ilustrar con facilidad esos arquetipos y cuyas peripecias han hecho correr ríos de tinta.

Sin embargo, la realidad suele ser mucho más prosaica. Los profesionales de la Historia dedican buena parte de su esfuerzo a desmentir los tópicos más o menos fundados que se reproducen hasta la saciedad y que obedecen más a las inquietudes de nuestros días que al conocimiento que tenemos del pasado. Muchas veces un simple vistazo sirve para darse cuenta de que lo que suele presentarse como un tiempo heroico y brillante puede ser mucho más complejo y menos loable de lo que se había pensado en un primer momento.

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Si cualquier lector contemporáneo hubiese nacido en el siglo XI, lo más probable es que no hubiese sido ni guerrero, ni dama noble ni rey. Como en los siglos anteriores, la inmensa mayoría de la población vivía en (y del) campo, en lo que constituía una lucha diaria por la subsistencia con un pobre equipamiento técnico y unos limitados conocimientos sobre agricultura. Su vida solía ser muy corta (se estima que la esperanza de vida en torno al año 1000 tan sólo llegaba a los veintidós años) y alrededor de la quinta parte de los niños que nacían vivos no llegaba a superar el año. Nada que parezca digno de envidia.

Si sobrevivir era ya de por sí difícil, el contexto no lo facilitaba en absoluto. Europa se encontraba entonces en un momento muy delicado. Los tiempos en que sus habitantes podían acudir a un poder fuerte que los socorriese y gobernase habían pasado no hacía tanto. A comienzos del siglo IX, Carlomagno fue el último monarca que logró llevar a término la reconstrucción de un Estado inspirado en el Imperio romano. Aunque no alcanzó los deslumbrantes resultados de éste, consiguió imponer una administración imperial desde Italia y los Pirineos hasta el mar del Norte en los actuales Países Bajos y Alemania occidental. Pero el sueño de este imperio, que conocemos con el nombre de Imperio carolingio, duró poco tras la muerte de su fundador.

Después del breve reinado de su hijo, Ludovico Pío, sus sucesores se repartieron el territorio en una serie conflictos y divisiones que sólo sirvieron para dejar en evidencia su debilidad. Pero lo peor estaba por llegar. Aunque ellos no lo sospechaban, estaban a punto de sufrir un golpe que se iba a transformar en una terrible prueba. A finales del siglo IX, una serie de amenazas externas, que no eran desconocidas y cuyo poder destructivo se intuía, se materializaron abatiéndose sobre la maltrecha Europa. Los historiadores suelen denominar a la serie de agresiones que se produjeron entonces con el nombre de «segundas invasiones», rememorando las que en los siglos IV y V precipitaron el final del Imperio romano.

Los primeros protagonistas de estas acciones vinieron del norte. Los vikingos eran un pueblo de guerreros y pescadores que habitaban la península de Jutlandia y el sur de Escandinavia. En aquel momento muchos de ellos se dieron a la piratería y desplegaron una brutal acción depredadora a lo largo de los litorales atlántico y mediterráneo. Sus hazañas fueron más allá de los fabulosos botines obtenidos en sus correrías. Mediante el desarrollo de varias campañas bien organizadas lograron apropiarse de algunas regiones en los reinos de Inglaterra y Francia, en los que se fueron instalando. Especialmente llamativo fue el caso de Normandía, cuyo territorio (elevado a la categoría de ducado) les fue concedido por el rey de Francia a cambio de su conversión al cristianismo y de que le jurasen fidelidad. Aunque los ataques vikingos acabaron sobre el año 930, su asombrosa epopeya todavía dio mucho de sí. Un siglo más tarde, los descendientes de los normandos que se habían trasladado hasta Sicilia, para ofrecerse como mercenarios a los gobernantes bizantinos y musulmanes, acabaron apropiándose de la isla y del sur de Italia, creando entonces un reino nuevo con el apoyo del Papa.

Mientras esto sucedía, el interior del continente se vio amenazado por un peligro que llegaba del este. Los húngaros eran un pueblo nómada procedente de los Urales. A mediados del siglo IX, la presión de otro pueblo, los pechenegos, los empujó hacia las fronteras orientales de la cristiandad. Llevaron a cabo innumerables razias tanto sobre el Imperio bizantino como en los reinos de Germania, Italia y Francia. Su principal objetivo era, al igual que los piratas vikingos, el saqueo de las aldeas y, sobre todo, los grandes monasterios, que habían acumulado importantes riquezas en los siglos anteriores. Sus jinetes eran un peligro aterrador: atacaban a gran velocidad armados con arco y flechas y montaban sobre caballos herrados y con estribo, innovaciones técnicas que los europeos desconocían. Pronto se hicieron acreedores de una merecida fama de matar y quemar todo lo que no podían transportar sobre s

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