Adiós al caballo

Ulrich Raulff

Fragmento

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LA LARGA DESPEDIDA

 

 

 

 

Quienes nacieron a mediados del siglo XX en el campo crecieron en un mundo ya antiguo. Un mundo que poco se diferenciaba del existente cien años antes. Las estructuras agrarias son lentas por naturaleza. Los ritmos del campo son más pausados. Por el contrario, los niños de la ciudad vivían en un ambiente bien distinto: en él dominaban las máquinas, y también las ruinas que resultaban de la destrucción mecanizada. El campo se hallaba casi un siglo retrasado antes de dar finalmente el salto a la modernidad tecnológica. Sin embargo, es cierto que las máquinas —que a mediados del siglo XIX eran raras excepciones experimentales— también iban incrementando su presencia en los entornos rurales. Eran cada vez más pequeñas y prácticas, y su uso más cotidiano, y no se asemejaban tanto a las máquinas de asedio medievales o a los dinosaurios de Parque Jurásico. Cada vez era más frecuente verlas en el campo, transportadas por pequeños tractores, unos vehículos que el siglo XIX no conocía, o solo en forma de enormes máquinas de vapor. A mediados del siglo XX, los tractores podían ser de quince o veinte caballos de potencia; tenían nombres cortos y pegadizos, como Fendt, Deutz, Lanz o Faun, y, con algunas excepciones, como el Lanz gris, iban pintados de verde. Cuando los recordamos, nos parecen frágiles saltamontes en comparación con los mamuts de hoy, con sus doscientos caballos y sus cabinas insonorizadas.

Aparte de estos estruendosos pioneros de la mecanización rural, cuyos bruscos y ruidosos movimientos contrariaban la imagen romántica del siglo XIX, pocas cosas habían cambiado. Los caballos —los pesados caballos de tiro belgas, los fuertes trakehners y los pequeños y robustos haflingers— seguían siendo las fuerzas de transporte y de tiro más difundidas y utilizadas en los estrechos y sinuosos caminos, en las pendientes de los campos y en los barrancos arbolados. Guardo en mi memoria la imagen invernal del vaho que exhalaban y de sus cálidos flancos; y también el olor de su pelaje castaño y sus brillantes crines en verano. Todavía recuerdo el horror que sentí al ver por primera vez los clavos de hierro y cabeza cuadrada que, cuando los herraban, clavaban con martillo en lo que me parecían sus plantas. Escenas tan tremendas solo las había presenciado en las imágenes de la Pasión de Cristo que guardaban las iglesias. Más tarde, cada vez que oía decir que alguien había «clavado» una cosa, en el sentido de haber acertado en su descripción, me venían a la mente aquellos clavos de cabeza cuadrada.

En los establos de los agricultores que todavía vivían de las cosechas y aún no habían cambiado su modesta economía por el trabajo en las fábricas, los habitáculos de los caballos eran las partes más pequeñas, pero también las más nobles, de sus fincas. Vacas, terneros, bueyes, cerdos y gallinas estaban más a la vista, y además apestaban y armaban jaleo; en pocas palabras, eran la plebe de la granja. Los caballos, en cambio, eran raros, preciosos y olían bien; comían de buenas maneras y sufrían de forma más ostensible: sus cólicos eran especialmente temidos. De pie en sus establos como esculturas vivientes, asentían con sus hermosas cabezas o manifestaban desconfianza o sospecha con las orejas. Los caballos tenían sus pastos propios, en los que nunca se extraviaría una vaca, por no hablar de un cerdo o un ganso. A ningún ganadero se le ocurría rodear el prado de sus caballos con alambre de espino, no pocas veces usado con vacas y, sobre todo, ovejas. Para los caballos bastaba un poco de madera o una simple valla electrificada para evitar que escapasen. No se encarcela a los aristócratas. Basta con recordarles su palabra de honor de que no huirán.

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Ilustración 2. Breve saludo antes de un largo viaje. Los caminos se separan.

© CFO Förlaget HB.

 

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Ilustración 3. Competencia en caballos de fuerza: el motor diésel tiene doce caballos; el motor de avena solo dos, pero huele mucho mejor.

© Deutsches Museum Archiv, Múnich.

 

Estaba yo con mi abuelo, un día de la década de 1950, de pie sobre un cerro desde donde podíamos contemplar nuestra granja y sus alrededores y hasta una parte de la foresta, surcada por un sendero que ascendía por el monte. Súbitamente se rompió el silencio que solía envolver la soledad del campo: algo que parecía una hormiga jorobada subía lenta y ruidosamente la loma. Al aproximarse a nosotros, reconocimos en esa hormiga al viejo mercedes diésel de uno de mis tíos. El pesado vehículo se acercó con gravedad olímpica. Mi abuelo hizo un comentario desdeñoso sobre él; lo llamó «caja de trilla», y observó con creciente escepticismo cómo mi primo, al volante de la bestia, se apartaba del camino para venir directamente hasta donde estábamos nosotros atravesando el prado. Cuando solo había recorrido unos metros sobre la hierba húmeda, perdió el control, se ladeó, resbaló y se enredó con la cerca electrificada que rodeaba el prado de los caballos; finalmente un tocón lo detuvo y despidió una humareda azulada. Conforme el humo se disipaba, pudimos ver al olímpico con los rayos dentro: atrapado en la cerca electrificada, el tractor se había transformado en una especie de jaula de Faraday inversa, cuyas numerosas partes metálicas conducían cada descarga eléctrica hacia donde se hallaba su ocupante.

Todos los intentos de liberar al conductor y al vehículo fracasaron, hasta que un pesado caballo de tiro belga vino al rescate. Enganchado al parachoques trasero del diésel, tiró del vehículo atollado con la fuerza descomunal de un gigante y lo colocó en tierra seca. Recuerdo un cuadro de J. M. W. Turner que muestra a un humeante remolcador de vapor tirando de un orgulloso buque de guerra con sus velas recogidas, el Fighting Temeraire, para conducirlo a su último atraque para el desguace. En nuestra anécdota, el destino, irónicamente —como tantas veces—, volvió atrás la página de la historia: fue el caballo, veterano de guerra retirado, el que tiró del vehículo; el viejo mundo acudía en auxilio del nuevo.

Porque la verdad es que, en aquellos años, ya estaba decidido que el ser humano y el caballo irían por caminos separados. En el futuro, el hombre recorrería el suyo, allanado y asfaltado, en vehículos automóviles. El caballo estaba literalmente superado; era ya uno de esos seres que Condoleezza Rice, exsecretaria de Estado de Estados Unidos, llamó una vez «los atropellados por la historia». Durante siglos, la humanidad representó al vencido siendo atropellado y pisoteado por el caballo que monta el vencedor. En la transición del siglo XIX al XX, fue el caballo el atropellad

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