Contra la hipermetropía

Fernando León

Fragmento

Prologo El tiempo que nos toca

Prólogo

El tiempo que nos toca

El rey cayó gravemente enfermo, y los doctores que le atendían le recomendaron reposo. Lo más probable, dijeron, es que nunca pueda volver a salir de su palacio.

Aunque gozaba en él de todas las comodidades, el rey sufría en silencio: amaba a sus súbditos y temía que el confinamiento forzoso al que le sometía su enfermedad le distanciara de su pueblo. Llegó entonces hasta sus oídos la noticia de la existencia de un joven pastor de cabras, famoso en la región por su excelencia como narrador de historias. El rey hizo que le fueran a buscar y le condujeran a su presencia. Le propuso un trato: le daría cuanto pidiera a condición de que se dedicara a viajar por su reino y después, sentado junto a su lecho, le contara las historias de sus súbditos. De esa manera, pensó el rey, a través de los relatos del pastor seguiría en contacto con su pueblo, y sabría de sus temores y sus alegrías, de lo que necesitaba y temía.

El pastor aceptó. Con las riquezas que recibió a cambio puso a sus padres a salvo de la pobreza y comenzó a viajar por el reino. Al regreso de sus viajes, sentado junto al rey, el pastor contaba para él las extraordinarias historias de sus súbditos; la de aquel soldado que vivía en el norte, tan valeroso que había hecho retroceder a un ejército de centenares de hombres con la única arma de su mirada, o la de aquella mujer tan hermosa que nunca tuvo pretendiente alguno porque su belleza intimidaba a los hombres y les hacía apartar la mirada, avergonzados.

Durante años viajó el pastor por valles, ríos y ciudades; por plazas y mercados, herrerías y campos de trigo, contándole a su regreso al rey las historias de sus súbditos, hasta que un día, de un modo casi accidental, el rey pidió al pastor que le contara su propia historia. El pastor guardó silencio. No supo qué decir.

Trató de hablarle al rey de sí mismo, pero no fue capaz. El rey, ofendido por su silencio y sospechando que pudiera estar ocultándole algo, le dio un plazo. Si en tres días no le contaba su historia, haría que le cortaran la cabeza.

Pasaron las horas, los días y las noches, y por más que el pastor trató de contar su propia historia, no supo cómo hacerlo. La madrugada del cuarto día, el rey cumplió su amenaza.

Transcurrieron muchos años antes de que el rey supiera de la existencia de un joven comerciante de telas, famoso en la región por el virtuosismo de las narraciones con que alegraba la vida de sus conciudadanos. El rey le hizo llamar. A modo de prueba, pidió que le contara una historia. Si era lo suficientemente bueno, le daría cuantas riquezas pidiera, a cambio de que viajara por su reino y a su regreso le contara las historias de sus súbditos.

El comerciante le contó entonces la historia de un joven pastor de cabras, excelente narrador de historias que sin embargo era incapaz de contarse a sí mismo, porque como todos los buenos narradores, se contaba a través de sus relatos, y cuando hablaba del valor ajeno, de la cobardía o de la belleza de otras personas, hablaba en realidad de su propio valor, de su propia cobardía, de su propia belleza. Ésa era la razón por la que el pastor no supo contarse a sí mismo: ya lo había hecho, y como es bien sabido, los buenos narradores jamás repiten dos veces la misma historia.

El joven comerciante logró así hacer comprender al rey su error, y, más importante aún, se aseguró de que a él no le habría de pasar lo mismo.

De lo anterior se pueden extraer dos enseñanzas. La primera, que uno sepa contar las historias de otros no significa que sea capaz también de contarse a sí mismo. Lo más probable, por el contrario, es que esas dos capacidades estén reñidas. El poeta zamorano Claudio Rodríguez, invitado en cierta ocasión a prologar su propia obra, escribió: es difícil participar en tu propia autopsia.

La segunda, como nos enseña el joven comerciante con su ejemplo, es todavía más importante: contar historias debe tener siempre una utilidad.

A Scharhasad los cuentos que le contaba al rey Schahriar en Las mil y una noches le sirvieron para salvar la vida. Los viajes de Marco Polo, escritos entre los muros de una prisión de Génova por su compañero de celda, el escriba Rustichello de Pisa, fueron concebidos como la moneda de cambio que, en manos de un monarca europeo, habría de devolverles la libertad.

Obtener la libertad, salvar la propia vida.

Más modesto, Roque Dalton en su poema «Por qué escribimos», imagina a los que un día vendrán «pidiendo panoramas»: querrán saber qué fuimos, a quiénes maldecir con el recuerdo. Y concluye respondiendo a la pregunta que él mismo se hace en el título: «Eso hacemos, conservamos para ellos el tiempo que nos toca».

Sin duda él lo consiguió.

Decía Chéjov que la misión del autor no es contar las cosas como son, sino como él las ve. Existe siempre una distancia entre la realidad y la representación que hacemos de ella. Entre las cosas y el modo en que las contamos. El cine no sería por tanto la realidad, sino la mirada del autor sobre ella.

La ficción se configuraría así como un universo paralelo por el que transitamos a ratos. No sólo cuando hacemos películas o cuando las vemos. También cuando soñamos, cuando mentimos; cuando imaginamos o nos engañamos, estamos siendo autores de ficción.

La ficción es además una sofisticada herramienta de comprensión de la vida, que utiliza la representación y la síntesis para alcanzar sus conclusiones. Se escribe para comprender, para desentrañar. Para ampliar, como escribió Bioy Casares, las habitaciones de la vida. El autor de ficción, escritor o cineasta, debe para ello preservar su capacidad de sorpresa, de extrañamiento. Su inocencia. Y escribir junto al niño que fue. La curiosidad será el motor, y la ficción el mecanismo lógico que ayudará al autor a explicarse y explicar la vida, el tiempo que nos toca vivir. A conservarlo para los que vengan.

Se escribe también en defensa propia. Hacer películas es la mejor manera que conozco de reinventar la realidad, de ajustar cuentas con ella. Quizá la única.

En los campos de refugiados del norte de Uganda lo saben bien. Como los antiguos griegos, llaman allí Drama al teatro. Cada sábado, en una explanada de tierra desolada, dos docenas de hombres y mujeres suben la dura realidad que les rodea a un escenario y la recrean para los habitantes del campo. A las cuatro en punto de la tarde, cientos de desplazados se concentran ante una precaria tarima de madera levantada para la ocasión. Sus obras hablan de lo que hablan sus preocupaciones: de la guerra que desde hace más de veinte años asola el país, de los ataques de los soldados a las comunidades, de los secuestros, del peligro de las minas y los daños que producen entre la población civil.

El primer acto explica hoy cómo comportarse en un campo minado. Sobre el escenario, una madre horrorizada corre hacia el cuerpo de su hijo, muerto por una explosión, y al hacerlo, pisa ella

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos