Loops 1

Fragmento

cap

—El principio del biglemoi —dijo Nicolás—, que el señor conoce sin duda, se basa en la producción de interferencias a partir de dos fuentes animadas por un movimiento oscilatorio rigurosamente sincrónico.

—Ignoraba —dijo Colin— que se aplicaran elementos de física tan complicados.

—A partir de aquí —dijo Nicolás— el bailarín y la bailarina se sitúan bastante cerca el uno del otro y hacen ondular sus cuerpos siguiendo el ritmo de la música.

—¿Sí? —dijo Colin un tanto inquieto.

—Entonces —dijo Nicolás— se produce un sistema de ondas estáticas que presenta, como en acústica, nudos y senos, lo cual contribuye no poco a crear un buen ambiente en la sala de baile.

—Sin duda... —murmuró Colin.

—Los profesionales del biglemoi —prosiguió Nicolás— logran a veces crear localizaciones de ondas parásitas poniendo en vibración sincrónica, por separado, algunos de sus miembros. Le demostraré cómo se hace.

Colín eligió «Chloé», como se lo había recomendado Nicolás, y lo centró sobre el plato del giradiscos. Depositó suavemente la punta de la aguja en el fondo del primer surco y miró cómo Nicolás entraba en vibración.

BORIS VIAN, La espuma de los días,
capítulo VII (1946)

cap-1

INTRODUCCIÓN
NO FUTURE

Lo importante es la música. Si no puedes escuchar la música, lo demás no sirve para nada. Leer y escribir de música es, al fin y al cabo, algo inútil.

MAURIZIO

Desmontar un cliché, una opinión que, aunque sin fundamento, se generaliza, es tarea tan complicada y desesperante como hablarle a quien no quiere oír y exponer argumentos sólidos a quien no quiere razonar. Estas líneas que sirven de preámbulo para Loops, así como las subsiguientes, tienen la misión de intentarlo. Se ha dicho, y se sigue diciendo, que la música electrónica es «la música del futuro», ese hilo musical que escucharán nuestros hijos porque, claro está, nuestra música es todavía otra. La idea de la música generada a partir de medios no naturales, con instrumentos que se sirven de fuentes de energía no humanas, de aparatos, valga la redundancia, electrónicos, pues, es en muchos sectores todavía un misterio, una entidad que cuesta comprender y, por supuesto, compartir. Se ha asimilado el rock, se ha superado el jazz, se ha aceptado el pop y, para según quién, la música clásica sigue siendo la auténtica música. Todo aquello que se conforma a partir de ruidos, bucles, muestras, ritmos y síntesis de sonido sigue siendo un mundo lejano, un planeta prohibido. Es muy fácil despachar la música electrónica con un desganado «sí, es interesante, pero no es para hoy. Esa es la música del futuro». Bien, pero ¿qué futuro?

Ninguno: no hay futuro porque la música del ídem todavía no la conocemos. La música electrónica, que nadie se lleve a engaño, es una música del presente. Y, por supuesto, no LA música del presente, como mucho fundamentalista querría imponer, sino una de tantas que no hacen más que cumplir el precepto básico del arte: transformar la vida en algo mejor y más agradable. No puede ser la música del futuro una disciplina que está a un paso de cumplir su formidable primer siglo de vida —en adelante se citarán los experimentos en 1910 del italiano Luigi Russolo con sus intonaruniori, sus máquinas de hacer ruido, como el año cero de la historia que aquí nos ocupa—, y por ende mucho más longeva, más dilatada que tantas otras que, curiosamente, ostentan un estatuto cultural menos en entredicho. Lo contradictorio es que una sociedad mundial —globalizada, curiosa, que ha visto al hombre llegar a la Luna, su hogar ser dirigido por rudimentarios robots, electrodomésticos y ordenadores personales y su vida facilitada por la tarjeta de crédito, las comunicaciones vía satélite y otras particularidades del chip— se rija, en lo musical, por criterios tan conservadores. No deja de haber quien observa todo lo que rodea la electrónica (baile, experimentación, abstracción, deformación, hedonismo) con cierto recelo, escepticismo o saludos de moda pasajera. Aunque también es cierto que quien observa de esta manera demuestra una imposibilidad alarmante para ver más allá.

Que nadie se escandalice: la música electrónica es la música de nuestro tiempo presente porque, se mire por donde se mire, está en todas partes, aquí y allá; no se puede escapar de ella. Asociada en un principio al academicismo de las vanguardias clásicas y más tarde a la propia rueda de funcionamiento del rock, la electrónica, por su capacidad de generar ritmos nuevos, sonidos inéditos, esquemas libres, oportunidades expresivas sin precedentes, consiguió pronto independizarse, formar su propio lenguaje y otro simultáneo para sus músicas laterales. Música electrónica lo es tanto Kraftwerk, el grupo que inventó un lenguaje de la nada impulsado por las ansias de innovación, como Depeche Mode, un cuarteto de pop de toda la vida que sustituyó guitarra, bajo y batería por sintetizadores. Lo es tanto el rock metronómico de Neu! como el escape cósmico de Derrick May en el Detroit de 1987. Música electrónica es techno y house, pero también el pop de los últimos veinte años que se ha servido de máquinas, samplers y cajas de ritmos. El medio es el mensaje y la forma es el fondo: la electrónica no es el futuro, sino la herramienta para intentar llegar a él y dejar una huella imborrable en el presente. Es un hechizo más poderoso de lo que se piensa.

La eclosión de la música de baile como herramienta de ocio y mecanismo de experimentación en el marco popular está en la raíz del progreso y la aceptación cada día más abierta de una estética que al principio tuvo que chupar rueda de otras disciplinas y estilos y que ahora, inversamente, las determina. Hoy, quien quiere ser «moderno», utiliza máquinas y las incrusta, cueste lo que cueste, en contextos determinados. Quien no lo hace es tildado de retrógrado. Y quien lo hace bien ayuda a dibujar el mapa de un tiempo —presente; el futuro no hay manera de predecirlo— excitante, cambiante, eléctrico. Es nuestra música.

Y de eso trata Loops, de nuestra música. De casi cien años de electrónica que han determinado nuestro pasado inmediato, nuestro presente mutable y, por lo que parece, un futuro, como la vida, lleno de posibilidades. De un viaje por la música concreta y el dub, por el ambient y el pop electrónico, por el drum’n’bass y el hip hop, por el techno y el post-rock, por la infinita variedad de tonos y sensaciones de una expresión vital, transgresora, hedonista, terrorífica, poética y convulsa. Música, no de máquinas, sino de seres humanos que aman las máquinas. Música (miren alrededor, busquen las analogías) de ahora.

Es de imaginar que en un puñado de páginas resulta imposible resumir tanta creatividad y tan ingente número de artistas. Se ha querido, y se ha intentado, que no faltara nadie a la cita, que no se olvidara ningún estilo significativo, ningún momento decisivo, ningún pionero al que agradecerle su labor. Es posible que falten nombres, aunque también es cierto que no pretenderlo habría sido una utopía. Loops, ante todo, quiere ser un libro de consulta, un manual para perderse en él y encontrarse, más tarde, en una realidad sonora complicada, un laberinto en el que cuesta orientarse sin ayuda. Puede resultar complejo para un no iniciado (mal menor, pese a todo: la curiosidad, la búsqueda de discos, el dejarse aconsejar por otras fuentes, libros, revistas, programas de radio, permite suplir cualquier carencia), y puede ser demasiado básico para alguien zambullido de lleno en la materia. En cualquier caso, Loops habrá servido para algo si se consigue que alguien haga un movimiento para acceder a la música que aquí se describe o añada un bit de información útil en la búsqueda del placer en la vida.

Así pues, y parafraseando el lema punk por excelencia, no hay futuro; solo un hoy más alto que el sol que brilla con luz propia, precedido de un ayer apasionante. Esto es un viaje al sonido, una invitación a escuchar un mundo nuevo. Es la primera historia de la música electrónica en sus múltiples ramas. Y no es una visión del futuro porque, como dijo Mixmaster Morris en su penúltimo disco como The Irresistible Forcé, «ya es mañana».

JAVIER BLÁNQUEZ & OMAR LEÓN,

L’Hospitalet de Llobregat, 29-01-2002

cap-2

NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Tras varios años sin presencia en las librerías, después de que se agotase la quinta reimpresión de este libro, volvemos a poner Loops. Una historia de la música electrónica a disposición del público tres lustros después de su primera edición, aunque con una serie de ligeros cambios y sustanciales novedades que merecen una nota explicativa, el primero de ellos en el mismo título, que ahora incluye la coletilla «en el siglo XX». Ante la tentación de reescribir o modificar los capítulos originales —sobre todo porque la era de internet nos ha proporcionado abundancia de datos y puntos de vista nuevos que podrían motivar la modificación sustancial del texto—, hemos preferido, en cambio, conservar Loops tal como fue en su momento, como testimonio del esfuerzo editorial pionero que significó en 2002. Un texto nuevo, en el fondo, implicaría que fuese otro libro distinto. Estamos seguros de que, algún día, ese libro existirá.

Por lo demás, el texto original sí ha sufrido algunas variaciones de naturaleza leve: se han corregido las erratas detectadas, así como algunos errores de nomenclatura o fecha, y se han variado algunas formas verbales para dar mayor consistencia y cohesión al conjunto de la lectura. En algunos casos específicos hemos añadido notas al pie para actualizar determinados aspectos de la redacción original que, si bien eran correctos en 2002, con el paso del tiempo se ha demostrado que sus autores, aun siendo buenos escritores, no tenían un don especial para la videncia. El capítulo 16 de la edición original, titulado «Amor digital: música experimental en la década de los noventa (1990-2002)», en cambio, desaparece de esta segunda edición al haberles sido imposible a los editores la renovación de los derechos de reproducción del texto. En su lugar publicamos una redacción nueva del capítulo, firmada por Oriol Rosell.

Aunque este Loops no está ni reescrito ni tampoco actualizado más allá de 2001 —esa parte corresponde al segundo volumen de la obra, Loops 2. Una historia de la música electrónica en el siglo XXI, disponible por separado—, sí hemos querido que fuera una edición expandida o ampliada. En la primera versión, aun siendo un volumen grueso, no cupo todo lo que nos hubiera gustado incluir. Ahora que sí es posible, añadidos dos apéndices al final de la obra: una historia de las máquinas de la música electrónica, firmada por Marc Pinol, y una breve historia de la música electrónica en España, a cargo de Oriol Rosell y Vidal Romero. Hemos ampliado también, en consecuencia, las guías para complementar la información del texto: la discografía y la bibliografía seleccionada, a las que añadimos un mapa gráfico de estilos y una selección de listas de reproducción con la música de la que se habla en el libro, y a la que se puede acceder a través de esta dirección web: www.loopslibro.com

Barcelona, 29-01-2018

cap-3

PRÓLOGO[1] 

SIMON REYNOLDS

De cuando en cuando alguien me pregunta: «¿Por qué estás tan metido en la música electrónica y esa historia de la cultura de baile? ¿Qué pasa con todo esto? ¿Qué lo hace diferente?». Algunos añaden un matiz ligeramente combativo a la pregunta, apuntando que siempre ha existido música «de baile» y que la gente puede bailar cualquier clase de música que le plazca, incluso la de grupos tan poco funk como The Smiths o R.E.M. Otros, todavía más afilados, apuntan que casi todo el pop de hoy en día es «electrónico»: usa sintetizadores, secuenciadores, sampling y software de edición digital como ProTools, y procesa sonidos acústicos «naturales» —como la voz humana o la batería— a través de efectos, filtros y otros sugerentes sortilegios de la técnica. Y, después de todo, ¿no es la guitarra eléctrica un instrumento electrónico?

Todas son buenas apreciaciones, pero lo cierto es que la cultura electrónica de baile supone una entidad distinta. Lo que sigue es mi intento de abocetar los principios fundacionales que dan a la música electrónica de baile su coherencia como campo cultural definido. No todo exponente de esta música se ajusta a cada uno de los criterios, y algunos desdeñan activamente «las reglas». Pero, a grandes rasgos, estos parámetros definen el amplio y abierto campo de posibilidades que da cobijo al género. Por supuesto, es un campo de fronteras porosas, a través de las que se filtran influencias de áreas musicales vecinas. En términos sónicos, los más influyentes de estos vecinos son el hip hop, la música industrial, la experimentación electrónica de vanguardia y el dub. En términos de actitudes y valores, el rock —en todas sus formas, desde la psicodelia hasta el punk— ha tenido un gran impacto en la cultura electrónica. De la locura rave a la sesuda experimentación de vanguardia, la electrónica se ha convertido en heredera de la seriedad rock, de su confianza en los poderes de la música para cambiar el mundo (o, por lo menos, la conciencia de un individuo), las nociones de «progresión» o «subversión», la visión de la música como algo más que ocio. Y sin embargo, sus principios fundacionales desmantelan las ideas del rock respecto al modo de trabajar de la creatividad, la definición de arte y la localización del significado y el poder de la música.

1. MÚSICA DE MÁQUINAS

La música de baile no es la única obsesionada con la tecnología: el rock tiene una larga lista de canciones que son himnos a los coches, y las guitarras se emplean como armas de ruido. Pero la electrónica va más allá en la obsesión: se autodefine como «música de máquinas». Esto se evidencia en el nombre genérico «techno», y se aprecia en la reverencia por piezas específicas de equipamiento: cajas de ritmo como la Roland 808 y la Roland 909, sintetizadores de la antigüedad como el Moog y el Wasp. Además, hay artistas que se bautizan a sí mismos en homenaje al equipamiento: House Of 909, 808 State, Q-Bass (un juego de palabras con Cubase, software de programación). Y podemos observar el culto a la maquinaria en nombres que suenan hipertécnicos, robóticos o como modelos de coches u ordenadores: Electribe 101, LFO, Nexus 21. Los músicos electrónicos describen su labor como «investigación científica», e imaginan el estudio como un laboratorio de sonido.

Explorando la tecnología de último cuño, la electrónica intenta encontrar posibilidades radicales, sonidos futuristas. Y eso supone reinventar las máquinas: muchos productores sostienen que, después de adquirir un nuevo equipo, lo primero que hacen es tirar el manual de instrucciones y empezar «a trastear». A menudo la creatividad implica abusar de las máquinas, emplearlas incorrectamente. Los errores —a veces realmente accidentales, a veces «deliberados»— se convierten en algo estético. Se trata del eco pop de un fin primario de la música contemporánea: ensanchar el espectro de lo que se entiende convencionalmente como música, a través de la incorporación de ruido y sonidos ambientales.

Puede escucharse este deliberado mal uso de las máquinas en el género contemporáneo del glitch, donde artistas como Oval y Fennesz construyen música radicalmente bella mediante los crujidos, chirridos y diminutas explosiones que suelen emitir CD dañados, software estropeado, etcétera. En géneros de baile como el speed garage o el jungle, el efecto digital del timestretch —que permite comprimir o prolongar la duración de un sample sin que el pitch disminuya o se acelere— también se emplea mal de modo intencionado. Anteriormente, cuando los productores aceleraban un sample vocal para poder adaptarse a los tempos (siempre en ascendencia) de la música de baile, el efecto era chillón y de dibujo animado; se diría que el vocalista hubiese inhalado helio. El timestretch se creó para permitir que los productores consiguieran resultados más agradables, más «musicales», pero, irónicamente, se ha aprovechado para conseguir el efecto opuesto: dilatar una voz hasta que el sample parece a punto de romperse, crear el aterrador golpeteo metálico de un robot con problemas de tartamudez.

Por supuesto, las máquinas también se emplean como pretendía el fabricante, y la música de baile adora lo mecánico e industrial, adjetivos infernales para el músico tradicional. Para un músico electrónico, la fría y obstinada precisión de los beats, de las líneas de bajo secuenciadas de las cajas de ritmo, no es algo carente de musicalidad ni de swing. Las frases tienden a ser más angulares que curvilíneas; los timbres son descaradamente sintéticos y artificiales (a diferencia de lo que ocurre en el pop, donde los sintetizadores se usan para simular instrumentos acústicos —como los vientos y las cuerdas— de la forma más barata posible). El aura inhumana de la electrónica forma parte de la obsesión de la cultura por el futuro, concebido como una utopía de aerodinámico placer tecnológico o como una pesadilla de control y automatismo.

Mucha electrónica no se toca en ningún sentido tradicional de la instrumentación, sino que se ensambla usando ordenadores. Las frases se programan nota a nota en un secuenciador (a menudo resultando en patrones imposibles de tocar por las manos humanas). Gracias a la tecnología virtual de estudio, es posible dibujar la música en la pantalla de ordenador como una onda representada visualmente; el sonido puede editarse y recombinarse hasta el infinito, ordenado y sujeto a toda clase de tratamientos y efectos. A diferencia del rock (incluso del rock más denso, manipulado, retocado), el sonido no se relaciona con gestos manuales reconocibles: no visualizamos a una persona o una banda cuando escuchamos electrónica. Algunos encuentran este factor algo desesperante, una borradura de la humanidad, mientras que para otros libera la imaginación: la música se convierte en un intrincado y laberíntico entorno, una máquina abstracta que conduce al oyente a un viaje a través del sonido.

2. TEXTURA-RITMO CONTRA MELODÍA-ARMONÍA

Otro aspecto de la ruptura de la electrónica con la musicalidad tradicional es la manera en que el proceso resulta más importante que la interpretación; las vividas, cautivadoras texturas importan más que las notas que realmente se interpretan. Para los músicos educados tradicionalmente, los cambios de acorde y los intervalos armónicos que emplea la música electrónica pueden parecer trillados, facilones. Pero esta visión no entiende la cuestión: la verdadera función de esas sencillas improvisaciones y líneas melódicas es servir como recurso para mostrar timbres, texturas, colores. Por eso hay tanta electrónica que usa ingenuas melodías infantiles, como de caja de música. Usar melodías complicadas distraería de la pura, lustrosa materialidad del sonido en sí mismo; el pigmento es más importante que el trazo. Tecnología de último cuño como el DSP (digital signal processing, tratamiento digital de señal) y los plugins (el equivalente de la era del ordenador a los pedales de efectos para la guitarra) permite una fantástica paleta de timbres.

En la electrónica cada elemento funciona como textura y ritmo al unísono. Los beats se filtran para sonar metálicos, crujientes, esponjosos, brillantes, húmedos. Las unidades melódicas son sencillas, pequeñas improvisaciones y frases entrelazándose para formar un groove. Y el ritmo usurpa el lugar de la melodía. En mucha de esta música los ganchos son los patrones de batería (desfasados arreglos de breakbeat en el drum’n’bass, intrincadas figuras de hi-hat en house y garage). Cada año la subdivisión rítmica se vuelve más compleja: microsíncopas, patrones asimétricos cribados con vacilaciones, múltiples niveles de polirritmia. El tratamiento digital de señal propicia una compleja distribución de las baterías a lo largo del estéreo, y el resultado es densa psicodelia rítmica.

3. ERES TAN FÍSICA

La música electrónica de baile es, sobre todo, música física, que toma los reflejos psicomotrices y tira de los pulmones. Pero esto no significa que sea música «descerebrada». En realidad, la música electrónica de baile disuelve la vieja dicotomía entre cabeza y cuerpo, entre música «seria» para escuchar en casa y música «estúpida» para la pista de baile. Como argumenta el influyente crítico británico Kodwo Eshun, la electrónica (sofisticada) consigue que la mente baile y el cuerpo piense. Hay en esta música una inteligencia kinestética que involucra a los músculos y los nervios, y que puede apreciarse bien en la gracia y fluidez fractal de ese estilo de baile «líquido» que es popular en las raves estadounidenses. De todos modos, siempre habrá gente que sostenga la dicotomía entre música para escuchar y música para bailar. No parecen entender que un buen bailarín escucha con cada nervio, cada tendón de su cuerpo.

La música electrónica de baile es intensamente física en otro sentido: está diseñada para escucharse en enormes y espectaculares sound systems de club. El sonido se convierte en un fluido que rodea al cuerpo en una íntima presión de beat y bajo. Las bajas frecuencias permean la carne, consiguen que el cuerpo vibre y tiemble. El cuerpo entero se convierte en una oreja.

4. CONTRA LA INTERPRETACIÓN

La música electrónica de baile apela a la mente de una manera propia. No acciona el mecanismo interpretativo del oyente, sino que aumenta la percepción a través de la complejidad sonora: su detalle rítmico, sus texturas de otro mundo y su profundidad espacial. La mayoría de esta música no tiene letras, y, cuando las tiene, tienden a ser sencillas muletillas o tópicas evocaciones de celebración, esperanza, intensidad o sentimientos místicos. En última instancia, esta música no tiene que ver con la comunicación, sino con la comunión: una unidad sensorial que experimenta todo el público de la pista. De ahí el eslogan house is a feeling («el house es un sentimiento»), usado en numerosos cortes de baile. La palabra feeling se refiere tanto a un humor emocional (una euforia teñida con tristeza, un sentido del club como santuario circunscrito por un hostil mundo exterior) como a una sensación física: las ondas de sonido que acarician el cuerpo, el sentimiento colectivo de estar encerrado en un groove, cada cuerpo sincronizado, poseído por el mismo ciclo rítmico, el mismo corte.

5. SUPERFICIE CONTRA PROFUNDIDAD

La gente que llega a esta música desde «el exterior» (es decir, sin experiencia directa de club) se queja de su «vacuidad»: de su sentido presuntamente superficial, de su escasez de referencias al mundo real, de su escapismo. Uno de los aspectos más radicales de esta música es la forma en que anula el modelo de profundidad empleado por la mayor parte de la crítica: todo el placer está ahí fuera, en la superficie. La música es un llano plano de dicha sensual.

Este aspecto se evidencia en el uso que hace el dance de las voces humanas. Desde siempre, las divas de la música house han sido, de alguna manera, anónimas e impersonales; nunca han sido el objetivo estelar de una canción, sino artesanas entrenadas para interpretar su rol en un equipo. A medida que la música evolucionó, los productores usaron las voces de modo cada vez menos expresivo, tratando la voz como materia bruta, una sustancia plástica que debía ser plegada, troceada, recombinada, procesada. De las sencillas frases de voz de la primera música house —samples vocales distribuidos y tocados en un teclado de sampler: la voz como color instrumental—, se ha evolucionado hasta la compleja «ciencia vocal» del 2step garage. En este estilo, samples de canciones R&B se trocean, resecuencian y convierten en elementos percutivos del groove, y transforman a la voz en un añadido del engranaje rítmico. Se extirpa el alma, y la voz humana se convierte en bidimensional: un racimo de efectos especiales y pirotecnia sónica.

Esta despersonalización de la voz conecta con una ansiedad que mucha gente siente respecto a la electrónica: como no dice nada, sus placeres parecen vicarios, indulgentes; simple hedonismo vacío de alimento espiritual. A menudo sus detractores usan metáforas como «miel para los oídos» con intención de expresar esta concepción de la electrónica como algo que no es bueno, que solo of rece un (vacío) subidón de azúcar.

6. DRÓGAME

Hablando de subidones: es obligatorio decir que la música electrónica de baile está íntimamente ligada a la cultura de las drogas. No solo porque mucha de esta música está explícitamente diseñada para intensificar drogas como el éxtasis, sino también porque la forma en que la música trabaja en el oyente es parecida a la de la droga, y parece pedir metáforas sobre la droga. La gente usa la música como un modificador del humor, algo que les transporte a un estado emocional diferente, sin conexión con su abismo cotidiano.

Las drogas han desempeñado un rol crucial en la evolución de la música de baile. Las innovaciones de la tecnología musical se han fusionado con drogas específicas en algunos tramos de la historia: por ejemplo, el éxtasis se mezcló con los patrones del generador de bajos Roland 303 para catalizar la revolución acid house de los últimos ochenta. Cambiar los patrones del uso de droga también propulsa la evolución de la música: el creciente uso de éxtasis y anfetaminas en los primeros noventa causó que el techno se volviera más y más rápido, conduciendo a estilos hipercinéticos como el jungle y el gabba. En última instancia, lo que ha ocurrido es que las sensaciones de la droga se han codificado en la música, abstraídas. Por sí misma, la música eleva, bloquea, acelera.

Por supuesto, esta interacción entre droga y tecnología no es exclusiva de la música de baile. Es posible apreciarla en el rock psicodélico (el LSD coincidió con la llegada de los estudios de veinticuatro pistas), e incluso en el soft rock de los últimos setenta (esas guitarras tratadas y vueltas a tratar con overdubs y ese brillantísimo, prístino sonido de Eagles y Fleetwood Mac reflejan el abuso que las superestrellas hacen de la cocaína; al oído de esta droga le gustan las frecuencias de claros agudos y los sonidos limpios y detallados, y el abuso de estimulantes hace que la gente se torne obsesivo-compulsiva, perfeccionista, quisquillosa). De cualquier modo, la música electrónica de baile es única en su invención de un completo lenguaje musical de sonidos, frases y efectos que están explícitamente diseñados para disparar subidones de éxtasis o acompañar las alucinaciones aurales que induce el LSD, la disociación comatosa que causa la ketamina, etcétera. Además, como los colocones son, esencialmente, excursiones fuera de la conciencia corriente, buena parte de esta música puede verse como una forma de emprender viajes temporales a la locura y la esquizofrenia: el delirio rítmico paranoico del jungle, el trance de DJs de minimal techno como Richie Hawtin, la psicótica furia del gabba.

7. ESTO ES UN VIAJE AL SONIDO

La música electrónica de baile implica perderse en la música, dejarse engullir por la ola sónica que emerge de un gigantesco sound system, bucear en los microscópicos eventos sónicos que caracterizan a las formas más experimentales de electrónica. Estos estados de pérdida de ego y de conexión oceánica, de estar superado o en trance, son la razón por la que la imaginería de la droga es básica para la imaginación electrónica. Y explican también el usual recurso del lenguaje religioso, ora tomado de la tradición mística cristiana de la redención y la gracia gnóstica, ora de nociones espirituales orientales de nirvana y kundalini.

En algunas religiones orientales, oír es el sentido primario. Del mismo modo, la cultura electrónica de baile desecha la jerarquía occidental de los sentidos, que privilegia al ojo. Hay una buena razón para que los clubes tomen lugar en la oscuridad, para que algunas raves de almacén sean negras como la boca del lobo: minimizar lo visual hace el sonido más vivido. La percepción retinal es eclipsada por la audio-táctil, un continuum vibracional donde el sonido se amplifica hasta la visceralidad. Esta orientación hacia el sonido puede verse en la manera en que los ravers se abrazan literalmente a los altavoces, escalando algunas veces hasta dentro de la cavidad del woofer y enroscándose como un feto.

Más allá de esta adoración del sonido, la cultura electrónica resiste la tiranía de lo visual en la cultura pop. La revolución electrónica no será televisada (al menos, no sin comprometerse más de la cuenta). Los canales musicales al estilo de la MTV buscan rostros estelares y cuerpos celestiales, pero los vídeos de electrónica no suelen mostrar ninguna de las dos cosas. El éxito en el pop depende del carisma videogénico, de los movimientos de baile, incluso de la técnica interpretativa (sobre todo ahora, cuando los vídeos parecen minipelículas). Todo esto es irrelevante para la música de baile, que no desea vender personalidades. Además, la música electrónica suena fatal a través de los altavoces mono y sin graves de la televisión: está mezclada para sound systems de club, con estéreo panorámico y subgraves sísmicos. Una gran proporción de este contenido aural es inapreciable en un equipo de televisión.

Parte del cariz underground de la electrónica se relaciona con este rechazo de la cultura del icono. El vídeo tiene que ver con la observación, y la cultura dance tiene que ver con la participación. Y de esta manera, cuanto más underground sea un club, menos tendrá en términos de distracciones visuales: cuanto más hardcore sea la escena, menos habrá que observar. Los clubes escatiman antes en visuales y decorado que en sistema de sonido. Muchos fans del rock que asisten a la actuación de un DJ o un grupo dance encuentran el acto aburrido porque no hay donde mirar: no hay teatro, no hay un vocabulario de gestos flamantes; solo unos tipos de aspecto poco glamouroso que ordeñan sus maquinitas. Pero esa postura de rechazo es equivocada: el foco de la electrónica no es el artista. La multitud es la estrella.

8. «FACELESS TECHNO BOLLOCKS»

Cuando la cultura rave empezó a despegar en el Reino Unido, algunos ultraístas del rock empezaron a despotricar contra aquellos faceless techno bollocks («cabrones sin cara del techno»). El eslogan empezó a aparecer en camisetas, pero vestidas por fans del techno que las enseñaban con orgullo. En su forma más pura, la música electrónica de baile supone una revuelta contra la cultura de la fama y el culto a la personalidad. Los artistas buscan el anonimato adoptando una variedad de álter egos. Marc Acardipane, pionero del hardcore techno alemán, debe de tener el récord del mundo: más de veinte seudónimos diferentes. El caso de Richard D. James ilustra cómo el contacto con la industria del disco puede hacer convencional la carrera de un salvaje: al principio usaba múltiples alias, pero tan pronto como firmó un contrato de álbumes a largo plazo, editó su material solo a través de una identidad, Aphex Twin.

A veces hay razones pragmáticas para usar múltiples nombres. La identidad primaria del artista puede estar adjudicada a un sello, pero quizá este le permita usar otros nombres para editar música en sellos diferentes (algunos artistas tienen diferentes caracteres sónicos según sus diferentes nombres). El principal efecto de todo esto es de distanciamiento, una ruptura con el tradicional impulso pop de conectar la música a un «verdadero» ser humano. Si sumamos el uso de nombres depersonalizados, técnicos o numéricos, obtendremos esa aura posthumana de la música, esa abstracta e incorpórea calidad. En contraste con lo que ocurre en el rock o el rap, no nos identificamos con el constructor de la música, sino que nos intensificamos con la energía de la música. La «falta de rostro» tiene también el efecto de romper el mecanismo de lealtad a la banda, el hábito del fan del rock de seguir a los artistas a través de sus carreras. Hay algunos fans de la música electrónica que siguen esta práctica, sintiéndose orgullosos de coleccionar hasta el último ítem de la obra de su artista favorito; pero para los auténticos fans del dance, los productores son solo tan buenos como su último corte.

El grupo Underground Resistance usa el anonimato como parte de su aura anticorporativa, como de guerrilla: son literalmente «hombres sin rostro», que rechazan ser fotografiados cuando no visten sus respectivas máscaras. Esta postura militante es todavía más resonante en un momento como el actual: se prodiga una industria en la que los DJs son vendidos como seudopersonalidades y las revistas conducen entrevistas sin tener en cuenta las únicas cosas interesantes sobre ellos —su gusto en música y tácticas de mezcla—, para dedicarse a hablar sobre los embrollos de su carrera, el consumo de droga, sus hábitos sexuales y sus lujosos estilos de vida.

9. MUERTE DEL AUTOR

Observamos la música rock en términos de innovadores: los artistas que revolucionaron la música e influyeron a otros. Siempre escribimos la historia pensando en los innovadores y renegamos del pantano de clones que siguen su estela. Uno de los peores insultos que puede dirigirse a una banda de rock es «genérica». En la música de baile electrónica las cosas funcionan de forma bastante diferente. No tiene sentido, y es complicado, tratar de identificar quién vino primero con una ruptura en el ritmo o el sonido. En su mayoría, las ideas emergen de anónimos procesos de creatividad colectiva. Miremos a la génesis del acid house en el Chicago de mediados de los ochenta, o la llegada del jungle en la Inglaterra de los primeros noventa, y veremos el equivalente cultural de un ecosistema. Quizá un individuo destape el potencial de una pieza de tecnología, como los raros ruidos acid dentro del sintetizador Roland 303. Pero esta idea fue secuestrada por otros productores y, en lugar de ser diluida en el proceso (como ocurre en el rock habitualmente), se intensificó. A lo largo de un año, los cortes acid se hicieron más raros, más fieros, gracias a la competición entre los productores por ver quién volvía más loco al público de las pistas de baile, hasta que el nuevo efecto fue llevado lo más lejos posible y acabó exhausto.

En el caso de los troceados, acelerados breakbeats del jungle, es imposible saber quién vino con la idea primero o cuándo cristalizó exactamente el estilo. Docenas de productores rave empezaron a experimentar con la idea de usar breakbeats sampleados en lugar de ritmos programados. A través de una conversación musical colectiva entre 1990 y 1993, la ciencia del breakbeat —técnicas digitales de microedición y resecuenciación de beats— emergió en un proceso incremental: semanales logros a pequeña escala, un ping pong de ideas entre personas que nunca se conocieron.

Brian Eno ha llamado a esto el síndrome estenio, haciendo un juego de palabras con «escena» y «genio». Argumenta que nuestras viejas nociones románticas del autor como un individuo autónomo, eternamente brillante, son precisamente eso: «demasiado románticas, pasadas de moda». Y clama por una noción de creatividad menos personalizada, mezcla de teoría cibernética y bucles de comunicación. Otra forma de conceptualizar estenio: en términos de biogenética o virología, metáforas de mutación o virus culturales. Como un exitoso carácter genético, las innovaciones de la electrónica consiguen el éxito por medio de convertirse en clichés: suenan tan bien que nadie se resiste a usarlas (al menos hasta que están «quemadas», momento en que el underground se las pasa al mainstream, y desdeña el sonido como hortera y pasado; no obstante, algunos sonidos disfrutan de una segunda vida, retornando bajo el signo de la nostalgia).

A veces las ideas de la electrónica parecen evolucionar según una lógica inhumana e inmanente, de su propiedad. Es tentador decir que la 303 tiene una manera propia de evolucionar. En realidad, la creatividad es enteramente humana, solo que colectiva en lugar de individual. Como las culturas dance tienen un calentamiento rápido, un corte puede editarse y, en cuestión de una semana, haber sido aprehendido y mejorado por otro. Los ciclos vitales de la evolución sónica son increíblemente rápidos. A diferencia de lo que ocurre en la música rock, también los copistas, los falsos, los mercaderes clónicos, tienen un papel, porque cada réplica de un sonido lo retuerce. En la música de baile la bastardización es positiva, productiva, progresiva.

Otra razón por la que «genérico» no es un insulto en el discurso de la electrónica de baile es porque los cortes existen en un contexto. Un corte «genérico» es un corte funcional: tiene los elementos que permiten al DJ mezclar la canción con un puñado de cortes similares y, por tanto, crear un flujo. Este juego de igualdad y diferencia es algo que la música electrónica de baile tiene en común con la música negra, donde lo (aparentemente) homogéneo revela sutiles inflexiones y cambios, siempre y cuando el oyente esté dispuesto a concentrarse para escucharlas. Del sonido Motown de los sesenta al moderno R&B, pasando por el funk al estilo de James Brown, la música negra estadounidense pasa por diferentes beatgeists (es decir, zeitgeists del ritmo). Estas innovaciones se originan con sellos específicos (Motown) o productores (como Timbaland con el R&B contemporáneo), pero se convierten en el modelo rítmico que usa todo el mundo. La cultura musical jamaicana va incluso más allá: no solo se basa en sonidos genéricos, sino también en ritmos que son literalmente idénticos: diferentes cantantes y MCs hacen nuevas voces sobre el mismo, caliente, reempleado corte rítmico.

Un efecto lateral de todo esto es que la música de baile tiene una distribución particular de la reputación. La jerarquía estética del rock divide entre genios visionarios y mediocres poco originales. Pero en la música electrónica de baile existe un gran número de grandes (esto es, útiles para DJs) cortes, y un número más pequeño de verdaderos discos significativos. En una palabra, la música de baile es democrática.

10. TE TRAEMOS EL FUTURO

Géneros y escenas toman el lugar de estrellas y artistas: la electrónica es el nivel donde resulta más productivo hablar sobre música. En la cultura dance mucha de la energía se dedica a la taxonomía cultural: identificar géneros y subgéneros como especies. La profusión de nuevos sonidos, escenas y nombres genéricos es lo que aleja a algunos neófitos del género, que lo encuentran confuso y sospechan de oscurantismo. En realidad, el infinito astillado genérico es simplemente un resultado de los veinte años de existencia de la cultura dance, del gran número y variedad de personas involucradas y de la expansión global de la cultura. Todo lo que es grande se fracciona, y muchas de las fracciones son merecedoras de un poco de atención.

Los nombres emergen esencialmente por razones prácticas. Al principio (esto es, mediados de los ochenta), la gente hablaba de house y de poco más. Posteriormente se distinguieron muchos sabores distintos y se usaron prefijos: deep house, hard house, tribal house. ¿Por qué? Se hacían más y más discos, y los parámetros estilísticos estaban empezando a distanciarse. Los clubes creían que era útil especificar su sonido, y la gente que trabajaba en tiendas de discos empezó a volverse precisa terminológicamente, con intención de ayudar a los clientes a encontrar lo que querían. Algunos de los términos empezaron a ser moneda de cambio habitual y se establecieron en la cultura. La dispersión estilística se incrementó hasta el punto en que el house fue derrocado, y palabras de nuevo cuño —jungle, trance, gabba— entraron en juego.

Podrán confundir a los neófitos y of ender a los alérgicos al género, pero estas definiciones son muy necesarias cuando estás involucrado en la cultura. Se convierten en una manera de hablar sobre la música, una vía para argumentar hacia dónde debería moverse. Son una expresión de entusiasmo y excitación, no esnobismo ni un intento de confundir y excluir. El hambre de nuevos géneros es, sobre todo, una expresión de la neofilia de la electrónica, de su impaciencia por que llegue el futuro.

ll. SUMERGIRSE

Además de vivir para el futuro, la cultura electrónica se rige por una vaga, desdibujada ideología undergroundista, donde las escenas genuinas se posicionan contra el pop mainstream y la industria discográfica corporativa. No obstante, el concepto «underground» no tiene demasiado contenido político; no se apega a ninguna clase de aspiración revolucionaria, ninguna idea sobre una forma utópica de organización social, ningún ideal contracultural (más allá, claro está, de una actitud libertaria con el consumo de drogas). Anticorporativo pero no anticapitalista, el undergroundismo expresa la lucha de las unidades microcapitalistas (sellos discográficos independientes, clubes pequeños) contra el macrocapitalismo (industria mainstream del ocio y el entretenimiento) .

Un sello independiente electrónico puede limitarse a una persona que graba en su habitación y se autopublica los discos. Pero, en su amplia mayoría, es un pequeño gang con un férreo sentido de la lealtad, casi comunal, y usualmente cerrado alrededor de una figura central: un ingeniero o productor que posee el equipo y capacita a los DJs para realizar sus ideas y convertirse en productores. Otro síndrome común es el sello independiente que surge a partir de una tienda de discos. Las personas que trabajan en la tienda, a menudo aspirantes a DJs, desarrollan un estupendo sentido de lo que vende y de lo que mejor funciona en los clubes; también consiguen conocer a DJs establecidos y aspirantes a productores que pasan por el establecimiento para chequear los últimos lanzamientos. El (evidente) siguiente paso es desarrollar este instinto de A&R y empezar a editar discos de nuevos talentos. Y así, por dar solo un ejemplo, la tienda Boogie Times del East London dio pie a Suburban Base, influyente sello de jungle.

Estos pequeños sellos tienden a ser inestables, sin embargo, y a menudo no sobreviven al cambio de las modas. Los que permanecen son aquellos que adoptan planes de negocio y estructuras directivas; en otras palabras, que empiezan a comportarse como pequeñas corporaciones. Warp empezó como una pequeña tienda en ShefEeld, Inglaterra, pero, observando que otros sellos de la primera era rave caían por el camino, desarrollaron contratos basados en álbumes a largo plazo y evolucionaron hasta ser una exitosa compañía especializada en electronic listening music (más conocida como IDM, abreviatura de intelligent dance music). Para los puristas del underground, Warp representa hoy el nuevo establishment, una fuente de sonidos agradables para ex clubbers y ravers caducados.

La oposición de la electrónica hacia la industria no está basada en principios políticos, sino estéticos: la idea de que el mainstream diluye la música del underground, embota el riesgo de la música, embellece su crudo futurismo, lo convierte en mero pop. En una crucial paradoja, las escenas dance son populistas, pero se oponen a la cultura pop en el sentido más débil, universal de la palabra. Su populismo toma la forma de unidad tribal contra lo que perciben como una homogénea, blanda y fría cultura de masas. A menudo la gente del underground emplea retórica militar, y habla de ser un soldado o cruzado que lucha por la causa y permanece puro para siempre.

12. DE SITIO ESPECÍFICO

Parte del aura exclusiva de esta subcultura radica en que la música tiene un sitio específico: hay que visitar los clubes para disfrutar la experiencia completa. Obviamente esto no se aplica a la IDM orientada a la escucha, pero hay un vasto número de música electrónica que simplemente no tiene sentido fuera del contexto del club. Pongo un maxi de house o 2step en casa y suena flojo, el beat monótono y aburrido. Sin embargo, cuando escucho la misma canción a través de un enorme sistema de sonido, el implacable bombardeo y forcejeo del groove gana muchos enteros. Masivamente amplificado, el golpeteo de la caja de ritmos se hace denso y amplio, envolvente pulso ambiental: uno se siente como si estuviera dentro de la música. Asimismo, hay muchos géneros dance que basan su fuerza en frecuencias de subgraves apenas audibles en un equipo doméstico de alta fidelidad, y mucho menos en un radiocasete. Y existe toda una línea de cortes para grandes salas de clubes, espacios con altas hileras de altavoces y miles de personas. Estos cortes no suenan bien en casa: sus efectos y zumbidos están dispuestos para escucharse en un contexto estereofónico, espectacular.

La más funcional música de baile puede sonar floja en casa porque, esencialmente, los cortes son trabajo inconcluso. Es material en bruto que el DJ debe transformar en música: superponiendo, moviéndose atrás y adelante, creando una dinámica a través de la ecualización. En otros géneros, especialmente en aquellos —jungle, 2step— que tienen una fuerte influencia del dancehall reggae y del hip hop, los cortes cobran vida a través de la combinación de la mezcla del DJ y la animación del MC, que canta sobre la música, anima a la multitud o manda al DJ hacer un rewind (detener el corte por la mitad y retornar al comienzo rebobinándolo manualmente).

Por otro lado, la música puede ser el guión de una película que el casting (el público de la pista) debe interpretar. Estilos como el jungle y el trance están repletos de exhortaciones codificadas —bajones, redobles, punzadas de bajo, subidones— que disparan respuestas de la masa: rituales gestos de abandono, como las manos elevadas en el aire a la llegada de cierto riff o ruido. La música parece menos intensa sin esa locura colectiva. De algún modo, la mayoría de los cortes dance son componentes de un motor subcultural; escuchados aislados y sin contexto, se dirían tan desconcertantes e inútiles como un carburador fuera de un coche. Y aunque tener una pieza de motor en medio del comedor tenga un cierto encanto surrealista, seguramente no sea el decorativo el mejor uso que puede dársele a tal componente.

El contexto puede ser realmente específico. Hay cortes que se asocian con un club en particular, como el tema «Twilo Thunder», compuesto en forma de tributo al hoy extinto club Twilo de Nueva York. Su sonido fue adaptado al inmenso sound system de Twilo y diseñado para engrasar la especial atmósfera generada por la multitud que atendía religiosamente a las sesiones de ocho horas de Sasha & Digweed. La cultura electrónica se jacta de su alcance global y su trascendencia geográfica, pero a veces se fija a un sentido de lugar. Lo que crean estos sitios privilegiados, estos templos del sonido, es una forma de posmoderno tribalismo: personas de diferentes contextos y localizaciones se reúnen para experimentar una misma vibración tribal.

Estas comunidades temporales exigen que la gente deje sus ideologías en la puerta, junto a sus abrigos. Esto no es tan apolítico como antipolítico, o quizá prepolítico: un intento de cortar divisiones y descubrir una base primaria de conexión, aunque sea tan sencilla como compartir las mismas sensaciones (de sonido, de droga) en un mismo espacio. Lo que ayuda a explicar por qué la cultura de baile es tan escéptica con las palabras, por qué intenta esquivar el uso del lenguaje: porque las palabras dividen. Y esta música trata sobre la necesidad de fundirse, de convertirse en algo más grande que uno mismo, una multitud que baila, un sublime infinito de sonido, el cosmos.

13. CONEXIÓN

Una de las palabras clave de la cultura dance es «mezcla», término con múltiples aplicaciones y resonancias. «Público mezclado»: la mayoría de escenas dance sostienen que todos son bienvenidos y que los clubes con buena mezcla social, racial y genérica son los que tienen mejores vibraciones. «Mezcla-y-agita»: el ethos musical que comparten la mayoría de géneros electrónicos es la creencia en el cruce de fronteras estilísticas. Remezclas: más que una completa e intocable obra de arte, un corte dance supone más una colección provisional de recursos sónicos que reorganizar; de ahí la moda de las múltiples remezclas y los álbumes de remezcla donde DJs y productores rinden tributo a un artista por medio de remezclas, a veces llegando a borrar su música. «Mezclar»: el arte del DJ supone tomar cortes dispares y conectarlos en un metacorte, un flujo potencialmente interminable. La música insiste en «ir con el flujo» y «estar aquí, ahora», perderse en un presente de sensación pura.

Aquí están: los principios y los parámetros de la música electrónica de baile. Pero esta cultura es tan vasta, contiene tantas multitudes, que para cada precepto listado anteriormente hay excepciones que contradicen mis declaraciones. Tomemos algunos ejemplos.

Muerte del autor. Hay muchos productores de electrónica que piensan en sí mismos como artistas de primera clase en el viejo sentido de la palabra, y que operan como francotiradores que trascienden los límites del género. De forma contradictoria, nuevas formas de arte suelen alabarse usando terminología pasada de moda y valores apropiados para formas anteriores. Esta forma de pensar puede afectar a los creadores y los críticos. Así, una figura como Goldie, pionero del drum’n’bass, concibe lo que hace usando categorías como expresión, catarsis, «expulsar a mis demonios». Cada ruido y beat de sus discos parece tener un correlato biográfico, cuenta la historia de su turbulenta vida. Su visión de sí mismo como un «deslumbrante genio visionario» ha moldeado tanto su trayectoria estética (véanse Timeless y Saturnz Return, álbumes de concepto) como su recepción pública.

Forma y Junción > Contenido y significado. De hecho, algunos productores de dance intentan «decir cosas» mediante forma de canción y verdaderas letras, samples resonantes o los alias y títulos que escogen. La música de baile realmente politizada es escasa (Underground Resistance, Atari Teenage Riot), pero hay una política implícita y una resonancia del mundo real en gran parte de la música electrónica, como la redentora visión utópica de la cultura house, o ese renegado realismo callejero que caracteriza al jungle y que se expresa a través del sentimiento militante de los ritmos, la ominosa amenaza de las líneas de bajo y apocalípticos samples como «the roots reggae derived cry» o «all of the youth shall witness the day that Babylon shallfall».

Ritmo / Textura > Melodía /Armonía. La preeminencia de ritmo y textura debe ser el verdadero nexo de la cultura dance con la vanguardia, pero la electrónica abunda en melodías preciosas: de supremos compositores como Orbital y Boards of Canadá hasta las producciones basadas en ganchos de Omni Trio y LTJ Bukem, pasando por el talante pop de productores de deep house como Chris Brann o Herbert. Muchos productores dance están educados en composición tradicional, han tocado en bandas, saben sobre progresiones armónicas, etcétera. Esta educación puede alejarles de las rupturas conseguidas por aquellos que no conocen las reglas, pero lo adorable de su música es innegable.

Música de máquinas versus musicalidad. Hay sustanciales envolturas de la cultura dance que homenajean a ideales de la música tradicional: el swing del jazz, la destreza pianística, el feeling, la sutileza. En particular, hay una obsesión por el jazz fusión de los primeros setenta y la «calidez» de instrumentos como el piano eléctrico Rhodes. Paradójicamente, muchos productores dance consideran que el progreso supone sonar menos alienígena, futurista y mecánico, y emplear más instrumentación acústica: contrabajo, solos de flauta y saxofón, cuerdas. De ahí la veneración por compositores de bandas sonoras como John Barry, de arreglistas con sello propio como David Axelrod, y de líderes del jazz-funk como Roy Ayers, todos ellos imitados o sampleados. Además, el software se ha vuelto tan sofisticado que los beats pueden programarse con acentos, inflexiones y discrepancias de sonido realmente humanos. Y algunos ritmos del drum’n’bass son tan detallados y constantemente cambiantes que suenan como un batería de jazz marcándose un solo.

Futurismo. Hay bastantes hilos de la cultura dance —las suaves tensiones jazz dentro del drum’n’bass y el trip-hop, los caprichosos elementos afrobrasileños del house— que son realmente conservadores. Muchos productores parecen creer que el presente es menos distinguido que alguna idealizada era dorada, y que los estándares de musicalidad han descendido. Además de una fascinación por lo futurístico, la cultura dance siente igualmente un potente tirón hacia el pasado: está obsesionada con raíces y orígenes, y a menudo es presa de la nostalgia. De aquí la moda por todo lo que sea old skool, como la música disco de los setenta, el electro y el synth-pop de los ochenta o el primer hardcore rave. La cultura es cada día más y más obsesiva con su propia historia.

Mezclando. Mucha música electrónica de carácter vital está hecha por puristas que han estrechado su foco a un solo estilo, refinando y destilando la forma. Conversamente, la música mezclada puede resultar a menudo un embrollo desgraciadamente ecléctico, o una blanda mezcla que adormece toda la distinción de las fuentes originales.

Como puede verse, mi lista de principios es parcial: la cultura es siempre caótica, evita nuestros intentos de definición. Los aspectos que resalto, no obstante, representan los nexos de esta música con el radicalismo. Estos suponen los «elementos emergentes», por usar un concepto de estudios culturales en referencia a tendencias que apuntan hacia futuras formaciones estéticas y sociales. Cualquier fenómeno cultural que tiene verdadero impacto en el presente, invariablemente debe ser una mezcla de «emergente» y «residual» (esto es, tradicional). En general, la música totalmente de vanguardia y adelantada a su tiempo subsiste en el gueto académico, dependiendo de subsidios del Estado o apoyo institucional; las más avanzadas formas de arte sonoro o diseño de sonidos no se defienden en el mercado del pop, sino que habitan el mundo de las galerías de arte, museos, seminarios, simposios y festivales. Eso está bien, pero lo excitante de la música electrónica de baile es que aplica estas ideas de vanguardia en un contexto popular, guiado por el groove y los ganchos pegadizos, y animado por la diversión y la celebración colectiva. Un ejemplo es la mezcla que hace el jungle de raíces y futuro (de «Roots N Phuture», como el clásico de Phuture Assassins). Los elementos vanguardistas «emergentes» del jungle no habrían funcionado sin el material «residual»: para obtener la ciencia del breakbeat, necesitas primero breakbeats (breaks percutivos, sudorosos, humanos) que proporcionen la materia bruta finalmente sampleada y digitalmente recombinada.

En última instancia, la música electrónica de baile es más disfrutable cuanto más impura: ritmo y textura chocando contra composición, maquinaria sin alma luchando contra ideas tradicionales de belleza, impulsos de vanguardia abducidos por la demanda de grooves para el baile. Estas tensiones son las que mantienen viva a la música.

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OIGO UN MUNDO NUEVO: LOS PIONEROS DE LA MÚSICA ELECTRÓNICA (1910-1968)

ORIOL ROSELL

El último cuarto del siglo XIX empieza a desarrollar en el arte una serie de situaciones, de progresiones, de aperturas, unas veces interrelacionadas y otras albergando reactivos polémicos cuyo activismo ha llegado hasta nuestros días. Las vanguardias han venido funcionando dentro de un principio de libertad, buscando nuevas operaciones espirituales de acuerdo con invenciones y descubrimientos científicos, con realidades o apetencias sociales, acusando, también, la situación conflictiva de nuestro tiempo.

Diccionario del Arte Moderno, bajo dirección de
Vicente Aguilera Cerni, Fernando Torres Editor, 1979

A finales del siglo XIX, Europa era un hervidero social, político, económico y cultural. La progresiva pérdida de las colonias redundó en una erosión de los imperios que culminó con su total desintegración a raíz de la Primera Guerra Mundial. La burguesía se impuso como clase dominante en un entorno industrializado que concentró la actividad en las ciudades, y dio pie a nuevos conflictos de naturaleza urbana desconocidos hasta entonces. El anarquismo y el comunismo fueron la gran respuesta ideológica a la problemática de un cuerpo social, el proletariado, que exigía su participación en la vida política y, sobre todo, económica del momento. El desarrollo de la tecnología, en progresión geométrica, planteaba la necesidad de nuevas formas de arte no figurativas, en tanto que la fotografia y el cine se asentaban como los vehículos más fidedignos para aprehender la realidad.

A consecuencia de todo ello, en los albores del siglo XX nacieron las primeras vanguardias artísticas, alimentadas por un espíritu radicalmente nuevo. Una sensibilidad que, como recuerdan Ramón Buckley y John Crispin en el prólogo de la antología Los vanguardistas españoles (Alianza, 1973), «no se conforma con negar y destruir el pasado, sino que busca una nueva concepción vital». Tras el período de transición marcado por el impresionismo y el posimpresionismo, la ruptura definitiva con el pasado tomó forma en el fauvismo, el cubismo y el futurismo, a los que siguieron el surrealismo, el dadaísmo, el ultraísmo, el expresionismo y el constructivismo. Movimientos que fundamentaban esta «nueva concepción vital» en el desgarro de las formas clásicas, en su condena y sistemática eliminación. Matisse, Braque, Picasso, Apollinaire, Kandinsky, Chagall, Nolde, Duchamp, Kokoschka, Munch o Brancusi son solo algunos de los responsables del definitivo adiós al arte clásico. Arte viejo. Caduco.

La música no fue ajena al alboroto vanguardista. Al igual que en la poesía y las artes plásticas, los músicos se contagiaron de esta percepción del arte como investigación abierta, exploración y al mismo tiempo reflejo de su tiempo y su sociedad. A consecuencia de ello, el mismo lenguaje de la música mutó hasta ser completamente reinventado.

Tras la resaca poswagneriana (Strauss, Mahler, Scriabin), Debussy y Ravel vistieron musicalmente el impresionismo, y Erik Satie apuntó las formas del minimalismo con su música esquelética, repetitiva y funcional. La inflexión definitiva, sin embargo, la protagonizaron Stravinsky, víctima de uno de los más sonoros abucheos del nuevo siglo a raíz del estreno de su rompedora La consagración de la primavera, y muy especialmente Arnold Schónberg, que revolucionó la música occidental con su osada revisión del sistema armónico, el dodecafonismo, y sentó junto a Antón von Webern y Alban Berg las bases del serialismo que, tras la Segunda Guerra Mundial, difundieron Olivier Messiaen, Luciano Berio y Dallapiccola, entre otros.

La tecnología, eléctrica primero y electrónica después, también desempeñó un papel importante en la evolución musical de las vanguardias. La institución de su uso y, aún más importante, la creación de códigos expresivos concretos a partir del mismo, sirvió de punto de partida para la música electrónica. La primera en la historia que rompió con el tabú del ruido, con la subjetividad del intérprete, con la partitura y con el sentido mismo del arte musical.

1. EL FUTURISMO: «HARDER, BETTER, FASTER, STRONGER»

La primera vanguardia que incorporó la presencia tecnológica a su imaginario fue el futurismo. El pistoletazo de salida lo dio el poeta, novelista, dramaturgo y agitador italiano Filippo Tommaso Marínetti el 20 de febrero de 1909 con la publicación del manifiesto fundacional de un movimiento que, si en algo sería rico, fue en manifiestos. Marinetti, exaltado, exigió un cambio radical en la sensibilidad de los artistas italianos. Cargó contra los museos —«tumbas del arte»— y las instituciones, contra los restos del romanticismo y contra el neoclasicismo. Glorificó la guerra y la juventud, exigió velocidad y máquinas, violencia y energía. Apostó por las políticas populistas —más tarde se convirtió al fascismo, como muchos otros futuristas— y por una cultura propia de la sociedad industrial, mecanizada. Observó en la tecnología el signo de progreso que necesitaba una sociedad profundamente enquistada en los valores éticos y estéticos de la tradición.

Aunque en un principio se trataba de una corriente literaria, el futurismo rápidamente polucionó a las más diversas disciplinas del arte. De este modo, en 1910 Balilla Pratella, autor de la ópera El aviador Dro, firmó el Manifiesto de la música futurista, al que seguirían el Manifiesto de la pintura futurista (1910), el Manifiesto de la dramaturgia futurista (1911), el Manifiesto de la escultura futurista (1912), el Manifiesto de la cinematografía futurista (1916), el Manifiesto de la fotografía futurista (1930) y un largo e inacabable etcétera.

En su proclama, Balilla Pratella hacía un llamamiento a los jóvenes «porque solo ellos escucharán y solo ellos entenderán lo que tengo que decir. Hago un llamamiento a los jóvenes, a esos que están sedientos de lo nuevo, lo actual, lo vital». Sin embargo, esos sedientos de lo nuevo, lo actual y lo vital difícilmente vieron saciada su sed con la obra del mismo Balilla Pratella, incendiario sobre el papel pero bastante más contenido a la hora de componer sus piezas, atropellada síntesis de formas nuevas y viejas que sucumbieron a su ambición y, más concretamente, a su falta de sustancia vanguardista.

Sustancia que, por otra parte, derrocharon las creaciones de Luigi Russolo (1885-1947), pintor y poeta futurista que, alrededor de 1910, sin ninguna formación previa en el campo de la acústica, la composición o la ingeniería, empezó a construir sus máquinas de generar ruidos, los intonarumori, en colaboración con el también pintor Ugo Piatti. Los objetivos de Russolo, expuestos en su manifiesto Harte dei rumori (1913), eran ampliar e incluso sustituir la gama tonal y textural en la música —«es preciso reemplazar la restringida variedad de timbres de los instrumentos orquestales por la variedad infinita de timbres obtenidos a través de mecanismos especiales»— y conferir al sonido no articulado, vulgo ruido, la misma categoría estética que al sonido articulado, sea este orgánico, el canto, o inorgánico, los instrumentos: «Nosotros, los futuristas —escribió—, hemos amado y disfrutado profundamente las armonías de los grandes maestros. Durante años, Beethoven y Wagner han agitado nuestros nervios y corazones. Ahora estamos saciados y encontramos mucha más fruición en la combinación de ruidos de los raíles, el motor de explosión, los carruajes y las masas aullantes que en la enésima escucha de la Heroica o la Pastoral».

La primera máquina producida por el binomio Russolo-Piatti fue el Explosionador (explosionatore), un dispositivo que, con la sucesión automática de diez notas completas, emulaba el sonido de un motor. Le siguieron artefactos como el Ululador (ululatoré), el Gluglulador (gorgogliatore), el Silbador (sibilatoré), el Crepitador (crepitatoré), el Ronroneador (ronzatoré), el Rascador igmádatore), y así hasta completar una formación orquestal completa de intonarumori.

Si bien los intonarumori fueron esencialmente empleados como complemento a desarrollos instrumentales más o menos tradicionales firmados por otros futuristas como Balilla Pratella, Casavola o Baila, Russolo compuso algunas piezas destinadas a ser exclusivamente interpretadas con —o, mejor, por— sus máquinas. Desgraciadamente, todas las grabaciones existentes desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial, así como la práctica totalidad de intonarumori y casi todas las partituras de Russolo, inexplicablemente destruidas por su hermano Antonio. Sin embargo, la reconstrucción a partir de ilustraciones de la época de algunos intonarumori a manos de Mario Abate y Pietro Verardo en 1977, en ocasión de la Bienal de Venecia, permite disfrutar hoy de una de las contadas ejecuciones en vivo de Risveglio di una cittá, obra paradigmática de la música ejecutada por intonarumori.

La pieza, compuesta en 1913, reproduce el despertar de la moderna ciudad industrial: maquinaria desperezándose, tráfico creciente, la masa obrera dirigiéndose a la fábrica... Un crescendo ruidoso que, al igual que los intonarumori, es ante todo una celebración de la capacidad tecnológica del ser humano. Esta misma idea, íntimamente ligada a los conceptos de progreso y futuro, marcó por siempre la iconografía de la música electrónica: una disciplina que, salvo contadas excepciones, es una apología de la inteligencia del hombre, traducida en visiones ultratecnificadas, simétricas y muchas veces fantacien tíficas. «La evolución musical —anticipaba Russolo— es paralela a la multiplicación de las máquinas, que colaboran con el hombre en todos los frentes.» Cuarenta años antes de la presentación del primer ordenador, el italiano ya anunciaba la íntima relación entre creación y tecnología que definió el devenir de esta música.

Los hallazgos de los futuristas difícilmente soportan una comparación objetiva con los de sus coetáneos surrealistas y dadaístas. A diferencia de los italianos, estos subvirtieron preceptos conceptuales mucho más profundos que la mera iconoclastia estética de Marinetti y su estéril asomo de revolución, que aun así marcó la pauta de muchas y muy distintas expresiones artísticas posteriores, del cyberpunk al techno de Detroit. Pese a todo, la obra de Luigi Russolo trascendió a su tiempo: a partir de la validación musical del ruido que desarrolló, en la que ulteriormente ahondó la escuela concreta francesa, este se convirtió en una apreciación estrictamente subjetiva. Es ruido lo que se escucha como tal. Es música lo que se mide desde una perspectiva estética. Un precepto que guió los pasos y dio entente formal a la música electrónica hasta nuestros días.

Esto, sumado a las convicciones antifascistas del creador de los intonarumori, que le obligaron a alejarse del grupúsculo liderado por Marinetti y, con el ascenso al poder de Mussolini, a exiliarse en París, hizo de Luigi Russolo una figura singular que se impone por derecho propio como básica en la música electrónica. Incluso con su exigencia del uso musical de «todos los ruidos que pueden producirse con la boca sin hablar ni cantar», que incluye en el sexto bloque de su catalogación de los ruidos en Harte dei rumori, contribuyó sobremanera al desarrollo de la poesía fonética, que en boca del dadaísta Kurt Schwitters y su paradigmática Die Sonate in Urlauten, o Ursonate, sentó en 1932 los cimientos de la audiopoética moderna.

2. METAL PESADO: MÚSICA MÁQUINA

Luigi Russolo inició con sus intonarumori una tradición exclusivamente relacionada con la música ligada a la tecnología: la del músico inventor. A partir de sus máquinas de hacer ruido, la labor del compositor y la del ingeniero tendieron a confundirse en favor de una suerte de creador total de universos sonoros que ha tenido no pocos representantes a lo largo de la historia. Algo inevitable si se tiene en cuenta la particular naturaleza de una música sometida a los designios del progreso técnico, cuyas necesidades no siempre quedan cubiertas por la maquinaria disponible y que muchas veces obliga al artista a construirse sus propios recursos. En relación directa con este fenómeno, se da también la figura inversa. Esto es, la del luthier que protagoniza una aventura musical para testar o sencillamente exhibir las virtudes de su invención. A consecuencia de ello, la música electrónica contó, especialmente en sus primeros tiempos, con un colorista ramilllete de personajes cuyos nombres quedarán por siempre ligados a sus muchas veces estrafalarios cacharros.

Las cronologías más completas sitúan el origen de la instrumentación automática en algún momento del siglo n a.C, en el seno de la cultura griega. El arpa eólica, supuestamente un objeto ritualístico para mayor gloria de Eolo, dios de los vientos, consistía en dos puentes que tensaban un número variable de cuerdas. Debidamente montada en el alféizar de una ventana, el viento hacía vibrar las cuerdas —todas de la misma longitud—, y estas emitían una nota continua. Este tipo de dispositivos se repitieron bajo las más diversas apariencias a lo largo de todo el medievo y el Renacimiento. En el siglo XVI Athanasius Kircher narraba las asombrosas habilidades de un artefacto mecánico capaz de componer música en su Musurgia Universalis (1600). Cuarenta y un años después, Blaise Pascal inventó la primera calculadora, y en 1738 se construyeron pájaros metálicos capaces de reproducir distintas melodías para divertimento de la corte. A finales del siglo XVIII aparecieron los primeros carillones, y David Hughes inventó el telégrafo con teclado siguiendo el modelo de un piano en 1859.

Pero la fecha más importante de este muy abreviado repaso es 1876. Ese año, Elisha Gray, inventora del teléfono junto con Bell, patentó el electroarmonio, o piano electroniusical, capaz de mandar notas a través del cableado telefónico. Con él arrancó un periplo que llega hasta nuestros días y que conjuga la progresión tecnológica de naturaleza eléctrica y los continuos cambios de sensibilidad en la estética musical. Entre el electroarmonio de Gray y la comercialización del primer sintetizador Moog (1965) dista casi un siglo de imaginación desbordante, nombres trabalenguas y mucha, muchísima circuitería hoy sumida en el olvido.

De entre las decenas de máquinas para hacer música aparecidas con anterioridad a los sintetizadores vale la pena detenerse en algunas dignas de análisis. Por ejemplo, el telarmonio, o dinamófono. Diseñado por Thaddeus Cahill en 1906, el telarmonio era un impresionante mamotreto de nada menos que doscientas toneladas de peso. Pensado para transmitir sonido a través de la red telefónica, cuenta con el mérito de ser el primer generador de síntesis aditiva del que se tiene noticia y el primer intento serio de crear un hilo musical, un muzak: la idea de Cahill era enviar música a hoteles y restaurantes para hacer más agradable la estancia de los clientes. Por desgracia, los cables de la época apenas pudieron resistir una señal tan ancha y el asunto acabó en un molesto zumbido que causaba interferencias en toda la red telefónica local. Básicamente, el telarmonio consistía en un sinfín de dinamos que mandaban impulsos alternos que se convertían en señales acústicas de distinta frecuencia e intensidad. Poco argumento para el hombre de negocios que, como rememoraba Mark Singer en su artículo «Singing the Body Electric», publicado en la revista The Wire de septiembre de 1995, «estaba tan enfadado con las interferencias producidas por el invento de Cahill que un día lo rompió en mil pedazos y los echó al fondo del río Hudson. Al menos, eso dice la leyenda».

Bastante más manejable, y con un calado popular mucho mayor —de hecho todavía se utiliza en determinados ámbitos—, el eterófono, también conocido como tereminovox o teremín, apareció en 1920 de la mano del ruso Lev Sergeyvich Termen, o Léon Theremin. Con su estrambótico aspecto, similar a una radio destripada, el teremín es uno de los mecanismos más ingeniosos de la historia, principalmente porque suena sin que el intérprete tenga contacto físico con el instrumento. Es decir, que se toca sin ser tocado, entre otras cosas porque puede provocar una electrocución. Semejante prodigio ocurre gracias a la inventiva de su autor, que construyó un emisor de campos magnéticos capaz de convertir en señal acústica la alteración de los mismos. Así, su manejo quedó reservado a un reducido grupo de virtuosos —entre los que destaca la estadounidense de origen soviético Clara Rockmore— capaces de controlar con el ajustado movimiento de las manos el manejo «espacial» del aparato. De sonido muy característico, agudo y ululante, el teremín fue rápidamente asimilado por Hollywood, que lo convirtió en el santo y seña del cine de terror de los años treinta —generalmente anunciando o acompañando el movimiento de una presencia fantasmagórica—, y más tarde por la música pop y el easy listening: baste recordar la melodía conductora del «Good Vibrations» de Beach Boys (en realidad interpretada con una imitación del teremín: el tanerín), la tosca intervención electrónica de Jimmy Page en «Whole Lotta Love», de Led Zeppelin, o las majaradas futuristas de Les Baxter. Otros insignes usuarios del teremín fueron compositores como Bernard Herrmann o el mismísimo Edgar Varèse.

También Varèse, junto con Messiaen, Honegger y Milhaud, aparece entre los músicos más reputados que utilizaron, desde 1928 y hasta bien entrada la década de los cincuenta, las ondas Martenot. Bautizadas con el apellido de su creador —el violonchelista francés Maurice Martenot—, las ondas ídem se convirtieron en un instrumento de uso esencialmente local, puesto que su importación fuera de Francia era precaria y muy puntual. Sin embargo, dentro del país galo gozaban de mucha popularidad entre los abanderados de la vanguardia, que recurrían insistentemente a este teclado capaz de producir una gama bastante amplia de sonidos y que se basa en la síntesis sustractiva. Este mismo principio sirvió de modelo para otros precursores del sintetizador moderno que se inspiraron directamente en las ondas

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