EL PEQUEÑO Q VE GRANDES PELÍCULAS
A finales de los años sesenta y principios de los setenta, el Tiffany Theater contaba con un bien cultural inmueble por el que se distinguía de los demás grandes cines de Hollywood. Para empezar, no estaba situado en Hollywood Boulevard. A excepción del Cinerama Dome, de la cadena Pacific Theatres, que se alzaba imponente en la esquina de Sunset con Vine, las otras grandes salas de Hollywood se encontraban todas en el último refugio turístico del Viejo Hollywood: Hollywood Boulevard.
Por el día aún se veía pasear a los turistas por el bulevar, camino del Museo de Cera de Hollywood, mirándose los pies y leyendo los nombres en el Paseo de la Fama («Mira, Marge, Eddie Cantor»). Hollywood Boulevard atraía a la gente por sus cines mundialmente famosos (el Grauman’s Chinese Theatre, el Egyptian, el Paramount, el Pantages, el Vogue). Sin embargo, cuando el sol se ponía y los turistas regresaban a sus Holiday Inn, Hollywood Boulevard quedaba en manos de la gente de la noche y se transformaba en Hollyweird, «Hollyraro».
En cambio, el Tiffany estaba en Sunset Boulevard y, para colmo, en Sunset Boulevard al oeste de La Brea, con lo que oficialmente pertenecía al Sunset Strip.
¿Y eso tiene alguna importancia?
Una gran importancia.
En esa época se imponía una profunda nostalgia por todo aquello propio del Viejo Hollywood. Dondequiera que mirases, había fotos, pinturas y murales de Laurel y Hardy, W. C. Fields, Charlie Chaplin, el Frankenstein de Karloff, King Kong, Harlow y Bogart (corrían los tiempos de los famosos pósteres psicodélicos de Elaine Havelock). Sobre todo en Hollywood propiamente dicho (es decir, al este de La Brea). Pero, cuando ibas por Sunset y dejabas atrás La Brea, el bulevar se convertía en el Strip, y el Viejo Hollywood, tal como lo definía el cine, se desvanecía, dando paso a los bares de copas hippies y a la cultura de los jóvenes. El Sunset Strip era famoso por sus clubes de rock (Whisky a Go Go, London Fog, Pandora’s Box).[1]
Y allí mismo, entre los clubes de rock y frente al Ben Frank’s Coffee Shop, se hallaba el Tiffany Theater.
En el Tiffany no pasaban películas como Oliver, Aeropuerto, Adiós, Mr. Chips, Chitty Chitty Bang Bang, Ahí va ese bólido, o ni siquiera Operación Trueno. El Tiffany acogía Woodstock, Los Rolling Stones (Gimme Shelter), Yellow Submarine, El restaurante de Alicia, Trash, Carne para Frankenstein (ambas de Andy Warhol) y Pound, de Robert Downey.
Esas eran las películas que podían verse en el Tiffany. Y aunque el Tiffany no fue la primera sala de Los Ángeles donde se proyectó The Rocky Horror Picture Show, o ni siquiera la primera que empezó a programarla en sesiones de medianoche, sí fue el cine que más contribuyó a la leyenda en que se convertiría esa película y donde realmente se desencadenó gran parte de lo que constituiría el fenómeno «Rocky Horror»: presentarse disfrazado en el cine, el shadow cast (un «elenco en la sombra» que actuaba en vivo mientras se proyectaba la película), las callbacks (frases que el público gritaba intercaladas en el diálogo de la película), las noches temáticas, etcétera. A lo largo de los años setenta, el Tiffany seguiría siendo el lugar de referencia contracultural para pelis alucinógenas. Algunas tuvieron éxito (200 Motels, de Frank Zappa), otras no (El hijo de Drácula, de Freddie Francis, con Harry Nilsson y Ringo Starr).
Los filmes contraculturales producidos entre 1968 y 1971, fueran buenos o no, eran apasionantes. Y tenían que verse con más gente, a ser posible todos colocados. Pronto el Tiffany se apartaría de ese ambiente, porque las películas alucinógenas realizadas a partir de 1972 eran más bien creaciones trasnochadas para un nicho de mercado.
Pero si el Tiffany tuvo un año especial, fue 1970.
Ese mismo año, cuando yo tenía siete, asistí por primera vez a una sesión en el Tiffany. Mi madre (Connie) y mi padrastro (Curt) me llevaron a un programa doble: Joe, ciudadano americano, de John G. Avildsen, y ¿Dónde está papá?, de Carl Reiner.
Alto ahí, ¿viste Joe, ciudadano americano y ¿Dónde está papá? en una sesión doble a los siete años?
Vaya que si las vi.
Y si bien para mí en su día aquella fue una sesión memorable, y por eso escribo ahora sobre la experiencia, no puede decirse que fuera una conmoción cultural. Si nos guiamos por la cronología de Mark Harris, el principio de la revolución del Nuevo Hollywood se produjo en 1967. Por tanto, mis primeros años como espectador de cine (nací en 1963) coincidieron con los inicios de esa revolución (1967), la guerra revolucionaria cinematográfica (1968-1969), y el año en que se ganó la guerra revolucionaria (1970). Que fue el año en que el Nuevo Hollywood se convirtió en el único Hollywood.
Joe, ciudadano americano, de Avildsen, causó mucho revuelo cuando se estrenó en 1970 (ejerció una influencia innegable en Taxi Driver). Por desgracia, en los últimos cuarenta años, esta película, un auténtico barril de pólvora, casi ha caído en el olvido. El filme cuenta la historia de un hombre de clase media alta, un padre disgustado (interpretado por Dennis Patrick) porque su hija (Susan Sarandon, en su debut cinematográfico) ha sucumbido a la cultura del hippismo y las drogas de la época.
Cuando Patrick visita el inmundo cuchitril que ella comparte con su novio yonqui, un tipejo rastrero, se encuentra con este y acaba rompiéndole la cabeza (en ese momento la hija no está en casa). Poco después, sentado en una taberna, mientras intenta asimilar tanto la violencia en la que ha incurrido como el delito que ha cometido, conoce a un bocazas, un obrero reaccionario y racista llamado Joe (interpretado, en una actuación estelar, por Peter Boyle). Joe, sentado a la barra tomándose su cerveza después del trabajo, suelta una perorata patriotera salpicada de obscenidades sobre los hippies, los negros y la sociedad de 1970 en general. En la taberna, un local de clase trabajadora, nadie le presta atención (el camarero incluso llega a decirle, obviamente no por primera vez: «Joe, danos un respiro»).
La diatriba de Joe culmina con la opinión de que alguien debería matarlos a todos (los hippies). En fin, el hecho es que Patrick acaba de matar a uno y, en un momento de descuido, se le escapa una de esas confesiones de bar que solo Joe oye.
A partir de ahí surge una extraña relación antagónica y, a la vez, simbiótica entre dos hombres distintos y de diferentes clases. No son exactamente amigos (Joe casi chantajea al angustiado padre), pero, con una comicidad malévola sí se convierten en compinches. El hombre distinguido de clase media, un ejecutivo, ha llevado a la práctica las peroratas fascistas de ese patán y ese bocazas de clase baja, un obrero.
Al forzar a Patrick mediante chantaje a formar una especie de alianza, Joe comparte con el asesino tanto su siniestro secreto como, en cierta medida, la culpa del asesinato. Esa dinámica da rienda suelta a los deseos y a las inhibiciones del obrero fanfarrón y entierra el sentimiento de culpa del hombre refinado, que pasa a sentir motivación y justificación. Hasta que los dos, armados con fusiles automáticos, ejecutan a los hippies de una comuna. Y, en una trágica e irónica imagen congelada, el padre acaba ejecutando a su propia hija.
Fuerte, ¿no? Y tanto.
Pero lo que esta sinopsis no transmite ni por asomo es lo condenadamente divertida que es la película.
Y, pese a lo cruda, e inquietante, y violenta que es Joe, ciudadano americano, en el fondo es una comedia negra como el carbón sobre las clases en Estados Unidos, rayana en sátira y, a la vez, atrozmente descarnada. La clase obrera, la clase media alta y la cultura de los jóvenes aparecen representadas por sus peores ejemplares (todos los personajes masculinos de la película son cretinos aborrecibles).
Hoy día tal vez resulte controvertido el mero hecho de catalogar Joe, ciudadano americano como comedia negra. Pero, desde luego, no era así en la época en que se estrenó. Cuando vi Joe, ciudadano americano, era sin duda la película más inquietante que había visto (posición que conservó hasta cuatro años más tarde, cuando vi La última casa a la izquierda). Para ser sincero, lo que más impresión me causó fue la sordidez del apartamento donde vivían los dos yonquis al principio de la película. De hecho, se me revolvió algo el estómago (incluso la versión del apartamento de los yonquis presentada en la parodia de la revista Mad me puso un poco de mal cuerpo). Y los espectadores del Tiffany Theater en 1970 vieron la sección inicial de la película en silencio.
Sin embargo, en cuanto Dennis Patrick entra en la taberna, y el Joe interpretado por Peter Boyle entra en la película, el público empezó a reír. Y, en un abrir y cerrar de ojos, los espectadores adultos pasaron de un estado de asqueada calma a una hilaridad manifiesta. Recuerdo que se reían casi de cada puta palabra que pronunciaba Joe. Era una risa de superioridad; se reían de Joe. Pero se reían con Peter Boyle. Este último irrumpe en la película como una fuerza de la naturaleza, y el talentoso guionista, Norman Wexler, le proporciona un puñado de frases muy chistosas. La interpretación cómica de Boyle atenúa la monótona fealdad de la película.
No convierte a Joe en un personaje simpático, pero permite disfrutar de él, por así decirlo.
Avildsen, combinando la brillante interpretación cómica de Peter Boyle con ese crudo diálogo barriobajero, crea un cóctel con un poco de orina que resulta inquietantemente apetitoso.
Joe, con sus gilipolleces delirantes, es para troncharse. Como en Una extraña pareja de polis unos años más tarde, el público puede sentirse culpable al reírse, pero se ríe, doy fe de ello. Incluso yo, a mis siete años, me reí. No porque entendiera lo que Joe decía o supiera valorar el diálogo de Norman Wexler. Me reí por tres razones. Primero, la sala estaba llena de adultos que se reían. Segundo, hasta yo era capaz de captar la onda cómica de la interpretación de Boyle. Y tercero, Joe soltaba un taco tras otro, y a un niño pocas cosas le hacen más gracia que un tío gracioso soltando tacos por un tubo. Recuerdo que en la escena de la taberna, justo cuando parecía que las risas empezaban a aflojar, Joe se levanta del taburete que hay frente a la barra y se acerca a la gramola para meter unas monedas. Y, después de echar una ojeada a la lista de discos de (supongo) música soul, exclama: «¡Dios, se han cargado hasta la puta música!». Los espectadores del Tiffany Theater prorrumpieron en carcajadas aún con más ganas que antes.
Pero tras la escena del bar, en algún momento después de que Dennis Patrick y su mujer cenaran en casa de Joe, me quedé dormido. Me perdí, pues, toda la escena en que Joe y su acólito recién hallado emprenden la cacería homicida de hippies. Circunstancia que mi madre agradeció.
Recuerdo que esa noche, mientras volvíamos en coche a casa, mi madre dijo a Curt:
–Me alegro de que Quint se haya quedado dormido antes del final. No me habría gustado que lo viera.
Yo, en el asiento trasero, pregunté:
–¿Qué ha pasado?
Curt me puso al corriente de lo que me había perdido:
–Verás, Joe y el padre acaban liándose a tiros con un grupo de hippies. Y en medio del barullo el padre acaba matando a su hija.
–¿La chica hippy del principio? –pregunté.
–Sí.
–¿Por qué la mata? –pregunté.
–Bueno, no era su intención matarla –me dijo.
–¿Se queda triste? –pregunté entonces.
Y mi madre contestó:
–Sí, Quentin, se queda muy triste.
En fin, puede que me pasara dormido toda la segunda mitad de Joe, ciudadano americano, pero desperté en cuanto terminó la película y se encendieron las luces. Y enseguida empezó la segunda película de la sesión doble en el Tiffany, la más claramente cómica: ¿Dónde está papá?
Y, desde el mismísimo principio, cuando George Segal se pone el disfraz de gorila y Ruth Gordon le da un puñetazo en los huevos, esa película me atrapó. A esa edad, el súmmum de la comicidad era un tío disfrazado de gorila, y solo había algo más gracioso que eso: un tío llevándose un puñetazo en los huevos. O sea, un tío disfrazado de gorila que se llevaba un puñetazo en los huevos era el no va más de la comicidad. Sin duda, esa película iba a ser la monda. Pese a lo tarde que era, estaba decidido a verla hasta el final.
Nunca he vuelto a ver ¿Dónde está papá? entera desde aquella sesión. Pero, los entendiera o no, muchos momentos visuales se me quedaron grabados en el cerebro.
Ron Leibman, en el papel del hermano de George Segal, perseguido por los atracadores negros a través de Central Park.
Ron desnudo en el ascensor con la mujer que llora.
Y, desde luego, el impactante momento –para mí, pero, a juzgar por la reacción del público, también para todos los demás– en que Ruth Gordon muerde en el culo a George Segal.
Recuerdo que, mientras los atracadores perseguían a Ron por el parque, pregunté a mi madre:
–¿Por qué lo persiguen esos negros?
–Porque querían robarle –dijo ella.
–¿Por qué querían robarle? –pregunté.
Y a eso contestó:
–Porque es una comedia y simplemente se lo toman todo a risa.
Y así me fue explicado el concepto de «sátira».
En aquellos tiempos, mis jóvenes padres iban mucho al cine, y por lo general me llevaban. Seguramente habrían podido encontrar a alguien con quien dejarme (mi abuela Dorothy solía prestarse), pero, en lugar de eso, cargaban conmigo. Ahora bien, si cargaban conmigo era en parte porque yo sabía mantener la boca cerrada.
Por el día se me permitía ser un niño normal (pesado). Hacer preguntas tontas, tener un comportamiento infantil, ser egoísta…, en fin, ya sabéis, como casi todos los niños. Pero, si me sacaban de noche, para ir a un buen restaurante, o a un bar (cosa que a veces hacían porque Curt tocaba en bares musicales), o a un club (cosa que también hacían de vez en cuando), o al cine, o incluso a una doble cita con otra pareja, yo sabía que ese era un «tiempo de adultos». Si quería que me dejaran estar presente durante el «tiempo de adultos», me convenía enrollarme bien. Lo que en esencia significaba: no hagas preguntas tontas, no te creas que la velada gira en torno a ti (no es así). Los adultos están ahí para charlar entre ellos y reírse y bromear. A mí me tocaba callar y dejarlos tranquilos, sin continuas interrupciones infantiles. Sabía que, en realidad, a nadie le interesaba escuchar un posible comentario mío (a menos que fuese una monería encantadora) sobre la película que veíamos, o sobre la velada en sí. No quiero decir con eso que si incumplía esas normas me trataran con severidad; pero se me animaba a actuar con madurez y portarme bien. Porque, si daba la lata con comportamientos infantiles, me quedaría en casa con una canguro mientras ellos salían y se lo pasaban bien. ¡Yo no quería quedarme en casa! ¡Quería salir con ellos! ¡Quería formar parte del «tiempo de los adultos»!
En cierto modo yo era un Grizzly Man en versión infantil, capaz de observar a los mayores en su hábitat natural por la noche. Por la cuenta que me traía, debía mantener la boca cerrada y los ojos y los oídos bien abiertos.
Eso era lo que hacían los adultos cuando no estaban con niños.
Esa era la forma en que se relacionaban los adultos.
Esos eran sus temas de conversación cuando se reunían.
Esas eran las gilipolleces que les gustaba hacer.
Esas eran las gilipolleces que les divertían.
No sé si era la intención de mi madre o no, pero estaban enseñándome cómo los adultos se relacionaban.
Cuando me llevaban al cine, a mí me tocaba quedarme quieto en la butaca y ver la película, me gustara o no.
¡Sí, algunas de esas películas para adultos eran una pasada, joder!
MASH, la Trilogía del Dólar, El desafío de las águilas, El padrino, Harry el Sucio, The French Connection (Contra el imperio de la droga), La gatita y el búho y Bullitt. Y algunas, para un niño de ocho o nueve años, eran un peñazo. ¿Conocimiento carnal? ¿La zorra? ¿Isadora? ¿Domingo, maldito domingo? ¿Klute? ¿Complicidad sexual? ¿Estudio de modelos? ¿Diario de una esposa desesperada?
Pero yo sabía que a ellos, mientras veían la película, les traía sin cuidado si yo me lo pasaba bien o no.
Estoy seguro de que al principio, en algún momento, debía de decir cosas como «Eh, mamá, me aburro». Y estoy seguro de que ella me contestaba: «Oye, Quentin, si vas a dar la lata cuando te sacamos por la noche, la próxima vez te dejaremos en casa [con una canguro]. Si prefieres quedarte en casa y ver la tele mientras tu padre y yo salimos y nos lo pasamos bien, estupendo…, eso haremos la próxima vez. Tú decides».
Pues bien, decidí. Quería salir con ellos.
Y la primera norma era: «no des la lata».
La segunda norma, durante la película, era: «no hagas preguntas tontas».
Quizá una o dos, al comienzo de la película, pero luego tenía que apañármelas por mi cuenta. Cualquier otra pregunta tendría que esperar hasta que terminara la película. Y, en general, era capaz de respetar esa norma. Aunque hubo algunas excepciones. Mi madre contaba a sus amigos una anécdota de cuando me llevaron a ver Conocimiento carnal. Art Garfunkel está intentando convencer a Candice Bergen de que se acueste con él. Y su diálogo era una y otra vez algo así: «Venga, ¿lo hacemos? No quiero hacerlo. ¿Me prometiste que lo harías? No quiero hacerlo. Todos los demás lo están haciendo».
Y, según parece, con mi voz más chillona de niño de nueve años, pregunté: «¿Qué quieren hacer, mamá?». Lo cual, según mi madre, provocó las carcajadas de todos los adultos presentes en la sala.
En otra ocasión, la imagen congelada del final de Dos hombres y un destino me resultó poco clara.
–¿Qué ha pasado? –recuerdo que pregunté.
–Han muerto –me informó mi madre.
–¿Han muerto? –grité.
–Sí, Quentin, han muerto –me aseguró mi madre.
–¿Cómo lo sabes? –pregunté yo sagazmente.
–Porque era eso lo que querían dar a entender al congelar la imagen –contestó ella con paciencia.
–¿Cómo lo sabes? –insistí.
–Lo sé, y punto –fue su respuesta, poco satisfactoria.
–¿Por qué no se ha visto? –pregunté, casi indignado.
A continuación, ya claramente al límite de su paciencia, mi madre dijo con tono cortante:
–¡Porque no han querido que se viera!
–Debería haberse visto –contesté yo entre dientes.
Y, pese a que ese fotograma se ha convertido en una imagen icónica, sigo pensando que yo tenía razón: «Debería haberse visto».
Sin embargo, por lo general, yo tenía la sensatez suficiente para saber que, mientras mis padres veían la película, no era el momento de acribillarlos a preguntas. Sabía que estaba viendo películas para adultos y que no entendería algunas cosas. Pero el hecho de comprender o no la relación lésbica entre Sandy Dennis y Anne Heywood en La zorra no era lo importante. Lo importante era que mis padres se lo pasaran bien, y que yo los acompañara cuando salían de noche. También sabía que el momento de hacer preguntas era el viaje de vuelta a casa, una vez terminada la película.
Cuando un niño lee un libro para adultos, hay palabras que no entiende. Pero, según el contexto, y el párrafo que contiene la frase, a veces puede deducirla. Lo mismo ocurre cuando un niño ve una película para adultos.
Aunque, claro, algunas cosas escapan a tu comprensión y tus padres prefieren que escapen a tu comprensión. Pero algunas cosas, incluso si no sabía qué querían decir exactamente, en esencia las entendía.
Sobre todo los chistes que hacían reír a todos los adultos de la sala. Joder, era de lo más emocionante ser el único niño en un cine lleno hasta los topes de adultos viendo una película y oírlos reírse (normalmente) de algo que, como yo sabía, era casi con toda seguridad subido de tono. Y a veces, incluso cuando no lo pillaba, sí lo pillaba.
Aunque, en realidad, yo no sabía qué era una «goma», por las risas del público me hice más o menos una idea durante la escena entre Hermie y el farmacéutico en Verano del 42. Lo mismo pasó con la mayor parte de chistes sexuales de La gatita y el búho. En esa película me reí con el público adulto de principio a fin (con la frase «bombas fuera», el puto cine casi se vino abajo).
Ahora bien, con respecto a las películas que acabo de mencionar, en las reacciones de los adultos había algo más que yo entonces no podría haber detectado, pero de lo que ahora sí me doy cuenta. Si muestras a un niño una película en la que sale un tío soltando tacos con gracia, o un chiste sobre caca o pedos, normalmente deja escapar una risita. Y, cuando es un poco mayor y le muestras una película en la que aparece un chiste sexual, deja escapar una risita por eso otro. Pero se trata de una risa pícara. Sabe que eso es inapropiado, y sabe que quizá no debería estar oyéndolo o viéndolo. Y la risa revela que se siente un poco pícaro él mismo al participar en ese intercambio.
Pues, en 1970 y 1971, era así como los espectadores adultos respondían al humor sexual de películas como ¿Dónde está papá?, La gatita y el búho, MASH, Verano del 42, Querido profesor y Bob, Carol, Ted y Alice. O a la escena de los brownies de maría en Te quiero, Alice B. Toklas. O cuando los jugadores de fútbol se fumaban un porro en el banquillo en MASH. O a escenas que tenían un toque cómico, pero no habrían sido posibles uno o dos años antes. Como cuando se presenta a Joe en Joe, ciudadano americano, o la redada de Popeye Doyle en el bar en The French Connection, en la que las risas de los adultos transmitían esa misma sensación de picardía. Lo cual, visto en retrospectiva, tiene su lógica. Porque esos adultos no estaban acostumbrados a ver esa clase de material. Esos eran los dos o tres primeros años del Nuevo Hollywood. Esos espectadores se habían criado viendo películas de los años cincuenta y sesenta. Estaban acostumbrados a los atisbos, a las insinuaciones, a los dobles sentidos y a los juegos de palabras (antes de 1968, el nombre del personaje interpretado por Honor Blackman en James Bond contra Goldfinger, «Pussy Galore» [«Coño a Montones»], era el chiste sexual más explícito jamás pronunciado en una gran película comercial).
Por tanto, en cierto extraño sentido, los adultos y yo veníamos a estar en la misma onda. Pero no eran las risitas pícaras lo único que oía entre los espectadores mayores. Los personajes homosexuales siempre eran motivo de risa. Y sí, ciertamente, a veces se presentaba a esos personajes como carne de cañón cómica (Diamantes para la eternidad y Punto límite: cero).
Pero no siempre.
A veces las risas ponían de manifiesto, en realidad, un lado desagradable del público.
En 1971, el mismo año de Diamantes para la eternidad y Punto límite: cero, vi con mis padres en un cine Harry el Sucio.
En la pantalla, Scorpio (Andy Robinson), el sustituto en la película del Asesino del Zodiaco de la vida real, apuntaba desde una azotea hacia un parque de San Francisco con un rifle de largo alcance. En la mira del rifle de Scorpio aparecía un gay negro con un llamativo poncho morado. Lo memorable de ese cuadro vivo es la propia escena que vemos desarrollarse a través de la mira del rifle de Scorpio. El hombre del poncho morado ha quedado con un tipo de bigote negro, mezcla de vaquero y de hippy, idéntico al personaje de Dennis Hopper en Easy Rider (Buscando mi destino). En la película, nos formamos una idea bastante clara de lo que está pasando. No parecen una pareja; no cabe duda de que se trata de una cita entre los dos hombres. El vaquero acaba de comprar al del poncho morado un cucurucho de vainilla. Y, pese a no haber el menor contacto físico entre ellos, y pese a que la escena transcurre en el más absoluto silencio, vemos que la cita va bastante bien.
Advertimos que el del poncho morado se lo está pasando en grande y que tiene cautivado al vaquero con aspecto de Dennis Hopper. Esa escena muda es, quizá, una de las representaciones de un cortejo entre gais menos sujetas a juicios morales que habían podido verse hasta entonces en una película de unos estudios de Hollywood.
Sin embargo, al mismo tiempo, la observamos íntegramente a través de la mira del rifle de Scorpio, con la retícula puesta en el hombre del poncho morado. Pero, cuando yo era niño, ¿cómo supe que el tío del poncho morado era gay? Porque al menos cinco espectadores dijeron en voz alta y entre risas: «¡Ese es maricón!». Incluido Curt, mi padrastro. Y se rieron de sus payasadas, pese a que solo lo veían a través de la mira de un asesino despiadado, mientras, en la banda sonora, acompaña las imágenes la inquietante música de Lalo Schifrin «asesino tiene una víctima en la mira». Pero yo sentí algo más en aquel cine lleno de personas mayores. A diferencia de lo que ocurría con otras víctimas de la película, en realidad no tuve la sensación de que a los espectadores adultos les preocupara mucho el hombre del poncho morado. De hecho, me atrevería a decir que unos cuantos incluso se pusieron del lado de Scorpio animándolo a disparar.[2]
En el viaje de vuelta a casa, incluso si yo no tenía ninguna pregunta, mis padres hablaban de la película que acabábamos de ver. He aquí algunos de mis recuerdos más entrañables. A veces les gustaba la película y a veces no, pero en general me sorprendía un poco la seriedad de sus reflexiones. Y me resultaba interesante repasar la película que acababa de ver desde la perspectiva de su análisis.
A los dos les gustó Patton, pero durante el regreso a casa toda la conversación giró en torno a su admiración por la interpretación de George C. Scott.
A ninguno le gustó Querido profesor, de Roger Vadim, por razones que no entiendo del todo. En la mayoría de las películas de orientación sexual a las que me llevaban, me aburría como una ostra. Pero Querido profesor destilaba una genuina vitalidad que captó mi atención y la retuvo. Como también el desenfadado savoir faire de Rock Hudson, que no pasó inadvertido a un niño de ocho años. Como es natural, mi padrastro masculló comentarios homófobos sobre Rock Hudson durante todo el camino, pero recuerdo que mi madre salió en defensa del señor Hudson («Pues si es homosexual, ahí tienes una prueba más de que es un gran actor»). Recuerdo que Aeropuerto fue todo un éxito en mi familia en 1970. Sobre todo por la sorpresa de la detonación de la bomba de Van Heflin. El momento en que la bomba estalla a bordo del aparato fue una de las mayores conmociones en una película de Hollywood hasta entonces. Como dijo Curt en el viaje de vuelta a casa: «Yo pensaba que Dean Martin iba a disuadir a ese tío», cuyo subtexto era que así se habría desarrollado una película de Dean Martin de 1964 o 1965, en comparación con un filme –incluso uno relativamente anticuado– de 1970.
Y la escena posterior –cuando el agujero abierto en el avión absorbe a la gente– fue una de las imágenes cinematográficas más intensas que yo había presenciado. Pero aquel año, 1970, vi cosas muy intensas.
Con el rito de iniciación de Un hombre llamado Caballo, en el que clavan unas garras de águila en el pecho al protagonista, flipé. Lo mismo que con la cruenta evisceración a cámara lenta mediante una estaca en Sombras en la oscuridad. Recuerdo que, durante esos dos momentos, fijé la mirada en la pantalla boquiabierto, sin acabar de creerme que en una película pudiera hacerse algo así. Estoy seguro de que esas noches hablé sin parar en el coche de regreso a casa (esas películas me parecieron increíbles).
El 15 de abril de 1971 (poco después de mi octavo cumpleaños) se celebró en el Dorothy Chandler Pavilion la entrega de los Premios Óscar para películas de 1970. Las cinco nominaciones a la mejor película fueron Patton, MASH, Mi vida es mi vida, Aeropuerto y Love Story. Llegada la noche de los Óscar, yo había visto las cinco (obviamente, en el cine). Y la película que yo prefería, MASH, la vi tres veces. Ese año vi prácticamente todas las películas importantes. Las dos únicas que me perdí fueron La hija de Ryan y Nicolás y Alejandra, que no me importó perderme. Además, vi los tráileres tantas veces que tenía la sensación de que sí las había visto (vale, tampoco vi ¡Agáchate, maldito!, porque, en opinión de Curt, el título era una estupidez; lo mismo pasó con Dos mulas y una mujer).
Mis otras dos películas preferidas de ese año fueron Un hombre llamado Caballo y, probablemente, Los violentos de Kelly. Para ilustrar en qué modo esas películas estaban modelando mi gusto, diré que en 1968 mi película favorita fue Ahí va ese bólido. En 1969, fue Dos hombres y un destino. Pero en 1970 mi película favorita fue MASH, una comedia sexual de temática anarquista en un entorno militar.
Con eso no quiero decir que hubieran dejado de gustarme las películas de Disney. Las dos grandes películas de Disney de ese año fueron Los aristogatos y Marineros sin brújula, y las vi las dos y me gustaron las dos. Pero nada me hizo reír tanto como la escena en que Labios Ardientes (Sally Kellerman) queda desnuda a la vista de todos en la ducha. O cuando Radar (Gary Burghoff) coloca el micrófono debajo de la cama mientras Labios Ardientes y Frank Burns follan y luego John «Trampero» (Elliott Gould) lo retransmite por todo el campamento. (En cambio, toda la sección central, cuando Sin Dolor, el dentista del campamento, entra en un estado de pánico homosexual, nunca me dijo gran cosa. Lógicamente, porque es la peor parte de la película).
Pero, insisto, aunque con MASH disfruté de verdad, para mí parte del placer de verla se debía al hecho de estar en un cine lleno de adultos que se desternillaban de risa, todos exaltados por su propia procacidad. Y no hablemos ya de lo mucho que me divertía volver al colegio y describir esas escenas a los otros niños de mi clase que ni en sueños verían una película como MASH, o The French Connection o El padrino, o Grupo salvaje, o Deliverance (Defensa) (solía haber únicamente otro niño al que le permitían ver las barbaridades que yo veía).
Como a mí me dejaban ver cosas vedadas a otros niños, mis compañeros de clase me tenían por una persona sofisticada. Y como veía las películas más estimulantes de la época más destacada de la historia en la cinematografía de Hollywood, no les faltaba razón: yo era sofisticado.
Llegado un punto, al tomar conciencia de que yo veía películas que otros padres no dejaban ver a sus hijos, pregunté a mi madre al respecto.
–Quentin –dijo–, a mí me preocupa más que veas las noticias. Una película no va a hacerte daño.
¡Así se habla, Connie, joder!
Después de verme expuesto a todas esas imágenes, ¿alguna de ellas me resultó perturbadora? Pues ¡claro, algunas sí! Pero eso no quiere decir que la película en cuestión no me gustara.
Cuando sacaron del hoyo a la chica desnuda muerta en Harry el Sucio, para mí fue totalmente perturbador. Pero lo entendí.
La crueldad de Scorpio era el colmo del colmo. Tanto mejor para que Harry lo acribillara con el arma más potente del mundo.
Sí, me resultó perturbador ver a una mujer en pleno sufrimiento histérico arrastrada por la calle y azotada por los aldeanos después de ser condenada por brujería en la película El grito del fantasma, de Vincent Price, que vi en una sesión doble junto con la excelente película de terror española La residencia. ¡Qué gran noche!
El mero hecho de enumerar las descabelladas imágenes violentas que vi de 1970 a 1972 horrorizaría a la mayoría de los lectores. James Caan, al ser tiroteado con ametralladoras hasta morir en el peaje, o Moe Greene al recibir un disparo en un ojo, en El padrino. Aquel tío que la hélice del avión corta por la mitad en Catch-22 (Trampa 22). El delirante viaje de Stacy Keach colgado del costado del coche en Los nuevos centuriones. O Don Stroud disparándose en la cara con una metralleta en Mamá sangrienta. Pero limitarme a enumerar momentos grotescos –fuera del contexto de las películas que los contenían– no es del todo justo para las películas en cuestión. Y el punto de vista de mi madre –como más adelante me explicaría– partía de la idea del contexto. En esas películas, yo podía hacer frente a las imágenes porque entendía el argumento.
En esa primera época, sí encontré verdaderamente inquietante, sin embargo, la secuencia en que Vanessa Redgrave, en el papel de Isadora Duncan, muere estrangulada al enredarse, en la rueda de un automóvil biplaza, la chalina que llevaba puesta en Isadora. Supongo que ese final me afectó tanto por lo mucho que me aburrió todo lo anterior. Esa noche, en el viaje de regreso a casa, no paré de hacer preguntas sobre el riesgo de morir accidentalmente si se te enganchaba el pañuelo en la rueda del coche. Mi madre me aseguró que no tenía nada que temer. Nunca me permitiría ponerme un pañuelo largo y ondulante en un biplaza descapotable.
Una de las cosas más aterradoras que vi en una película por aquel entonces no fue una escena de violencia cinematográfica. Fue la representación de la peste negra en El último valle, de James Clavell. Y, una vez terminada la película, la descripción histórica de mi padrastro me puso los pelos de punta.
Algunas de las experiencias más intensas que viví en el cine no fueron siquiera las propias películas. Fueron los tráileres.
Sin duda alguna, lo más horripilante que vi de niño en el cine no fue ninguna de las películas de terror a las que me llevaron. Fue el tráiler de Sola en la oscuridad.
Antes de saber siquiera qué era la homosexualidad, vi la escena de sexo entre dos hombres, Peter Finch y Murray Head, en Domingo, maldito domingo. No me impactó; me provocó confusión. Pero sí me impactó el combate de lucha libre ante la chimenea entre Alan Bates y Oliver Reed, desnudos, en el tráiler de Mujeres enamoradas, de Ken Russell. También capté lo esencial de las estremecedoras consecuencias de la subyugación masculina en el tráiler del drama penitenciario Los ojos de la cárcel. Y, por alguna razón, también me asustó el tráiler psicodélico de 200 Motels, de Frank Zappa.
¿Hubo alguna película de esa época a la que me fue imposible hacer frente?
Sí.
Bambi.
Bambi extraviado al separarse de su madre, los disparos del cazador contra ella y el horroroso incendio forestal me afectaron más que cualquier otra de las imágenes que vi en el cine. Lo único que se acercaría a eso fue la película de Wes Craven La última casa a la izquierda, que vi en 1974. Es cierto que esas secuencias de Bambi han trastornado a los niños durante décadas. Pero estoy casi seguro de conocer la razón por la que Bambi tuvo un efecto tan traumático en mí. Por supuesto, el hecho de que Bambi pierda a su madre toca la fibra sensible de todos los niños. Pero creo que, incluso más que la dinámica psicológica de la trama, el inesperado giro trágico de la película fue lo que me causó tal conmoción. Los anuncios de televisión no ponían de relieve la verdadera naturaleza de la película. Por el contrario, se centraban en las travesuras de los entrañables Bambi y Tambor. Nada me preparó para el desgarrador giro en los acontecimientos. Recuerdo que mi pequeño cerebro exclamó el equivalente en un niño de cinco años a: «¿Qué coño está pasando aquí?». Creo que si hubiese estado más preparado para lo que iba a ver, lo habría procesado de manera distinta.
Una noche, no obstante, mis padres se fueron al cine sin mí. Era una sesión doble: Violenta persecución, de Melvin Van Peebles, y El volar es para los pájaros, de Robert Altman.
Los acompañaron el hermano menor de mi madre, Roger, que acababa de volver de Vietnam y que casualmente salía con mi canguro, Robin, una simpática pelirroja de clase media que vivía a un paso de casa en la misma calle.
La velada no fue precisamente un éxito.
No solo no les gustaron las películas, sino que, además, mi padrastro y mi joven tío se pasaron días despotricando contra ellas. El volar es para los pájaros es una de las peores películas que jamás han llevado el logo de unos estudios, y eso teniendo en cuenta que Altman también hizo para unos estudios Quinteto, que es malísima, aburrida y absurda. Pero El volar es para los pájaros es el equivalente cinematográfico a una cagada de pájaro en la cabeza. Aun así, tiene su gracia imaginar a mis padres, y a mi joven tío, y a mi canguro de diecisiete años, comprando entradas para El volar es para los pájaros con la idea de que iban a ver una película de verdad.
Se quedaron de una pieza (sobre todo mi tío).
En todo caso, la película de Altman era la parte secundaria de la sesión doble. La película que pagaron por ver era Violenta persecución (Sweet Sweetback).
Esta estaba clasificada X («¡por un jurado compuesto íntegramente por blancos!»), y esa fue la razón por la que yo no pude ir. Estoy seguro de que Curt, el tío Roger y Robin no supieron qué pensar del inquietante grito en favor del empoderamiento negro de Van Peebles, como tampoco de El volar es para los pájaros. Pero, si bien no alcanzaron a comprender –estoy seguro de ello– por qué iba alguien a molestar