A mí...
Madrid, julio de 2003
Salir. Salir, marcharme, decir: Basta, me voy. Me voy, sí, como quien se sale del cine cuando le aburre la película. Pero ¿cómo te vas a ir? Si no eres una espectadora, si eres la protagonista. ¿Quién? ¿Esa? No puede ser. ¿Yo, esa maruja de chalé adosado? Con mechas rubias, uñas pintadas, sandalias de tacón, batiendo palmas y coreando con una payasa y diez niños sentados en el suelo: «¡Plis, plas, Peluchita y nada más!». La Mamá como dios manda, acogiendo con una obsequiosa sonrisa a las mamás y papás de los compañeritos de escuela, ¿a qué hora venimos a buscarlos?, a las ocho está bien. Ánimo, solo tres horas... Decirle a Étienne: ¿Te acuerdas de esa frase que me dijiste anteayer? Pues aquí tienes la respuesta: me voy. Cojo las llaves del coche y ¡blam!, portazo. La Familia Perfecta en su Chalé Adosado, con todos sus accesorios: jardín, garaje, chimenea, y los autómatas: el Papá de sienes plateadas, ejecutivo agresivo de lunes a viernes, bonachón el fin de semana, filmando enternecido el cumpleaños con su cámara de vídeo último modelo... «Sois de anuncio», me dijo una vez Silvia riéndose, qué felices fuimos con Sony, Coca-Cola, la chispa de la vida, la Mamá sirviendo cocacolas y fantas en vasitos de papel con dibujitos, sacando el pastel de chocolate con las cuatro velitas, intentando no pensar en la frase de Étienne, anteayer, y el Nene y la Nena rubios y de ojos azules, a juego con el chalé, los deben de haber comprado en la misma tienda que los muebles. No me lo puedo creer, murmuraba mi otro yo, sardónico, sentado en el patio de butacas, pero qué película tan mala, y encima ha sido carísima de producir. Anteayer te pasaron la factura, figúrate, un chalé de trescientos metros cuadrados más garaje y jardín en el mismo Madrid. Pero qué malos actores todos, el Papá y la Mamá, mecánicos e inexpresivos, ¿son así de bobos o es que tienen la cabeza en otra parte? Yo desde luego la tenía en otra parte. En una buhardilla del centro, con luz de velas, con arias de ópera. Me vengaba de la frase de Étienne recordando la noche anterior. La buhardilla, Carlos, sus labios, sus manos... (Pero esa otra frase, la frase de Carlos... No, no quiero pensarlo ahora.) Ah, si todos estos idiotas pudieran ver las imágenes que me pasan por la cabeza mientras aplaudo bobamente los juegos de manos de esta boba, nada por aquí, nada por allá, ¿dónde está el naipe, la bolita, el pañuelo?, y coreo sus bobas canciones, la boba Peluchita, la chica delgada con vaqueros y cara de mosquita muerta que llegó con una maleta, nos pidió un baño con un buen espejo bien iluminado, y en cuanto salió, con la cara pintada de blanco, peluca verde, camiseta amarilla, enorme pantalón a cuadros con tirantes, zapatones y nariz roja de plástico, mientras empezaba a sonar el timbre con las mamás y papás llegando, nos acorraló en el office, exigiendo el pago por adelantado...
La noche anterior, una hora de libertad clandestina, la penumbra, el sabor del alcohol, una irrealidad leve, irisada, una vaguedad dulce, la mano de Carlos en la cremallera de mi vestido, la urgencia, y ahora aquí batiendo palmas rítmicamente, balanceándonos a derecha e izquierda, al unísono, bajo la feroz dirección de Peluchita. No nos dio tiempo ni a llegar a la cama, follamos en el suelo, a las doce tenía que irme, volver al chalé adosado, volver a ser Mamá-maruja-de-lujo, junto a Papá que duerme como un niño más. Siempre está durmiendo cuando yo llego a la cama, desde hace meses. Quizá lo finge, o quizá ahora, después de haber soltado el veneno que me escupió anteayer, duerme de verdad, relajado.
«¡Plis, plas, Peluchita y nada más!» Anoche película X y hoy, los Teletubbies. Vamos, me tendría que reír. ¿Qué hago yo aquí?, me he quedado hasta ahora por saber si iba en serio o era una parodia: La Familia Feliz en el Chalé Adosado, parece una parodia, pero sin gracia, es que no tengo por qué aguantar más, esta película me aburre, no tiene interés, me voy, así de simple. ¿Cómo, simple?, ¿cómo me voy a ir, si esta es mi vida? Ya se va todo el mundo, Peluchita ha vuelto a entrar al baño con su maleta y ha salido convertida otra vez en la chica delgada con vaqueros y cara de pocos amigos, se ha ido sin despedirse apenas, y las mamás y papás se llevan a sus hijos. Qué envidia cada vez que alguien sale por la puerta, yo también quiero salir, ¿si intento aprovechar, colarme...?, ánimo, en cuanto se fueran todos me tocaría a mí el turno. Qué alivio, no tener que cenar como todos los días, repitiendo: «no sorbas», «no comas con las manos», «no te dejes la lechuga»... Distraída yo, distraídos los niños, distraído Étienne, pero relajado si están los niños, su escudo, su coartada para no ser Étienne y Laura, sino Papá y Mamá.
Recogería rápido, me montaría en el Seat Arosa y ¡fffzzz!, volando al centro, a ver, ¡por fin!, a Silvia y Paula. A contárselo todo, a llorar en su hombro, a decirles la frase, la frase que me había dicho Étienne, y que llevaba clavada, la terrible posibilidad que de pronto se había abierto: ¿una liberación o un desastre?, en todo caso un terremoto, con víctimas inocentes... La frase de Étienne. Y luego, cuando la hubieran asimilado, la de Carlos. La que fingí no oír, la que me dejó helada mientras me peinaba frente al espejo... Hablar con Silvia y Paula, contárselo todo, ver qué cara irían poniendo. Escucharlas. Ah, qué alivio, por un momento, no pensar, dejar que pensasen ellas. Salir de la noria en la que estaba encerrada: Étienne, los niños, la casa, Carlos, el dinero, el futuro, mi vida, Étienne, los niños, Carlos, el futuro, el dinero, la casa, Étienne... Pedirles consejo, descargar en ellas mi fardo por un rato.
—¿Bañas tú a los niños, darling?, que yo salgo esta noche, ya sabes, he quedado para cenar con Paula y Silvia.
—¿No saliste ayer con ellas?
—No, ayer fui al cine con Carlota.
De Carlota lo sé todo, por si Étienne pregunta. De dónde es (Albacete), en qué trabaja (periodista; anticuaria quedaría raro), cómo nos conocimos (hace unos meses, en el bar del tren en que yo volvía a Madrid después de dar una conferencia en Albacete), dónde vive: en una buhardilla, muy bonita, en el centro de Madrid. (¡Ojo! ¿Cómo sé que es muy bonita? ¿No parecerá extraño que me haya invitado a su casa? Tendré que pensar en ese detalle, por si Étienne me lo pregunta.)
Y si no me pregunta por Carlota, pero me hace alguna pregunta sobre la película, lo tengo todo preparado: el título, el argumento, y hasta una opinión. Desglosada: la interpretación, bien; el guion un poco confuso; la fotografía... Pero Étienne tiene la cabeza en otra cosa.
—¿Has visto la cámara de vídeo?
—No, ¿por qué?
—No la encuentro.
—¿Has mirado en el jardín?... Subo a decir adiós a los niños.
El beso de buenas noches. Mi pobrecita hija, roja y sanguinolenta como