Adolfo Suárez

Gregorio Morán

Fragmento

Introduccion en tres tiempos

Introducción en tres tiempos

PRIMERO

EL PERSONAJE

Quizá nos hicimos mayores cuando descubrimos que era el pasado el que cambiaba siempre, y que el presente seguía en general inmutable. Bastaba echar un vistazo a la llamada «transición democrática» para que nos expusiera, como en un espejo, lo mucho que había ido cambiando nuestro pasado y la resistencia del presente a transformarse.

En 1979, cuando empecé a estudiar la transición, que había pasado ya su ecuador, aparecía como un encaje de bolillos con tres encajeras: Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez y el Rey. Había también unos cuantos más apostados a la vera de la mesa, observando y metiendo baza, pero los que marcaban las reglas del juego eran tres.

Luego, el tiempo fue aparcando a uno. Torcuato se convirtió en una especie de espectro paterno de Hamlet, al que quitaron la posibilidad de decir sus frases, y que quedaría desde entonces al fondo del escenario, sin la posibilidad de hablar, mudo para siempre. Moriría en un hospital de Londres, en julio de 1980, cuando visitaba a uno de sus hijos. Adolfo Suárez, aún presidente del Gobierno, manifestó con rotundidad que no asistiría a su funeral, y allí estuvo el reclinatorio, esperándole ostentosamente.

Y por fin le tocó a él. El turno de Suárez llegó en enero de 1981. Aguantó hasta bastante más allá de lo que sus adversarios calculaban, y fue muy arrogante en su derrota, pero por más que se revolvía, tratando de sacar pecho y cabeza, no hubo manera. Fue entonces cuando volvió a cambiar el pasado, y aseguraron que había asumido el ostracismo político con enorme dignidad. Todo más falso que el papel moneda. Puro referente.

Al final se quedó el Rey, el motor de la transición y el cambio, solo, apenas con algún «mecánico», que es como se llamaban antiguamente a los conductores que además servían un poco para todo.

Y entonces llegó la foto y aparecieron las puertas del cielo: el homenaje al sacrificado. El Rey, de espaldas, echándole el brazo por detrás a un Adolfo Suárez en camisa, recogida hasta los codos, y algo encogido por la enfermedad implacable. En la instantánea caminaban juntos, y tan al unísono, que basta ver el pie derecho de ambos, en la misma disposición de marcha hacia la espesura de un jardín umbroso. Fin de la secuencia. Uno enfermo de Alzheimer y el otro sano de supervivencia cerraban en ese plano final con fundido a rosa una turbulenta historia, paseando tranquilamente —el Rey lleva una mano en el bolsillo— hacia la naturaleza, siempre acogedora, y dándole la espalda al fotógrafo, a nosotros, al pasado. La más hermosa imagen: la alta política convertida en un gesto sencillo y humano que iluminará a quienes pretendan mirar hacia atrás. Y se toparán con esa foto, casi un cuadro de época, que enseña sin ningún género de duda lo grandes, dignos, magnánimos, valientes y sufridores que fuimos todos, sin excepción.

Esa foto fue preparada, disparada, retocada, edulcorada y enviada a los españoles, y quedará como el magno resumen del tándem que forjó la democracia. Sin ninguna duda se trabajó a conciencia, con sentido de la oportunidad, y no sin cierta alevosía. ¡Imagínense si ese retrato viene a cerrar un pasado, que se hizo público el 18 de julio de 2008! ¿Nadie recuerda ya aquel otro 18 de julio, y todos los 18 de julios festivos que siguieron a aquel primero de 1936? Pues no; ni se acuerdan, ni tiene ya sentido alguno hacerlo.

Un retrato sacado en el último momento, en el tiempo de descuento final de ese hombre que fue Adolfo Suárez González, ex presidente del último gobierno autoritario y del primero de la democracia. Protagonista de excepción de la transición de la dictadura a la democracia, en el instante postrero posa de espaldas para inmortalizar la definitiva consagración de un pasado y del principal superviviente, el que conservó el poder en las más procelosas situaciones, el Rey.

Esa foto de Adolfo Suárez de espaldas marchando con Juan Carlos, que en gesto cariñoso le pasa el brazo por el hombro, quedará como el icono definitivo de una época; pelillos a la mar y que nos quiten lo bailado. Atribuida, no sin candidez, al hijo de Suárez, Adolfo S. Illana, que de ser cierto hubiera demostrado, con su golpe de vista y una buena cámara, que al menos algo sabía hacer bien. No se precisa ser un experto del Photoshop electrónico para detectar en esa instantánea la mano de un profesional. Lo delata a gritos la profundidad de campo, el encuadre, la nitidez, incluso la magnificencia de un fotógrafo de cámara. Bastaría la ayuda de Alberto Aza, profesional donde los haya; el mismo que ayer fue jefe del gabinete del presidente Suárez hasta el día de su dimisión, y hoy lo es del Rey Juan Carlos.

Porque hay muchas cosas que están condensadas en esa foto. Y no sólo porque sea la última instantánea en que salen juntos los dos supervivientes del período más sorprendente, políticamente hablando, del siglo XX español. Resulta obligado empezar por ahí. Dos hombres de espaldas al espectador, donde uno ayuda a caminar al otro, ahora que la maldita enfermedad de la memoria le ha castigado a no saber quién es él y quién es el otro, y quiénes son quienes le rodean y le observan, y le han convertido en el icono en vida de esa transición, desde la dictadura más larga y brutal de nuestra historia moderna hasta la democracia más larga y asentada que ha conocido España. Ese Adolfo Suárez o, más exactamente, lo que queda de aquel hombre que fue odiado hasta la patología, cuyo nombre representó para sus odiadores innúmeros la vileza y la mentira, y que llegó de derrota en derrota hasta la victoria final. Porque la gran victoria de Adolfo Suárez sobre sus enemigos es póstuma. Esperaron a verle humillado y derrotado para exclamar todos a una: ¡Qué grande fuiste, Adolfo!

Cuando esa música se hizo coro, resultó que el protagonista ya no podía oír; se había quedado sordo, medio ciego y con esa cara de idiota enfadado que ponen los enfermos de Alzheimer para afrontar la angustia que es vivir sin enterarse de nada que no sea lo que tienen delante. Pero la crueldad de la paradoja está ahí; le cantaron las glorias y las mañanitas cuando ya no podía oírlas, y esperaron a hacerlo cuando estuviera políticamente muerto. Porque un político muere en el momento que ha perdido toda esperanza de ejercer el poder, cualquiera que sea ese poder.

La vida de Adolfo Suárez como político —¿acaso era otra cosa?, ¿un analista, un profeta, un intelectual, un agudo contemplador de la realidad?, político y punto—, esa vida, digo, terminó en mayo de 1991 al dimitir de la presidencia de su partido, el CDS, o unos meses más tarde, en octubre, cuando renunció a su escaño de diputado. Era lo único que le quedaba, aquella ruina de partido que se llevó sus últimas esperanzas, el Centro Democrático y Social, que aguantó una década. Ahí es nada, una década sufriendo la política como un paria, volviendo a cruzar el desierto de la peor manera, porque ya conocía de los goces del disfrute del poder, ese oasis del que le echaron. ¿L

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