Prólogo: un héroe de ahora
El poeta Pablo Neruda tituló sus memorias Confieso que he vivido. Si José Mujica escribiera las suyas, bien podría asumir este título con el agregado final «intensamente». Aunque es difícil que se entregue a la tarea de escribir sobre sí mismo. Primero porque de eso ya se han encargado otros con escritos y biografías sobre su persona que lo han transformado en el político uruguayo que más bibliografía ha generado. En segundo lugar porque nunca se ha tomado demasiado en serio como para preocuparse de quedar justificado en la historia.
Además, buen conversador, extrovertido y accesible, se ha ocupado de que no queden muchas preguntas por responder sobre su vida, su obra o su pensamiento. Las bibliotecas o las redes sociales están plagadas de reportajes, discursos o sus famosas frases filosóficas, fuera de tono o de brutal sinceridad.
Hace algunos años, cuando fue electo presidente, el mundo descubrió a un político distinto. Vivía con muy poco, decía lo que pensaba y se expresaba más como un filósofo que como un ex guerrillero devenido en político. Periodistas de todo el mundo han visitado su humilde vivienda y su fama mundial llevó a que muchos descubrieran un país llamado Uruguay. Pero los uruguayos ya lo conocían muy bien porque su figura ha estado asociada a la historia viva de este país en los últimos sesenta años.
«Confieso que he vivido intensamente», podría decir Mujica, porque desde muy joven se involucró intensamente en el activismo político de un partido tradicional; porque vivió la década de los años sesenta desde la trinchera revolucionaria de los que querían cambiar el mundo; porque pasó los setenta en la más oscura de las catacumbas de la dictadura; porque renació en los ochenta en la primavera de la democracia; porque en los noventa participó en el crecimiento y triunfo de las izquierdas; porque ha llegado a ser presidente de mi país.
No es casual que a esta biografía tan notable se la compare con la de Nelson Mandela. Dos sobrevivientes de las torturas y las prisiones que traen un mensaje de reconciliación y palabras llenas de sabiduría. Pero Mujica se ha encargado de bajarse del pedestal que le reconoce a Mandela. Lo hace con su estilo, humorístico y coloquial. «Mandela juega en otra liga, él se comió 28 años de cana y yo solo 14.» Él es simplemente «el Pepe», un muchacho de barrio, con las virtudes y defectos de su pueblo, y el único título que se reconoce es el de ser un luchador social. En esto lo ha ayudado su imagen de chacarero rústico, desaliñado, reacio a las corbatas, que lo han transformado en «Juan Pueblo» como lo define sarcásticamente su amigo Fernández Huidobro. Pero esa tosca apariencia esconde un «animal político» muy hábil que sabe adónde quiere llegar, aunque lo esconde muy bien, y no teme los desafíos del poder.
Alguna vez ha dicho que es un «terrón con patas» para significar su amor por las cosas del campo. Pero esta imagen también retrata la de un hombre con los pies sobre la tierra, lejos de la idea del presidente filósofo que habita en una nube. Su trayectoria es la de un político que no pierde de vista la realidad y que actúa con pragmatismo porque «los hechos son como son».
Su lenguaje directo, llano, popular, con las dosis de demagogia y efectismo de un gran comunicador, esconde más de lo que muestra. Su refranero no es el de un Sancho Panza superficial e irreflexivo. Sus aforismos o frases contundentes están dichas para llegar al gran público, pero lo que sabe, según él muy poco, lo sabe bien porque lo ha rumiado durante años.
Una de las cosas que ha aprendido es a decir la verdad «que al fin y al cabo es lo más cómodo en la vida. Lo que es hay que reconocerlo». Esto es una herejía política en un ambiente en el que parecer es más importante que ser. A Mujica no le ha ido mal por el camino de reconocer los errores, los fracasos o las «metidas de pata».
Ha culminado su gobierno con altos índices de popularidad, resultados económicos y sociales elogiados en todo el mundo y medidas puntuales, como la legalización de la marihuana, que pasarán a la historia. Lo ha hecho conjugando dos realidades antitéticas: una concepción ideológica y estilo de vida anarquista, con el cargo político de presidente que concentra el mayor poder del estado. Muchas veces el encaje de estas piezas no ha resultado, lo que ha provocado que su gestión haya estado salpicada de marchas y contramarchas que han desgastado su gobierno. Pero otras veces, muchas, la frescura de quien confía en que el «sujeto del cambio sos vos, pueblo querido», ha aportado un aire fresco que ha oxigenado el aire tan viciado de la política.
Quien revise la intensa y larga vida de Mujica puede tener grandes diferencias con su modo de pensar o de actuar. Pero es difícil dejar de admirar la capacidad que ha demostrado para levantarse de múltiples caídas o reinventarse atendiendo los aires de cada época. Esta vitalidad no es la del político o ejecutivo eterno que se alimenta de poder y vive encaramado en un trono. Es la de un joven octogenario que en el umbral de la vida planea como proyecto vital adoptar «30 o 40 gurises» (niños) que nunca tuvo porque cuando debió hacerlo «estaba ocupado tratando de cambiar el mundo».
PRIMERA PARTE
MUJICA: UNA VIDA
CON SENTIDO
Un muchacho de barrio
Las biografías de personajes ilustres suelen resaltar experiencias de sus primeros años que han marcado rasgos de su personalidad o explican sus trayectorias singulares. Al joven Che lo apodaban el Loco y este espíritu aventurero y quijotesco fue la marca que lo acompañó hasta los últimos días de su vida; el carácter irascible y dominante con que Steve Jobs dirigió sus empresas ya estaba presente en su niñez traumada por el abandono de sus padres biológicos; el ex presidente Lula recordaba con tristeza «yo no tuve infancia» y su primera medida de gobierno fue implementar el programa Hambre Cero destinado fundamentalmente a los niños más pobres.
El caso de Mujica es diferente. Las diversas biografías sobre su vida dedican pocas páginas a su infancia y primera juventud sin destacar hechos determinantes que hayan definido su particular modo de ser. Esto se debe fundamentalmente a que el propio Mujica ha rechazado cualquier panegírico que lo convierta en un ser especial. Él es una persona común y se define como «un muchacho de barrio».
El barrio del que habla se llama Paso de la Arena y está ubicado a las afueras de Montevideo. En los años treinta estaba a medio camino entre ciudad y campo y era un lugar donde los niños jugaban al futbol en sus calles de tierra y las puertas de las casas permanecían sin llave. Sus habitantes llevaban una vida de pueblo y muchos, como sus padres, eran campesinos que habían migrado a la ciudad para mejorar sus condiciones de vida. Para los vecinos y amigos que mantuvo toda su vida José Mujica era el Pepe.
Montevideo ya era una gran ciudad que concentraba más del 50% de la población del país. Pero en el barrio se vivía en un ambiente de pueblo en el que todos se conocían y no era difícil cruzarse en la calle con alguna autoridad importante, como el propio presidente de la República, que compraba flores en el puesto de su madre. Mujica recuerda que siendo un joven militante político tuvo una disputa que estuvo a punto de terminar en pelea con otro joven vecino llamado Luis Lacalle. A diferencia del plebeyo Mujica, Lacalle pertenecía a la élite uruguaya y era nieto del legendario caudillo Luis Alberto de Herrera. Cincuenta años después los contendientes se enfrentaron nuevamente para disputar las elecciones presidenciales del Uruguay.
Mujica nunca se alejó mucho de esta patria chica. En 1985 cuando lo liberaron de la cárcel volvió a instalarse en la casa materna y poco después se fue a vivir a una pequeña chacra cercana, La Puebla, en Rincón del Cerro, que terminó siendo la residencia del presidente de la República. La legión de periodistas de todo el mundo que desde 2010 han visitado esta casa siempre se encuentran con algún amigo del barrio dispuesto a contar alguna anécdota de este muchacho casi octogenario. En esta patria chica contrajo matrimonio, «arregló los papeles», con Lucía Topolansky y sus padrinos fueron dos vecinos de toda la vida.
Hijo del Uruguay
En su familia se hablaba de política y él mamó desde pequeño las discusiones de sobremesa en las que pugnaban blancos contra colorados, los dos partidos dominantes de la escena política. En su niñez Uruguay había entrado en un período de decadencia económica y en una espiral de gobiernos de facto que habían roto la estabilidad institucional característica de este país. Ya no era el Uruguay descrito por Eduardo Galeano que «a principios de siglo no tenía analfabetos y contaba con la legislación social más progresista del mundo». El país de las medallas olímpicas y del Maracanazo se había quedado estancado rememorando glorias pasadas. En palabras de Mujica:
«Yo pertenezco a un pequeño país que por los años 1920 y 1930 tenía el ingreso per cápita que podía tener Francia o Bélgica, un país que llegaron a llamar la Suiza de América. Ese no fue el que yo conocí, fue en el que nací, pero que estaba muriendo cuando yo nací.» (2013)
Como el noventa por ciento de los uruguayos los ancestros de Mujica eran inmigrantes. Por parte de su madre, italianos del Piamonte que se instalaron en una colonia en la localidad de Carmelo para prosperar en la industria de la vid. Su abuelo, de genio fuerte y emprendedor, trabajó en política con el Partido Blanco y llegó a ser reelegido varias veces como concejal. Este temple enérgico lo heredó su madre, Lucy Cordano, que según su propio hijo era «una vieja dura y trabajadora» y también militante barrial del Partido Blanco.
En cambio su padre, Demetrio Mujica, de ascendencia vasca, se crio como hijo de latifundista y nunca tuvo los hábitos de trabajo de la familia de su madre. Era hijo de un «mercachifle», vendedor callejero, que cambió de vida cuando se casó con la heredera de un terrateniente. Criado como niño bien no tenía los hábitos de laburo y fue incapaz de mantener lo heredado. Al poco de casarse se lo había fundido y terminó trabajando como funcionario de la administración. Falleció a los 48 años enfermo de sífilis, según cuentan, por la vida disipada que había llevado.
Ambas familias representan la cara y cruz de la forma de ser de los uruguayos. La de su padre es la cultura del «Uruguay facilongo», que vive de las rentas o a costillas del Estado. Muchas veces se ha quejado de que a los uruguayos «no les gusta trabajar», están más cómodos con la burocracia y el enchufismo en el estado.
En cambio, la familia Cordano son los inmigrantes que llegaron con una mano atrás y otra delante e hicieron «las Américas» con la cultura del trabajo y el sacrificio.
«[En Uruguay] Somos medio atorrantes, no nos gusta tanto trabajar. [...] Nadie se muere por exceso de trabajo.» (2013)
Lucía Cordaro, una madre coraje
En la biografía escrita por Walter Pernas, hay una foto de un joven Mujica sonriente con una dedicatoria que muestra la relación especial que siempre mantuvo con su madre.
«Seré todo o no seré, mas es mi lema luchar para ingresar en las filas de los que saben triunfar y colmar la aspiración de mi patria y mi mamá.» (1949)
Desde la muerte de su marido, Lucy se tuvo que hacer cargo de dos niños, Pepe de 7 años y su hermanita María Eudoxia, que nació con una enfermedad mental. Era una mujer de contextura robusta, de genio fuerte, a la que no le temblaba la mano cuando tenía que reprender a sus hijos. Tardó quince años en cobrar la pensión de su marido pero logró sacar adelante a su familia trabajando duro en la chacra familiar.
En este pequeño minifundio de catorce mil metros cuadrados se producían las flores para vender en la ciudad y los alimentos para consumo familiar. Habían aprendido el cultivo de las flores de unos vecinos japoneses, emigrantes de la guerra, que vivían en una colonia cercana. Cada mañana Lucy cargaba pesados atados de calas para vender en el centro mientras sus hijos se quedaban al cuidado de algún vecino.
«Tal vez haya quedado medio traumatizado con la figura femenina. Figura femenina que agarraba una bolsa de 50 kilos de pórtland [cemento] y se la ponía abajo del brazo.» (2012)
Otra de las fuentes de ingresos era el trabajo del mimbre en el que la familia se dedicaba a cortar y preparar los cestos para las damajuanas dedicados a la industria del vino. En la época de la vendimia, trabajaban como jornaleros en las chacras vecinas. Fue un tiempo de mucho trabajo y aunque siempre estuvieron ajustados nunca pasaron hambre. La Tana, como la conocían, se las compaginaba para que nunca faltara el pan, que lo amasaba ella misma, y que su hijo cumpliera con sus obligaciones escolares.
«Vivíamos en un circuito de economía cerrada, mi madre hacía el pan casero y se las arreglaba para cocinar cualquier cosa. Puedo decir que nunca pasamos hambre aunque hubo días en los cuales para tomar el ómnibus tuve que pedirle prestado al panadero un medio o un real, que después le devolvía con la plata que traía de la venta de los cartuchos.» (2009)
Una vez le preguntaron si había tenido una infancia feliz. Sin afirmarlo ni negarlo, contestó que esta etapa de la vida viene atada con el paso del tiempo que endulza los recuerdos. Su mayor añoranza es que a estos niños pobres de barrio les sobraba el tiempo a pesar de las exigencias laborales o de lo ajustados que vivían.
Iba a una escuela que estaba al lado de su casa y nunca faltó a clase, excepto cuando murió su padre o tuvo alguna enfermedad. Sobre la asistencia a clase su madre era inflexible ya que la educación era prioritaria. Esta idea estaba muy presente en la cultura de la sociedad uruguaya que ya a principios de siglo era la más alfabetizada de América Latina. Los padres esperaban mucho de la educación de sus hijos. El «hijo doctor» no solo era un anhelo de estatus o seguridad económica para cualquier familia, sino también, para una madre como Lucy, un motivo de orgullo especial.
Aunque en el caso de Mujica esta aspiración se frustró cuando abandonó la universidad, su madre siempre mantuvo una fe inquebrantable en el futuro de su hijo. En los momentos más aciagos de su vida, preso, incomunicado y con muy mala prensa, su madre aseguraba a sus vecinos que ese chico llegaría a ser presidente de la República. Cuando algún periodista ha recordado lo visionaria que fue esta premonición, Mujica responde que «hizo increíbles pronósticos, como hacen todas las madres, y al parecer no la erró».
Su madre fue un apoyo fundamental durante toda su vida y le enseñó algunas lecciones fundamentales. Aprendió el oficio de chacarero, que retomó al salir de la cárcel y es la profesión que aparece en su currículum como presidente. Pero sobre todo, le transmitió una fuerza de voluntad inquebrantable para no claudicar nunca ante la adversidad. Este espíritu lo ayudó a superar las difíciles pruebas a las que lo sometió la vida.
«El hombre es un animal fuerte. Se puede caer dos, cinco veces y volver a levantarse. No es un fracaso. El único fracaso es la muerte.» (Mujica, recordando su paso por la prisión, 2012.)
Joven libertario
Pero no todo era militancia y estudio. En un país de gran tradición futbolera, los niños aprendían a jugar en los campitos con pelotas hechas de trapo y porterías improvisadas con ladrillos. Aquí residía el milagro futbolístico de este pequeño país con dos campeonatos del mundo y una medalla olímpica. El futbol fue una pasión de la niñez que abandonó en la adolescencia para dedicarse de lleno al ciclismo. Desde los 12 hasta los 16 años practicó este sacrificado deporte que lo obligaba a madrugar y con el que recorrió las rutas uruguayas. La bicicleta se había popu
