Cuando caí del cielo

Juliane Koepcke

Fragmento

1. Mi nueva vida de regalo

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MI NUEVA VIDA DE REGALO

A mucha gente le asombra que yo sea capaz de subir a un avión. Soy de las pocas personas que han sobrevivido a la caída de un avión desde gran altura. Una catástrofe que tuvo lugar a tres mil metros de altura en la selva peruana. Y eso no fue todo: después estuve once días errante por la jungla, sola. En aquel momento, cuando caí del cielo, tenía, apenas, diecisiete años.

Hoy tengo cincuenta y seis; una buena edad para recordar. Una ocasión propicia para hacer frente a heridas jamás cicatrizadas y para compartir con otras personas los recuerdos intactos y vivos al cabo de todos estos años. La caída, a la que solo yo sobreviví, marcó el rumbo de mi vida a partir de ese momento, le dio una orientación nueva y me condujo adonde me encuentro hoy. Cuando se produjo el accidente, los periódicos de todo el mundo cubrieron la noticia y contaron mi historia, pero hubo demasiadas medias verdades e información que poco tenía que ver con los hechos reales. El resultado de todo aquello es que todavía muchas personas siguen hablándome de aquel desastre; todos creen conocer mi historia y, sin embargo, casi nadie tiene una idea veraz de lo que sucedió.

Es natural que a la gente le cueste entender que yo siga amando la selva tras haber pasado once días de lucha a vida o muerte en el infierno verde de la jungla. Pero la verdad es que la selva nunca fue para mí un infierno verde. Cuando caí desde aquella enorme altura, fue, precisamente, la selva lo que me salvó la vida.

Sin el efecto amortiguador de las hojas de los árboles y arbustos jamás habría podido sobrevivir al choque contra el suelo. Además, durante el período en el que estuve inconsciente, el mismo bosque me protegió del abrasador sol tropical y, más adelante, me ayudó a encontrar el camino a la civilización desde las entrañas de la selva.

Si hubiese sido una niña de ciudad, no habría logrado volver a la vida como lo hice. Mi suerte fue que antes ya había pasado algunos años de mi corta vida en la selva amazónica. En 1968, mis padres habían conseguido hacer realidad su sueño de establecer una estación de investigación biológica en la selva peruana. En aquella época yo tenía catorce años y no me entusiasmaba demasiado la idea de separarme de mis amigas de Lima y mudarme al páramo con mamá y papá, el perro, el periquito y todos nuestros enseres. Así lo veía a esa edad, a pesar de que mis padres me habían llevado consigo en sus expediciones desde que era pequeña.

La mudanza a la selva fue una auténtica aventura. Apenas llegué me enamoré al instante de esa forma de vida, por simple y modesta que fuese. Viví casi dos años en Panguana, que es como llamaron mis padres a su estación científica; le pusieron el nombre de un ave autóctona. Ellos mismos me instruían en las materias escolares y, además, asistía a la escuela de la selva, donde conocí sus reglas, sus leyes y a sus habitantes. Me familiaricé con el mundo de la flora y abrí el corazón al universo de los animales; no en vano era la hija de dos conocidos zoólogos. Mi madre, Maria Koepcke, era la ornitóloga número uno de Perú. Mi padre, Hans-Wilhelm Koepcke, es el autor de una importante obra de consulta sobre fauna y flora.

En Panguana, la selva amazónica se convirtió en mi hogar; allí aprendí a distinguir cuáles son sus verdaderos peligros y cuáles lo son solo en apariencia. Aprendí, asimismo, las reglas de conducta que el ser humano necesita observar para sobrevivir en condiciones tan extremas. Ya de niña, mis sentidos se afinaron para percibir el increíble milagro que alberga aquel biótopo, uno de los de mayor biodiversidad del mundo. En efecto, fue entonces cuando nació mi amor por la selva.

Aquellos once días en medio de la selva tropical virgen, lejos de cualquier núcleo habitado, once días durante los cuales no oí voz humana alguna ni sabía dónde me encontraba. Esos días tan especiales consiguieron que mi compenetración con la selva se hiciese más profunda. Fue entonces cuando se tendió entre la selva y mi persona un lazo tal que influyó de forma decisiva en mi vida posterior y continúa ejerciendo su influencia hasta hoy. Muy pronto aprendí que solo se tiene miedo de aquello que se desconoce. El hombre tiende a destruirlo todo antes incluso de temerlo, aun sin poder medir el valor de lo que destruye. Durante mi solitario trayecto de regreso a la civilización sentí miedo a menudo, pero jamás de la selva; la selva no tenía culpa alguna de que yo hubiese aterrizado en ella. La naturaleza es siempre igual, estemos o no inmersos en ella, eso a ella no le incumbe. Nosotros en cambio —y eso también lo aprendí en carne propia durante aquellos once días— no podemos sobrevivir sin ella.

Así que fue razón suficiente para hacer de la conservación de este singular ecosistema el objetivo central de mi vida. El legado que me dejaron mis padres con Panguana lo he aceptado de todo corazón y continúo su obra en una fase decisiva: Panguana, más grande que nunca, debe ser declarada área de conservación privada. Con ello no solo se hace realidad el sueño de toda la vida de mi padre, por el que luchó durante décadas, sino que también constituye una valiosa aportación a la conservación de la selva amazónica y, en consecuencia, sirve para oponer resistencia a la catástrofe climática global.

La selva, es cierto, está llena de maravillas de las que apenas tenemos conocimiento, pero sí sabemos que su conservación en calidad de pulmón verde de la Tierra es decisiva para la subsistencia de una especie extremadamente joven en este planeta: el ser humano.

El año 2011 marca los cuarenta años transcurridos desde la catástrofe aérea de 1971. En todos esos años se ha escrito mucho sobre mi accidente, como llamo a la caída de aquel avión. Los periódicos llenaron incontables páginas con lo que la gente considera la historia de Juliana. Entre ellas había informes muy buenos, pero también, repito, muchos otros que poco tenían que ver con la verdad.

Hubo una época en que me sentí abrumada hasta el ahogo por la atención que me prestaban los medios de comunicación. Para protegerme, callé durante años, me negué a dar entrevistas y me sustraje por abstraje de la opinión pública, pero ha llegado el momento de romper el silencio y contar lo que, en realidad, ocurrió. Por eso me hallo en el aeropuerto de Múnich con las maletas hechas para emprender un viaje que para mí será importante por dos razones: la primera es que alcanzaré el objetivo de convertir Panguana en un área de conservación privada y la segunda, que me enfrentaré a mi pasado. De este modo, la confluencia de pasado, presente y futuro cobra sentido. Lo que me sucedió y el interrogante de por qué me tocó a mí ser la única superviviente del vuelo 508 de LANSA adquieren al fin un significado más profundo.

Así que ocupo mi asiento en el avión. Y sí, la gente se asombra de que sea capaz de volver a subir a un avión. Si lo consigo es a base de fuerza de voluntad y de disciplina; y lo

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