Siete crímenes casi perfectos

Rafael Reig
David Torres
Beatriz de Vicente

Fragmento

Prologo Pero esto mata de verdad

Prólogo
Pero ¿esto mata de verdad?

Un día hablaba con mi amigo David Torres sobre una novela que yo estaba intentando escribir.

—El tipo sale del coche y se encuentra con los rusos de antes, que le empiezan a disparar. Se parapeta detrás de la puerta del coche y se pone también a pegar tiros. Consigue matarlos, pero la puerta ha quedado llena de balas incrustadas…

David soltó una carcajada y me preguntó si era un coche blindado.

—No, es un Ford Fiesta normal.

—Pues entonces las balas atraviesan la puerta, es como si intentara protegerse desplegando el periódico gratuito que le acaban de dar en la esquina.

—No fastidies, ¡en las películas funciona siempre!

—Toma, claro: también salen romanos con reloj de pulsera y, cuando las parejas se besan, empieza a sonar la música. ¿La puerta de un Ford Fiesta? ¡Como si fuera mantequilla!

Se lo había contado un vecino policía, en su antiguo barrio, en San Blas.

¿Quién ha visto una placa de policía? Las fichas policiales, ¿tienen de verdad tres fotos, una de frente y dos de perfil? ¿Manda más un inspector o un comisario? ¿Cómo se hace el perfil psicológico de un asesino múltiple? ¿Cuáles son los síntomas de envenenamiento? ¿Cuántas personas hacen falta para seguir a un sospechoso sin que se dé cuenta? En el depósito de cadáveres, ¿a los muertos siempre les ponen una etiqueta en el dedo gordo del pie? ¿Cómo se determina la hora de la muerte? ¿Siempre hay en las comisarías una sala de interrogatorios con un espejo que, al otro lado, es una ventana? ¿Cuánto cobran los confidentes de la policía? ¿Dónde se consigue una pistola limpia, sin antecedentes, y cuánto cuesta?

En la barra de zinc de las Bodegas Rivas se nos acumulaba el trabajo: no sabíamos nada.

Cuando yo era pequeño, anunciaban con solemnidad que una película estaba «basada en hechos reales». A mí me estaba pasando lo contrario: escribía novelas policíacas basadas en películas.

En películas norteamericanas, para más inri.

Peor aún, en ocasiones: en series de la tele.

En esas estábamos cuando entró en el Rivas Juan Madrid, el maestro de la novela negra española.

—Pídete lo que quieras, Juan, pero cuéntanos una cosa: ¿cómo te documentas para tus novelas?

Sabíamos que, antes de escribir ficción, Juan había sido periodista de sucesos y había escrito unas crónicas negras tan espectaculares que hacían exclamar a todo el que las leía: ¡este tío es un novelista inevitable!

—No es sólo el periodismo —nos explicó—. Yo me he tirado noches enteras en comisaría, sentado en un banco, sin molestar ni hacer preguntas, mirando y poniendo atención. Al final, de vez en cuando me explicaban algo, y hasta me hice amigo de algunos policías, pero yo nunca daba la lata: callado y aprendiendo. Durante años.

Así cualquiera.

Seamos sinceros: ¿tenía yo ganas de perder las noches en comisaría, sin pegar ojo y absorbiendo información por los cuatro costados como una esponja?

Francamente, no.

Hice un examen de conciencia de una duración aproximada de tres minutos, quizá cuatro. Tuve que admitir que soy un novelista haragán, con pocas ganas de pasar frío, sueño y hambre en el duro banco de una comisaría. En realidad, escribo novelas porque así, cuando no sé qué poner, me lo invento todo y me quedo tan campante.

Sin embargo, todo tenía un límite: no podíamos seguir escribiendo novela policíaca española basada en películas norteamericanas y en cosas vistas por la tele.

De acuerdo, pero tampoco era plan empezar a pasarse las noches en vela, como Juan Madrid, siempre atento y sin hacer preguntas, sentado en un rincón de unas dependencias policiales.

Tenía que haber una forma de hacer palanca, en lugar de empujar la roca mediante el uso de la fuerza bruta.

—Hay que encontrar un atajo —le dije a Eduardo Vilas, director del hotel Kafka.

Así fue como empezamos a preparar el curso de True Crime.

La idea era sencilla: no se trataba de clases sobre novela policíaca, sino de un curso sobre la realidad del trabajo policial. Escribir la novela sería cosa nuestra, el curso nos iba a proporcionar información y, sobre todo, la oportunidad de hacer preguntas a profesionales, sin necesidad de pasar varias noches sentado en un banco de comisaria. Queríamos ver un informe de autopsia, saber de qué tamaño es el agujero de un disparo, si es mejor apuñalar hacia arriba o hacia abajo, cómo se interroga a un sospechoso, si la policía se disfraza o no para seguir a un tipo por la calle, cómo se consigue un DNI falso o por qué los pirómanos son hombres y las cleptómanas mujeres. Queríamos saberlo todo: necesitábamos policías, médicos forenses, psicólogos, toxicólogos, expertos en balística, jueces y tipos que hacen retratos-robot o perfiles psicológicos de asesinos múltiples. Queríamos tenerlos al alcance de la mano, en un ambiente informal, y que nos contaran esos pequeños detalles que dan fuerza a una narración.

Queríamos el camino más corto, nuestro famoso atajo: la ley del mínimo esfuerzo.

El gran éxito fue que EduardoVilas encontrara a Ángel García Collantes, licenciado en Criminología y diplomado en Criminalística. Lo pusimos todo en sus manos y Ángel fue el coordinador general de los cursos: nos consiguió los mejores profesores y aguantó nuestras preguntas, nuestra curiosidad impertinente, nuestra atrevida ignorancia y hasta la lectura de nuestras tentativas literarias policíacas.

Él fue el explorador que abrió el camino más corto. No sé con qué argucias consiguió reunir el mejor grupo de profesores imaginable: policías, guardias civiles, médicos forenses, investigadores criminales, psicólogos, jueces y puede que hasta algún criminal, para nuestra instrucción y deleite.

Ángel escuchaba todas nuestras propuestas: ¿podríamos recoger huellas dactilares en alguna clase? Sí podíamos: nos trajo el equipo y estuvimos esparciendo polvos sobre distintas superficies. ¿Podríamos hacer ejercicios prácticos? Sí podíamos: al final de cada clase nos entregaban una foto de una escena del crimen real y, para el día siguiente, teníamos que identificar el elemento sospechoso y establecer una conjetura razonable. No dábamos ni una, pero aprendimos qué es eso a lo que llaman «olfato policial». ¿Podríamos ver armas de verdad? Sí podíamos: no sólo tuvimos armas en clase, sino que un fin de semana nos llevaron a un campo de tiro y todos pudimos hacer disparos con diferentes pistolas. ¿Podríamos ver fotos de una autopsia? Sí podíamos: la forense nos trajo un vídeo en el que ella misma realizaba una autopsia. ¿Podríamos escribir algo en clase? Sí podíamos: escribimos breves narraciones que los profesores corregían desde el punto de vista técnico.

El primer curso de True Crime, en 2007, fue un éxito. Este año realizamos la tercera convocatoria del seminario, mejorado y ampliado.

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