Adiós a las armas

Antoni Batista

Fragmento

Prefacio

He probado todos los trenes que van al País Vasco. Trenes de madera como los que evoca Azorín, coches-cama como los de Agatha Christie, viajeros malvados envueltos en la capa de la decencia en el tren lento de Bob Dylan, el convoy en blanco y negro de Frankenheimer, salvando a Francia del espolio nazi gracias a resistentes heroicos fusilados como terroristas, el ferrocarril construido fotograma a fotograma en la inmensa película del western. Compañeros de viaje que parece que serán amigos para siempre pero que desaparecen para siempre al llegar a la estación de término. Lecturas sobre paisajes, música del casete al iPod en el recorrido paralelo del tiempo y la velocidad del movimiento uniformemente acelerado hacia la tecnología punta y la senectud. Viajes de verano con las ventanillas abiertas y los patógenos aires acondicionados, viajes de invierno de la mano de las graves notas de Schubert. El largo recorrido de un corresponsal político durante treinta años, al cabo de los cuales y al final de su carrera de periodismo, desafía los libros de estilo que prescriben distancias críticas, conjugación en tercera persona o contar la realidad desde el falso paradigma de lo objetivo. En este libro no hay ninguna pretensión de describir cómo sucedieron las cosas, sino sólo cómo vi yo que sucedían. Me declaro libre de la pretensión historiadora, de la pretenciosidad informativa y del cruce de ambas que produce monstruos. Desde la libertad ubérrima de la crónica sin adjetivos, tomo el tren del mejor viaje de todos cuantos he hecho al País Vasco; el viaje al final de la violencia, con la esperanza de que el tren no descarrile y de que jamás haya que hacer nuevos balances de víctimas, y que nadie más haga de la vida y de la muerte una seña de identidad o una partida de ingresos.

En el andén de despedida, una despedida que no es triste, sino feliz: adiós a las armas. Agradezco a Hemingway el título y los consejos que da su periodismo literario y de acción.

LIBRO I

1

Diciembre de 2006

Congreso de los Diputados. Coto de Doñana

Cuando José Luis Rodríguez Zapatero entró en el Congreso de los Diputados a primera hora de la tarde del 29 de diciembre de 2006, creía saberlo todo, pero no sabía lo más importante. «Dentro de un año estaremos mejor que hoy en la lucha por el fin de la violencia.» Desde la falsa fecundidad de la estulticia, proclamó que el fin de ETA estaba cerca.

Lo que desconocía, terrible acusativo tan gramatical como real, era que en aquellos momentos y muy cerca de allí un comando de ETA estaba preparando una bomba para colocarla en el parking de la terminal 4 del aeropuerto internacional de Madrid-Barajas.

El presidente del Gobierno fue al Congreso a hacer balance del año, un día antes de irse de vacaciones al Coto de Doñana. Todo iba bien, aunque el Sociómetro vasco de ese mismo día le advertía de que el 68 por ciento de la población pensaba que ETA podía romper el alto el fuego en vigor desde hacía ocho meses. Sin embargo, su discurso fue, Fernando Onega dixit, de «Alicia en el país de las maravillas». Zapatero iba atesorando una cierta fama de farsante, después de engañar a todo el pueblo catalán, al que había prometido respetar el Estatuto que saliera del Parlamento autonómico, en la solemnidad de la toma de posesión del primer presidente socialista de la Generalitat, Pasqual Maragall; el líder catalán con más share en la historia contemporánea después de conducir los Juegos Olímpicos como alcalde de Barcelona, que le ayudó a presidir el PSOE y al que Zapatero no dudó en vender a su mayor adversario, Artur Mas, el 21 de enero de ese mismo año. A mayor abundamiento, la traición al amigo se fraguó a cuenta precisamente de respetar el Estatuto. Dos promesas sobre la misma causa, finalmente no cumplidas ni con el primero ni con el segundo, ni con la causa misma que las motivaba. Hacía verosímil el chiste antisoviético del camarada Nikita. Un hombre entra en los terribles calabozos de la Lubianka, sede del KGB, y pregunta a sus dos compañeros de celda por el motivo de su encarcelamiento. Uno estaba por hablar mal del camarada Nikita, y el otro por hablar bien del mismo. Al unísono, devuelven al recién llegado la pregunta que les ha hecho a ellos, por qué estás aquí. A lo que responde secamente: «Yo soy el camarada Nikita».

ETA también se sintió engañada, porque tras cuatro años de conversaciones, tres y medio sin atentar y ocho meses después de haber declarado un alto el fuego acordado en sus expresiones más sensibles, nada de lo pactado primero con el PSOE y luego con el Gobierno se materializó. Pero su respuesta repitió el error que ellos mismos prometieron no repetir, en una cadena de falsedades cruzadas. Tras el sanguinario atentado de Hipercor, se comprometieron a no atentar indiscriminadamente contra civiles en sus atentados, atribuyendo incluso parte de la responsabilidad a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado por no llevar a cabo el desalojo, responsabilidad que además en el caso Hipercor ratificó el Tribunal Supremo, condenando al Estado por negligencia. Sin embargo, incurrieron en el mismo error; creyeron que no había nadie pernoctando en el parking de Barajas, y a pesar de que avisaron con tiempo, volvió a repetirse la macabra escena de muertos no queridos ni por los que quieren matar ni por los que no quieren que se mate, y sin que los muertos apenas sepan de qué se trata el conflicto vasco por el que mueren. En Hipercor y en Barajas, ETA quería una demostración de fuerza sin víctimas. Pero las hubo, y en el primer caso la izquierda abertzale civil sufrió el primer envite de la respuesta, el Pacto de Ajuria Enea, y en el segundo laminó el acuerdo que sólo veinticuatro horas antes había entronizado el presidente del Gobierno español en sede parlamentaria.

El presidente Zapatero tenía varias fuentes de información. En primer lugar, la interlocución directa con ETA y con la izquierda abertzale. Jesús Eguiguren, presidente del Partido Socialista de Euskadi (PSE), hablaba con fluidez con los máximos responsables de unos y otros, Josu Urrutikoetxea, «Josu Ternera», y Arnaldo Otegi. Pero el

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