Estaré en el paraíso (Colección Endebate)

Mayte Carrasco

Fragmento

 

Estaré en el Paraíso

Vida y muerte de los miembros de la resistencia siria

«Dice el Corán que todos tenemos el número de alientos contados. Solo Alah lo sabe. Aquí me quedaré hasta mi último aliento para luchar por mi libertad y la de mis futuros hijos.» Hussein Mohabaldeen. Media Center Al Qusayr, Homs.

Entré en Siria presenciando la supuesta ejecución de un traidor entre las filas del Ejército Sirio Libre (ELS) y salí del país un mes y medio más tarde viviendo exactamente la misma experiencia, escuchando el interrogatorio y tortura de tres horas a la que sometieron a aquel chico que ahora debe estar muerto. ¿Lo matarían en la cocina en la que le dejé? He perdido la cuenta de cuántos hombres, mujeres y niños conocí en Siria y ahora están en el Paraíso (lugar al que van las almas según el Corán), aunque guardo algunos rostros de esos fantasmas en mi memoria. Era a principios del mes de julio y había cruzado la frontera de Líbano con Siria de forma clandestina, con la ayuda de contrabandistas. No puedo describir exactamente el camino porque pondría en peligro la seguridad de los refugiados que huyen por ahí, pero entonces pensé que era el viaje más arriesgado en el que me había embarcado y una forma de tentar a la suerte. A lo largo del mes y medio que pasé en el interior del país constaté que esa sensación de estar a merced del destino se prolongaba cada día, cada hora y cada minuto, hasta que aprendí a convivir con ella como una más, como lo están haciendo los miles de sirios de la resistencia que siguen ahí dentro y que llevan desde marzo de 2011 sufriendo la represión del régimen de Bashar Al Assad. Muertos en vida, porque muchos saben que van a morir.

Había pasado un mes entero en invierno en la misma zona de la provincia de Homs, de modo que ya conocía el terreno. Ahora era verano y lo primero que me impresionó fue el cambio del paisaje, los árboles cuajados de frutas y un sol espléndido. Ya no había barro ni nieve. Más tarde comprobé que ese ambiente, en apariencia bucólico, escondía las peores sombras de una guerra estancada y retorcida. Aquel día y tras cruzar la frontera el 1 de julio, me llevaron a uno de los cuarteles Jeish al Hor (Ejército Libre Sirio, ELS, en árabe) a las afueras de Al Qusayr donde debía esperar un contacto que me trasladara a la ciudad. Se oían fuertes combates a lo lejos. Me encontré con unos quince muchachos sentados en el exterior, fumando tranquilamente cigarrillos Alhambra entre los campos de manzanos, agrupados en círculo sobre viejas colchonetas raídas, entre las moscas. En febrero pasé mucho tiempo con los combatientes de esa zona y escruté sus rostros para ver si reconocía a algunos de ellos, pero eran todos nuevos. Me llamó la atención su juventud y la desconfianza con la que me observaban. Me provocó escalofríos. A los pocos minutos, llegó a lo lejos un hombre de unos treinta años subido en una vieja motocicleta, vestido con un pantalón militar de esos multicolores que llevan los soldados del Jeish al Hor, que no siempre son iguales. Se bajó, entró en el cortijo de forma voluntaria y le siguieron dos de los que estaban conmigo. Cinco minutos más tarde, salieron a la puerta con él y uno comenzó a atarle las manos a la espalda mientras otro le vendaba los ojos. Como no oponía resistencia, pensé ingenuamente que estaban practicando. Pero entonces le empujaron para que se subiera a lomos de su motocicleta china, en la que ya que había otra persona preparada para conducir. La escena provocó risas entre los muchachos porque con la venda no veía nada y el desgraciado no acertaba a subirse, con la pierna en alto moviéndola en círculos. Cuando lo logró, se sentó otro hombre tras él y salieron los tres monte arriba, las piernas colgando. Interrogué con la mirada a uno de los chicos que, haciendo gestos como si degollara a alguien, me explicó en un inglés muy pobre que lo iban a matar. Era un traidor y había denunciado la posición de un comandante del ELS, que había sido atacada. «Yo lo vi llamar», afirmó.

Observé confundida cómo se alejaban los tres. Pensé en qué tipo de juicio había tenido aquel hombre, cómo habían decidido terminar con él tras aquel interrogatorio de cinco minutos con la única acusación de la llamada. Tal vez me faltaba más información, pensé. Tras ofrecerme una Pepsi e invitarme a sentarme en la única silla de plástico que tenían, iniciaron el ritual de exhibir los vídeos grabados con el móvil. En la pequeña pantalla había dos soldados que miraban a la cámara aterrorizados. Pregunté si eran del régimen de Al Assad, me respondieron que sí. De repente, apareció en escena una motosierra en marcha que se aproximó poco a poco al cuello de uno de ellos. El resto parecía una de esas películas gore que no voy a describir. El cojín que había detrás de los soldados ajusticiados se parecía muchísimo al que tenía a mi derecha. Miré la silla blanca en la que estaba sentada y aprecié abundantes restos de sangre seca. Cogí la Pepsi y bebí un trago para disimular el horror, me temblaban las manos con solo imaginar que aquella escena podía haber tenido lugar allí, aunque fue imposible confirmarlo. ¿Lo había visto bien? Son cientos los vídeos que circulan de ese tipo y es muy difícil comprobar quién es quién en la mayoría de ellos y dónde han sido grabados. Pero los hay de todo tipo: la paliza al shabiha (mercenario a sueldo del régimen), el soldado de Al Assad arrastrado por un coche, medio muerto y ensangrentado. He visto docenas. 

La escena me hizo reflexionar y recordé la imagen de aquella fosa común que había visto el invierno anterior a varios kilómetros de allí. Era un agujero de seis metros por cuatro cavado en medio del campo, en las inmediaciones de Al Qusayr. En los extremos yacían al menos cuatro cuerpos visibles de seres humanos, el más destapado, bocabajo con los pantalones bajados hasta los tobillos, con las manos atadas a la espalda y una cuerda en los pies, signo de que había sido ejecutado. A su izquierda asomaban, entre la tierra mojada, una cabeza y una pierna o un brazo. En el centro, algunos huesos humanos sueltos y una dentadura revelaban que podía haber algún otro cadáver. Los hombres, vestidos de civil, presentaban recientes signos de descomposición, aunque sus rostros eran irreconocibles. Grabé con Roberto Fraile unos planos y cuando salimos hacia Al Qusayr nos vino a buscar a casa una patrulla del ELS que nos obligó a borrar una por una todas las fotografías y pruebas de aquella tumba. Dedujimos que los muertos eran miembros del aparato del régimen de Al Assad, puesto que no habían recibido la sepultura religiosa con la que se honra a los shaheed, a los mártires. Alguien nos dijo que eran shabiha.

Aquello probaba que la brutalidad se había instalado en los dos bandos. Por un lado las fuerzas de Al Assad, desde el principio del conflicto, llevaban a cabo masacres de hombres, mujeres y niños, ejecuciones sumarias y actos generalizados de tortura, siendo responsables de la mayoría de las muertes. Pero por otro, comenzaban a salir a la luz informes, como el de Human Rights Watch (HRW), que documentaba doce ca

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