Las medallas de sus derrotas (Colección Endebate)

Christopher Hitchens

Fragmento

cap

 

En la primavera y el comienzo del verano fatídico de 1940, el pueblo de Gran Bretaña se reunía alrededor de sus aparatos de radio para escuchar la oratoria desafiante y animosa de su nuevo primer ministro, Winston Churchill. El 13 de mayo, cuando acababa de asumir el peso del puesto de manos de un débil y cobarde Neville Chamberlain, Churchill prometió un régimen de «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». El 4 de junio, tras la evacuación del ejército británico derrotado en Dunkerque, alegó: «Lucharemos en las playas». El 18 de junio proclamó que, aunque el Imperio británico durase mil años, esa se recordaría como «su mejor hora». A lo largo de los meses siguientes solo Gran Bretaña desafió el ansia de conquista de Hitler y, pese a su enorme inferioridad numérica en el aire, repelió el asalto de la Luftwaffe con un puñado de pilotos galantes y luchadores. Este compromiso caballeresco —«la batalla de Gran Bretaña»— desbarató los planes nazis de una invasión de la fortaleza isleña y fue por tanto un acontecimiento clave en el gran conflicto global que ahora llamamos Segunda Guerra Mundial.

El párrafo anterior podría aparecer sin mucha discusión en casi cualquier revista o periódico inglés o estadounidense, y se han publicado versiones en las críticas de Churchill, del político liberal británico lord Jenkins de Hillhead. Sin embargo, uno podría llamar la atención sobre algunos ajustes posteriores a esta imagen familiar.

• Las tres emisiones cruciales no fueron de Churchill, sino de un actor contratado para hacerse pasar por él. Norman Shelley, que interpretaba a Winnie-the-Pooh en Children’s Hour para la BBC, fue el ventrílocuo de Churchill para la historia y engañó a millones de oyentes. Quizá Churchill estaba demasiado incapacitado por la bebida como para pronunciar los discursos.

• Gran Bretaña estuvo sola si se omite el apoyo militar y económico de Canadá, Australia, Sudáfrica, la India y el resto de un imperio gigantesco. Además, en fechas tan tardías como octubre de 1940, los griegos seguían resistiendo en Europa y le habían infligido una grave derrota militar a Mussolini. Por otra parte, la actitud de Estados Unidos, aunque aparentemente neutral, no fue nunca neutralista entre una victoria británica frente a una alemana.

• La Fuerza Aérea Real (RAF) nunca fue muy inferior en hombres o aparatos a la Luftwaffe de Hermann Göring, y en ocasiones tuvo más armas. Los pilotos británicos volaban la mayor parte del tiempo sobre territorio conocido y, a diferencia de sus adversarios alemanes, podían volver directos al trabajo si se tiraban en paracaídas. La RAF tenía la ventaja del radar y la ventaja todavía mayor de una clave para descifrar los códigos nazis. La Marina Real británica era desde todos los puntos de vista superior a la Kriegsmarine, y los navíos alemanes nunca abandonaban el puerto sin exponerse a riesgos extremos.

• El Alto Mando Alemán nunca llegó más allá de la etapa del dibujo en la pizarra en sus planes para invadir Gran Bretaña, y el propio Führer fue la fuente de muchos aplazamientos y el abandono final de la idea.

Una lectura atenta a la crecientemente voluminosa literatura revisionista revela muchos ejemplos adicionales que uno piensa que no pueden ser verdad, o no pueden ser verdad si el relato casi oficial o establecido ha de seguir reinando. ¿Contra qué nación se dirigió el primer ataque naval británico? (Contra una flota francesa no movilizada, amarrada en un puerto del Mediterráneo, causando la pérdida de cientos de vidas francesas.) ¿Qué fuerza aérea posterior a 1940 fue la primera en bombardear a civiles, y en qué capital? (La RAF, sobre los suburbios de Berlín.) ¿Qué país beligerante fue el primero en violar la neutralidad de las naciones no combatientes de Europa? (Los británicos, a través de la ocupación militar de Noruega.) Pero esos detalles, de manera similar a los ombligos y los genitales en la pintura religiosa, se tapan con una hoja de parra. No pueden ser omitidos del todo en una imagen más amplia, ni se les puede permitir ninguna influencia blasfema en su santidad. Mientras tanto, ¿quién pronunció el siguiente discurso emitido por radio al pueblo británico en 1940?

Somos una nación unida y sólida que preferiría hundirse en las ruinas antes que admitir la dominación de los nazis. […] Si el enemigo intenta invadir este país, lucharemos con él en el aire y en el mar; lucharemos en las playas con cada arma que tengamos. Puede que consiga avanzar aquí o allá: si lo hace, lucharemos con él en cada carretera, en cada pueblo y en cada casa, hasta que él o nosotros quede completamente destruido.

Son palabras de Neville Chamberlain, que (aunque con su tono más bien agudo) pronunció el discurso. ¿Y cuántas bajas sufrió la RAF durante toda la batalla de Gran Bretaña? Un total de cuatrocientos cuarenta y tres pilotos, según fuentes oficiales que cita la fría y meticulosa revisión de Richard Overy.

Me educaron en el culto a Winston Churchill. En las décadas en declive de 1950 y 1960, la historia homérica de 1940 y su protagonista con rostro de bulldog era al mismo tiempo un consuelo ante muchas decepciones y una garantía del persistente valor de Gran Bretaña para el mundo. Incluso entonces era a veces difícil tragarse a Churchill entero. Se acometió una especie de contabilidad alternativa, en la que los enormes déficits de su gran historia (Gallípoli, el calamitoso regreso al patrón oro, su intransigente imperialismo hacia la India y su simpatía por el fascismo antes de la guerra) se mantenían en una columna separada, que se borró abruptamente de «los años valientes». Pero incluso los numerosos fiascos, derrotas y deshonras se sumaban de manera mágica a su figura. Ahí estaba un hombre que había participado en la carga de la caballería victoriana en Omdurman, en Sudán, para vengar la muerte del general Gordon por orden de un mullah mesiánico, y había vivido para ayudar a que evolucionaran el diseño y primer uso del armamento termonuclear. No era tanto una figura en la historia como una figura de la historia. (Cuando Adlai Stevenson lo invitó a colaborar con la Unión de Habla Inglesa, respondió con aspereza: «Yo soy una unión de habla inglesa». En cualquier otro esto habría sido un ejemplo de solipsismo, en vez de encanto mezclado con verdad.) Y, como en 1946 había fundado efectivamente la «unión angloestadounidense» en su versión de la guerra fría en Fulton, Missouri, su enorme espectro parecía garantizar a Gran Bretaña un continuo papel como superpotencia subalterna, o al menos como el subalterno preferido de una superpotencia.

A principios de la década de 1970 estaba trabajando en The New Statesman, muy cerca de los Archivos Nacionales Británicos, cuando se publicó una parte inédita de los papeles de guerra de Churchill. Cubrían las conversaciones entre Churchill (premier, como lo llamaban los documentos oficiales) y Stalin sobre el futuro de Europa del Este después de la

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