Autobiografía de un matón (Flash Ensayo)

Masha Gessen

Fragmento

cap-1

El grupo que Berezovski había formado para que escribiese la biografía de Putin tenía solo tres semanas para redactar el libro. Su lista de fuentes era limitada: tenían al propio Putin —seis largas entrevistas—, a su mujer, a su mejor amigo, a un antiguo profesor y a un antiguo secretario del ayuntamiento de San Petersburgo. No debían investigar al hombre; su trabajo era plasmar una leyenda negro sobre blanco. Resultó que era la leyenda de un matón del Leningrado de posguerra.

San Petersburgo es una ciudad rusa de historia grandiosa y arquitectura gloriosa. Pero la urbe soviética de Leningrado en la que Vladímir Putin nació en 1952 era, para quienes allí vivían, una ciudad de hambre, pobreza, destrucción, violencia y muerte. Apenas habían pasado ocho años desde el fin del sitio de Leningrado.[1]

El sitio había comenzado cuando las tropas nazis rodearon por completo la ciudad, cortando todas las conexiones con el exterior, el 8 de septiembre de 1941, y terminó 872 días después. Murieron más de un millón de civiles, víctimas del hambre o del fuego de artillería, que no cesó durante todo el bloqueo. Casi la mitad de ellos murieron al tratar de salir de la ciudad a través de la única ruta que los alemanes no controlaban: llevaba por nombre el Camino de la Vida, y cientos de miles de civiles murieron en él, presas de las bombas y el hambre. Ninguna ciudad en la época moderna ha experimentado una hambruna y una pérdida de vidas a una escala similar, a pesar de que muchos de los supervivientes creían que las autoridades habían minimizado intencionadamente el número de víctimas.

Nadie sabe cuánto tarda una ciudad en recuperarse de una violencia tan extrema y de un dolor tan generalizado. «Imagínate a un soldado que vive una vida rutinaria en tiempos de paz pero que está rodeado por las mismas paredes y los mismos objetos que lo acompañaban en las trincheras —escribieron, unos años más tarde, los autores de la historia oral del sitio de Leningrado, tratando de evocar hasta qué punto el asedio aún pervivía en la ciudad—. El artesonado antiguo del techo todavía conserva marcas de metralla. En la lustrosa superficie del piano se ven los arañazos que dejaron los cristales rotos. El brillante suelo de parquet tiene la mancha de una quemadura en el sitio donde estaba la estufa de leña.»[2]

Las buryuicas —estufas de leña portátiles hechas de hierro fundido— eran lo que los habitantes de Leningrado utilizaban para calentar sus pisos durante el sitio.[3] Los muebles y los libros de la ciudad acabaron en ellas. Las estufas negras y redondeadas simbolizaban la desesperación y el abandono; las autoridades, que habían asegurado a los ciudadanos soviéticos que estaban bien protegidos frente a todos los enemigos —y que Alemania era un país amigo, no uno enemigo—, habían dejado que las gentes de la segunda ciudad más grande del país muriesen de hambre y frío. Y después, cuando el sitio terminó, habían invertido en la restauración de los gloriosos palacios de los suburbios, saqueados por los alemanes, pero no en la de los edificios residenciales de la ciudad en sí. Vladímir Putin creció en un piso que aún tenía una estufa de leña en cada habitación.[4]

Sus padres, María y Vladímir Putin, habían sobrevivido al asedio de la ciudad.[5]Vladímir Putin padre se alistó en el ejército en los primeros días de la guerra entre la Unión Soviética y Alemania y sufrió graves heridas en el campo de batalla, a poca distancia de Leningrado. Fue trasladado a un hospital dentro de la zona sitiada, y María lo encontró allí. Tras varios meses en el hospital, aún persistían importantes lesiones: tenía ambas piernas destrozadas y le seguirían causando un gran dolor físico durante el resto de su vida. Putin padre fue licenciado del ejército y volvió a casa con María. Su hijo único, que por aquel entonces tenía entre ocho y diez años, estaba en uno de los varios hogares para niños organizados por la ciudad, con la esperanza de que las instituciones podrían cuidar de ellos mejor que sus desesperados y hambrientos padres. El niño murió allí. María también estuvo a punto de morir; cuando se levantó el sitio, ni siquiera tenía fuerzas para andar por sí sola.

Estos eran los padres del futuro presidente: un hombre discapacitado y una mujer que había estado a punto de morir de hambre y que había perdido a sus hijos (un segundo hijo había muerto siendo muy pequeño varios años antes de la guerra). Pero, para lo que era habitual en la Unión Soviética de la posguerra, los Putin eran afortunados: se tenían el uno al otro. Tras la guerra, había casi el doble de mujeres en edad de procrear que de hombres.[6] Dejando a un lado las estadísticas, la guerra había llevado la tragedia a casi todas las familias, separando a maridos y mujeres, destrozando hogares y desplazando a millones de personas. Haber sobrevivido no solo a la guerra sino también al sitio y seguir teniendo a tu pareja —y tu casa— era prácticamente un milagro.

El nacimiento del joven Vladímir Putin fue otro milagro, tan improbable que dio pábulo al insistente rumor de que los Putin lo habían adoptado. La víspera de las primeras elecciones presidenciales de Putin, apareció una mujer en Georgia, en el Cáucaso, diciendo que lo había dado en adopción cuando tenía nueve años.[7] Aparecieron entonces muchos artículos y un par de libros que profundizaban en la historia, y hasta Natalia Guevorkian se inclinaba por creérsela;[8] los padres de Putin le parecían sorprendentemente indulgentes, y el hecho de que el equipo de biógrafos no encontrase a nadie que conociese al niño antes de que alcanzase la edad escolar reforzaba sus sospechas. Sin embargo, no solo es imposible sino innecesario probar o desmentir la teoría de la adopción; el hecho innegable es que, ya fuese biológico o adoptado, Vladímir Putin fue un niño milagro para la época.

Como llegó al poder desde la oscuridad, habiendo pasado toda su vida adulta en los confines de una institución secreta y hermética, Vladímir Putin ha conseguido controlar lo que se sabe sobre él mucho más que casi cualquier otro político moderno (sin duda, mucho más que cualquier político occidental). Ha creado su propia mitología. Lo cual es positivo, porque, en mucha mayor medida de lo que puede hacerlo cualquier persona, Vladímir Putin ha comunicado directamente al mundo lo que quería que se supiese de él y cómo le gustaría que lo viesen. El resultado es la mitología de un hijo del Leningrado posterior al sitio, un lugar mezquino, hambriento y pobre que engendró niños mezquinos, hambrientos y feroces. Al menos, así fueron los que sobrevivieron.

En el edificio donde creció Putin se entraba a través del patio. Los habitantes de San Petersburgo llaman a estas construcciones «patios pozo»; rodeados por los cuatro costados de altos edificios de apartamentos, hacen que una persona se sienta como en el fondo de un pozo de piedra gigante. Como todos estos patios, estaba sembrado de basura, lleno de socavones y carecía de luz. Igual que el propio edificio: los escalones del siglo XIX se venían abajo y en toda la escalera apenas había alguna bomb

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