Memorias

Carlos Barral

Fragmento

cap-1

El escritor Carlos Barral

Para el bisnieto Darío

 

Cuando se recuerda la figura de Carlos Barral, se suele juzgar su obra de un modo un tanto vacilante o dubitativo, como si su polifacética actividad como poeta, prosista, editor e incluso político impidiera ver con claridad su verdadera altura, a diferencia de lo que ha ocurrido con otros escritores de su generación. Y quizá también eso se deba a la particular idiosincrasia literaria del autor, muy difícil de encasillar en las manidas corrientes estéticas con que la crítica ha querido solucionar muchos de los problemas que tanto él como algunos de sus compañeros se esforzaron en poner de manifiesto. Barral quiso ser, antes que nada, poeta, pero muy pronto su proyecto se vio afectado tanto por su dedicación a la labor editorial como a las interferencias de la poética impulsada por algunos miembros de su grupo, como Gabriel Ferrater o Jaime Gil de Biedma. Y cuando su imagen pública de editor había eclipsado casi su vocación poética, de pronto se reveló como un prosista ambicioso, dueño de un estilo muy particularizado, gracias precisamente a sus memorias, cuyo primer volumen, Años de penitencia, se publicó en 1975. Jubilado prematuramente de la edición, Barral terminó dedicándose a la política en las listas del Partido Socialista de Cataluña, primero como senador y luego como parlamentario europeo. A lo largo de esos años últimos, completó sus memorias con dos entregas más —Los años sin excusa (1978) y Cuando las horas veloces (1988)— y siguió escribiendo poesía, con una intensidad y un rigor que de algún modo le devolvieron el control sobre su propia voz, justo antes de morir. Estas oscilaciones en su trabajo literario, esa tensión entre la imagen de poeta marinero que había pedido para sí mismo y su proyección en la sociedad, donde además se dedicó a cultivar un personaje con el que intentaba conjurar los males de la dispersión y a la vez proteger lo que más amaba, ha terminado por congelar su posteridad en una imagen hueca, rutinariamente admirada y despachada con unos cuantos tópicos.

Carlos Barral fue un poeta que maduró muy pronto, como demuestra su primer libro, Metropolitano (1957), donde se vertebran una serie de «lentos poemas de hierro» con intención de poema unitario que sorprenden todavía por su solidez y por el rigor compositivo. Metropolitano fue además para su autor una pieza seminal, tutelar del resto de su obra, mucho más allá de su condición de tributo postrero al simbolismo, un rito de paso estético por lo demás común a todos sus compañeros. Ahí Barral inventó su lengua literaria, estableciendo su relación con el lenguaje en general y con el castellano en particular. Tanto es así que la prosa de sus memorias, escritas en un tono inmediatamente reconocible para el lector que ha frecuentado su poesía, tiene su origen en aquel libro. En algún momento del diario que llevó durante su composición, en 1955, dice significativamente:

Sigo leyendo a dos columnas las Memorias de Retz y el Journal de Gide. Pienso en la posibilidad de procurar hacerme una prosa como quehacer inmediato sucesor de Metropolitano.[1]

Aunque todavía tardaría muchos años en escribir sus memorias, esta anotación demuestra que Barral asociaba su poesía a un programa general en el que también se tenía en cuenta la prosa. De hecho la preocupación por el estilo es un rasgo común en los mejores escritores de la generación del 50. Tanto Jaime Gil de Biedma como Juan Benet, Rafael Sánchez Ferlosio o Gabriel Ferrater formulan su particular enmienda a la tradición heredada, aunque a menudo por caminos muy distintos. Benet, por ejemplo, impugnó el costumbrismo —lo que él llamó «la entrada en la taberna»—, cuyos vicios concretó en las novelas de Benito Pérez Galdós, tratando de restaurar en su propia narrativa un imposible grand style.[2] Y Gil de Biedma —con el beneplácito y la complicidad en catalán de Ferrater— se propuso limpiar la dicción poética de los excesos renacentistas y simbolistas, desautorizando en su caso a Juan Ramón Jiménez.[3] Barral, por su parte, se sitúa en un lugar intermedio entre sus amigos poetas y sus colegas en prosa, contribuyendo a los dos bandos, que en el fondo coindicen en la expresión de un mismo problema acerca de las lagunas de la literatura española. En este sentido, hay una entrada en sus Diarios, escrita en 1958, que conviene citar por extenso:

El alejandrino ha sido utilísimo a la prosa francesa y nefasto a la poesía. La gran prosa de Francia, ese enfatismo y esa precisión que ninguna otra lengua tiene, se deben principalmente a la obra de los memorialistas del XVII y del XVIII y al alejandrino de la poesía dramática. La poesía, en cambio, purga todavía las grandezas de Racine. Por eso me parece más meritoria la obra de los grandes poetas franceses del XIX, Baudelaire vgr., porque operaban con una lengua casi inutilizada para la poesía, que había perdido la mayor parte de su flexibilidad. Una poesía escasa o mediocre a costa de un instrumento, la prosa, maravillosamente fijado.

Otra cosa es en España, donde la prosa no tuvo tiempo de realizarse, abortada por la Contrarreforma. La Teología y la Casuística vaciaron de objetos el mundo mental de la nación, substituyéndolos por conceptos. Y una lengua que se refiere casi exclusivamente a conceptos no necesita desarrollo (los matemáticos podrían seguir entendiéndose en latín convencional, y de hecho lo hicieron hasta el siglo pasado). Y una lengua así, viciada a hablar de cosas de valor universal, cualquiera la vuelve del revés, apta para precisar relaciones muy concretas de sujetos particulares. El castellano, en cuanto a prosa, se quedó para los usos ejemplares. O eso o el puro y simple pintoresquismo.

Pocas prosas habrán, me imagino, alcanzado un tal grado de sequedad y de ineptitud para expresar relaciones y fenómenos morales entre personas. La prueba es que cuando uno se enfrenta con ellos no le acuden a los labios más que verbos grandes, cultos y abstractos. Del grado de bouder même pas avec la langue.[4]

Barral, en una fecha todavía muy temprana, teoriza aquí acerca de una serie de cuestiones que pondrá en práctica tanto en su poesía como en sus memorias. Tras haber forjado su lengua en Metropolitano, un poema que aborda el problema de las relaciones del hombre con su mundo y que se mueve por tanto en el ámbito de la abstracción, cambió de tono y empezó a indagar en su vida moral a través de los poemas que acabarían conformando Diecinueve figuras de mi historia civil (1961), acercándose a lo que por aquellos años trataban de hacer —con un mismo supuesto pero con resultados dispares— Jaime Gil de Biedma o Gabriel Ferrater, que no dejaron de denunciar la ausencia de una verdadera «cultura de las emociones», muy a la anglosajona, en sus respectivas tradiciones. Formados en una poesía elíptica, muy rica en imágenes pero pobre en discursividad y meditación, trataban de concebir poemas que supusieran a la vez una reflexión íntima y pública, sujeta a una experiencia compartida y reconocible. Cuando Barral habla, en la cita anterior, de que la lengua, por culpa de la Contrarreforma, había quedado vaciada de objetos y llena de conceptos, inutilizada para «precisar relaciones muy concretas de sujetos par

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