Leonor. El futuro condicionado de la monarquía

Carmen Remírez de Ganuza

Fragmento

cap-1

Prólogo

Antes de que las imágenes virales de la familia real a la salida de la catedral de Palma dieran la vuelta al mundo el 1 de abril de 2018, muy pocos españoles menores de treinta años habrían acertado a pronunciar de manera instantánea el nombre de la princesa de Asturias. ¿Hay muchos, aún hoy, que sepan que se llama Leonor? Diría que no suman una mayoría técnica. Y, desde luego, serían una exigua minoría los capaces de apuntar alguna característica, no ya de su vida, su entorno o su personalidad, sino de su propia función institucional. Sin embargo, esa niña rubia de sonrisa angelical y mirada ausente, que poco tiempo atrás apenas se colaba en el cuché de las peluquerías y que ya ha irrumpido en la España real, será mediado el siglo... su reina. Y una reina curiosamente inserta en una Europa de reinas de su propia generación, con las raras excepciones de las coronas británica y danesa.

Claro que Leonor lo será... o no. La monarquía en España tiene un pasado apabullante —aunque intermitente—, un presente cambiante y un futuro inquietante, valga la consonancia. A su favor, cuenta con un sistema, la democracia parlamentaria, jurídica e intrínsecamente vinculado a la Corona en su forma de Estado. En su contra, la desafección de los nuevos partidos de izquierda, la crisis de la propia clase política y unas poderosas fuerzas nacionalistas e independentistas que tensionan la territorialidad de ese Estado y amenazan seriamente su propia estructura. Y, en medio, una sociedad de la información poderosa, apremiante, aduladora y cainita, transparente y volátil, de la que, en última instancia, depende que la balanza se incline del uno o del otro lado.

No hay manera de culpar a los españoles de no conocer a la heredera. Como no hay manera de discutir la familiaridad con que los británicos incorporan en sus vidas a los príncipes Carlos, Guillermo y Jorge. Sólo en clave histórica, la ininterrumpida y feliz convivencia entre los Windsor y el pueblo anglosajón pesa lo suyo frente a la accidentada relación de los españoles con los Borbones a lo largo de los últimos trescientos años, plagados de guerras intestinas y abdicaciones. En todo caso, y pese a la buena entrada del reinado de Felipe VI, las circunstancias han recibido a Leonor con un perfil particularmente bajo en relación con las demás casas reales europeas. En la eclosión de las redes, la revolución tecnológica y la globalización, la Corona española optó por proteger la infancia de la princesa, si no por esconderla. Y es ahora, en los albores de su adolescencia, cuando la Casa del rey comienza a dar señales de cambio; un cambio lento, hipercontrolado —pese a algún error de bulto, como el ya mencionado—, pero confesado y perceptible, hacia la presentación progresiva de la heredera.

A lo largo de sus cuatro primeros años, precisamente para asegurar el futuro de la dinastía, el padre de Leonor se concentró en apuntalar su propio reinado. Y lo hizo sobre dos premisas. La de más difícil recorrido, convencer al país tanto de la neutralidad política de la Corona como de su pragmática utilidad. Toda una cuadratura del círculo que Felipe VI acometió en 2016, primero, con el arbitraje del bloqueo postelectoral más largo de la democracia, y luego, en 2017, con su singular e histórico discurso televisado a la nación frente al órdago independentista en Cataluña.

La otra gran premisa de este arranque de reinado, la más expeditiva, descansó en el borrado del pasado inmediato de la Casa. Se trataba de que la sociedad española desvinculara a la nueva jefatura del Estado de la anterior familia real, y que le perdonara, a él y a su descendencia, no sólo los desvaríos de la infanta Cristina y de su finalmente encarcelado marido, sino los de su propio padre, el rey Juan Carlos. La revocación del ducado de Palma a su hermana, en el primer aniversario de la proclamación de Felipe VI, constituyó el gran «discurso del rey». El primero y más importante, en términos simbólicos, hasta el que pronunció en televisión dos años y medio después, y le descubrió como líder catódico de la unidad de España. En cuanto a su predecesor, el nuevo monarca marcó un pase de página que, salvo en rachas puntuales, lo mantuvo tan desaparecido para los españoles como la propia Leonor. Si el heredero de Franco a título de rey traicionó felizmente a su mentor para traer la democracia, el primer rey constitucional apartaba a su familia —sutil o duramente, según los casos— para, primero, regenerar la institución y salvar su propia dinastía y, segundo, cargar las pilas de la gastada maquinaria constitucional del «régimen del 78» (en el vocabulario de la nueva izquierda). O, al menos, intentarlo.

Marcados pues sendos propósitos, tocaba poner el foco, muy poco a poco, en algo tan consustancial a la Corona como es la figura de la heredera. La distribución de la primera foto oficial de Leonor (en portada con la fachada del Palacio Real de fondo) en su duodécimo cumpleaños (31 de octubre de 2017) y, sobre todo, la ceremonia de entrega del Toisón de Oro en el Palacio Real (30 de enero de 2018), trasladaron la mejor imagen de la niña y de la propia Corona como institución hereditaria. Ni un solo fallo en aquel arranque. El factor humano entre padre e hija, entre rey y heredera, agrandaba la corrección de un acto institucional y familiar al mismo tiempo, como singularmente corresponde a las monarquías.

Los españoles recuerdan vivamente a Froilán —primogénito de la infanta Elena y cuarto en la sucesión a la Corona—, cuando siendo niño y vistiendo de gala en la ceremonia nupcial de su tío —el futuro monarca—, se entretenía dando patadas a sus primos. Pero nunca habían visto a Leonor en una postura incorrecta o ligeramente encorvada siquiera... hasta que la reina Letizia cometió el error de enfrentarse a su suegra doña Sofía a la salida de la catedral de Palma. El «manotazo» con que los medios retrataron el gesto de la niña al retirar por dos veces de su hombro la propia mano de su regia abuela —empeñada en vano en hacerse una foto con sus nietas— no fue en realidad un acto de rebeldía sino de ciega obediencia infantil a su vigilante madre; el acto reflejo de una princesa disciplinada... con el estricto entorno en el que ha crecido. No obstante, la escena resultó el primer paso en falso de la ahora mediática princesa, y un aviso serio a la familia real de la fuerza de una opinión pública en contra.

Hasta la misa de Palma, el sumun de la cotidianeidad en la imagen de la heredera —habitualmente enlatada por los posados de Mallorca o los christmas de Navidad— se había alcanzado, dos años antes, en su puntual visita de abril de 2016 a su primer partido de fútbol, de la mano de su padre, en el estadio Vicente Calderón. Pero, sobre todo, en el reality de la comida familiar difundido por la Zarzuela en enero del 18 con motivo del cincuenta cumpleaños del rey. Pese a lo envarado de la actuación, los españoles pudieron descubrir a una niña, curiosamente zurda, que acertaba educadamente a taparse con la mano derecha la boca entreabierta, escaldada por la sopa.

Aún con la mayor difusión que permiten las nuevas tecnologías, algunas de estas fórmulas mediáticas marcaron ya en su día la entronización en sociedad del propio príncipe Felipe, quien también acompañó de niño a su padre al fútbol; o posó a la entrada del colegio de la mano de su madre, la reina Sofía. Y, en todo ca

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