Próxima estación, Madrid-Atocha

Manuel Medina

Fragmento

cap-2

EL PRIMER TREN

El tren partió de Linares-Baeza con rumbo a Almería donde, en el campamento Álvarez de Sotomayor, situado en el término de Viator, yo iba a cumplir el servicio militar. Nunca había montado en tren. Las pocas veces que había tenido que viajar, siempre habían sido trayectos cortos y en autobús de línea, como le llamábamos entonces. De ahí que el tren fuese una gran novedad en mi vida. La primera parada fue Moreda, donde nos detuvimos varias horas y allí degustamos el primer rancho que tomábamos aquellos que nos incorporábamos a filas.

Realicé ese viaje abrazado a la tristeza por haber abandonado la Cañada de la Fuensanta, a mis familiares y a mi primera novia. Todo me parecía triste: los raíles, el ruido de la máquina del tren, el humo que salía de su chimenea, las continuas pitadas a la entrada y salida de los túneles, el paisaje desolador del desierto de Almería. Pero hubo algo especial que compensó el largo viaje de más de un día: el olor a azahar de los naranjos en aquel mes de marzo de 1966, y la brisa que anunciaba la proximidad del mar.

Se iniciaba una nueva etapa, totalmente distinta a la anterior, en un campamento levantado para los soldados que servirían en la península y en las plazas de soberanía de África. Me había tocado cumplir el servicio militar en Melilla, pero permanecería en la península hasta finales de abril, y luego cruzaría el charco. De modo que cabía la posibilidad de que me concediesen algún día de permiso para Semana Santa, que ese año se celebraba a principios de abril.

Lejos, en el pueblo, me estaría esperando la ilusión del primer amor y también mi familia, quien, a las puertas del cortijo, me aguardaría con el perro de toda la vida, junto a las acequias y fuentes que siempre daban abundantes aguas. Hasta ese momento, la vida había sido un transcurso monótono de vaivenes, que tan solo cambiaba cuando llovía, nevaba o hacía sol. Era un tiempo en el que la subsistencia no experimentaba cambio alguno, como no fuera el de la alegría que producía recibir una carta del soldado que se había ido, o del familiar que había emigrado y contaba un nuevo avance en la conquista de su propia vida, en la que siempre sucedía lo mismo: días largos y noches cortas en verano, y lo contrario en invierno.

Lluvias y frío permanente en aquella cañada circundada por arroyos, que desembocaban en el río Guadalquivir, cuyo cauce discurría a unos tres kilómetros de allí, y al que se llegaba siguiendo el accidentado trazado del arroyo principal de la Cañada de la Fuensanta. Las noches eran largas, y cuando llovía incesantemente, mis hermanos y yo —éramos ocho— inventábamos juegos, y así nos entreteníamos fácilmente junto a nuestros familiares más próximos de la Cañada. Era tanta nuestra capacidad de diversión que incluso gastábamos bromas a los gatos. Los calzábamos con cáscaras de nuez para que rodaran por las escaleras cuando salían corriendo; otras veces, observábamos cómo esas huidas se acortaban cuando los animales tenían hambre.

También teníamos tiempo para darnos cuenta de que hombres y niños nunca lloraban por las mismas causas, pues unos sollozaban de rabia por no poder jugar; y otros, de desesperación por no poder trabajar. A veces, llovía continuamente durante un mes entero. En aquellos días, el cielo jamás brillaba en las tardes de lluvia, ni tampoco aparecía el sol en los atardeceres de invierno. Eran días en los que leíamos muchas novelas, algunas varias veces, y en ocasiones lo hacíamos en voz alta para que todos pudieran disfrutar de la historia. También hacíamos cuentas y cálculos para comprar cepos y utensilios de caza furtiva. Pero, por mucho que jugásemos, vernos obligados a permanecer dentro del cortijo, oyendo el sonido constante del agua deslizándose por las canales, hacía que nos abrumara la monotonía, tanto que a veces nos amenazaba la desesperación.

Las incontables historias, los interminables momentos ante las lumbres y las escasas comidas apenas dejaban espacio para nada más; y nosotros solo pensábamos en salir corriendo tras los zorzales, que eran los únicos que se movían sin limitación de tiempo ni de espacio, lloviera o hiciera sol. Volaban por los contornos de sierras, llanos o montañas; ellos eran los portadores de la auténtica libertad. Cuando lucía el sol o dejaba de llover, nuestra obsesión era cazarlos con cepos o perchas —el marcado instinto de comer carne—, y también para venderlos a los bares para sacar algo de dinero.

A veces, las noches de lluvia nos arrebataban la esperanza de contar con un cielo despejado y bañado por la claridad del sol al día siguiente. Pero luego dejaba de llover, y los campos aparecían de nuevo bañados por el sol, los pájaros volaban, las flores crecían y las hojas poblaban las ramas hasta ocultar los tallos. Ese renacer nos mostraba que todo era posible, y no hay nada que lo impida hasta que no sucede. La radio era nuestro mayor aliciente, pues, además de deleitarnos con todo tipo de música, estábamos al tanto de lo que sucedía en el mundo. Disfrutábamos intensamente cuando escuchábamos el adagio del Concierto de Aranjuez, o cuando la letra y música de La sandunga nos hacía recordar a aquella parte de nuestra familia que había emigrado a Cataluña o a otro lugar de España.

Cuando algunos de mis tíos o primos se marchaban, nos invadía una intensa sensación de soledad. El silencio conventual de los cortijos abandonados era estremecedor. En ocasiones cerrábamos los ojos y nuestra imaginación nos traía las voces de los primos corriendo por los caminos y los arroyos, a veces persiguiendo a los zorzales; otras llevando leña a la puerta del horno para hacer el pan de todos los meses. De ahí que al oír la música y la letra de La sandunga nos doliera el corazón al repetir: «Ay, mamá, por Dios y Madre de mi corazón». De tanto escucharla, y sobre todo sentirla, supimos que esas expresiones provenían de la vida personal del autor de la letra, Máximo Ramón Ortiz, natural de Oaxaca, en México, quien, en 1850 junto al lecho donde yacía su madre muerta, exclamó: «¡Ay, mamá, por Dios, cómo no le has pedido al Altísimo que te hubiera mantenido unas horas más con vida para haberme despedido de ti, madre de mi corazón!». Este dolor fue el que inspiró la canción, y el que llevó al autor a incluir la expresión: «¡Ay, mamá, por Dios y Madre de mi corazón!». Este sentimiento de aflicción nos llegaba al alma, incluso hacía que sintiéramos aún más el peso de la ausencia de aquellos que se habían ido a trabajar fuera de la Cañada, donde sus ecos y recuerdos era lo único que nos quedaba. Por lo que, al escuchar esas canciones entrañables, se acrecentaba esa ausencia, porque sus letras desprendían una gran tristeza, que nos hacía recordar lo trágico de nuestra situación, nuestra propia soledad: nos faltaba familia a la que abrazar y primos con los que jugar.

En aquella vida, había tiempo para sacar conclusiones de casi todo, incluso de la preocupación que nos atormentaba al pensar en el porvenir. Llegamos a considerarla la excusa de los inseguros, el castigo de los mártires a los que la noche les quedaba corta para vivir todas las tragedias, que olvidaban cuando amanecía. ¡Cuántos mártires de la noche olvidaban su condición de luchadores durante el día, y se dejaban llevar por las falsas tinieblas de la desesperación destrozando así sus sueños a partir de la

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