Ciudadano Polanco

Juan Cruz Ruiz

Fragmento

Prolegómenos

Prolegómenos

HISTORIA DE UN LIBRO POSPUESTO

A Jesús Polanco le preocupó en un tiempo la cantidad de insultos que se acumularon en torno a su figura y a las cosas que creó. Una de las numerosas veces que acudió al juzgado, por pleitos habidos contra cualquiera de sus empresas, el juez le mostró un abultado paquete que recogía todo lo que se había dicho en su contra, en periódicos o en libros. Fue una literatura por la que no transitó, no leía esos textos, y aunque se los transmitieran en dosieres no le afectó de veras ni le interesó más allá de lo anecdótico (o de lo dramático) esa animadversión que fue habitual en cuanto él tuvo importancia en el mundo mediático español.

No obstante, aquel día en el juzgado, sintió que en algún momento tendría que contar su propia historia, que no era la de un tunante que quisiera hacer de su poder, el que había adquirido sobre todo al frente de El País como su primer ejecutivo, un instrumento propio de influencia en la sociedad civil y política nacional.

A lo largo de los años no concedió más entrevistas de las necesarias y no se tomó muy en serio la respuesta a tanta maledicencia. A pesar de eso, su segunda mujer, Mariluz Barreiros, logró convencerlo para que contara su vida ante un magnetófono y para ello contó conmigo. No tomó la idea de un modo entusiasta, pero la insistencia de Mariluz y mi disponibilidad parecieron convencerlo, hasta que al fin se impuso la oportunidad de la tarea y me recibió semanalmente, con buen espíritu, para hacer una conversación de la que yo extrajera, como él decía, «los hechos de una vida».

No quería responder a sus numerosos críticos (de El País, de la SER, de Santillana, de Canal+...), sólo quería contar, repetía, los hechos de su vida. El magnetófono que usaba era de última generación (a principios del 2003). Él mismo se lo adaptaba a su cárdigan (trabajaba con cárdigan, escuchando ópera de fondo, sentado detrás de su mesa limpia) y esperaba mis preguntas. Algo que distinguía a Jesús Polanco era su sencillez, su manera de ir directo a las cosas, y su memoria. Lo recordaba todo con sumo detalle, incluidos los nombres propios y los datos o las cifras, y cuando éstos no le venían al recuerdo luchaba como si estuviera nadando tras un imposible. Hasta que daba con el dato esquivo o con el nombre diluido en el universo de referencias que constituyeron su muy diversa y controvertida historia.

Las primeras notas que le envié sobre nuestras primeras conversaciones son del lunes 27 de enero del 2003. Habíamos acordado que después de cada uno de nuestros encuentros le haría llegar el resumen de lo que habláramos. Desde el principio me sorprendieron sus ganas de contar, sobre todo de ir hacia las esencias de su vida familiar, de la que según él partía todo. También me sorprendieron su frescura y su candidez; aquel hombre curtido en la batalla de vivir nadando a contracorriente, al frente de empresas cuyo éxito desató envidia e inquina, no era (al menos no era siempre) el personaje que pintaban sus adversarios: un hombre implacable, un ser humano soberbio que quería sobresalir más allá de los escrúpulos.

Ése no era en modo alguno el Jesús Polanco que yo conocí. A estas alturas, tampoco es ése el hombre al que así dibuja la historia del periodismo y del mundo editorial.

Habíamos quedado los lunes, por las tardes. En esas conversaciones no había infidencias o confidencias. Era un hombre muy estricto que, salvo excepciones que se han hecho leyenda (discusiones suyas con presidentes de Gobierno, por ejemplo), guardaba con enorme discreción sus secretos. Alguna vez me habló de personas concretas, fuera de la conversación, pero fue siempre para elogiarlas o para ofrecer detalles sobre personalidad profesional. No se hizo vehículo de insultos ni de querellas; ni siquiera con respecto a sus enemigos más encarnizados, o más encarnizados con él, tuvo palabras de desdén o de riña.

En el Grupo PRISA hubo quien consideró que yo frecuentaba mucho a Jesús, y que eso podría ser disfuncional desde el punto de vista de las jerarquías que entonces imperaban. Era inútil contradecir esa suposición, pero lo cierto es que nunca, jamás, hubo en este intercambio, que fue íntegramente grabado, nada que contraviniera las normas de su discreción.

Fueron grabaciones para ser publicadas. Él nunca pidió que se interrumpiera la grabación, dijera lo que estuviera diciendo. En lo que insistió muchas veces es que, una vez termináramos las conversaciones, lo que se debía hacer con ese material era someterlo a «un bordado», para convertirlo en una historia personal «de los hechos de una vida».

Pero un día del 2003, cuando ya llevábamos mucho hablado, a él le pareció que, dijera lo que dijera, esa imagen suya de hombre prepotente (de «Jesús del Gran Poder», como lo bautizó, precisamente, un amigo, el padre José María Martín Patino), nunca se iba a diluir, de modo que el libro que proyectábamos sobre «los hechos» de su vida no tenía sentido alguno. Así que él se guardó el magnetófono y yo me guardé los papeles, de los que tuvo todas las copias. Y se acabó el proyecto donde se acabó.

Cuatro años después, en julio del 2007, tras una enfermedad dura y cruel, murió Jesús Polanco. Lo vi algunas semanas antes. Su hija Isabel, que fallecería un año después, y que ya estaba muy delicada de salud, me llamó al lado suyo y de su padre. Estábamos en su despacho de la cuarta planta de El País, antes de la entrega de los obsequios que la empresa hacía a aquellos que llevaban mucho tiempo en la plantilla. Sería el último acto que Jesús protagonizó en la sede del periódico que contribuyó a fundar, en el mismo lugar desde el que vivió guerras, batallas y alegrías, muchas de ellas de suma importancia. Isabel había sido, en las dos últimas décadas de su vida, una persona imprescindible, por su inteligencia, por su capacidad de organización, por su visión de la vida empresarial, y también por su ternura. Que me convocara a aquella reunión, que era a la vez un saludo y una despedida, tuvo para mí el valor de un símbolo que jamás olvido.

Ya había dejado dicho Jesús que no consideraba que aquellas conversaciones fueran a tener importancia alguna en la marejada que a lo largo de los años precipitaron su vida y sus acciones, los hechos de su vida. Así que las grabaciones y el manuscrito se quedaron en un lugar específico de su escritorio y fueron a reposar tanto en mi ordenador como en una muy gruesa maleta que siguió en mis armarios largo tiempo marcada con el muy preciso título «La maleta de Polanco».

El día de la muerte de Jesús yo estaba preparándome para viajar a Málaga, a un evento del que yo iba a ser cronista. Era un concierto de Joan Manuel Serrat y de Joaquín Sabina, Dos pájaros de un tiro. La noche anterior, el entonces director de El País, Javier Moreno, me había avisado de la muy triste noticia que probablemente se anunciaría al día siguiente. Ya en el aeropuerto camino a Málaga recibí del propio Javier la confirmación y reemprendí el viaje de regreso al periódico. Hice el

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