Variaciones 95 (Diarios de Pániker 2)

Salvador Pániker

Fragmento

cap

1 de enero

Nochevieja en casa. Descorchamos una botella de champán y brindamos por el año nuevo, Mónica, Gregorio y yo. En la tele, Gila cuenta chistes.

Me despedí del 94 con reuma. NV, que a menudo viene a ver a Mónica, me recomienda resignación. NV es realista, detallista, minuciosa. «Esa mesa de trabajo tuya, tan baja, es mala para la artrosis.» Pues en esta mesa he escrito más de 700 folios de diario este año pasado.

Hay uvas en la nevera, pero nadie tiene la desfachatez de tomarlas, hasta ahí podíamos llegar. Dícese que la absurda práctica de comer uvas en Nochevieja fue idea de unos avisados cosecheros vitícolas allá por el año 1910; había excedentes e inventaron esa costumbre. Y las gentes, todavía hoy, como borregos.

Las gentes, las fiestas. Hubo un tiempo en que las ceremonias del Año Nuevo tenían significación sagrada, eran la reiteración simbólica de la cosmogonía, el recuerdo del primer día en que el mundo fue creado. Hoy, ya se sabe, las solemnidades están huecas, las costumbres son amnésicas. Esta noche pasada, las gentes parecían muy excitadas celebrando el cambio de una hoja de calendario. Curiosamente, significativamente, son los jóvenes quienes más parecen seguir necesitando la celebración de fiestas recurrentes, esa mezcla de religión y ritmo, de retorno al origen y anestesia. Porque el concepto de fiesta es religioso, arcaico, cósmico y agrícola.

Nota. Sostenía Sigmund Freud que la fiesta arranca del sacrificio original, anterior a la agricultura y al fuego, y que no tuvo en un principio la significación de ofrenda a una divinidad enojada. El sacrificio fue perpetuado de forma simbólica con la muerte del animal totémico, que se consumía totalmente crudo. El psicoanálisis ha revelado que el animal totémico es una substitución del padre. En consecuencia, la fiesta es alegría y duelo, el rito perpetuado del sacrificio original, que es el asesinato original, que es el asesinato del padre.

Perfectamente. Nadie sigue ya a Sigmund Freud en esta remota especulación suya. Hoy pensamos –es decir, lo pienso yo– que la fiesta es tranquilizante en la medida en que reinstaura el tiempo cíclico del mito. La fiesta es ambivalente en tanto que autoriza a realizar lo prohibido, satisface la tendencia a mantenerse dentro y fuera de la norma. La fiesta es antigua como la conciencia humana. La fiesta es catarsis, exorcismo que nos libera de la maldición de ser, epifanía de lo asombroso, una orgía secretamente ligada a la tragedia.

No hubo manifestación literaria de la tragedia en la Edad Media cristiana, pero hubo un acting out expresado colectivamente en las fiestas de los locos y otras irregularidades. La fiesta de los locos consistía en que clérigos y burgueses, obispos y plebeyos, cubrían su rostro con máscaras, recitaban refranes licenciosos, cantaban, bailaban, fornicaban, tergiversaban el orden cósmico, no dejaban dormir a sus vecinos. Esto ocurría especialmente el día primero de cada año, y la costumbre duró hasta bien entrado el siglo XVI, cuando el nacimiento del primer capitalismo industrial sofocó los alborozos del homo festivus.

Lo dicho: la fiesta, el culto a Dioniso, es un exorcismo, la liberación del fardo de la identidad –de ahí el simbolismo de las máscaras–, la ruptura transitoria de un orden. A señalar que el referente del orden es siempre el Uno, y que la fiesta es la irrupción de la pluralidad. La fiesta es una respiración, un margen para el caos.

En fin. La fiesta es tiempo sagrado, un asunto muy antiguo, y resulta bastante deprimente el espectáculo de todas esas gentes que desconocen el origen de sus pulsiones y se apuntan a lo que les echen.

3 de enero

Sentencia el doctor Fernández i Sabaté que lo mío es artrosis generalizada, que algunas vértebras prácticamente se me juntan, que lo de ahora es «tendinitis del supraespinós de l’espatlla esquerra», que debo evitar estiramientos bruscos del tendón, dosificar mis partidas de frontón, natación como terapia, microondas en el hombro. Me pone una infiltración de cortisona.

Anteayer escribía sobre la pervivencia camuflada del mito en las sociedades modernas. La cosa, a mi juicio, tiene que ver con la angustia del tiempo histórico, que es el tiempo profano que conduce a la muerte. El mito está fuera del tiempo histórico. En las sociedades arcaicas –léase a Mircea Eliade–, todo era mito; no había distinción entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio. Y ese mito que embebía la existencia, protegía al hombre arcaico de la angustia del tiempo profano, que es el tiempo lineal, el tiempo abocado a la muerte. Pues bien, en el hombre moderno, el mito se ha camuflado en algunas diversiones del ocio, por ejemplo, en los encuentros deportivos, en el cine. El inmenso atractivo de esas celebraciones procede de que son una salida fuera del tiempo. En la intensidad de la fiebre futbolística, en la acotación de una película de amor o de suspense, aunque la trama sea temporal, queda suspendido el tiempo. Y de ahí un cierto sentimiento de tristeza cuando ambas «fiestas» terminan, cuando uno se reincorpora al tiempo profano, que es el tiempo de las obligaciones cotidianas.

Añadiré que toda verdadera creación artística es una salida fuera del tiempo, una reinvención del mundo y del lenguaje. En cierto modo, una cosmogonía.

5 de enero

La película se llamaba Mr. H. Pulham Esq. –aquí estúpidamente traducida por Cenizas de amor– y la dirigió en 1941 King Vidor. No es una obra maestra, pero sí inteligente y evocadora. Es la historia de un hombre que prefiere la rutina a la pasión, una historia bien contada y con el aliciente, a pesar de sus peinados, de la bellísima Hedy Lamarr. Una historia que maquinalmente me ha llevado a reflexionar sobre mi propia vida, los clichés del tiempo y la familia.

La familia, etimológicamente, es el conjunto de fámulos (generalmente esclavos) dentro de una misma explotación económica (domus) presidida por el pater familias, que es el propietario de todo el patrimonium (ganado, esclavos, mujeres, niños). Las grandes religiones monoteístas sancionaron este esquema. No ha sido hasta hace poco que la omnipotencia masculina ha entrado en declive. Con escasas y honrosas excepciones (Stuart Mill, Condorcet), la dominación del sexo masculino había sido considerada, ya como una consecuencia de la voluntad divina, ya como un resultado de la desigualdad biológica. Hoy todo eso está cambiando. Las técnicas de control de natalidad, el trabajo asalariado de ambos sexos, la revuelta feminista, amén de otros mil condicionantes, conducen a un cambio en el concepto de familia, a una reducción de su tamaño, a nuevas modalidades y tanteos.

Escribe Emilio Lamo de Espinosa sobre la progresiva transición de una sociedad de familias a una sociedad de individuos. El 34 por ciento de los hogares daneses, el 33 por ciento de los alemanes y el 30 por ciento de los holandeses son ya unipersonales. En algunas grandes ciudades, el fenómeno es masivo: la mitad de los hogares de París son unipersonales; «capital de la soledad» la denominan los demógrafos franceses. Y yo cavilo que el aparato televisivo como Ersatz de la compañía humana algo tendrá que ver con eso. Y, en general, las peculiaridades

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