Cosas maravillosas. Cien años del descubrimiento de Tutankhamón

Nacho Ares

Fragmento

Introducción
Introducción

«Me encuentro en la orilla oeste de Luxor. Son las 13.50 horas y estoy sentado en el bordillo de la carretera que lleva al Valle de los Reyes, frente al puesto de vigilancia militar y a unos cien metros de la casa de Carter. Acabo de entrar en la casa de Howard Carter…».

Así empezaba la página 122 de mi cuaderno de bitácora de aquella mañana de agosto de 1999. Era la primera vez que visitaba aquel lugar, que con el paso de los años, y en especial después de su reapertura al público, se ha convertido en un lugar de peregrinaje para mí.

La historia de la arqueología, y más aún la historia del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón, es quizá el aspecto que más me apasiona de la egiptología. Me gusta la historia de la civilización de Egipto, comprendo un poco los jeroglíficos, lo suficiente para desenvolverme con cierta soltura cuando estoy en una tumba o un templo. Pero la biografía de los estudiosos que devolvieron a la vida el mundo de los faraones es mi tema favorito. Y hablar del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón, como voy a hacer en este libro, no es hablar solo del Faraón Niño y del contexto en el que nació, sino también de la aventura arqueológica más grande de todos los tiempos: el hallazgo de su enterramiento intacto el 4 de noviembre de 1922.

Aquel día de 1999 queda ya muy lejos en el tiempo. Estaba al pie de la Montaña Tebana, en la orilla occidental del actual Luxor, la antigua y gloriosa Tebas, la misma que Heródoto llamó «la de las cien puertas». Era una jornada más en el Valle de los Reyes. Recuerdo que era viernes, día festivo para los musulmanes, aunque nadie notaba la festividad en aquel lugar antaño sagrado y hoy tan concurrido, lleno de turistas. Por suerte, la llamada Revolución de 2011, enmarcada en la Primavera Árabe, ha quedado atrás y el número de visitantes es hoy idéntico al que había antes de esta fecha.

Pero aquella mañana de verano todo era diferente. Cientos de turistas abandonaban la necrópolis en sus autobuses. El aire acondicionado pronto les haría recuperar su estado natural. Ahora estaban exhaustos después de una dura visita a la orilla oeste de Tebas, que fácilmente podía haber empezado a eso de las cinco de la mañana. Muchos la habrían empezado en Deir el-Bahari, visitando el templo de la reina Hatshepsut; otros habrían preferido Medinet Habu, el templo funerario de Ramsés III, y no pocos se habrían decantado por las tumbas de los artesanos en Deir el-Medina o las de los nobles en Gurna. Pero un sitio ineludible al que todo el mundo, sin excepción, quiere ir es el Valle de los Reyes. Las tumbas de los soberanos tienen un toque especial, un halo de distinción que no encontramos en ningún otro lugar de la necrópolis tebana.

Eran casi las dos de la tarde y, como de costumbre, el termómetro debía de superar con creces los cuarenta grados, la misma temperatura que puede haber en la Cibeles a esa misma hora del día. Para que luego digan que en Egipto hace calor. Sí, pero muchas veces igual que en España.

A la elevada temperatura había que sumar el abrasador sol que se derramaba a borbotones en cada lasca de piedra caliza de la montaña convirtiendo todo el desierto en un gigantesco paisaje de luz blanca.

Aunque parezca insólito, poco ha cambiado en este lugar de Egipto desde la época de los faraones. La ladera este de la montaña, antes repleta de tumbas y atiborrada de coloridas casas de adobe, ahora está lisa y ofrece la visión original de la necrópolis tal y como debió de estar hace miles de años. Las casas de los habitantes de Gurna, la aldea centenaria que levantó sus viviendas en este lugar, fueron derribadas en 2006. Para ello se emplearon destructivos buldóceres que no solamente acabaron con los hogares de barro de los egipcios modernos, sino también con la estructura de algunas de las tumbas que había en el subsuelo. No es extraño que los descubrimientos que se realizan en la zona estén muy deteriorados por el paso del tiempo.

Las casas de los gurnauitas, como se llama a los habitantes de esta aldea, tenían pintados en las paredes coloristas murales en los que se recreaba el viaje a La Meca. En ellos se veían dibujos de carruajes, camiones o camellos, y, en el caso de los más afortunados, aviones. Un largo recorrido de más de mil kilómetros para acercarse al último tesoro de Mahoma, el profeta, en Arabia Saudí. Pero de este paisaje multicolor que en los últimos siglos se había integrado perfectamente con la Montaña Tebana solo quedan algunas fábricas de alabastro con ingenuas pinturas de estilo egipciante y poco más.

El Valle de los Reyes en la actualidad. Foto © N. A.

De forma tachonada, las autoridades arqueológicas han colocado paredes de piedra cubriendo las enormes luces que al caer la noche iluminan la montaña. Es una forma de garantizar la seguridad del lugar y evitar la presencia de los saqueadores, que siguen existiendo como han existido siempre.

Para compensar a los egipcios que durante generaciones tuvieron su casa en este lugar se construyó un nuevo pueblo, New Gurna, unos kilómetros más al norte, con casas que incluían todas las comodidades. Hay que pensar que las viviendas de adobe que había antiguamente en la necrópolis no contaban con agua corriente, y la instalación de la luz no era más que un empalme al poste que servía electricidad a la montaña. Las casas actuales están mucho mejor, pero, aun así, hay algunas que no parecen ser del gusto de los vecinos. No es extraño darse una vuelta por New Gurna y descubrir que, donde había una pared perfectamente pintada de amarillo, el ocupante de la vivienda ha abierto un agujero con un pico y ha cubierto más o menos los bordes con cemento para improvisar una pequeña terracita desde la que amablemente saluda echándose un cigarro. Por no hablar de los aparatos de aire acondicionado, toda una moda en Egipto en las últimas décadas. Cada uno lo instala donde Dios le ha dado a entender, y eso de guardar el estilo y el diseño de la fachada lo dejamos para otras generaciones, que nosotros vamos a lo práctico.

En la actualidad, solo una pista de asfalto rompe la armonía del acantilado de piedra que recorre el lado oriental de la montaña. La carretera une los puntos más importantes de la necrópolis. Antaño se hizo un proyecto para cambiar su trazado y acercarla más al río, hacia el este. Las razones que hicieron pensar en esta posibilidad fueron varias. Por un lado, se quería liberar espacio y convertir la necrópolis tebana en una especie de parque temático dedicado solamente a las visitas arqueológicas en el que no hubiera elementos que distorsionaran el paisaje. Por otra parte, se pretendía desalojar el espacio que ocupa la carretera para poder excavar en la zona. En la actualidad, varios templos funerarios importantes permanecen mutilados bajo el asfalto. Es el caso, por ejemplo, del de Tutmosis III, excavado por la sevillana Myriam Seco, cuyos pilonos de entrada se ven c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos