La frantumaglia

Elena Ferrante

Fragmento

cap-2

Este libro

Este libro va dirigido a quien leyó, amó, analizó El amor molesto (1992-1996) y Los días del abandono (2002-2004), las dos primeras novelas de Elena Ferrante. Con los años, la primera se convirtió en libro de culto, Mario Martone dirigió una magnífica película basada en ella, y los interrogantes sobre la peculiar reticencia de la autora se multiplicaron. La segunda novela contribuyó a ampliar aún más el público de la escritora, lectores y lectoras la amaron con pasión, y las preguntas sobre la personalidad de Elena Ferrante se hicieron apremiantes.

Para satisfacer la gran curiosidad de ese público exigente y a la vez generoso, decidimos reunir aquí algunas de las cartas que la autora intercambió con Edizioni e/o, las pocas entrevistas que ha concedido y la correspondencia con lectores excepcionales. Entre otras cosas, los textos aclaran, esperamos que de forma definitiva, los motivos que llevan a la escritora a mantenerse al margen, como viene haciendo desde hace diez años, de los medios de comunicación y sus necesidades.

Los editores, SANDRA OZZOLA y SANDRO FERRI

NOTA. Introducción a la primera edición de La frantumaglia, publicada en Italia en septiembre de 2003.

Todas las notas que siguen pertenecen a los editores de esta edición actualizada de La frantumaglia.

cap-3

I

Papeles

1991-2003

cap-4

1

El regalo de la Befana

Querida Sandra:

En mi último y agradable encuentro contigo y tu marido me preguntaste qué pensaba hacer para la promoción de El amor molesto —conviene que me acostumbre a llamar al libro por su título definitivo—. Planteaste la pregunta de forma irónica y la acompañaste con una de tus vivas miradas divertidas. En ese momento no me atreví a contestarte, tenía la impresión de haber sido bien clara con Sandro; él se manifestó por completo de acuerdo con mis decisiones, y yo confiaba en que no se volviera a sacar el tema ni en broma. Ahora te contesto por escrito: la escritura me borra las largas pausas, las incertidumbres, la docilidad.

No pienso hacer nada por El amor molesto, nada que suponga el compromiso público de mi persona. Ya he hecho suficiente por este cuento largo: lo escribí; si el libro tiene algún valor, debería ser suficiente. No participaré en debates y congresos, si me invitaran. No iré a retirar premios, si quisieran dármelos. Nunca haré promoción del libro, sobre todo en la televisión, ni en Italia ni, llegado el caso, en el extranjero. Intervendré solo a través de la escritura, pero me inclinaría por limitar también esto último a lo mínimo indispensable. En este sentido, me he comprometido definitivamente conmigo misma y con mis familiares. Espero no verme obligada a cambiar de idea. Comprendo que mi postura puede causar ciertas dificultades a la editorial. Tengo en gran estima vuestro trabajo, me he encariñado con vosotros enseguida, no quiero ocasionaros ningún perjuicio. Si no tenéis intención de seguir apoyándome, decídmelo enseguida, lo entenderé. No tengo ninguna necesidad de publicar este libro.

Me resulta difícil exponer todos los motivos de esta decisión, lo sabes. Solo quiero confiarte que la mía es una pequeña apuesta conmigo misma, con mis convicciones. Creo que, una vez escritos, los libros no necesitan en absoluto a sus autores. Si tienen algo que contar, tarde o temprano encontrarán lectores; si no, no. Hay ejemplos de sobra. Adoro esos misteriosos libros de época antigua y moderna sin un autor claro pero que han tenido y tienen una vida propia e intensa. Me parecen una especie de prodigio nocturno, como cuando de niña esperaba los regalos de la Befana: me iba a la cama muy nerviosa y por la mañana me despertaba y ahí estaban los regalos, pero a la Befana nadie la había visto. Los auténticos milagros son aquellos que nunca se sabrá quién hizo, ya se trate de los pequeñísimos milagros de los espíritus secretos de la casa o de los grandes milagros que dejan boquiabiertos. Conservo este deseo infantil de maravillas grandes o pequeñas, sigo creyendo en ellas.

Por eso, querida Sandra, te lo digo con claridad: si en El amor molesto no hay hilo con que tejer, ¡paciencia!: significará que tú y yo nos hemos equivocado; pero si lo hay, ese hilo se entrelazará hasta donde sea capaz de hacerlo y no nos quedará más que agradecer a lectoras y lectores que hayan encontrado pacientemente el extremo y tirado de él.

Por lo demás, ¿no es cierto que las promociones cuestan? Seré la autora menos cara de la editorial. Os ahorraréis incluso mi presencia.

Un fuerte abrazo,

ELENA

NOTA. Carta del 21 de septiembre de 1991.

cap-5

2

Las modistas de las madres

Querida Sandra:

Me inquieta mucho este asunto del premio. Debo decirte que lo que más me confunde no es que mi libro haya sido premiado, sino que el premio lleve el nombre de Elsa Morante. Con el fin de escribir unas líneas de agradecimiento que fueran, sobre todo, un homenaje a una autora que he querido mucho, me puse a buscar en sus libros unos pasajes adecuados para la ocasión. Descubrí que la ansiedad juega malas pasadas. Hojeé y hojeé y no localicé ni una palabra que viniera al caso cuando, en realidad, recordaba nítidamente muchas. Habrá que reflexionar sobre cómo y cuándo las palabras se escapan de los libros y los libros terminan por parecer sepulcros vacíos.

¿Qué fue lo que me obnubiló en esas circunstancias? Buscaba un pasaje inequívocamente femenino sobre la figura materna, pero las voces narradoras masculinas inventadas por Elsa Morante me nublaron la vista. Aunque sabía muy bien que esos pasajes existían, para localizarlos debería haber regresado a la impresión de la primera lectura, cuando había conseguido sentir las voces masculinas como enmascaramientos de voces y sentimientos femeninos. El caso es que para conseguir algo así lo peor que se puede hacer es leer con la urgencia de localizar un pasaje para citarlo. Los libros son organismos complejos, las líneas que nos turbaron profundamente son el momento más intenso de un terremoto que el texto desencadenó en nosotros desde las primeras páginas; de manera que o se localiza la falla y uno mismo se convierte en la falla, o las palabras que nos parecieron escritas para nosotros ya no se encuentran, y si se encuentran, parecen banales, incluso lugares comunes.

Al final eché mano de la cita que ya conoces, quería ponerla en el epígrafe de El amor molesto, pero es difícil de utilizar porque leída hoy parece obvia, solo un pasaje irónico sobre la desmaterialización del cuerpo de la madre por obra del macho meridional. Por ello, en caso de que consideréis necesario citar ese pasaje para hacer más comprensible la lectura de mi texto de agradecimiento, os transcribo a continuación toda la página. Morante resume libremente lo que Giuditta, su personaje, le dirá al hijo como comentario del tono de hombre siciliano que el chico utilizó, tras una desagradable humillación, para marcar el final de la experiencia teatral de su madre y el regreso de esta a un aspecto menos perturbador.

Giuditta le agarró una mano y se la cubrió de besos. En ese momento —le dijo después—, él había adoptado una actitud de siciliano, de esos sicilianos severos, de honor, siempre pendientes de sus hermanas, que no salgan solas por la noche, que no alimenten las esperanzas de sus pretendientes, que no usen pintalabios. Y para quienes «madre» significa dos cosas: «vieja» y «santa». El color propio de los vestidos de las madres es el negro o, como mucho, el gris o el marrón. Sus vestidos son amorfos ya que nadie, empezando por las modistas de las madres, va a pensar que una madre tiene cuerpo de mujer. Sus años son un misterio sin importancia, porque, total, su única edad es la vejez. Dicha vejez amorfa tiene ojos santos que no lloran por sí mismos, sino por los hijos; tiene labios santos, que rezan oraciones no por sí mismos, sino por los hijos. ¡Y pobre del que delante de estos hijos pronuncie en vano el santo nombre de sus madres! ¡Pobre de él! ¡Es una ofensa mortal!

Y, por favor, este pasaje debe leerse sin énfasis, con voz normal, sin tratar de usar los tonos declamatorios de los cómicos teatreros. Quien lo lea solo deberá subrayar «amorfos», «modistas de las madres», «cuerpo de mujer», «misterio sin importancia».

Por último, aquí tenéis mi carta para el jurado del premio; espero que se entienda que las palabras de Morante no están en modo alguno desgastadas.

Me disculpo una vez más por las molestias que os causo.

ELENA

Al señor presidente y a los miembros del jurado

De Elsa Morante, cuyos libros tengo en muy alta estima, conservo muchas palabras en la cabeza. Antes de escribirles fui a buscar algunas para aferrarme a ellas y extraerles consistencia. Encontré muy pocas donde recordaba que estaban. Unas cuantas se habían escondido. Otras, incluso sin buscarlas, las reconocí mientras iba hojeando y me embelesaron más que esas otras que buscaba. Las palabras hacen unos viajes imprevisibles en la cabeza de quien las lee. Buscaba, entre otras, palabras sobre la figura materna, tan fundamental en la obra de Morante, y hurgué en Mentira y sortilegio, en La isla de Arturo, en La historia, en Araceli. Al final, en El chal andaluz encontré las que, a fin de cuentas, estaba buscando.

Sin duda, ustedes las conocen mejor que yo y no tiene sentido que se las transcriba. Hablan de cómo se imaginan los hijos a sus madres: en estado de perenne vejez, con ojos santos, labios santos, vestidos negros o grises o, como mucho, marrones. Al comienzo, la autora habla de determinados hijos: «esos sicilianos severos, de honor, siempre pendientes de sus hermanas». Pero, al cabo de unas cuantas frases, deja a un lado Sicilia y pasa —me parece— a una imagen materna menos local. Ocurre con la aparición del adjetivo «amorfo». Los vestidos de las madres son «amorfos» y su única edad, la vejez, también es «amorfa», «ya que —escribe Elsa Morante— nadie, empezando por las modistas de las madres, va a pensar que una madre tiene cuerpo de mujer».

Me parece muy significativo ese «nadie va a pensar». Quiere decir que lo amorfo es tan poderoso en su condicionamiento de la palabra «madre» que el pensamiento de hijos e hijas, cuando piensan en el cuerpo al que debería remitir la palabra, no logra darle las formas que le corresponden si no es con repulsión. Ni siquiera lo consiguen las modistas de las madres, que también son mujeres, hijas, madres. Ellas, más bien por costumbre, de forma irreflexiva, cortan un sayo sobre su cuerpo que anula a la mujer, como si la segunda fuera una lepra para la primera. Al hacerlo así, los años de las madres se transforman en un misterio sin importancia, y la vejez se convierte en su única edad.

En esas «modistas de las madres» he pensado de modo consciente solo ahora, mientras escribo. Pero me atraen mucho, en especial si las asocio a una expresión que siempre me intrigó, desde niña. La expresión es «cortar a alguien un sayo». Me imaginaba que ocultaba un significado malvado: una agresión maliciosa, una violencia que arruina la ropa y deja escabrosamente al desnudo; o, peor aún, un arte de magia capaz de perfilarte el cuerpo hasta la obscenidad. Hoy ese significado no me parece ni malvado ni escabroso. Al contrario, me apasiona el nexo entre cortar, vestir, decir. Y me parece apasionante que este nexo haya originado una metáfora de la maledicencia. Si las modistas de las madres aprendieran a cortarles un sayo desnudándolas, o si se lo entallaran hasta recuperar el cuerpo de mujer que tienen, que han tenido, al vestirlas, las desnudarían y su cuerpo, sus años dejarían de ser un misterio sin importancia.

Tal vez cuando hablaba de las madres y de sus modistas Elsa Morante hablaba también de la necesidad de encontrar para ellas los verdaderos trajes y hacer jirones las costumbres que pesan sobre la palabra «madre». O tal vez no. De todas maneras, recuerdo otras dos imágenes suyas —por ejemplo, la referencia a un «sudario materno» definida como «tejido de fresco amor sobre el cuerpo de la lepra»— en cuyo interior sería agradable abandonarse para resurgir como modistas nuevas dispuestas a luchar contra el error de lo Amorfo.

NOTA. La autora no fue a recoger el premio opera prima otorgado a El amor molesto por el jurado de la sexta edición del premio Procida, Isla de Arturo – Elsa Morante (1992). Envió a la editorial esta carta dirigida a los miembros del jurado, que se leyó en la ceremonia de entrega. El texto se publicó en los Cahiers Elsa Morante, a cargo de Jean-Noël Schifano y Tjuna Notarbartolo, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, y se reproduce aquí con pequeñas modificaciones. El pasaje de Elsa Morante citado más arriba se encuentra en Lo scialle andaluso, Einaudi, 1985, pp. 207-208.

cap-6

3

Escribir por encargo

Querida Sandra:

Vaya enredo en el que me habéis metido. Cuando acepté escribir algo para el aniversario de vuestra empresa editorial descubrí lo fácil que es bajar la cuesta de la escritura por encargo; incluso se hace con gusto. ¿Qué pasará ahora? ¿Habéis hecho que quitara el tapón y toda el agua se vaya por el desagüe de la pila? En este momento me siento dispuesta a escribir lo que sea. ¿Vais a pedirme que celebre la compra de vuestro nuevo coche? En alguna parte pescaré un recuerdo de mi primer viaje en coche y, línea a línea, llegaré a la enhorabuena por vuestro coche. ¿Vais a pedirme que me congratule con vuestra gata por los gatitos que acaba de parir? Desenterraré a la gata que primero me regaló mi padre y luego, exasperado por los maullidos, se llevó de casa para abandonarla en el camino a Secondigliano. ¿Vais a pedirme que escriba un texto para vuestro libro sobre la Nápoles de hoy? Comenzaré hablando de aquella vez en que temía salir de casa por miedo a cruzarme con una vecina entrometida contra la que mi madre se había rebelado echándola de casa y, palabra a palabra, sacaré a relucir el miedo por la violencia que te cae encima hoy, justamente mientras la vieja política se retoca el maquillaje y ya no sabemos dónde está lo nuevo que nos proponemos apoyar. ¿Debería contribuir con un óbolo a la urgencia femenina de aprender a amar a la madre? Contaré cómo mi madre me llevaba por la calle agarrada de la mano cuando yo era niña, comenzaré por ahí; pensándolo bien me gustaría hacerlo de veras. Conservo una sensación lejana de la piel contra la piel; ella me estrechaba la mano por miedo a que me soltara y saliera corriendo por la calle con baches y llena de peligros, yo notaba su miedo y tenía miedo. Después encontraré la manera de desarrollar el tema hasta llegar a citar con arte a Luce Irigaray y Luisa Muraro. Unas palabras llevan a otras, siempre se consigue escribir con cierta coherencia banal, elegante, apenada, divertida una página sobre cualquier tema, trivial o elevado, simple o complejo, básico o fundamental.

¿Qué hacer, entonces?, ¿decir no incluso a las personas que apreciamos y en las que confiamos? No es mi caso. De manera que he escrito unas líneas conmemorativas, tratando de transmitiros un verdadero sentimiento de aprecio por la noble batalla que habéis empeñado en todos estos años y que hoy, creo, resulta aún más difícil de ganar.

Aquí tenéis, pues, mi mensaje, felicidades. Por esta vez me conformaré empezando con una mata de alcaparras. Después, ya no sé. Podría inundaros de rememoraciones, frases, relatos universalizantes. ¿Qué hace falta? Siento que puedo escribir por encargo sobre los jóvenes de hoy, las infamias de la televisión, Di Giacomo, Francesco Jovine, el arte del bostezo, un cenicero. Chéjov, el gran Chéjov, al hablar con un periodista que quería saber cómo nacían sus cuentos, cogió el primer objeto que tenía a mano —precisamente un cenicero— y le dijo: «¿Ve usted esto? Pase mañana y le daré un cuento titulado “El cenicero”». Hermosa anécdota. Pero ¿cómo y cuándo se transforma el azar en necesidad de escribir? No lo sé. Solo sé que la escritura tiene un aspecto deprimente, cuando se notan los nervios de la ocasión. Entonces hasta la verdad puede parecer artificiosa. Por ello, para evitar equívocos, añado a continuación, más allá de las alcaparras u otras hierbas, sin apoyarme en la literatura, que mi enhorabuena es auténtica y sentida.

Hasta pronto,

ELENA

En una de las muchas casas donde viví de joven, en todas las estaciones crecía una mata de alcaparras sobre la pared orientada al este. Era de piedra desnuda y agrietada y no había semilla que no encontrara un terrón. Pero aquella alcaparra, sobre todo, crecía y florecía de un modo tan magnífico y, por otra parte, con unos colores tan delicados, que se me grabó en la mente una imagen de fuerza justa, de energía apacible. El campesino que nos alquilaba la casa segaba todos los años aquellas plantas, pero era inútil. Cuando embelleció la pared con un enlucido, extendió una capa uniforme con sus manos y luego la pintó de un celeste insufrible. Confiada, esperé mucho tiempo a que las raíces de la alcaparra se salieran con la suya y encresparan de pronto la calma plana de la pared.

Hoy, mientras busco el camino de la enhorabuena para mi editorial, tengo presente lo que pasó. El enlucido se cubrió de grietas y la alcaparra fue un estallido de brotes. Por eso deseo a Edizioni e/o que siga luchando contra el enlucido, contra todo aquello que armoniza borrando. Que lo haga abriendo tozudamente, de estación en estación, libros con flores de alcaparras.

NOTA. El motivo al que se alude es el decimoquinto aniversario de Edizioni e/o (1994). El texto al pie de la carta apareció en el catálogo conmemorativo publicado para la ocasión.

cap-7

4

El libro adaptado

Querido Sandro:

Claro que siento curiosidad, no veo la hora de leer el guion de Martone; en cuanto lo recibas, por favor, envíamelo enseguida. Pero temo que leerlo no sirva más que para satisfacer esa curiosidad que para mí supone comprender qué parte de mi libro alimentó y está alimentando el proyecto de película de Martone, cuál de sus nervios tocó el texto, cómo puso en marcha su capacidad imaginativa. Por lo demás, tras reflexionar un poco, preveo que me encontraré en una situación un tanto rara, un tanto incómoda: me convertiré en lectora de un texto ajeno que me contará una historia escrita por mí; basándome en sus palabras imaginaré lo que ya he imaginado, visto, fijado yo con mis palabras, y, guste o no, esta segunda imaginación deberá tener en cuenta —¿irónicamente?, ¿trágicamente?— a la primera. En resumen: seré lectora de un lector mío que me contará a su manera, con sus medios, con su inteligencia y sensibilidad, lo que ha leído en mi libro. No sé decirte cómo me lo tomaré. Tengo miedo de descubrir que sé poco de mi propio libro. Temo ver en la escritura de otro —un guion es escritura especializada, imagino, pero sigue siendo escritura para hacer un relato— lo que he contado en verdad y disgustarme, o bien descubrir su debilidad, o simplemente darme cuenta de lo que falta, de lo que debería haber contado y que por incapacidad, por pusilanimidad, por elecciones literarias autolimitadoras, por una superficialidad de la mirada, no he contado.

Pero no añado más, no quiero dar largas. Debo reconocer que el gusto de una nueva experiencia se impone a las pequeñas ansiedades y preocupaciones. Creo que haré lo siguiente: leeré el texto de Martone sin tener en cuenta el hecho de que es un paso para llegar a su película; lo leeré como una ocasión para llegar aún más a fondo, a través del trabajo, a la inventiva de otro, no de mi libro, que ya anda solo por ahí, sino del tema que, al escribirlo, he desflorado. Es más, díselo si lo ves o hablas con él, no quiero que espere de mí una aportación técnicamente útil.

Te agradezco mucho las molestias que te tomas.

ELENA

NOTA. La carta es de abril de 1994 y se refiere al guion de Mario Martone basado en El amor molesto. El director envió el texto a Ferrante acompañado de una carta. Siguió un intercambio epistolar que publicamos a continuación.

cap-8

5

La reinvención de El amor molesto

Correspondencia con Mario Martone

Campagnano, 18 de abril de 1994

Apreciada señora Ferrante:

La que le envío es la tercera versión del guion en el que estoy trabajando. Como podrá imaginar, seguirán otras que irán registrando modificaciones, ideas nuevas, cambios ligados al desarrollo de los personajes o a la elección de las ambientaciones. De hecho, un guion es un poco como un mapa: cuanto más exacto, más expedito hace el viaje que comienza con el rodaje de la película. Hasta ese momento, nunca se termina de trabajar en él.

He tratado de comprender y respetar el libro y, al mismo tiempo, de filtrarlo a través de mis experiencias, mis recuerdos, mi percepción de Nápoles. Intento dar vida a una Delia tal vez distinta de la que usted conoce; es necesario, precisamente porque en la novela usted quiso ocultar su imagen. Usted revela su pensamiento, lanza al lector unos asideros decisivos, pero nunca la describe ante nuestros ojos con la claridad de los otros personajes. Este prodigioso procedimiento de escritura, que crea el misterio de la relación entre Delia y Amalia, para mí deberá aclararse para después, espero, recomponerse cinematográficamente; de hecho, desde el comienzo de la película debemos ver a Delia. Estoy tratando de darle a Delia una personalidad a medio camino entre el personaje de su novela y Anna Bonaiuto, la actriz que lo interpretará siguiendo un procedimiento que tengo en gran estima —si tuvo ocasión de ver la película, piense en el personaje de Renato Caccioppoli y en el actor Carlo Cecchi en Muerte de un matemático napolitano—. Es una manera de tratar de aproximarse con concreción cinematográfica al relato; no hay que olvidar que la cámara grabará esa cara, ese cuerpo, esa mirada.

Los flashbacks, así como las intervenciones de la voz en off quizá sean demasiados, pero considere que se trata de material que se puede montar después con mucha libertad y que ahora me parece mejor mantener. He modificado ciertas ambientaciones; en especial, verá que he cambiado la habitación del hotel por la de un balneario. Estas modificaciones, y otras que probablemente habrá, se deben, en primer lugar, al hecho de que intentaré encontrar unas localizaciones verdaderas que se aproximen al espíritu de la novela y no recrear los ambientes con escenografías; y, en segundo lugar, porque algunas veces —como el caso de la habitación de hotel— ver en la pantalla es inevitablemente distinto a ver con la imaginación. Por este mismo motivo prefiero, por ejemplo, que el tío Filippo tenga los dos brazos; temo que de lo contrario el espectador empiece a preguntarse dónde está el truco.

En cuanto a la época en la que se desarrolla la película y al ambiente electoral que trazo como fondo, me gustaría conocer su impresión; no quisiera que resultara gratuito. Le envío la fotocopia de un artículo publicado en Il manifesto que, creo yo, capta bien la relación entre la feminidad de Alessandra Mussolini y el fascismo como dato «antropológico» en Nápoles; relación, me parece, no del todo ajena a los acontecimientos de El amor molesto.

Le ruego de todos modos que, si lo desea, no dude en darme indicaciones o hacerme sugerencias, incluso detalladas, que para mí serán valiosísimas. Espero sinceramente que el guion no la decepcione; estaría encantado de afrontar la película contando con su confianza.

La saludo con afecto y gratitud,

MARIO MARTONE

Querido Martone:

Su guion me ha entusiasmado hasta tal punto que, a pesar de que he intentado escribirle varias veces, no he conseguido pasar de las primeras líneas de declaración de estima y admiración por su trabajo. Sinceramente, temo no saber cómo contribuir a su proyecto. He decidido hacer lo siguiente: le indicaré a continuación, de manera pedante y no sin cierto apuro, los aspectos marginales, a veces por completo irrelevantes, en los que se podría intervenir, y lo haré tal como los fui anotando mientras leía, sin demasiadas pretensiones. Muchas de estas anotaciones le parecerán injustificadas, dictadas más por la forma en que los acontecimientos y los personajes quedaron en mi cabeza que por como son ahora en la escritura. Además, puede que no tengan en cuenta lo suficiente su esfuerzo de reinvención en clave cinematográfica del personaje de Delia. Le pido perdón de antemano.

P. 10. La referencia a Augusto. Delia es una persona crispada en cada músculo, en cada palabra; gentil y gélida, afectuosa y distante. Sus relaciones con los hombres no son experiencias, sino experimentos para poner a prueba un organismo estrangulado; experimentos todos fracasados. No puede, creo yo, disfrutar de soledad alguna. Para ella la soledad no es un paréntesis, unas vacaciones en medio de una vida ajetreada, sino un atrincheramiento convertido en forma de vida. Cada gesto o palabra suya es un nudo. Serán estos acontecimientos los que la suelten. No creo que sea útil referirse a que lleva una vida normal, hecha de frases y sentimientos comunes. Si hubiese un Augusto, Delia no hablaría de él. En una palabra, eliminaría ese nombre y la referencia a la soledad, así como el «nos contamos unas cuantas cosas».

P. 14. La réplica de Maria Rosaria me parece excesiva. La sustituiría por otra capaz de dar enseguida una idea exacta de los celos del padre. Aprovecho para decirle que quizá se debería aclarar mejor que el padre siempre fue celoso. Precisamente a partir de esos celos paternos Delia construye una imagen de madre infiel. Desde niña está convencida de que Amalia la trajo al mundo con el único propósito de proyectarla fuera de sí, de separarse de ella para entregarse a otros de un modo disoluto. Este fantasma de Amalia —no la Amalia real— es el cruce entre las obsesiones paternas y el sentimiento de abandono experimentado por Delia niña —referencia al trastero en las primeras páginas.

Pp. 16-17. La segunda réplica de Maria Rosaria y la siguiente de Wanda me parecen escasamente emotivas. Dicen cosas que las tres hermanas ya saben. Se formulan como preguntas retóricas, tal vez útiles para el espectador, pero no para los personajes. Además, ¿el tono de Maria Rosaria no contradice cuanto está diciendo de su marido y de sí misma? Si el tema es la huida de Nápoles y de su situación familiar, quizá convenga que las tres hermanas lo afronten con formulaciones que revelen a cada una algo de las otras.

P. 18. El cuerpo de las viejas máquinas de coser y la exploración que de ellas hace la niña introduce el trabajo a domicilio de la madre, el tema de los trajes —cuando se pone ropa que imagina de su madre y que resulta luego elegida para ella—, la herida del dedo. Son las señales —máquina, aguja, tiza, dedal, acerico y guantes y telas y trajes— que indican cómo Amalia ocultaba o fortalecía su cuerpo desobediente y merecen castigo. Pero también quiero subrayar que el trabajo de Amalia remite a la lucha en ciertos ambientes, entre los años cuarenta y cincuenta, para pasar de la pura supervivencia a formas de vida más desahogadas —a ojos de Delia niña, el traje chaqueta azul y el abrigo de pelo de camello de Caserta fueron la prueba de esa otra vida de la madre, una vida secreta—. En la raíz de la historia de El amor molesto se encuentra el gran derroche de energía necesario para salir de un estado de precariedad subproletaria y conseguir los símbolos de un bienestar paraburgués. Debemos imaginar que los tejemanejes de Nicola Polledro habían sostenido la pastelería de su padre en un barrio de las afueras; que Nicola Polledro pasó por una época económicamente próspera usando «el arte» del padre de Delia; que después se fue decantando por pequeñas empresas ilegales hasta acabar, ya de mayor, sobreviviendo al borde de las ilegalidades camorristas de su hijo. Debemos imaginar que en sus orígenes el padre de Delia tenía cierto talento en bruto —tal vez el cuadro de las hermanas Vossi sea realmente obra suya—, desviado primero por la necesidad de salir adelante y luego por la de no ser menos que Caserta —el bienestar que Caserta ostenta lo ha vuelto envidioso, malo—. Debemos imaginar que su esfuerzo por cambiar de estatus desencadenó en él tensiones y violencias unidas a los celos, a los miedos sexuales, a las venganzas por el talento desaprovechado, por la explotación sufrida. Este trajín le parece a la propia Delia cosa de hombres. Pero son importantes los momentos en que se da cuenta por primera vez de que ese trabajo de su madre producía dinero para la familia; que el cuerpo de su madre había sido el modelo desnudo del que salió la imagen de la Gitana; que la ruptura entre Caserta y su padre —y el entrometimiento de Amalia— surgió por el uso económico de la imagen de ese cuerpo.

P. 19. ¿Por qué se usa aquí la voz en off que prepara el episodio del ascensor? ¿No sería mejor ver a Amalia llamando a Delia en el rellano, y después volver al episodio?

P. 33. La primera réplica de Delia me parece injustificada. Además, siempre tuve en la cabeza la violencia celosa del padre. A estas alturas, sencillamente los motivos de sus celos se hacen más complejos y crece la furia.

P. 34. La figura del padre de Nicola Polledro, abuelo de Antonio, me parece un tanto desdibujada —aunque quizá me equivoque—. Por otra parte, debería quedar bien definida por el papel que tiene. Caserta no vende el bar, sino que presiona a su padre pastelero para que lo venda. Al viejo hay que imaginárselo como «instigado a ello» por Nicola, que entretanto vive como un señor.

P. 38. El tema del cuadro podría mejorarse más allá de mi libro: es el único momento en que el padre de Delia puede oscilar eficazmente entre la jactancia y el talento traicionado.

P. 53. El cambio de ambiente —el balneario en lugar del hotel— no me disgusta. Lo único que temo, como ya le dije, es que se pierda una característica del personaje de Delia: su cuerpo está bloqueado en una especie de inversión programática de la figura sexualmente densa que ella atribuyó a su madre. La escena debe transmitir la sensación del cuerpo de Delia ahogándose entre la repulsión y el deseo, y al mismo tiempo su sufrimiento, o se arriesga a ser un óbolo erótico pagado al espectador.

P. 68. Eliminaría ese «mira, mira, mira…». No me parece un tono propio de Delia.

P. 69. El tema del cuadro —insisto— necesitaría quizá desarrollarse un poco más. El aspecto de la búsqueda de emancipación económica, social y cultural a través de la mitificación del arte podría ser el rasgo «positivo» del padre, que tiene un talento socialmente desventajoso, no cultivado pero ambicioso. No creo que se trate de añadir: quizá solo haya que visualizarlo cuando trabaje con el actor que interprete el personaje.

P. 74. La réplica de Delia es difícil. No debe pensarse como un descubrimiento —lo es para el espectador, no para ella—, sino como el esfuerzo de decirse una verdad conocida que, sin embargo, solo en ese momento está a punto de convertirse en palabra.

Por último: no me disgusta la actualización electoral siempre y cuando sea «paisaje», sonido lejano, detalle no indispensable.

Espero que sea usted clemente conmigo. Sé poco o nada sobre cómo se lee un guion, quizá haya anotado con cierta rudeza cosas que usted ya tenía claras, que estaban presentes en su texto o tienen poco que ver con una narración en imágenes. Si es el caso, tírelo todo a la papelera y conserve únicamente mi admiración por su investigación, por su trabajo. Lo que me importa —y me halaga— de mi libro es que usted se haya alimentado de él para poner en marcha la imaginación y la creatividad, las cuales le pertenecen por completo. Con aprecio,

ELENA FERRANTE

Querido Martone:

Esta última versión me convence aún más que la anterior, pero me resulta difícil explicarle claramente por qué. Solo sé que he conseguido leer su texto con una intensidad y una participación que el mío, de momento, me niega. Cuanto más reinventa usted El amor molesto, más lo reconozco, lo veo, siento lo que transmite. Es una sensación sobre la que debo reflexionar. Por ahora, estoy contenta del resultado, por usted y por mí.

En cuanto a la ubicación de Delia en Bolonia, tengo poco que objetar. Roma no tiene papel alguno en los hechos; como mucho le daba a Delia una posición más anónima, de mujer sola, dueña de un pequeño talento que le sirve para mantenerse, dura consigo misma y con los demás en la medida necesaria para proteger su precario equilibrio; pero frágil, ansiosa, en cierto modo infantil cuando las visitas de su madre le imponen una regresión a su ciudad natal. En cambio, Bolonia, por lo que sé, sugiere un punto algo más «artístico» y «alternativo» que en el personaje, al menos en mi idea inicial, no está. Pero si usted cree que esta ciudad le resultará más útil para construir el perfil laboral del personaje y su verosimilitud, me parece estupendo.

Me apasiona más que haya decidido situar la casa de Amalia en uno de los edificios de la Galería. Son edificios que conozco. Me parece una buena elección, que se vuelve aún más prometedora gracias a su sensibilidad para la historia y a las modificaciones antropológicas del espacio. Yo había imaginado un callejón en una zona menos comprometida. Pero me gustó mucho la imagen de Delia asomada a la Galería y asaltada por el estruendo de las voces dialectales.

Las modificaciones que ha introducido en la escena nocturna en el edificio —supongo que inducidas por la elección del lugar— también me convencen, aunque me hubiese encariñado con el movimiento de Delia de arriba hacia abajo —su refugio adolescente está «arriba», algo que en mi cabeza, quizá un tanto mecánicamente, se oponía al «abajo» del semisótano de su infancia: hasta ese refugio condujo Delia a su madre, allí debería subir Caserta; pero ambos encuentros fallan y Delia se ve obligada a ir «hacia abajo», desplazamiento presente en cierto modo en toda la estructura del relato y que usted, me parece, ha sintetizado bien acentuando el traslado del centro a la periferia. Pero son sutilezas; tal como está ahora la escena me parece muy tensa, articulada, eficaz.

En mi opinión, queda el problema del encuentro con la madre en el ascensor. Es un momento importante en el que la relación madre-hija desemboca abiertamente, por primera vez, en los celos y en una corporeidad vergonzosa —vergüenza sintetizada en el libro por un gesto: Delia aparta la mano de su madre, se la lleva al corazón, luego abre la puerta y le pide que salga—. Creo que este es precisamente uno de los casos en que la voz narradora, anticipándose a la pregunta celosa de Delia, atenúa la escena y confunde las ideas en lugar de aclararlas. No sé qué solución puede haber para evitar que al espectador le parezca una visión y no un recuerdo; usted ha resuelto muchísimos problemas, resolverá también este.

En cuanto a la voz en off, al leer esta última versión y admirar los resultados, me he convencido de que el relato en primera persona debe de haber sido para usted una jaula molesta —una vez que está, la primera persona no se resigna a convertirse en tercera—. No obstante, lo ha resuelto usted con mucha creatividad, a veces potenciando la mirada de Delia niña, a veces inventando el mecanismo de las gafas. Por ello, más allá de las dificultades vinculadas a la escena del ascensor, me gustaría animarlo a que haga un último esfuerzo para borrar del todo, o casi del todo, la voz del yo narrador.

En mi libro es la voz de una Delia que ya se encuentra fuera de la historia; no pertenece a la mujer que vive sus días napolitanos, sino a la mujer que salió de esos días cambiada y ahora, de nuevo lejos de Nápoles, puede contar el movimiento interno y externo al que se sometió. En cambio, usted, desde el momento en que ha logrado —como le ha ocurrido— construir una Delia a la que es posible ver «dentro» y «fuera» en el preciso momento en que se produce el movimiento —el final, muy hermoso, es la mejor prueba de su óptimo resultado—, ya no necesita una síntesis a posteriori. Por ello, los fragmentos de la voz narradora que quedaron en su texto me parecen superfluos y, en cierto sentido, contradicen su origen. Nacidos como fragmentos de una voz que narra a posteriori, no pueden funcionar como «pensamientos en curso» de una tercera persona que todavía no sabe qué le ocurrirá —la persona que vemos actuar en la pantalla y que ya tiene, entre otras cosas, un mundo interior eficazmente visualizado en paralelo.

Sí, si le es posible, elimine lo que queda de la voz narradora; a estas alturas no debería resultarle difícil. Tal vez, si no encuentra algo mejor, podría conservar solo el comienzo, pero sin ajustes, como estos, exhibiendo articulación literaria.

Quisiera pasar ahora a algunas notas de lectura. Obedeciendo a la necesidad, usted ha ocupado por completo el espacio verbal que mi relato deja vacío: el dialecto. Lo ha hecho con tal naturalidad que, creo, es uno de los elementos que hacen que lea su trabajo con emoción. Imagino, además, que los ruidos de fondo, las réplicas no escritas, contribuirán a crear esa marea dialectal que Delia siente como un signo amenazador, una referencia a la lengua de las obsesiones y las violencias de la infancia —en este sentido, me gusta muchísimo que en la escena 17 evite relacionar directamente a Caserta con el flujo de obscenidades y lo haga surgir de los sonidos de la ciudad; también aprecio mucho la insistencia en el estruendo de voces en la escena de la comida.

En cambio, no me convence demasiado que Delia le cuente a Giovanna —escena 6— «la frase» que también —aunque no únicamente— está en el origen de su bloqueo verbal. Le digo por qué: me parece inoportuno que Delia recurra al dialecto en las primeras escenas de la película, en un ambiente alejado en todos los sentidos de Nápoles, cuando su cadencia y sus frases decididamente dialectales deberían surgir como reacción instintiva —strunz, «cabrón», gritará enseguida al joven molesto— o bien como un grado de su aproximación a Amalia; pero sobre todo me parece inoportuno que enseguida oigamos esa frase de sus labios. Esa frase tiene una historia que debemos recorrer en sentido inverso: partiremos de Amalia; oiremos una misteriosa alusión por parte del tío Filippo, la colocaremos claramente en boca de Delia niña, sabremos que ella la había oído pronunciar al viejo Polledro, y solo al final comprenderemos de qué manera la readaptó y oiremos a Delia adulta pronunciarla de forma deliberada.

En resumen, no me convence que Delia mencione la frase al comienzo de la película —más bien no lo haría; la pasaría por alto; o usaría una fórmula genérica, avergonzada, incapaz de tolerar el fastidio por la obscenidad materna—. Tiendo a creer que la frase debe aparecer nítida en boca de Amalia, insoportable para Delia. El resto de la historia nos inducirá a pensar que esas palabras fueron pronunciadas por Amalia, tal vez en un estado de ansiedad y fragilidad mental, como una señal de peligro —Caserta está conmigo; tu padre quiere hacerme más daño, etcétera— o como un desahogo de vieja borracha o como un acto desorientado de reconciliación.

En definitiva: en mi opinión, el espectador debería oír con claridad esas palabras al final de la escena 5, entre otras obscenidades atenuadas que pronuncia Amalia por teléfono, para caer enseguida sobre la expresión turbada de Delia: su primera expresión capaz de indicarnos riqueza interior y conocimiento derivado del sufrimiento. «Mamá, ¿con quién estás?», podría decir Delia después de oír esa frase de Amalia, como una especie de sobresalto de la memoria.

En cuanto a la frase en sí, quisiera señalar de forma cauta —no tengo las ideas claras al respecto— que o bien es real, insoportablemente obscena —y esta no lo es—, o sugiere lo obsceno a través de una indeterminación total. Su frase pertenece al segundo tipo; por ello, me inclinaría por eliminar ese «abajo» que, precisamente porque detalla, puede inducir al espectador a pensar que detalla demasiado poco.

Por último, y siempre sobre este punto, mientras leía he tenido la impresión de que al final de la escena 44, cuando Polledro se levanta y sale, podríamos ya ver al padre y oír la voz de Delia niña que refiere la frase del viejo Polledro como si la hubiese pronunciado Caserta dirigiéndose a Amalia. Luego se podría pasar a Delia que dice: «Y si después estoy enferma…», y seguir con la 12. Es para dar mayor claridad al relato, porque he notado la necesidad de saber directamente cómo utilizó Delia niña las palabras del viejo Caserta. Pero quizá me equivoque. Estoy escribiendo deprisa, sin el tiempo necesario para limar las sugerencias insensatas.

Hay otro tema que me produjo cierta perplejidad: la explotación económica del trabajo del padre de Delia.

Para caracterizar los trapicheos entre los tres hombres, apuntaría a un Caserta que, como se dice en el libro, trafica con «los americanos», pero daría más detalles. Por la forma en que usted ha construido el comienzo de la escena de la bofetada —otra buena solución—, sabemos poco de lo que hacían en realidad esos tres señores; el grito exultante del tío Filippo no nos dice gran cosa. Pero si usted desarrolla las pocas líneas del libro en las que se alude a los «retratos para los americanos», en la escena 4 el tío Filippo podría, por ejemplo, llegar con unas fotos y decir algo así: «Hay que hacer otros cuatro retratos para los americanos. Caserta dice que los quiere enseguida. Te he traído las fotos» —perdone este ridículo bosquejo pseudodialectal—. Así podremos ver con detalle las fotos que el tío Filippo lleva —en el libro hay un atisbo descriptivo—, una última pegada en el borde del caballete y en un rincón el retrato que se acaba de hacer de ella, otros retratos terminados, mezclados con marinas y escenas campestres. Después, en la página 31, Delia podría decir: «Él era quien trapicheaba con los marineros americanos en la galería y conseguía que enseñaran las fotos de familia y los convencía de que mandaran hacer un retrato al óleo de la madre, la novia, la esposa. Explotaba la nostalgia y con eso comíamos todos, tú incluido…». Los tejemanejes de Caserta, al menos en lo que respecta al padre de Delia, consistirían en tal caso en contactar con los marineros y transformarlos en clientes que encargaban retratos al óleo de fotos —sus fotos, las de sus novias, las de sus madres lejanas, etcétera—. El otro mediador, Migliaro, intervendría a continuación para sacar al padre de Delia de un mercado probablemente a la baja y recolocarlo en otro mercado distinto por completo, en expansión, con la expansión pequeñoburguesa de los años cincuenta.

Le sugiero estas cosas porque temo que el punto visualmente más débil de su texto es justo la definición de la actividad de Caserta y el padre de Delia. Si usted alude a esos trapicheos «artísticos» en absoluto improbables con los americanos, obtiene algo concreto —las fotos, los retratos desperdigados por el cuarto— que, me parece, falta por ahora en la irrupción del tío Filippo centrada por completo —por lo demás, de manera muy eficaz, no hay que tocarla— en la Gitana.

No tengo nada más que sugerirle, salvo pequeñas anotaciones que le indicaré a continuación con el número de página. Pero cuidado: me doy cuenta de que me he dejado llevar y se me ha ido la mano. He descubierto que por ciertas características mías poco racionales le he eliminado incluso ese «¿no?» en la réplica de Delia de la página 5: «Tu padre sigue en la comisaría, ¿no?». Quite ese no. Sea clemente, por favor.

P. 13. El diálogo entre las hermanas está mejor, pero quedan cosas que modificaría. En primer lugar el «muchísimos» de Delia; me parece vago y lánguido, lo sustituiría por un número aproximado —pero está la escena en la que Delia revela a la madre su refugio en el ascensor, en el último piso. ¿Cuándo ocurrió? ¿Dos años antes? ¿Tres? Delia puede responder sin contradicciones: «Ya. Dos o tres años»—, o bien dejaría solo el «Ya»; o lo sustituiría por un «Sí, muchos».

Además, me sigue molestando la respuesta de Maria Rosaria, tal vez note un peligro implícito en todas las réplicas en dialecto: el estereotipo que acecha la actuación con cadencia napolitana, quejumbrosa, almibarada, temblorosa, altisonante, de un sentimentalismo exagerado que no comunica sentimientos. Es cierto que, en la realidad, existe una comunicación en napolitano con estas características —y en el texto se oyen aquí y allá sus ecos en el tío Filippo y en la De Riso—; pero no lo recargaría en la escritura con la mímesis peyorativa de la actuación en el teatro, en el cine, etcétera. Haría una Maria Rosaria que trata de contener la emoción diciendo secamente: «Era mamá la que tenía que tomar el tren e ir a verte a Bolonia», un medio reproche, luego el llanto, al que se une con cierto fastidio Wanda.

P. 25. En la réplica de la De Riso, al final de la página, ¿no es mejor «este apartamento» y eliminar «en la galería»?

P. 28. Me vino a la cabeza que en la vieja foto amarillenta, que se enseña después del documento de identidad —y que Delia naturalmente no despliega—, convendría que estuviera también Amalia y pudiéramos ver bien su cara, su peinado. Es necesario que el espectador vincule al documento de identidad una imagen fotográfica bien definida de Amalia, para poder sorprenderlo mejor cuando Delia, después de la pelea con Polledro, examine el documento de identidad y descubra que la foto de carnet —ya antigua— fue retocada. Pero vale cualquier otra invención que nos permita ver a Amalia en una foto antes de llegar a la escena con Polledro y a la sorpresa del documento de identidad.

P. 32. Noto algo artificial en esta réplica importante, pero no sé qué es. Quizá sea ese «medio desnuda» que me parece redundante, sobre todo si, por lo demás, el tono de la actriz y su expresión son los adecuados. Además, se me ha ocurrido que quizá ese sea uno de los puntos en los que a Delia se le escape algo de dialecto, con calma, sin exageraciones, pero como si de repente oyera las voces de entonces. Algo de este estilo: «Hizo bien. No quería que cientos de copias de esa gitana fueran a parar a las ferias de los pueblos…». Pero no quiero exagerar: ¿no me estaré metiendo en su trabajo demasiado sin ton ni son?

P. 54. Quería decirle que es muy hermosa esa anulación de una madre demasiado fuerte echando el aliento en el cristal; y todavía más hermoso es que la madre y Caserta regresen, ya viejos, mientras el cristal se desempaña entre el gentío del comedor camorrista-electoral.

P. 5

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