Una vida a larga distancia

Juan Alberto Belloch

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Hace más de setenta años comenzó esta fragmentada historia. Concretamente, el 3 de febrero de 1950, fecha en la que me incorporé oficialmente a la vida o, si prefieren, la fecha en que nací. Y lo hice en mi propia casa, por cuanto mi madre quería un parto lo más natural posible ya que por entonces se había puesto de moda esa forma de afrontar el hecho natural de dar a luz.

Llegar tarde al mundo suele tener la única ventaja de ser el pequeño, gracias a lo cual estuve siempre mimado tanto por mi madre, que es el personaje central de estas memorias, las cuales han servido para saldar con ella una vieja cuenta, como por mi padre, por aquel entonces ocupado en escribir su primera y única novela, Prohibido vivir. También fui mimado por mis hermanos, que al menos al principio, mientras no fui un sólido rival, disimularon sus celos infinitos. Mimado por mi ama de cría, que en pocos meses apenas podía sostener al bebé robusto en el que me convertí. Y mimado también por el médico y todas las comadres del pueblo que jugaban conmigo como si fuera un muñeco. Solo diré que, milagrosamente, sobreviví a tanto amor y pude llegar a la adolescencia sin sufrir graves secuelas. Con todo, siempre he añorado, aun sin recuerdos conscientes, aquella edad privilegiada.

Mi adolescencia y mi juventud estuvieron repletas de viajes, de amores, de batallas, de sinsabores, de derrotas y de triunfos, con más abundancia de estos últimos, como les ocurrió a tantos de mi generación.

Viajé a París los veranos de los años 1968 y 1969, y viví en primera persona aquella reveladora revolución. Volví a España, donde empezó el periodo más triste y oscuro de mi vida, preparando la dura oposición a juez de Primera Instancia e Instrucción, y siendo mi primer destino el juzgado de San Sebastián de La Gomera, en Santa Cruz de Tenerife (Canarias). En ese tiempo, además de tener a mi hijo Damián, empecé a desarrollar de manera simultánea mis dos carreras: la judicial y la política. Desde entonces he mantenido siempre esa dualidad y desde ella se ha realizado la casi totalidad de mi biografía.

Ya en San Sebastián de La Gomera comenzó mi actividad político-judicial. Así, en la reforma política de Adolfo Suárez entre 1976 y 1977, me afané en distribuir papeletas en varios colegios electorales, por cuanto habían desaparecido las de la oposición. Acudí a todos los mítines de los partidos políticos, normalicé la situación laboral de los trabajadores y asistí a la legalización del Partido Comunista de España, del que fui militante por poco tiempo, hasta 1978, fecha de la entrada en vigor de la Constitución española.

Inmediatamente después del golpe de Estado de 1981, y ya destinado en Bilbao, comenzó mi «década de hierro». Durante ese periodo se desarrolló el núcleo central de mi carrera judicial, en los ámbitos tanto gubernativo como jurisdiccional. Fui, sucesivamente, magistrado de la Izquierda de la Sección Segunda, magistrado de la Derecha de la misma sección, presidente de la Sección Segunda y, finalmente, la forzosa ascensión al primer cargo electivo de mi carrera: la presidencia de la Audiencia Provincial de Bilbao, destino en el que permanecí hasta el año 1991, en que fui designado vocal del Consejo General del Poder Judicial.

En el plano jurisdiccional, las dos secciones hicieron un esfuerzo muy intenso para tratar de hacer compatible la legislación ordinaria con la Constitución española. Así, creamos una «jurisprudencia menor» relevante a la que acudían numerosos letrados (en general, defensores) de todas partes de España. Al propio tiempo, y a lo largo de todo este periodo, realicé una intensa labor asociativa en el ámbito judicial a través de Jueces para la Democracia, donde ejercí toda clase de responsabilidades. Entre otras, como portavoz de la asociación negocié con Enrique Múgica, el entonces ministro de Justicia, la reforma de las retribuciones económicas de los magistrados.

Este conjunto de actividades en los ámbitos orgánico, jurisdiccional y asociativo, unidas a mi prestigio como juez independiente en tiempos y lugares difíciles y comprometidos, fueron, según creo, los factores decisivos que llevaron al ministro Múgica a sostener mi candidatura a vocal del Consejo General del Poder Judicial, pese a la oposición de otros miembros del Gobierno, sobre todo la del ministro del Interior, José Luis Corcuera, que rechazaba las actuaciones judiciales, pues, en su opinión, dificultaban la lucha antiterrorista, especialmente en materia de torturas y malos tratos.

En el Consejo General del Poder Judicial me encargué de la apasionante tarea de instaurar la formación permanente de jueces y magistrados. Pronto creamos un equipo de prestigio que definió los parámetros de la política judicial en esta materia; parámetros que, en lo esencial, siguen vigentes gracias al impulso financiero de Felipe González. Previamente tuve una larga conversación con el presidente en la que traté de subrayar las ventajas de todo tipo que supondría un nuevo y radical cambio de la política de formación de los jueces. Felipe respondió multiplicando por diez la partida presupuestaria. A las muchas preguntas y observaciones que consideró oportuno formular fui respondiendo, una a una, como haría un examinando a la categoría de «ministrable», condición que casi siempre se frustra por los mil avatares que conlleva la política. Pero, por lo visto, aquel día aprobé. Poco después mantuvimos un breve encuentro en Televisión Española en un programa que analizaba la historia reciente de España por décadas y en compañía de personajes decisivos en cada una de ellas. Entonces se mostró cordial, pero también inquisitivo.

Debo añadir sinceramente que en 1993 era uno de los jueces más conocidos y prestigiosos de la carrera judicial. Mi fama de insobornable independiente y, sobre todo, mis avalistas conocidos y anónimos, fueron quizá los factores que determinaron mi nombramiento como ministro de Justicia. A partir de ese momento, mi equipo y yo logramos aprobar, dos años después, el Código Penal de la democracia sin ningún voto en contra. Ese era el objetivo estratégico de mi ministerio, junto con la Ley del Jurado. Habíamos realizado nuestro trabajo y lo habíamos hecho con rigor, seriedad y espíritu de consenso.

Cuando parecía que mi tarea como ministro se había cumplido, estando yo tan solo pendiente de la ejecución y el desarrollo de la legislación, creí que me esperaba un apacible trabajo político, pero estalló la dimisión del ministro Antoni Asunción como consecuencia de la fuga de Luis Roldán. En el nuevo Ministerio de Justicia e Interior el objetivo pasó a ser la detención y posterior enjuiciamiento del exdirector de la Guardia Civil, trabajo que había que simultanear con la lucha antiterrorista contra ETA, más el día a día de un país con sus estadísticos delincuentes rutinarios. Afortunadamente, la fuga de Roldán no generó una merma significativa de la eficacia en la lucha contra ETA, ni tampoco en la eficacia de la lucha contra la emigración ilegal. La detención

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