Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca

Ian Gibson

Fragmento

Epígrafes

Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco que todos llevamos dentro.

GARCÍA LORCA, 1931[1]

Madre, cuando yo me muera

que se enteren los señores.

Pon telegramas azules

que vayan del Sur al Norte.

GARCÍA LORCA,

«Muerto de amor»

(Romancero gitano)[2]

Lo que en otros no envidiaban,

ya lo envidiaban en mí.

Zapatos color corinto,

medallones de marfil,

y este cutis amasado

con aceitunas y jazmín.

GARCÍA LORCA,

«Muerte de Antoñito el Camborio»

(Romancero gitano, 1928)[3]

Todo él desborda, como fuente que parece imposible y criminal cese de fluir un día.

LUIS CERNUDA, 1931[4]

Los mitos crean el mundo, y el mar estaría sordo sin Neptuno y las olas deben la mitad de su gracia a la invención humana de la Venus.

GARCÍA LORCA, sobre la pintora

María Blanchard, 1932[5]

Yo soy un poeta telúrico, un hombre agarrado a la tierra, que toda creación la saca de su manantial.

GARCÍA LORCA, 1935[6]

Puntualización

PUNTUALIZACIÓN

La primera edición de este libro se publicó en 1998, centenario del nacimiento de Federico García Lorca. Se trataba de una traducción, hecha por otra mano, corregida y puesta al día por nosotros, de la versión inglesa de la biografía (Londres, Faber and Faber, 1989). Versión basada, a su vez, en la edición original española, publicada por Grijalbo, en dos tomos escalonados, en 1985 y 1987.[*]

IAN GIBSON

Madrid

17 de marzo de 2016

NOTA PREVIA A LA PRIMERA EDICIÓN

DE ESTE LIBRO (1998)

A Federico García Lorca, uno de los seres humanos más artísticamente dotados de todos los tiempos, se le seguía negando hasta hace muy poco tiempo —hasta ayer mismo— su condición de homosexual, de homosexual para quien asumir plenamente su condición de tal, en una sociedad intolerante, fue una lucha cotidiana nunca del todo resuelta antes de que los fascistas acabaran con su vida a la edad de treinta y ocho años. Se la seguían negando incluso estudiosos de prestigio, acarreando con ello la extrañeza de otro homosexual, e íntimo de Lorca, Vicente Aleixandre. Hoy las cosas han cambiado, y ningún crítico, español o extranjero, puede dejar de tener en cuenta algo tan obvio y fundamental a la hora de entender al poeta. En este sentido, sendos estudios de Paul Binding (1985) y, sobre todo, de Ángel Sahuquillo (1986), han marcado hitos esenciales en nuestro conocimiento del Lorca profundo.

En esta biografía reivindico a un Lorca que, pese a ser «capaz de toda la alegría del mundo» (Aleixandre), pese a su carisma y a sus múltiples dones, de todos reconocidos, conoce la depresión y sabe «con sus huesos» —acudo al poema «Vuelta de paseo»—, como lo supo Oscar Wilde, lo que es ser tenido, tan injustamente, por repelente y nefasto. Reivindico a un Lorca comprometido con todos los que sufren, con los rechazados, los marginados, los perseguidos, los avergonzados, los que no encajan. Al Lorca revolucionario que en realidad fue. Al Lorca consciente de que iban a por él.

Pese a los silencios y las ofuscaciones de tanta gente, estamos empezando a ver más claro en el genial poeta. En este sentido han sido hechos de innegable importancia, además de los estudios mencionados, la publicación de la juvenilia lorquiana, en 1994, y, en 1997, de la nueva edición de la correspondencia, a cargo de Andrew Anderson y Christopher Maurer (indebidamente titulada, con todo, Epistolario completo, algo que no es y no será nunca).

De hecho, se han perdido muchas cartas. Entre ellas, las de Lorca a Lorenzo Martínez Fuset, Emilio Aladrén y José María García Carrillo, tal vez destruidas por sus respectivas familias; la mayor parte de las cruzadas entre el poeta y Rafael Rodríguez Rapún y Adolfo Salazar; y casi todas las del poeta a Dalí. Tales lagunas epistolares —y hay otras muchas— son trágicas.

También grave, pero subsanable, es el hecho de que todavía no se haya editado la correspondencia recibida por el poeta y que obra en poder de la Fundación Federico García Lorca, de Madrid. De dichas cartas, tal vez las más importantes desde el punto de vista biográfico son las de su exigente madre, Vicenta Lorca, que arrojan una intensa luz sobre la relación de ambos.

Al margen del epistolario, y de la pérdida o destrucción de otros documentos, hay que mencionar una fuente biográfica de primer orden que sigue cerrada a los investigadores: el voluminoso diario de Carlos Morla Lynch, del cual sólo dio a conocer (en 1958) una versión afeitada y retocada. De ser publicado en su integridad dicho diario, se iluminarían momentos aún nebulosos de la vida del poeta. Esperemos que futuros biógrafos tengan acceso a él.

Entregadas al editor las pruebas de imprenta de este libro, mi archivo se trasladará al Centro de Estudios Lorquianos en Fuente Vaqueros, cuya apertura se prevé para 1998, centenario del nacimiento del poeta. Con ello pongo punto final a mis largas investigaciones sobre aquel entrañable ser tan cruelmente sacrificado por el odio y la ignorancia de quienes, en 1936, se sublevaron contra la Segunda República.

IAN GIBSON

Restábal (Granada)

3 de noviembre de 1997

NOTA PREVIA A ESTA NUEVA EDICIÓN (2016)

Desde la aparición de este tomo en 1998 la bibliografía sobre Lorca no ha dejado de crecer. Dedicado a otras tareas, me ha sido imposible leer todo lo publicado, pero he tratado de mantenerme al tanto de las novedades más destacadas. Entre ellas me ha sido muy provechoso poder disponer del hermoso libro póstumo de Isabel García Lorca, Recuerdos míos (2002), que arroja más luz sobre los primeros años de la familia en Granada y sus estancias veraniegas en Asquerosa, complementando así el ya conocido libro, también póstumo, de su hermano Francisco, Federico y su mundo (1980). La lástima es que su hermana Concha muriera (en accidente de coche) sin dejar una aportación que habría sido de gran trascendencia, quizá sobre todo en relación con lo ocurrido en Granada aquel trágico verano de 1936.

Han sido fundamentales para mi revisión del texto dos ensayos de Carlos Jerez Farrán: Un Lorca desconocido. Análisis de un teatro «irrepresentable» (2004) y La pasión de San Lorca y el placer de morir (2006). Demuestran, así como los trabajos anteriores de Binding y Sahuquillo, que hoy nadie puede escribir con sensatez sobre la obra del granadino sin tener en cuenta su homosexualidad, algo muy difícil en España hasta hace muy poco tiempo.

Muy importante ha sido también la nueva edición del diario del diplomático Carlos Morla Lynch, En España con Federico García Lorca, prologado por Sergio Macías Brevis (2008), que aclara unas fechas, añade unos datos y aporta algún papel inédito. Es una pena, con todo, que no tengamos el documento completo —tal vez sólo la cuarta parte del original—, guardado sigilosamente por sus herederas y quizá en parte destruido.

En cuanto a las cartas enviadas por Lorca desde Nueva York a Rafael Martínez Nadal, ¿las quemó éste realmente o están esperando el momento de darse a conocer? Cuesta trabajo creer que el recipiente hubiera sido capaz, por razones de pudibundez, de acabar para siempre con un testimonio tan único sobre la estancia allí del poeta y de la intimidad de su amistad, pero tal vez fue así.

Al releer los dietarios de mis pesquisas lorquianas —ocho tomos manuscritos que, corregidas las galeradas de este libro, se depositarán en mi archivo en Fuente Vaqueros— me he dado cuenta otra vez de cuánta documentación relacionada con el poeta se ha perdido: cartas, testimonios, papeles… Una vez más es difícil no encontrar en Lorca el máximo símbolo de la tragedia de la Guerra Civil y sus secuelas, de lo que ha perdido España —y el mundo— a consecuencia de la criminal sublevación de 1936.

Si 2016 significa el 80.º aniversario del inicio de la conflagración fratricida y del asesinato del poeta, también es el centenario del primer escrito suyo conocido: Mi pueblo. Causa asombro constatar que compuso en sólo veinte años la prolífica obra hoy tan universalmente admirada.

Quiero recalcar una vez más el valor incalculable del Epistolario completo de Lorca (1997) compilado por Christopher Maurer y Andrew Anderson, con un magnífico índice que facilita mucho su consulta y utilización. Falta todavía, sin embargo, una edición de la copiosa correspondencia recibida por el poeta y conservada en la Fundación que lleva su nombre. En este sentido un importantísimo paso ha sido la publicación, por mi amigo Víctor Fernández, de las misivas dirigidas por Vicenta Lorca a su primogénito y que nos permiten conocer mucho mejor su relación.

Repasando sendas listas de agradecimientos correspondientes a los dos tomos originales de mi biografía (1985 y 1987), reproducidas al final del presente volumen, constato que, de las muchísimas personas entrevistadas, siguen hoy con vida sólo un puñado. ¡Las cruces serían hoy incontables! y oigo la voz de la Tía en Doña Rosita la soltera: «Ya nos queda poco tiempo en este teatro». Me complace que estos centenares de nombres queden unidos a mi quehacer biográfico, que ahora concluye definitivamente, pues sin ellos no existiría el libro. Ha sido un privilegio tratar a tantos amigos y conocidos del poeta desparramados por esos mundos de Dios, y me alegra haber podido poner a salvo sus recuerdos.

Por lo que respecta a este texto revisado, quiero expresar mi profundo agradecimiento a Inmaculada Hernández Baena, archivera del Museo-Casa Natal Federico García Lorca en Fuente Vaqueros, cuya colaboración ha sido siempre eficacísima. El ya mencionado Víctor Fernández, gran investigador, nunca me ha faltado y siempre he podido contar con sus sugerencias y su pericia, muy superior a la mía, a la hora de encontrar información pertinente en internet. Mi agradecimiento también al personal de La Casa de los Córdova en Granada (Margarita Jiménez y María Socorro Rodríguez Heras), Eduardo Ruiz Baena (Casa-Museo Federico García Lorca, Valderrubio), Adrián Ausín, Jorge Martínez Ramírez, María Casas y Laura Tomillo —mis simpáticas editoras en Penguin Random House—, Silvia Bastos y Guenny Rodewald.

IAN GIBSON

Madrid

28 de diciembre de 2015

Dedicatoria

Autorretrato del poeta en Nueva York.

Capítulo 1. Infancia (1898-1909)

1

INFANCIA (1898-1909)

La Vega de Granada. Fuente Vaqueros

Federico García Lorca gustaba de proclamar que era granadino. A veces, hilando más fino, explicaba que no le trajeron al mundo en la afamada ciudad de la Alhambra sino en el pequeño pueblo de Fuente Vaqueros, situado en medio de su hermosa Vega, y que era hijo de un rico terrateniente, Federico García Rodríguez, y de una maestra, Vicenta Lorca Romero.[1]

Su alumbramiento tuvo lugar el 5 de junio de 1898 en momentos de auténtico trauma nacional. Estados Unidos había declarado la guerra contra España tras la voladura del Maine en el puerto de La Habana, y a principios de mayo llegó la noticia de la destrucción de la flota en la bahía de Manila, con cuatrocientas bajas españolas y ni una sola norteamericana. Produjo rabia, estupor, vergüenza y un sentimiento de impotencia generalizada. Se desencadenó en la prensa un histerismo revanchista. La gente se lanzó a la calle, con gritos contra el Gobierno, la monarquía, las fuerzas armadas. En julio es el desastre final: la pérdida de Cuba, el último retazo de los antes inmensos dominios al otro lado del Atlántico.[2]

Por lo que le toca a Granada, 1898 significa una tristeza añadida: el suicidio del escritor Ángel Ganivet, que aquel noviembre se tira a las heladas aguas del Dvina, cerca de Riga —hoy capital de Letonia— a los treinta y dos años.

Tal vez por todo ello habría en García Lorca una tendencia a situar su nacimiento, no en 1898, sino en el más prometedor 1900.

El futuro poeta pasó sus primeros once años en la feraz llanura granadina. En Fuente Vaqueros hasta 1906 o 1907, luego en la cercana aldea de Asquerosa. En 1909 su familia se instalaría en la capital de la provincia.

«Amo en todo la sencillez —declaró—. Este modo de ser sencillo lo aprendí en mi infancia, allá en el pueblo.»[3]

De todas las vegas de España, la de Granada siempre se ha considerado la más bella. Dominada por la imponente mole de Sierra Nevada, ceñida por otras montañas y atravesada por el río Genil y su afluente el Cubillas, la planicie, de unos 1.360 kilómetros cuadrados, fue durante cientos de años un mundo aparte, cerrado sobre sí mismo, donde la vida discurría mansamente y el hombre vivía en íntima compenetración con la tierra. Los viajeros románticos del XIX quedaban deslumbrados ante su lozanía, en primer lugar Richard Ford, autor de la mejor guía de España de todos los tiempos. La llanada, escribió, era como «una verde alfombra» tendida al pie de su Sierra, «de alpina majestuosidad».[4]

Hoy, agredida cada vez más por el crecimiento de sus pueblos, cruzada por autovías, aquejada de contaminación lumínica nocturna y sometida al ruido de un aeropuerto internacional, su degradación es patente y trágica, quizá irreversible.

Los árabes granadinos, expertos horticultores, crearon en la Vega un complicado sistema de riego que mejoró notablemente el dejado por los romanos, y la convirtieron en paraíso terrenal.[5] Pero con la «toma» de Granada por los Reyes Católicos en 1492 entró en una fase de rápida decadencia. Los cristianos practicaban técnicas agrícolas más primitivas que los musulmanes y se mostraron incapaces de adaptarse a las elaboradas y perfeccionadas por éstos durante ocho siglos. El declive culminó en 1609 con la brutal expulsión definitiva de los moriscos.

En el corazón de la Vega se extendía una amplia finca conocida, a partir de la caída de Granada, con el nombre de Soto de Roma. Había pertenecido anteriormente a los reyes moros. Los entendidos no se han puesto de acuerdo con respecto a los orígenes de la palabra Roma, que no guarda relación alguna con su homónima italiana. Lo más probable es que proceda de una raíz árabe que significa «cristiana».[6] Dicha derivación se avala por el hecho de que, no lejos del Soto, en la orilla izquierda del Genil, hay un pueblecito llamado Romilla o Roma la Chica donde, según cuenta la tradición, vivió Florinda, la hija del conde don Julián, el personaje a quien se culpa de haber abierto las puertas de la Península Ibérica a los árabes en 711.[7] En cuanto a soto, no plantea problemas: viene del latín saltus, «prado» o «hacienda». Parece, pues, que Soto de Roma equivale a «Soto de la Cristiana».

A los habitantes de Romilla se les conoce por romerillos o romanos, denominación que permite identificar el origen de Pepe el romano en La casa de Bernarda Alba. Cabe añadir que entre Romilla y el Genil hay una ruina árabe, designada por los ribereños como Torre de Roma, que servía antiguamente de mojón indicador del límite sur del Soto. Le daba miedo al Federico niño penetrar en aquella ruina húmeda y llena de sapos que, según se decía, cobijaba a culebras y hasta a un lagarto gigantesco «que se comía crudas a las mujeres» pero no tocaba a los hombres.[8]

Fernando e Isabel repartieron las fértiles tierras de la Vega entre sus nobles, si bien tuvieron buen cuidado de reservarse el Soto de Roma para su uso exclusivo y el de sus descendientes, por lo que al nombre de la finca le fue concedido pronto el título de Real Sitio.

En el siglo XVI estaba espesamente arbolado y albergaba abundante caza.[9] Ginés Pérez de Hita, autor de Guerras civiles de Granada (1595), se refiere en la primera parte de su monumental obra a la densidad de la vegetación que cubría el lugar. «Hoy día quien no tiene muy andadas las veredas se pierde en él», nos asegura.[10] Más de cuatrocientos años después el incauto todavía puede perderse en los bosques del Soto, hoy espesas y lozanas choperas.

El Soto permaneció en manos de la Corona durante tres siglos, sometido únicamente a una mínima explotación agrícola y utilizado para satisfacer las proclividades cinegéticas de los monarcas de turno que, durante sus raras visitas, se alojaban, a partir de la llegada de los Borbones, en la Casa Real, noble edificio levantado al lado del Cubillas a menos de un kilómetro de Fuente Vaqueros, entonces pueblo minúsculo.

En 1765 Carlos III otorgó el Soto a Richard Wall, hijo de inmigrantes irlandeses que entre 1754 y 1764 había sido embajador de España en Londres y secretario de Estado.[11] Inició en Fuente Vaqueros la construcción de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Anunciación, pero murió en 1777 antes de verla terminada.[12] La hacienda revirtió entonces a la Corona y no mucho más tarde fue cedida a Manuel Godoy, ministro de Carlos IV entre 1792 y 1797, y amante de María Luisa, la oronda esposa del rey cruelmente representada por Goya en sus retratos de la familia real.[13] Parece que Godoy no visitó nunca el Soto de Roma. Cuando el llamado Príncipe de la Paz cayó en desgracia tras la victoria de Nelson en Trafalgar volvió de nuevo a la Corona.

En 1813 su destino cambió súbitamente de signo cuando las Cortes de Cádiz lo regalaron al duque de Wellington, Arthur Wellesley, vencedor de Napoleón en Salamanca, así como otra finca, Molino del Rey, situada cerca del pueblo de Íllora en el borde noroeste de la Vega. También le otorgaron el título de duque de Ciudad Rodrigo. Durante más de cien años el Soto de Roma pertenecería en plena propiedad a los ingleses.[14]

Aquel mismo año de su cesión, 1813, tenía setecientos habitantes, distribuidos en varias aldeas, la mayor de ellas Fuente Vaqueros.[15] Sir Arthur no se dignó nunca visitar sus fincas granadinas, administradas por agentes normalmente incompetentes y a menudo corruptos. Constituyó una excepción a la regla el primero, el general O’Lawlor, español, como Richard Wall, de origen irlandés. Edecán de Wellesley durante la guerra, aunó después su cargo de gerente del Soto de Roma con el de capitán general de Granada.

En 1831, Richard Ford pasó unos días en Fuente Vaqueros con O’Lawlor y dejó para la posteridad tres o cuatro delicados dibujos a lápiz de la Casa Real.[16] En su manual, publicado en 1845 en dos apretados tomos de pequeño formato por el famoso editor londinense John Murray, incluyó algunas páginas muy bien documentadas sobre Fuente Vaqueros, donde se apuntaba que, gracias a los desvelos de Wall y O’Lawlor, el Soto debía a irlandeses por dos veces los trabajos de mejora realizados en él.[17]

Hasta finales del siglo XIX, época en que se construyeron muros de contención en las riberas del Genil, el Soto estuvo sujeto a frecuentes y a veces desastrosas inundaciones. Todos los otoños, cuando empezaban las lluvias, tanto el Genil como el Cubillas se desbordaban, al igual que las acequias del contorno, y solían venir abajo los frágiles puentes de madera que salvaban los ríos. Al resultar éstos infranqueables, quedaba cortada la comunicación entre las gentes del Soto y el mundo exterior.

El Genil discurría anteriormente por el norte de Fuente Vaqueros.[18] Pero, en 1827, después de unas lluvias torrenciales, se salió de madre cerca de Santa Fe, modificó su curso, y se desvió hacia el sur del pueblo, que es donde lo encontramos hoy.[19] Debido a la humedad de la zona, La Fuente, nombre con que familiarmente se conoce el lugar entre las gentes de la Vega, era considerado insalubre hasta comienzos del siglo XX.[20]

Horace Hammick, amigo y posteriormente administrador del segundo duque de Wellington, intentó visitarlo en el otoño de 1854, pero se lo impidieron las lluvias.[21] Tuvo más suerte en el de 1858, después de incontables dificultades. Encontró el lugar, y el Soto de Roma en general, en un estado lamentable. Muchos de los vecinos sufrían duras penalidades, pululaban mendigos medio desnudos por las calles, el cultivo de las tierras estaba en punto muerto, había una gran escasez de pan y eran numerosas las víctimas mortales de las fiebres. «Nos pidieron encarecidamente que le informásemos al dueño, el duque de Ciudad Rodrigo, acerca de su deplorable situación», escribió Hammick, que encontró la Casa Real prácticamente en ruinas, sin puertas ni ventanas, con los muros agrietados y, en el piso superior, una muchedumbre de gitanos.[22]

Pero si cada año las inundaciones llevaban hambre y desolación al Soto de Roma, también es verdad que la propiedad debía su feracidad a las capas de lima que a lo largo de siglos habían depositado sobre ella el Genil y el Cubillas.

La población del Soto crecía, y en 1868 los setecientos habitantes censados en 1813 habían aumentado a unos tres mil.[23] La expansión era el resultado en parte de las innovaciones agrícolas introducidas por los ingleses, que, sin ser espectaculares, mejoraban los métodos antiguos. Otro estímulo fue una fuerte demanda industrial de cáñamo y lino, ambos florecientes en la Vega.[24] Según Hammick, el enfiteusis, el sistema que permitía a los colonos del Soto arrendar y subarrendar sus terrenos casi ad infinitum, contribuyó también a la explosión demográfica.[25]

Alrededor de 1880 se dio otra circunstancia mucho más decisiva para la economía no sólo del Soto de Roma sino de la Vega en general: el descubrimiento de que aquellas tierras eran muy idóneas para el cultivo de la remolacha de azúcar.[26] La pérdida de Cuba en 1898 ayudó poderosamente este proceso, ya que con ella se acabó la importación de azúcar barato procedente de la isla. Por todos lados empezaron a surgir fábricas de azúcar, con sus altas chimeneas, y en poco tiempo amasaron grandes fortunas los terratenientes vegueros. Entre ellos el padre del poeta, Federico García Rodríguez.

El bisabuelo paterno de éste, Antonio García Vargas, procedía de Santa Fe, donde estaba emparentado con «ricas y antiguas familias de aquella histórica ciudad», según Francisco García Lorca, hermano del poeta, nacido en Fuente Vaqueros en 1902, en su libro póstumo Federico y su mundo.[27] Histórica ciudad donde los Reyes Católicos firmaron las capitulaciones con Boabdil y el acuerdo con Colón, y por cuyas puertas muradas hubieron de cruzar los García Lorca muchas veces camino de Granada en su coche de mulas.[28]

En 1831 el bisabuelo Antonio García se casó con una joven de Fuente Vaqueros, Josefa Paula Rodríguez Cantos, y se trasladó al pueblo como secretario del Ayuntamiento, cargo que desempeñaría durante muchos años.[29]

Josefa Paula, apodada «la abuela rubia», era una belleza notable y, según tradición de la familia, tal vez de origen gitano.[30] Más probable, quizá, es que lo fuera la madre de Antonio, dada la frecuencia del apellido Vargas entre los calés andaluces. Cabe inferir, de todos modos, que la sospecha de tener aquella sangre en las venas, por muy diluida que estuviera, complacía al futuro autor del Romancero gitano.

Los García Vargas —eran diez hermanos y hermanas— poseían una extraordinaria aptitud para la música.[31] El bisabuelo Antonio tenía una hermosa voz y tocaba bien la guitarra. Cuenta Francisco García Lorca: «Por lo visto se divertía en hacer fiorituras e ilustraciones con la guitarra, dificultando el canto de los nietos, y se ha perpetuado en la memoria de mis tías la frase malhumorada de mi padre niño, que decía al abuelo: “Toca llano y no puntees.”»[32]

A otro hermano, Juan de Dios, dueño de un oído finísimo, se le daba bien el violín, instrumento poco corriente por aquellos contornos.[33]

Antonio y Josefa Paula tuvieron seis hijos y una hija.[34]

De ellos, Enrique García Rodríguez, abuelo del poeta, fue el más serio. Ferviente católico y, en política, liberal —combinación bastante insólita en aquella España—, heredó de su padre el cargo de secretario del Ayuntamiento de Fuente Vaqueros y transmitió a sus hijos «una viva afición por la música». Era presidente de la Cofradía de las Ánimas, culto floreciente en el pueblo. Los vecinos le respetaban por su sentido común y su sensatez a la hora de dar consejos.[35]

Federico, el mayor de los hermanos, heredó la tradicional afición a la música de la familia, llegó a ser bandurrista profesional y se hizo célebre en Málaga, donde tocaba en el famoso Café de Chinitas.[36] Francisco García Lorca opinaba que el amor a Málaga que profesaban los suyos tenía algo que ver con la prolongada estancia allí de aquel antepasado.[37] Sea como fuera, Enrique García Rodríguez puso el nombre de Federico a su primer hijo, futuro padre del poeta, en homenaje al hermano a quien tanto admiraba.[38]

Baldomero García Rodríguez era el más excéntrico, bohemio, artístico y original de los cuatro hermanos (el otro, Narciso, de quien se recuerda poco, era maestro con talento para el dibujo).[39] Interpretaba con consumada pericia su papel de oveja negra de la familia, y resultaba para ella una figura tan «poco grata» que no le gustaba hablar de él.[40] Cojo a causa de un defecto congénito, se le conocía en toda la región por sus espectaculares borracheras, sus amoríos y las maliciosas coplas que improvisaba con extraordinaria facilidad. Una de ellas decía:

Tengo una novia pura

que Purita se llama,

no porque fueran puras

ni sus acciones ni sus palabras.[41]

Baldomero era dueño de dotes musicales excepcionales y tocaba magistralmente tanto la guitarra como la bandurria. Ejercía, a veces, de maestro. Y, en 1892, fue secretario del Ayuntamiento del pueblo de Belicena, situado no lejos de Fuente Vaqueros.[42] En su repertorio de canciones populares figuraba como especialidad la jabera, variedad de flamenco que hoy se escucha muy poco.[43] La madre de Lorca solía recordar que cantaba «como un serafín».[44] Era, de hecho, un juglar («una especie de juglar pueblerino», dice Francisco García Lorca),[45] pero no sólo eso. En 1882 había publicado en Granada un librito, Siemprevivas, subtitulado Pequeña colección de poesías religiosas y morales. El tono de las composiciones es menos austero de lo que daba a entender la portada. El poeta ensalza en ellas, con gracia, la bondad de Dios y la insensatez de quienes no saben apreciarla, elogia la Naturaleza, donde ve la mano siempre presente del Creador, y exhorta al lector a que abjure de la búsqueda de los vanos éxitos mundanos.[46]

Murió en el hospital de San Juan de Dios, de Granada, el 4 de noviembre de 1911, a la edad de setenta y un años.[47] No hay duda de que el joven García Lorca llegó a conocer y a respetar a aquel descarriado tío abuelo, algunos de cuyos poemas parece que conocía de memoria. La tradición familiar registra una ocasión en que su madre exclamó, al oír a su primogénito expresarse de una manera muy exagerada: «¡Ya tenemos a otro Baldomero!». A lo cual Federico replicaría: «¡Sería un honor para mí ser como él!».[48] En 1931 aludió a Baldomero, pero sin mencionarlo por su nombre, durante un discurso pronunciado en Fuente Vaqueros. «Mis abuelos sirvieron a este pueblo con verdadero espíritu —dijo— y hasta muchas de las músicas y canciones que habéis cantado han sido compuestas por algún viejo poeta de mi familia.»[49]

Las mujeres de la familia no les iban a la zaga de los hombres en lo que a talento se refería, y a menudo eran de gran originalidad. La esposa del abuelo Enrique, Isabel Rodríguez Mazuecos, por ejemplo. Al igual que su marido era liberal en política, pero, en cambio, anticlerical. Muy sociable, muy comunicativa, siempre con una palabra amable para todo el mundo, tenía una vitalidad desbordante. Todos los miembros de aquella numerosa familia la adoraban. Debido a ello el nombre Isabel proliferaría entre ellos.[50]

La abuela compartía la pasión por la literatura de su esposo Enrique y solía ir a Granada específicamente para comprar libros. Además tenía el don de la lectura en voz alta y le encantaba ponerlo en práctica, no sólo para deleite de sus hijos sino de sus vecinos y amigos, muchos de ellos analfabetos. Francisco García Lorca comenta que aquella aptitud no era infrecuente en la familia y que Federico sería su «máximo ejemplo».[51] Los poetas favoritos de la abuela eran Zorrilla, Espronceda, Bécquer y Lamartine. Sus novelistas, Dumas padre y, de manera especial, Víctor Hugo. De hecho, casi idolatraba al gran escritor francés y tenía sobre un aparador, expuesto con todos los honores, un busto de yeso, tamaño natural, de éste.[52]

El tío abuelo Baldomero también admiraba a Hugo y en 1902 estampó una elegante diatriba al frente de una edición de Los miserables que había llegado a sus manos. «A la imperdonable ligereza de los cajistas —empezaba— se debe la infinidad de errores cometidos en la impresión de los libros de esta grandiosa obra. Muchas letras, sílabas y aun palabras de más. Muchas letras y sílabas y aun palabras de menos. Letras y sílabas que desfiguran la frase hasta el extremo de hacer decir una cosa muy contraria de la que deben expresar».[53]

Francisco García Lorca recuerda que la familia no sólo poseía las obras completas de Hugo en una edición de lujo encuadernada en piel —se trataba de la traducción en seis tomos de Jacinto Labaila, publicada por Terraza, Aliena y Compañía en Valencia en 1888—, sino que aquellos libros, ilustrados con bellas láminas de color, constituyeron sus primeras lecturas y probablemente las de Federico también. En la obra temprana del poeta hay, de hecho, numerosas alusiones admirativas a Hugo.[54]

Isabel Rodríguez no era ni mucho menos la única persona de Fuente Vaqueros aficionada a la lectura: en la Vega, los del pueblo tenían fama de ser amantes de los libros.[55] Tal vez por el hecho de pertenecer el Soto de Roma al duque de Wellington, circunstancia que diferenciaba a sus vecinos de las demás gentes de la llanura y quizá les confería, gracias a su contacto con otra mentalidad, una visión más amplia tanto del mundo como de la vida. Por otra parte les dolía la espinilla de ser arrendatarios de un aristócrata extranjero, por mínimo que fuera el canon e importante que hubiera podido ser la contribución de su magno antepasado al bienestar de España. Probablemente ello serviría también para agudizar el sentido de la ironía de los lugareños.[56]

En cuanto a los ingleses, tenían muy mala opinión de sus colonos y no confiaban en ellos. Hablaban de la «dudosa fama» de Fuente Vaqueros y de «agitadores de izquierdas» que hacían lo posible por sembrar el malestar.[57] Parece que los Wellesley creían que, en el siglo XVIII, Carlos III había poblado la zona con presidiarios, lo que explicaría su «veta rebelde», siempre dispuesta a ponerse de manifiesto.[58] Pero el alegato no se sustenta documentalmente y la presunta rebeldía de La Fuente no tiene por qué necesitar una explicación tan recóndita. A lo mejor se trataba de que los ribereños se sentían, en el fondo, humillados al pertenecer su pueblo a otros. Lo cierto, de todas maneras, es que Fuente Vaqueros era especial. «Un hatajo de levantiscos, siempre dispuestos a ir contra la autoridad», según uno de los administradores. Bastante indiferentes a las cuestiones religiosas, sus gentes, apunta por su parte Francisco García Lorca, eran notablemente alegres y liberales, «un ejemplar humano abierto y comunicativo, más gracioso y más culto que el de ningún pueblo circunvecino».[59]

Enrique García e Isabel Rodríguez tuvieron cuatro hijos y cinco hijas. Preocupado por su formación intelectual, Enrique llegó, según Isabel García Lorca, la hermana menor de Federico, a organizar él mismo una escuela para su formación.[60] Todos heredaron la habilidad musical de la familia. Sobre todo Luis, excelente pianista, tan excelente que unos parientes de Santa Fe le compraron un piano. Improvisaba que daba gusto y poseía un oído impecable que le permitía ir a una zarzuela en Granada y reproducir, a su vuelta a casa, las melodías escuchadas. También tocaba la guitarra, la flauta y la bandurria.[61] Más tarde, en Granada, se haría amigo de Manuel de Falla, quien admiraría sus dotes.[62]

No sólo a Luis sino a todo el clan García de Fuente Vaqueros les encantaban las zarzuelas. El hermano del poeta cuenta cómo, al enterarse de que una compañía granadina especializada en ellas se acababa de deshacer por razones económicas, su padre y sus tíos se pusieron de acuerdo en llevar al pueblo a la troupe, alojándolos en sus casas, donde se quedaron varios meses. Miembros de la familia sustituían los papeles que faltaban en las representaciones, Luis dirigía la orquesta y otros vecinos participaban en los coros. A Federico le dieron el papel del niño en la zarzuela Las campanadas (con letras de Carlos Arniches y Gustavo Cantó, y música del maestro Chapí). Entre el reparto había «una bellísima muchacha» que iba a ser intérprete famosa, Pepita Meliá. Años después participaría en un acto de desagravio al poeta en México y recordaría haber estado de joven en Fuente Vaqueros. Y sigue Francisco: «Pero no se dio cuenta de que donde ella y su madre habían estado viviendo fue en mi casa, ni de que el niño que trabajó con ella en Las campanadas era el poeta cuya memoria se conmemoraba».[63]

No es difícil imaginar que para el futuro dramaturgo —y director de escena— el hecho de tener en casa a unos artistas musicales profesionales y de actuar con ellos fue una experiencia inolvidable, alentadora y formativa.

Una de las primas favoritas de Lorca, Clotilde García Picossi, recordaba una representación parecida, la de la zarzuela La alegría de la huerta, en la cual, con diez años, aparecía conduciendo de la mano a Federico, «que iba vestido de gitanillo».[64]

En cuanto a la tía Isabel García Rodríguez, cantaba «con extraordinaria afinación y voz delicada», acompañándose a la guitarra.[65] Más tarde el poeta le dedicaría un ejemplar de su primer libro, Impresiones y paisajes, con palabras de acendrada gratitud: «A mi queridísima tita Isabel, que me enseñó a cantar siendo ella una maestra artística de mi niñez. Con todo mi corazón».[66]

El mayor de los nueve hermanos, Federico García Rodríguez, el padre de Federico, había nacido en Fuente Vaqueros en 1859. Una fotografía de cuando tenía veinte años sugiere una personalidad en la que se amalgaman de manera armoniosa seriedad, sensibilidad y decisión.[67] El poeta heredaría sus ojos, las gruesas cejas, la amplia frente, los labios delicadamente modelados y, según Francisco García Lorca, las manos.[68] Ya vimos que Lorca atribuía a García Rodríguez, además, su «pasión».[69] El padre era tolerante, sensato, moderado en sus juicios, dispuesto siempre a ayudar a quien le hiciese falta y dotado de una dignidad innata, de un excelente sentido del humor y de una total ausencia de presunción. Tenía, según Francisco, «un verdadero señorío» y «un profundo sentido familiar que se extendía a parientes igualmente alejados».[70] No es sorprendente que, dueño de tales cualidades, llegara a ser muy respetado en toda la comarca y «el jefe indiscutible» de los suyos. También se le admiraba por excelente jinete y por manejar bien la guitarra.[71]

En 1880, a los veinte años, García Rodríguez se casó en Fuente Vaqueros con Matilde Palacios, que tenía su misma edad. Era de Alomartes, pueblo situado cerca de Íllora, al norte de la Vega. Su padre, Manuel Palacios Caballero, era un labrador acomodado. Desde el punto de vista material, pues, se trataba de una unión ventajosa para el novio. Manuel Palacios construyó una espaciosa casa para la pareja en el número cuatro de la calle de la Trinidad, y parece muy probable que durante los primeros años de su matrimonio García Rodríguez trabajase para su suegro.[72]

En apariencia todo le sonreía a la joven pareja, por lo que el descubrimiento de que Matilde no podía tener hijos debió de ser un golpe cruel. García Rodríguez, entretanto, sustituyó a su padre en el cargo de secretario del Ayuntamiento de Fuente Vaqueros y, en 1891, lo encontramos ejerciendo provisionalmente de juez municipal. A los treinta años, es decir, ya ocupaba una posición considerable en el pueblo.[73]

El 4 de octubre de 1894 Matilde Palacios murió de «obstrucción intestinal». La casa pasó de por vida al viudo, que también heredó de su mujer una considerable cantidad de dinero en metálico.[74]

Años más tarde, cuando Lorca escribía Yerma y reflexionaba sobre la acuciante frustración que suponía para una mujer de campo la esterilidad, es muy posible que tuviera presente a la infortunada Matilde. Su infancia, dijo en una ocasión, era «la obsesión de unos cubiertos de plata y de unos retratos de aquella otra “que pudo ser mi madre”».[75]

García Rodríguez resultó ser un sagaz hombre de negocios, con buena cabeza para los números y la compraventa de fincas rústicas. Al morir su esposa decidió invertir en tierras el dinero de que disponía y, en 1895, adquirió varias excelentes propiedades en las proximidades de Fuente Vaqueros, fuera ya del Soto de Roma y del control de los ingleses.[76]

Figuraban entre ellas una enorme y hermosa finca, Daimuz, situada cerca de la confluencia del Genil y del Cubillas, que se convertiría en la base de su riqueza. Topónimo árabe que tal vez significaba «Alquería de la Cueva» (aunque allí no se conoce actualmente cueva alguna), la propiedad había pertenecido, tras la caída de Granada, a uno de los almirantes de Fernando e Isabel, y a partir de entonces, durante siglos, a una familia aristocrática de la ciudad. Comprendía extensas tierras de regadío, además de parcelas de secano laborable y, a orillas del Cubillas, espesos bosques de chopos. «Los primeros recuerdos de mi vida son de Daimuz —escribe Francisco García Lorca—, así como la primera imagen que guardo de mí mismo, de Federico y de mis padres.» Recordaba haber escudriñado más adelante, con su hermano, los títulos de propiedad del cortijo: remontaban hasta el tiempo de los árabes.[77]

Hoy la finca sigue casi igual, presidida por el inmenso telón de fondo de Sierra Nevada. Hacia el oeste, descarnada, se yergue Parapanda, montaña pelada cuya fama de barómetro se celebra en una copla famosa en toda la comarca: «Cuando Parapanda se pone la montera llueve aunque Dios no lo quiera»; o sea, cuando la cubre una nube.

Podemos tener la seguridad de que el Federico niño se familiarizó temprano con el dicho. En un poema adolescente apostrofa los «montecicos ingenuos» que bordean la Vega, surcados de hileras de olivos. Parapanda es «La sierra arlequinesca / Que tiene una joroba / En su cumbre serena».[78]

García Rodríguez compró Daimuz pensando no sólo en las ventajas que podía reportarle personalmente, sino también con la idea de mejorar la situación económica de sus ocho hermanos y hermanas, entre los cuales distribuyó hazas de la propiedad.[79]

Eran los tiempos del espectacular auge de la remolacha de azúcar. Aprovechó la oportunidad que se le brindaba y sembró sus tierras con la planta. Se convirtió en poco tiempo en uno de los hombres más ricos de toda la comarca.

Es probable que, antes de la muerte de Matilde Palacios, ya conociera a Vicenta Lorca Romero, oriunda, como hemos dicho, de Granada, que consiguió el puesto de maestra de la escuela de niñas de Fuente Vaqueros a finales de 1892.[80] No sabemos casi nada del noviazgo, pero se ha transmitido la indignación de los hermanos del labrador ante la posibilidad de que él, cabeza de la familia y ahora acaudalado, se «rebajara» hasta el punto de casarse con una pobre profesora que no aportaba al matrimonio más que su persona y su cultura.[81] Con todo, la resistencia familiar resultó inútil y la boda se celebró en la iglesia parroquial del pueblo el 27 de agosto de 1897.[82] García Rodríguez tenía entonces treinta y siete años; Vicenta, nacida el 25 de julio de 1870, veintiséis.[83]

La familia de Vicenta no era ni tan numerosa ni tan dotada de originalidad como la de su marido. Hija única, sus padres eran Vicente Lorca González, de Granada, y María de la Concepción Romero Lucena, de Santa Fe.[84]

El abuelo paterno, Bernardo Lorca Alcón, había nacido en Totana, en la provincia de Murcia, en 1802;[85] se ignora cuándo y por qué se trasladó a Granada, donde se casó con Antonia Josefa González.[86] En un documento de 1840 consta que era «de ejercicio del campo».[87]

El apellido del abuelo indica la posibilidad de que la familia tuviera origen judío. Importante lugar murciano próximo a Totana, Lorca contaba con una floreciente comunidad hebrea en la Edad Media y, como es bien sabido, los judíos, llegada la hora de la Inquisición y de la forzosa conversión al cristianismo (o exilio), cambiaban a menudo sus nombres por el de su lugar de origen, esperando disfrazar así su origen. El poeta, de todas maneras, no sólo estaba convencido de que había heredado sangre judía de su madre, por aguada que fuera (como la gitana), sino contento de que su segundo apellido le vinculara a una localidad de Murcia con importantes antecedentes hebreos. Es un factor que hay que tener en cuenta: creía que corría en sus venas, entre otras sangres, la de conversos.[88]

Vicenta Lorca no llegó a conocer a su padre, que murió en 1870 a la edad de veintisiete años, mes y medio antes de que naciera ella.[89] La viuda, que tenía la misma edad que su difunto marido, era, como él, de origen humilde, y su padre, así como consta en documentos de la época, «de ejercicio del campo». Pertenecía, es decir, a la misma modesta categoría social que el abuelo Bernardo Lorca Alcón.[90]

Los primeros años de Vicenta Lorca fueron sin duda difíciles, y los padrones municipales granadinos demuestran que la familia cambió a menudo de domicilio, se infiere que a causa de problemas económicos.[91]

En 1883, después de la muerte de Bernardo Lorca, Vicenta es interna de una escuela de beneficencia regentada por monjas, el Colegio de Calderón, fundado poco antes para la formación de niñas pobres.[92] Los años pasados en esa institución la marcaron hondamente y le provocaron una acusada reacción contra la vida conventual. Era una criatura delicada que no olvidaría en su vida que las monjas —casi todas francesas— la habían obligado en una ocasión a comer lentejas, plato que detestaba. Debido a aquella experiencia se mostraría siempre indulgente con sus hijos en lo que a comidas se refería.[93]

Recordaba otras cosas desagradables que le habían ocurrido durante su estancia en el colegio, donde las peleas, las envidias y las zancadillas estaban a la orden del día.[94] Años más tarde su hija Concha frecuentaría el mismo establecimiento (no reservado ya a niñas desafortunadas) y habría de pasar por similares pruebas y tribulaciones.[95] El poeta aludiría a las experiencias escolares sufridas por ambas en su última, e inacabada, obra de teatro, Los sueños de mi prima Aurelia, en la que la protagonista evoca los terrores del establecimiento dirigido por «las madres calderonas».[96]

Estando en el colegio Vicenta decidió que quería ser maestra de enseñanza primaria. En 1888 ingresó en la Escuela Normal de Granada, donde demostró tener cualidades de alumna aplicada y, en 1892, obtuvo el diploma. Poco después consiguió la plaza de maestra de enseñanza primaria de Fuente Vaqueros.[97] Su madre fue a vivir con ella al pueblo, pero murió casi enseguida, en 1893.[98] Fue un durísimo golpe. «Después de tanta lucha, de tantos esfuerzos, saco el título y ¿qué pasa? Pues mi madre va y se muere», comentó años después a una de sus nietas.[99]

El 5 de junio de 1898, nueve meses tras la boda, cuando, como sabemos, los periódicos rebosaban de noticias sobre la desastrosa guerra de Cuba, Vicenta dio a luz al futuro poeta.[100] El día 11 fue bautizado, en la iglesia parroquial, con los nombres de Federico del Sagrado Corazón de Jesús.[101]

Vicenta no gozaba de muy buena salud en aquellos momentos, por lo que no pudo dar el pecho al niño, que fue confiado, durante los primeros meses de su vida, a una nodriza, la mujer del capataz de García Rodríguez, José Ramos, que vivía en la casa de enfrente.[102] Una de sus hijas, Carmen, apodada Niña Ramicos, seis años mayor que Federico, sería compañera suya durante los años de Fuente Vaqueros.[103]

El psicoanalista Emilio Valdivielso Miquel ha comentado el hecho de que, cada vez que daba luz, Vicenta Lorca enfermaba y era incapaz de amamantar a su bebé. Deduce que a lo mejor padecía depresiones posparto o psicosis puerperales. «Lógicamente —razona— hay que pensar que Vicenta sufría una depresión crónica, en el mejor de los casos, o un estado prepsicótico que agudizaba en el momento de responsabilidad y de entrega ante el nacimiento del nuevo hijo, con una negación de esa parte importantísima de la mujer, que es la crianza de su hijo.»[104] También le han llamado la atención las fotografías que se conocen de la madre, «por la expresión de frialdad, distancia, desinterés, ausencia, desgarro e incomunicación» que parecen desprender (ilustración 35).[105] Y es cierto que en ninguna de ellas se la ve risueña, feliz, relajada. Valdivielso Miquel cree encontrar en la poesía de Lorca indicios de que en su fuero interno se sentía un niño abandonado —es cierto que estos indicios existen, como veremos más adelante— y piensa que ello se relaciona con la experiencia de la separación de la madre en los primeros meses de su vida. Pero hay más. Para el médico, este episodio, «de un claro abandono por parte de la madre», es el núcleo que originó la posterior evolución de Lorca hacia la homosexualidad, la tristeza y la angustia, evolución favorecida, claro está, por otros factores. A Vicenta Lorca no se la puede culpar de ello, naturalmente, puesto que ella misma era víctima de circunstancias infantiles poco favorables.[106]

El nombre de Federico, como hemos visto, era muy popular entre el clan García de Fuente Vaqueros. Federico García Rodríguez acababa de confirmar la tradición en la persona de su primogénito. Hay que suponer, por ello, que aquel 18 de julio, día del santo, se celebró la efeméride por todo lo alto.

Se ha dicho que, unos pocos meses después de su nacimiento, Federico padeció una grave enfermedad que le impidió caminar hasta los cuatro años cumplidos.[107] Él mismo solía declarar que, si no sabía correr, era porque de niño había sufrido una lesión en las piernas.[108] En la familia, sin embargo, no hay tradición de ésta, omisión improbable de haber existido realmente.[109] Carmen Ramos, por su parte, negaría siempre que hubiera sufrido tal percance, aunque, eso sí, decía que era «blandillo para andar».[110] Es un hecho que tenía los pies absolutamente planos[111] y, además, la pierna izquierda bastante más corta que la derecha, defectos congénitos que prestaban a su andar un balanceo característico recordado después por diversos amigos.[112] En un poema temprano se queja de sus «torpes andares», alusión a la deficiencia que vamos comentando y que considera motivo suficiente para ser rechazado en el amor.[113] Varias personas recordarían, además, el temor que experimentaba al cruzar la calle, al temer que, por su falta de agilidad, le atropellasen. Y no se sabe de nadie que lo viera alguna vez correr.[114]

Se ha asegurado que el niño tuvo dificultades para hablar y que no supo articular bien las palabras hasta los tres años.[115] No parece cierto. Su hermano Francisco, informado al respecto por su madre, aseguraba que, por el contrario, habló con «una extraordinaria precocidad».[116]

Más precoz aún fue la aparición de la habilidad musical propia de los García. Francisco apunta que, según su madre, «entonaba canciones con singular afinación antes de poder articular sonidos».[117] En otra declaración Vicenta diría que, antes de hablar, no sólo tarareaba canciones populares sino que se entusiasmaba con la guitarra.[118] Aunque la madre no tocaba ningún instrumento le gustaba la música e iba a alentar aquella disposición innata de su primogénito, que tan buenos frutos daría después.[119]

La falta de agilidad física de Federico le imposibilitaba para participar plenamente en los juegos infantiles que exigían rapidez y destreza.[120] No era huraño, sin embargo, y sería un error considerarle un niño solitario y sin amigos. Al contrario, era muy popular, muy solicitado, y se le invitaba tanto a comer en casas de deudos y vecinos que a veces su madre se quejaba.[121]

En una temprana prosa, Mi pueblo, escrita a principios de 1916 cuando tenía dieciocho años, evocaría con nostalgia, desde Granada, el Fuente Vaqueros de su infancia: la alargada plaza con su prado y la fuente que, al inicio de ella, da nombre al lugar —lugar antaño de ganadería, debido a la humedad de la comarca—, las campanadas, los olores, las brumas y las escarchas, las choperas y las acequias, los albercones, los cuentos, la miseria que padecían las familias pobres del lugar… y los juegos que solía organizar en unas habitaciones en lo alto de la amplia casa a la que se trasladó su familia en 1902, situada en la calle de la Iglesia y hoy desaparecida. El texto da la impresión de que, si se encargaba precisamente de orquestar aquellos juegos, entre ellos «Las ovejicas» y «Los lobicos» (éste, con las ventanas cerradas y en oscuridad absoluta, les infundía «un miedo atroz»), era, en cierto modo, para compensar la falta de agilidad física comentada por su hermano.[122]

Es probable, además, que tal falta sirviera para estimular su imaginación y su facultad de observación. Desde sus primeros años, de todas maneras, se mostró extraordinariamente atento al mundo que lo rodeaba.[123]

Jamás olvidaría las canciones de corro de su infancia, o «rondones» como se llamaban en el pueblo, no pocas de las cuales reaparecerán transformadas, aludidas o levemente sugeridas, en su poesía y teatro. Entre ellas «El gavilán», «La pájara pinta», «La viudita que se quiere casar» (reelaborada en una de sus primeras piezas dramáticas, así titulada), «El arroyo de Santa Clara» o «Tengo una choza en el campo». Francisco García Lorca cita unos versos de ésta:

Tengo una choza en el campo.

Tengo una choza en el campo.

El aire la vela vela,

El aire la está velando

y señala que los dos últimos afloran años después en el «Romance de la luna, luna» del Romancero gitano (referidos ya a una fragua). Añade que la melodía de la canción es el origen de la danza en El amor brujo de Manuel de Falla y sentencia, contundente: «Los cantos y los juegos infantiles son las primeras fuentes musicales que se incorporan al alma de Federico».[124]

Musicales… y poéticas. Cabe destacar aquí la canción inspirada por Mariana Pineda, la joven heroína granadina ejecutada por el régimen dictatorial de Fernando VII en 1831. «Fue una de las más grandes emociones de mi infancia —dijo Lorca en 1933—. Los niños de mi edad, y yo mismo, tomados de la mano en corros que se abrían y cerraban rítmicamente, cantábamos con un tono melancólico, que a mí se me figuraba trágico:

¡Oh! Qué día tan triste en Granada

que a las piedras hacía llorar

al ver que Marianita se muere

en cadalso por no declarar.

Marianita, sentada en su cuarto,

no paraba de considerar:

«¡Si Pedrosa me viera bordando

la bandera de la libertad!»[125]

«Esta mujer ha paseado por el caminillo secreto de mi niñez con un aire inconfundible —escribió en una carta de 1922—. Mujer entrevista y amada por mis nueve años [sic] cuando yo iba de Fuente Vaqueros a Granada en una vieja diligencia, cuyo mayoral tocaba un aire salvaje en su trompeta de cobre.»[126]

Podemos deducir que, antes de que su familia se estableciera en la ciudad, ya había contemplado allí, en la plaza de su nombre, la estatua de la heroína. No por nada, Mariana le seguiría obsesionando hasta que, un buen día, decidió aceptar lo inevitable y dedicarle una obra de teatro.

Los otros ocho hermanos y hermanas del padre de Federico tuvieron amplia descendencia en Fuente Vaqueros, con el resultado de que el futuro poeta iba a estar rodeado allí de casi cincuenta primas y primos: «Los innumerables y jamás finitos primos de García Lorca», que diría uno de sus amigos granadinos.[127] Siempre agradecería tal circunstancia y se interesaría por los vaivenes de cada uno.

Entre las primas tenía sus favoritas, algunas de las cuales aparecen, a veces disfrazadas y a veces no, en su obra. Aurelia González García, la hija de la tía Francisca, por ejemplo, protagonizaría la inacabada Los sueños de mi prima Aurelia. Había nacido alrededor de 1885, por lo que tenía unos trece años más que Federico y, como confirma la obra que lleva su nombre, él la adoraba.[128] Tanto a Aurelia como a su madre las aterraban las tempestades eléctricas. «Me contaba Federico que la prima Aurelia, medio desmayada durante una tormenta, y no sin cierta teatralidad, decía, recostada en una mecedora:“¡Mirad cómo me muero!”», relata Francisco García Lorca.[129]

Aurelia llegaba incluso a desplomarse en aquellas ocasiones, como presa de un ataque y con los dientes apretados. Ello pese a haber instalado en su casa, para conjurar el peligro, una especie de capillita llena de velas, imágenes y santos, bautizada por el tío Luis como «gabinete meteorológico».[130]

Al igual que otros miembros de la numerosa familia García, Aurelia se acompañaba maravillosamente a la guitarra. El hermano del poeta recuerda que, con sus «enormes ojos soñadores», cantaba lánguidas habaneras que dejaron mella en la sensibilidad de Federico.[131] Además se expresaba con un lenguaje metafórico que le brotaba con toda naturalidad. «Echa los huevos cuando se ría el agua», le oyó decir alguien. Podría ser una frase sacada de los dramas rurales de Lorca.[132]

Hemos mencionado a otra de las primas favoritas en el pueblo, Clotilde García Picossi, hija del tío Francisco (Frasquito), el «más comunicativo» de ellos.[133] El traje «verde rabioso» que lleva la protagonista de La zapatera prodigiosa y el de igual color que, en un gesto de rebeldía, se pone Adela en La casa de Bernarda Alba son remedos de uno que tenía Clotilde y que, para gran disgusto suyo, no le dejaron lucir en una época de luto.[134]

Luego estaba la prima Matilde Delgado García, hija de la tía Matilde. Tenía ocho o diez años más que Federico y siempre se mostraba dispuesta a jugar con él:

Que por cierto era muy miedoso, y cuando llegaba a mi casa, que no tenía más que cruzar la calle, se quedaba en la puerta sin querer pasar. «Pero pasa, Federico, lucero, pasa», le decíamos, y contestaba, aún sin levantar un palmo del suelo: «No, no voy a pasar, porque le temo mucho al peligro». Lo que nos reíamos de sus cosas. El «peligro» era el escaloncillo que hay a la entrada de las casas de pueblo.[135]

Lorca declaró, como vimos, que, si de su padre heredó la pasión, debía su inteligencia a su madre.[136] Inteligente era, sin duda, Vicenta Lorca… y socialmente comprometida. Se llevaba bien con los numerosos García que pasaron a ser parientes suyos por su matrimonio, y era respetada en el pueblo. En 1932, en una carta a su amigo Carlos Martínez Barbeito, el poeta recalcó que su madre, pese a abandonar la profesión de maestra al casarse, no por ello renegó de su vocación y enseñó a leer a «cientos» de campesinos de Fuente Vaqueros. Al igual que los García, admiraba profundamente a Víctor Hugo, cuyas obras, siguiendo el ejemplo de la abuela Isabel Rodríguez, solía leer en voz alta a la servidumbre y a todo aquel que se dignara escucharla. Lorca le dijo a Martínez Barbeito:

Uno de los más tiernos recuerdos de mi infancia es la lectura del Hernani de Víctor Hugo en la gran cocina del cortijo de Daimuz para gañanes, criados y la familia del administrador. Mi madre leía admirablemente y yo veía con asombro llorar a las criadas aunque, claro es, no me enteraba de nada… ¿de nada?… sí, me enteraba del ambiente poético, aunque no de las pasiones humanas del drama. Pero aquel grito de «Doña Sol, doña Sol…», que se oye en el último acto,[*] ha ejercido indudable influencia en mi aspecto actual de autor dramático.[137]

También se acordaría de aquella lectura en un temprano poema, «Realidad»:

Mi madre leía

un drama de Hugo.

Los troncos ardían.

En la negra sala

Doña Sol moría

como un cisne rubio,

de melancolía…[138]

Consideraba, y no nos puede extrañar, que tenía con su madre una deuda cultural extraordinaria. «Ella me ha formado a mí poéticamente, y yo le debo todo lo que soy y lo que seré», le declaró a Martínez Barbeito.[139]

La deuda con la madre incluía el fervor religioso de aquellos primeros años. Vicenta Lorca era católica practicante y Federico la acompañaba a menudo a misa, para disfrutar de la liturgia así como de las procesiones y de las festividades eclesiásticas locales. En Mi pueblo recuerda la torre de la iglesia, «tan baja que no sobresale del caserío y cuando suenan las campanas parece que lo hacen desde el corazón de la tierra».[140] La fachada del edificio —actualmente bastante cambiada, así como, con la excepción de la torre, la iglesia misma— estaba entonces coronada por una estatua de la Virgen de las Paridas con el Niño en brazos, estatua por lo visto muy respetada de todos los vecinos del pueblo y especialmente por las mujeres embarazadas.[141] Detrás del altar había otra imagen de la Virgen y Niño. Sigue Mi pueblo:

Cuando sonaba el órgano mi alma se extasiaba y mis ojos miraban muy cariñosos al niño Jesús y a la Virgen del Amor Hermoso que estaba siempre riendo bobalicona con su corona de lata y sus estrellas de espejos. Cuando sonaba el órgano me emocionaba el humo del incienso y el sonar de las campanillas y me aterraba de los pecados que hoy no me aterro.[142]

Fascinado por los ritos de la Iglesia, empezó pronto a imitarlos a su manera. Uno de sus juegos favoritos era «decir misa», según gustaba de recordar Carmen Ramos. Detrás de la casa había una tapia baja donde colocaba una imagen de la Virgen y unas cuantas rosas. Después hacía sentarse a las criadas, los familiares y amiguitos mientras, envuelto en un extraño atuendo que se fabricaba con ropas abandonadas en la buhardilla, «decía misa» con gran fervor. Antes de empezar imponía una sola condición: que todos llorasen durante el sermón. La madre de Carmen Ramos —la que había sido su nodriza— no dejaba nunca de derramar lágrimas de verdad.[143]

Es casi seguro que fue en la aludida finca de Daimuz donde ocurrió un incidente que, según el poeta, contribuyó decisivamente al desarrollo de su sensibilidad artística:

Fue por el año 1906. Mi tierra, tierra de agricultores, había sido arada por los viejos arados de madera, que apenas arañaban la superficie. Y en aquel año, algunos labradores adquirieron los nuevos arados Brabant —el nombre me ha quedado para siempre en el recuerdo—, que habían sido premiados por su eficacia en la Exposición de París del año 1900. Yo, niño curioso, seguía por todo el campo al vigoroso arado de mi casa. Me gustaba ver cómo la enorme púa de acero abría un tajo en la tierra, tajo del que brotaban raíces en lugar de sangre. Una vez el arado se detuvo. Había tropezado en algo consistente. Un segundo más tarde, la hoja brillante de acero sacaba de la tierra un mosaico romano. Tenía una inscripción que ahora no recuerdo, aunque no sé por qué acude a mi memoria el nombre de los pastores, de Dafnis y Cloe. Ese mi primer asombro artístico está unido a la tierra. Los nombres de Dafnis y Cloe tienen también sabor a tierra y a amor.[144]

Federico García Rodríguez visitó de hecho la Exposición Universal de París y gustaba de describir, para sus hijos, los stands que más le habían impresionado.[145] Pero ¿ocurrió realmente la escena del arado? Francisco García Lorca lo pone en duda. ¡Federico era un fantasioso! ¡Se trataba de una de sus famosas «medias verdades» o «verdades bordadas»! Añade que, si por aquellas fechas se habían encontrado indicios romanos en la finca cercana de Daragoleja, no había ocurrido lo mismo en Daimuz.[146] Unos años después, sin embargo, fallecido ya Francisco, aparecieron restos de una villa o alquería romana bajo el fértil suelo de Daimuz. Centenares de monedas romanas se han extraído de allí —todas pertenecientes al período de Constantino—, gran cantidad de mosaicos, y una preciosa estatuilla en bronce de la diosa Minerva que se conserva hoy en el Museo Arqueológico de Granada.[147]

Parece cierto, pues, que al evocar su primera experiencia de «asombro artístico» el poeta recordaba un hecho real que, de manera repentina e impresionante, le había abierto una página de la antiquísima historia de Andalucía. ¡En la finca que ahora pertenecía a su padre habían vivido labradores romanos, muchos siglos antes de la llegada de los árabes que luego le dieron el nombre de Daimuz! Resulta difícil no relacionar aquella experiencia, recordada de manera tan gráfica, con la Andalucía del Romancero gitano. Andalucía mítica, milenaria, palimpsesto de distintas razas del Mediterráneo y, en el caso de los gitanos, de tierras mucho más lejanas.

No por nada los recuerdos que guardaba el poeta de su niñez, intensamente vívidos, estarían vinculados de manera inseparable a este maravilloso paisaje.

Entretanto crecía la familia. Luis, el segundón, nacido el 29 de julio de 1900, había fallecido el 30 de mayo de 1902 de una neumonía, enfermedad corriente en Fuente Vaqueros, cuando Federico tenía cuatro años.[148] Una referencia en una de las suites juveniles del poeta da a entender que la desaparición del pequeño le afectó profundamente.[149]

Luego, el 21 de junio de 1902, había nacido Francisco,[150] seguido, el 14 de abril de 1903, por María de la Concepción (Concha).[151]

Si Carmen Ramos había amamantado a Federico, la nodriza de Francisco era una mujer extraordinaria procedente del pueblo de Láchar, Dolores Cuesta, la Colorina. Analfabeta, ocurrente, muy buena gente y un pozo de sabiduría y lenguaje populares, iba a desempeñar un papel importantísimo en la vida de la familia, a la que acompañaría durante casi treinta años, y en la obra de Lorca. Francisco, recordando su infancia en Fuente Vaqueros, apunta que su madre trató sin éxito de enseñarle a leer y que, entre las ideas religiosas particulares de su «ama», el culto a las ánimas, tan arraigado en La Fuente, era «el único en que creía».[152]

Parece ser que la inquietud que siempre padecería Federico García Rodríguez en relación con la salud de sus hijos derivaba en cierta medida del fallecimiento de Luis en 1900. Estaba obsesionado con la higiene, y Francisco recuerda que el médico aparecía por casa «en cuanto nos dolía un dedo».[153] Su hermana Isabel ha dado fe del miedo casi patológico que experimentaba el padre ante la enfermedad. Siempre que salían de excursión al campo, imaginando la arremetida de serpientes venenosas, llevaba consigo una buena provisión de suero. Y si algún miembro de la familia estaba malo, no se apartaba un momento del teléfono.[154] Se encargaba de que en cada propiedad nueva suya se instalara inmediatamente un pararrayos, para prevenir el peligro que conllevaban las tormentas, a veces violentas en la Vega.[155] Están documentadas parecidas inquietudes en el caso del poeta, transmitidas, cabe inferirlo, por García Rodríguez. Bastaba el más mínimo malestar para que se creyese en las mismísimas puertas de la muerte.

«Cosas de Federico»

La feria anual de Fuente Vaqueros se celebra los tres primeros días de septiembre y tenía antaño tanto esplendor que se la conocía en todo el entorno por «el Corpus chico». Hoy, forzosamente, ha perdido mucho, ¡los tiempos ya son otros!, pero sigue habiendo columpios y bailes, y no falta la procesión de la imagen del Cristo de la Victoria, con acompañamiento de fuegos artificiales. A Lorca le encantaba la feria de su pueblo y en años posteriores procuraría visitarlo en estas fechas.[156]

Hay una anécdota que vale la pena recoger. Federico García Rodríguez era uno de los accionistas principales de la fábrica de azúcar La Nueva Rosario, situada en la vecina población de Pinos Puente, y muy amigo de los miembros de la familia Torres López, que dominaban entre ellos el consejo administrativo del próspero negocio. En la feria de Fuente Vaqueros de 1905 o 1906, Rafael López, director de la fábrica, visitó a los García Lorca acompañado de su esposa e hijos. Al poco de llegar apareció Federico y, sin dudarlo un momento, pidió permiso para inspeccionar los pies de las niñas. Concedido, no sin extrañeza, los examinó detenidamente y luego, dirigiéndose con gran seriedad a ellas, exclamó: «¡Estaréis mataícas! ¡Os han puesto los zapatos nuevos como me han hecho a mí porque es la fiesta del pueblo! ¡Y no podéis ni andar! ¡Y a mí me han vestido además con el trajecillo nuevo, y no me dejan ni comer tejeringos ni hacer ná! ¡Estoy ya aburrío!».[157]

Las «cosas de Federico» ya llamaban para entonces la atención… y no dejarían de hacerlo nunca.

Más o menos por esta época —la fecha es imposible de precisar— llegó a La Fuente un teatrico de títeres. Federico no cabía en sí de emoción, ya que no se daban con frecuencia en el pueblo. Carmen Ramos nunca olvidaría la reacción del futuro dramaturgo: «Federico, que volvía de la iglesia con su madre, vio a los titiriteros que levantaban su retablillo, y a partir de aquel momento no abandonó la plaza. Por la noche no quiso cenar y se moría por asistir al espectáculo. Volvió a casa en un terrible estado de excitación. Al día siguiente el teatro de títeres sustituyó al “altar” de la tapia del jardín».[158] La madre de Carmen se encargó de confeccionar los muñecos con trapos y cartón. En las cámaras altas de la espaciosa casa había baúles llenos de ropa vieja. Federico escogió las prendas que le llamaron más la atención, y su antigua nodriza pasó horas y horas adaptándolas a las exigencias del novel titiritero. Carmen solía añadir que, poco después, Vicenta Lorca volvió un día de Granada con un regalo muy especial para Federico, comprado en La Estrella del Norte, de la calle Reyes Católicos, la mejor tienda de juguetes de la ciudad: un teatro de títeres de verdad.[159]

En aquel primer contacto con la tradición guiñolesca andaluza podemos encontrar no sólo el origen del amor que a Lorca le suscitaba el género, y que le inspiraría varias obras propias, sino también del entusiasmo con la cual dirigiría después La Barraca, el teatro universitario itinerante fundado por la República en 1932 y que recorrería durante cuatro años los caminos de España, levantando su escenario en las plazas y poniendo dramas clásicos ante públicos que nunca habían visto antes una representación teatral.

A los cinco o seis años Federico debió percatarse de que su padre era uno de los hombres más ricos de los alrededores, y que él, por su condición de primogénito de tal potentado, ocupaba una situación social privilegiada. Existen claras indicaciones de esta actitud en Mi pueblo, como también de la temprana conciencia que tuvo de la pobreza y de las injusticias existentes en su entorno. Más tarde diría: «Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un mandón».[160]

Mi pueblo contiene una viñeta particularmente significativa en este sentido, la titulada «Mi amiguita rubia». En Fuente Vaqueros malvivían entonces familias en situaciones casi tan abyectas como las que había encontrado Horace Hammick cuarenta años antes. En una de ellas había una niña con la que trabó amistad Federico. Su padre era un jornalero envejecido y reumático, y a la madre la habían agotado numerosos partos. Los visitaba a menudo en su destartalada vivienda, pero no podía hacerlo el día que la madre lavaba la ropa porque entonces toda la familia permanecía encerrada y casi desnuda mientras se secaban sus únicas prendas. «Por eso —apunta— cuando volvía a mi casa y miraba al ropero cargado de ropas limpias y fragantes sentía gran inquietud y un peso frío en el corazón.»[161]

El escritor principiante afirma que aquella familia le reveló por vez primera la dura realidad que se escondía tras la cara risueña de la vida rural andaluza. Demuestra sentir una especial compasión por las mujeres, que a menudo pagan con la vida alumbramientos no deseados y acaecidos en condiciones sumamente precarias. Al meditar sobre el destino que a buen seguro le habrá deparado la vida desde entonces a su amiguita, levanta indignado la voz: «Nadie se atreve a pedir lo que necesita. Nadie osa a rogar el pan, por dignidad y por cortedad de espíritu. Yo lo digo, que me he criado entre esas vidas de dolor. Yo protesto contra ese abandono del obrero del campo».[162]

Esta voz de denuncia nunca dejará de sonar en la obra del poeta.

De los personajes rememorados en Mi pueblo, el descrito con más detalle y más profundo afecto es «el compadre pastor», no identificado por su nombre. Se trata de Salvador Cobos Rueda, que, como la primera mujer de Federico García Rodríguez, para quien trabajaba, era natural del pueblo de Alomartes. De hecho, Cobos fue uno de los consejeros oficiosos más apreciados por el padre (incluso parece que fue quien le recomendó la compra del cortijo de Daimuz).[163] Aunque en La Fuente le conocían por «el pastor», en realidad no practicaba ya esta profesión. ¿A qué venía el mote? Mi pueblo nos da la pista, al contarnos que había vivido de joven en las Alpujarras, donde pasaban el verano muchos rebaños de las tierras más bajas.

Cobos vivía cerca de la primera casa que había ocupado García Rodríguez en la calle de la Trinidad, casa natal del poeta y de su hermano Francisco, y era como de la familia.[164] En Mi pueblo Lorca recuerda las maravillosas historias de «cosas religiosas» que le contaba, las historias de duendes y hadas, los cuentos de lobos y de almas en pena. Cuando hablaba Cobos, todos los que estaban reunidos alrededor de la chimenea de la cocina de los García se callaban. Cuando recomendaba algún remedio natural, no hacía falta llamar al médico. Conocía las virtudes de las hierbas, y con tomillo y malvarrosa preparaba ungüentos para calmar el dolor. Sabía leer en las estrellas cuándo iba a llover o a haber niebla. Era un auténtico compendio de sabiduría popular. Un día cae gravemente enfermo. Los médicos no pueden hacer nada por él. Federico, que le visita, se queda impresionado. Aquella noche muere. En Mi pueblo cuenta pormenorizadamente cómo amortajaron el cadáver, luego el entierro. «Tú fuiste el que me consoló en mis pesadillas —terminan estas páginas—. Tú fuiste el que me hizo amar a la Naturaleza…Tú fuiste el que alumbró a mi corazón.»[165]

Parece ser que la visión del cadáver, el cambio súbito operado por la muerte en los rasgos del amigo, dejó una marca indeleble en la sensibilidad del futuro poeta. A lo largo de su obra la muerte será una presencia o amenaza constante, y en algunos momentos habrá una marcada tendencia a demorarse en el proceso de la putrefacción. En la evocación del cadáver del torero Ignacio Sánchez Mejías, por ejemplo, fatalmente cogido en 1934, parece evidente la reminiscencia, consciente o no, del de Cobos, aun cuando se sabe que Lorca se negó a ver el del espada:

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.

Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,

con una forma clara que tuvo ruiseñores

y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.[166]

Si hemos de creer al poeta, vio de niño otros cadáveres, pues en 1934 reflexionaría así ante un periodista:

No puedo estar con los zapatos puestos, en la cama, como suelen hacer los tofos cuando se echan a descansar. En cuanto me miro los pies, me ahoga la sensación de la muerte. Los pies, así, apoyados sobre sus talones, con las plantillas hacia el frente, me hacen recordar a los pies de los muertos que vi cuando niño. Todos estaban en esta posición. Con los pies quietos, juntos, con zapatos sin estrenar… Y eso es la muerte.[167]

A ello también alude en su célebre conferencia Juego y teoría del duende, donde cree identificar una manera específicamente española de afrontar, o de enfocar, la muerte: «En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera».[168]

Francisco García Lorca ha evocado la sorpresa experimentada por su madre cuando, años después de la muerte del «compadre pastor», Federico alegó que la recordaba perfectamente. Vicenta Lorca habría insistido: «No es posible, hijo mío, si tú eras muy chico y te llevé en brazos». Pero el poeta no se dejó arredrar e hizo una descripción tan detallada de aquélla, y del entierro, que su madre no pudo por menos de exclamar, asombrada: «¡Calla, calla, hijo, qué memoria te ha dado Dios!».[169]

Francisco García Lorca ha dicho que su hermano tenía, en efecto, una memoria «excepcional», «enorme», «extraordinaria».[170] Pero en el caso que nos ocupa no tuvo que esforzarse demasiado en ejercerla puesto que, cuando murió Cobos, a los cincuenta y cinco años —fue el 23 de octubre de 1905— él tenía siete. Una nieta del «compadre», basándose en la tradición de su familia, ha confirmado el intenso dolor del niño ante aquella pérdida.[171]

Si Lorca hubiera terminado Mi pueblo, lo que al parecer no hizo, cabe la posibilidad de que habría evocado a quien fuera maestro de la escuela de la localidad durante dieciséis años, Antonio Rodríguez Espinosa.

Natural del pueblo de Gabia la Grande, situado no lejos de Granada en las estribaciones de Sierra Nevada, a Rodríguez Espinosa le había sido adjudicada, en enero de 1885, su primera plaza, la de Fuente Vaqueros. Allí permaneció hasta 1901, cuando se fue a Jaén.[172] Es posible que conociera a Vicenta Lorca en Granada antes de que los dos se trasladaran a La Fuente, pero fuera así o no, se hizo gran amigo de ella y de su marido durante la época vivida allí.

Maestro excelente, apreciado tanto por los alumnos como por sus padres, Rodríguez Espinosa pertenecía a una nueva casta de profesores profundamente influidos por las ideas progresistas que emanaban de la Institución Libre de Enseñanza. O sea, de la célebre escuela laica madrileña fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos y otros pedagogos disidentes hostigados por las autoridades de la monarquía borbónica, restablecida el año anterior en la persona de Alfonso XII después de la caída de la Primera República (1873-1874). A lo largo del siglo XIX la Iglesia española, todavía casi medieval en sus planteamientos, había monopolizado la enseñanza primaria y secundaria, oponiéndose con energía a cualquier intromisión en el que consideraba su territorio exclusivo. Como Giner de los Ríos, Antonio Rodríguez Espinosa creía firmemente que la formación escolar pública debía ser práctica y acorde con la sociedad moderna.[173]

Federico sólo tenía dos años y medio cuando Antonio Rodríguez abandonó el pueblo. Por consiguiente parece difícil que, como afirma Francisco, fuera su maestro de primeras letras, aunque es posible que ayudara a la madre en este sentido.[174] Se ha conservado una interesante fotografía del pedagogo con sus alumnos: en el centro de la primera fila, con aire un tanto desorientado, aparece Federico sentado en el suelo, muy emperejilado y con sombrero de paja, atuendo que contrasta llamativamente con los vestidos humildes de los demás niños. Es evidente que se encuentra allí más en calidad de invitado que como alumno precoz (ilustración 3).

Si Federico no frecuentó la escuela primaria de Fuente Vaqueros en tiempos de Antonio Rodríguez Espinosa, sí empezó allí su formación unos pocos años después. Su evocación del establecimiento en Mi pueblo no tiene nada de halagadora. Hubo, sin embargo, compensaciones. Entre ellas, la amistad con dos muchachos de familias pobres. Con ellos intercambiaba caramelos y bombones, y acudían en su ayuda siempre que se veía amenazado. La proximidad de la escuela de las niñas contribuía también a aliviar la monotonía:

Carlos, que era ya muy mayor, se acercaba a mi oído y me decía: «Mira que si pusieran a todas las niñas desnudas y nosotros todos desnudos… ¿te gustaría, Quico?». Y yo, tembloroso y aturdido, decía: «Sí, sí que me gustaría mucho», y todos hacían comentarios hasta que el profesor dando en la palmeta muy fuerte sobre la mesa imponía el silencio y entre el ras de las plumas sobre el papel y el suspirar fatigoso del maestro se oía a las niñas cantar con voces de vírgenes: «Habiendo abrazado Santa Elena la religión cristiana…». ¡Horas de tedio y fastidio que pasé en la escuela de mi pueblo! ¡Qué alegres erais comparadas con las que me quedan! Los niños compañeros míos sentían dentro de sí los misterios de la carne y ellos abrieron mis ojos a las verdades y a los desengaños.[175]

En sus referencias posteriores a Fuente Vaqueros el poeta gustaría de recordar la abundancia de agua que lo define y le da su nombre. El pueblo no sólo está situado cerca de la confluencia del Genil y el Cubillas, en campos regados por múltiples acequias, sino que se levanta casi literalmente sobre el agua, ya que debajo corren numerosos veneros que, según los lugareños, arrancan de Sierra Nevada. Hay un inconveniente, empero: cuando arrecian las lluvias sube el nivel de estos cauces subterráneos, aflorándose el agua casi a la superficie y aumentándose la humedad que invade suelos y paredes.

En 1931, al llegar la República, Fuente Vaqueros honraría a su poeta al dar su nombre a la calle donde había vivido a partir de los cuatro años, la de la Iglesia. En el discurso que pronunció con este motivo, elogió, cargando un poco las tintas, al pueblo en que se había moldeado su sensibilidad de artista:

Todos podéis creer que os lo agradezco de corazón, y que yo, cuando en Madrid o en otro sitio me preguntan el lugar de mi nacimiento, en encuestas periodísticas o en cualquier parte, yo digo que nací en Fuente Vaqueros para que la gloria o la fama que haya de caer en mí caiga también sobre este simpatiquísimo, sobre este modernísimo, sobre este jugoso y liberal pueblo de la Fuente. Y sabed todos que yo inmediatamente hago su elogio como poeta y como hijo de él, porque en toda la Vega de Granada, y no es pasión, no hay otro pueblo más hermoso, ni más rico, ni con más capacidad emotiva que este pueblecito. No quiero ofender a ninguno de los bellos pueblos de la Vega de Granada, pero yo tengo ojos en la cara y la suficiente inteligencia para decir el elogio de mi pueblo natal.[176]

Para Francisco García Lorca, Federico, de alguna manera, «con su alegre vitalidad y despreocupación aparente, con su abierta simpatía, un poco elusiva a la explicación, era un hijo de Fuente Vaqueros».[177] El propio poeta lo entendía así. Sus años de infancia en el pueblo y las temporadas pasadas en la cercana finca de Daimuz permanecerían siempre dentro de él como un presente inmarcesible, al abrigo de la acción demoledora del tiempo. Declararía en 1934:

Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. La tierra, el campo, han hecho grandes cosas en mi vida. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no habría podido escribir Bodas de sangre […] Mis primeras emociones están ligadas a la tierra y a los trabajos del campo. Por eso hay en mi vida un complejo agrario, que llamarían los psicoanalistas.[178]

Y en 1935, cuando le quedaba poco más de un año de vida, insistiría otra vez:

Toda mi infancia es pueblo. Pastores, campos, cielo, soledad. Sencillez en suma. Yo me sorprendo mucho cuando creen que esas cosas que hay en mis obras son atrevimientos míos, audacias de poeta. No. Son detalles auténticos, que a mucha gente le parecen raros porque es raro también acercarse a la vida con esta actitud tan simple y tan poco practicada: ver y oír […] Yo tengo un gran archivo en los recuerdos de mi niñez; de oír hablar a la gente. Es la memoria poética y a ella me atengo.[179]

En otro momento, volviendo a aludir a aquel «gran archivo» de la memoria, diría: «Las emociones de la infancia están en mí. Yo no he salido de ellas. Contar mi vida sería hablar de lo que soy, y la vida de uno es el relato de lo que se fue. Los recuerdos, hasta los de mi más alejada infancia, son en mí un apasionado tiempo presente».[180]

No exageraba. Ya hemos visto que tenía una retentiva extraordinaria. Numerosos amigos suyos han dejado constancia de que, al rememorar episodios de su infancia, daba la impresión de estar viviéndolos otra vez en toda su prístina intensidad. Aquel hontanar de experiencias tempranas sería una de las constantes nutricias de su obra creativa. A diferencia del dramaturgo irlandés J. M. Synge, cuyo Jinetes hacia el mar admiraría, no tuvo que hacer ningún esfuerzo por asimilar el lenguaje popular de su tierra, sus canciones y su poesía, pues los había absorbido con toda naturalidad al nacer en Fuente Vaqueros y vivir en el seno de una familia que, como hemos visto, tenía innatas dotes artísticas y musicales. Dadas estas circunstancias, y otras ya comentadas, no ha de sorprender que en años posteriores se enorgulleciese de proclamar no sólo que era oriundo del Reino de Granada, sino que había venido al mundo en «el corazón» de su hermosa Vega.[181]

Asquerosa

Los años de Fuente Vaqueros finalizaron en 1906 o 1907 —la fecha exacta no se ha podido establecer—, cuando la familia se trasladó a Asquerosa, pedanía de Pinos Puente distante unos cuatro kilómetros al otro lado del Cubillas.

El malsonante nombre del pueblo, sustituido en 1943 por el de Valderrubio, no tenía nada que ver con el poco halagador adjetivo homófono. El topónimo se remonta por lo menos a tiempos romanos. Lo más probable es que su raíz sea el latín aqua y que el término signifique o bien «acuerosa», «con mucha agua» —referencia quizá al cercano Cubillas—, o «aguarrosa», agua dulce. También se ha propuesto, con menos probabilidad, «arquerosa», abundante en arqueros, lo cual podría llevar a la conclusión de que hubiera habido allí un campamento romano (se han encontrado tumbas romanas en el pueblo).

En 1895 Federico García Rodríguez había comprado en Asquerosa dos viviendas, una de ellas hoy casa-museo del poeta, además de acrecentar sus adquisiciones de terrenos en la colindante Vega de Zujaira, conocida así por encontrarse en su borde el pueblo de este nombre. Los había dedicado al cultivo de la remolacha de azúcar, como en Daimuz, y las cuantiosas cosechas se refinaban en la fábrica de San Pascual, con cuyas tapias lindaba la finca y de la cual iba a ser uno de los principales accionistas.

Había otra ventaja: la proximidad de una pequeña estación de ferrocarril, el apeadero de San Pascual, vinculado a la fábrica de azúcar y hoy desaparecido, que permitía acceder a Granada con mucha más rapidez que desde Fuente Vaqueros.

A diferencia de Fuente Vaqueros, Asquerosa, según ha señalado Isabel García Lorca, tiene una naturaleza doble: a sus espaldas están los secanos, revestidos de olivos, que caracterizan las estribaciones de los montes que bordean la Vega, mientras, por delante, se orienta hacia el Cubillas, con sus hazas de remolacha de azúcar, choperas y tierras de regadío. Ella entendía que el hecho influía en la personalidad de los vecinos. Por un lado, «la alegría que da a sus gentes la tierra verde y fértil», por otro «el retraimiento y la austeridad que da el secano a los suyos». «Asquerosa —seguía— no es abierta y alegre como Fuente Vaqueros, que está en pleno verdor entre dos ríos; es más taciturno, más cerrado, como lo son los pueblos de tierras secas.»[182]

Su hermano Francisco estaba de acuerdo: no podían darse «dos pueblos de carácter más distinto». El segundo era «más reconcentrado, más medido y menos alegre» que Fuente Vaqueros, tan sobrio que ¡hasta bebían té en el casino en vez de alcohol! Además, a diferencia del pueblo natal del poeta, no tenía fuente pública —con lo que habría significado de sociabilidad— sino que era un pueblo de pozos, cada casa con el suyo.[183]

Federico frecuentó por lo menos un año la escuela primaria de Asquerosa, pero ni en su obra ni en sus cartas ni en las entrevistas periodísticas que se le conocen hay una referencia explícita a tal circunstancia. Allí, según Francisco, estudió el «elemental catecismo» del padre Ripalda con vistas a su confirmación.[184] Ésta tuvo lugar el 23 de junio de 1907, oficiada por el arzobispo de Granada, José Meseguer y Costa. Al lado del futuro poeta estuvieron, entre otros muchos niños y niñas del lugar, su hermano y dos primos lejanos, Horacio y Gabriela Roldán Quesada, pertenecientes a una familia muy derechista con la cual el padre tenía, y tendría, una relación conflictiva.[185]

El hecho es que, para la etapa de Asquerosa, no tenemos nada correspondiente a Mi pueblo, con sus pormenorizados recuerdos de la infancia del poeta en Fuente Vaqueros. Pero sí, por suerte, las páginas dedicadas al pueblo por sus hermanos Francisco e Isabel.

En junio de 1908 cumplió diez años. Aquel otoño debía empezar inexorablemente el primer curso del bachillerato. Y fue entonces cuando volvió a entrar en escena el maestro Antonio Rodríguez Espinosa, que había seguido en Jaén hasta 1903, año en que fue nombrado director de una escuela de Almería.[186] Allí, para ganarse un poco más de dinero —los maestros recibían entonces salarios de miseria («más pobre que chupa de dómine», se decía)— había adoptado la práctica de aceptar en su casa, como pensionistas, a un reducido número de alumnos particulares. Tutelaba sus estudios y les añadía alguna lección complementaria además de brindarles un ambiente familiar y acogedor. Entre ellos solía haber algunos procedentes de Fuente Vaqueros e incluso algún primo de Federico.[187] García Rodríguez y su mujer, que no habían perdido el contacto con su viejo amigo, decidieron, llegado el momento en que su primogénito debía iniciar su formación secundaria, confiarle al maestro durante una temporada. El 28 de agosto de 1908 Federico rellenó la solicitud de admisión al instituto de Almería.[188] Aprobó el examen de ingreso, realizado el 21 de septiembre. Se componía de un breve dictado del Quijote y de una operación elemental de división aritmética.[189]

Eran días prósperos para Almería, que contaba entonces con unos cincuenta mil habitantes, debido a la expansión de sus minas de mineral de hierro y, especialmente, a la exportación masiva de frutas, sobre todo a Inglaterra. Las relaciones de la ciudad con la isla se habían estrechado tanto que era corriente que los hijos de familias acomodadas almerienses se educaran en escuelas inglesas. Durante todo el año un servicio marítimo semanal comunicaba la ciudad con Liverpool y Londres y, en la época de la vendimia, tres o cuatro barcos diarios transportaban hacia allí las famosas uvas de la zona.[190] Dadas estas circunstancias era inevitable que en la ciudad se sintiera la necesidad de una buena escuela privada de enseñanza secundaria, tanto más cuanto que la burguesía local consideraba que el instituto era un foco peligroso de liberalismo y de ideas nocivas.[191] En 1888, pues, se había fundado, con el fin de cubrir tal demanda, el Colegio de Jesús, que a pesar de su nombre no era una institución jesuita. Fue allí donde Federico inició su formación secundaria.

Casi todo lo que sabemos acerca del breve período pasado en Almería, y es poco, procede de las memorias en gran parte inéditas de Rodríguez Espinosa, escritas cuando estaba ya cargado de años.

El documento explica que, cuando Federico se instaló a vivir con él y su esposa, dos de sus primos de Fuente Vaqueros ya estaban allí. Todos los domingos el pedagogo llevaba de excursión a sus alumnos, ya fuera al campo o al mar, y les impartía «pequeñas enseñanzas prácticas». Apunta que Federico no dejaba nunca de contestar las preguntas que se le hacían. «Las respuestas podían ser correctas o equivocadas; pero siempre eran rápidas e ingeniosas», nos asegura.[192]

¿Dejó la breve estancia en Almería alguna impronta duradera en la sensibilidad del futuro poeta? La única vez que menciona la ciudad en su obra ocurre en el romance «La monja gitana», del Romancero gitano, donde hay una alusión a los dulces que antes se preparaban en algunos conventos de Granada:

Cinco toronjas se endulzan

en la cercana cocina.

Las cinco llagas de Cristo

cortadas en Almería.[193]

Francisco García Lorca sugiere que, en otro romance de su hermano, «Thamar y Amnón», puede haber reminiscencias del aspecto casi africano de la localidad. Es posible.[194] En una carta al escritor José Bergamín, por otro lado, diría que Almería, con la aspereza de su ambiente y su polvo azafranado, le hacía pensar en Argel.[195] Y hay que añadir que los hechos reales que inspiraron Bodas de sangre, acaecidos en 1928, tuvieron lugar a unos treinta kilómetros al este de Almería, cerca del pueblo de Níjar. Dados sus recuerdos de aquel paisaje árido y calcinado (hoy afeado, si bien enriquecido, por los plásticos de incontables invernaderos) no debió de ser difícil para el poeta imaginar la escena donde tuvieron lugar aquellos trágicos sucesos.

No se sabe con exactitud cuántos meses del año escolar 1908-1909 pasó en Almería. Contó, en una «nota autobiográfica» de 1928, que allí empezó a estudiar música y fue víctima de una enfermedad de boca y garganta que le impidió hablar y le puso «en las puertas de la muerte», episodio que daría lugar a la composición de su primer «poema humorístico», en el cual se comparaba con «el gordo sultán de Marruecos Muley Hafid».[196] Su hermano Francisco recordaba su regreso a Asquerosa con la cara tremendamente hinchada. ¿Cuándo? Lo más probable es que en los primeros meses de 1909.[197]

Aquella primavera Federico García Rodríguez se trasladó con su familia a Granada, donde había alquilado una espaciosa casa a dos pasos de Puerta Real, epicentro de la ciudad, en la Acera del Darro. El 15 de mayo Federico presentó una instancia al director del Instituto General y Técnico de Granada para que le autorizase a presentarse a los exámenes de junio correspondientes a las asignaturas estudiadas durante el primer año de bachillerato: lengua castellana, geografía general y de Europa, nociones de aritmética y geometría, religión (opcional) y caligrafía.[198] Aprobó lengua castellana, pero suspendió en geografía y en nociones de aritmética y geometría. No se presentó en caligrafía ni en religión.[199] En septiembre conseguiría aprobar geografía[200] y, durante el año, caligrafía y nociones de aritmética y geometría.[201]

Su infancia en la Vega de Granada había terminado. Ahora la cuestión imperativa era el bachillerato, y la perspectiva de tener que pasar cinco años estudiando no le gustaba en absoluto. Pero sus padres estaban decididos a que tanto él como Francisco hicieran carrera, y no había más remedio que doblegarse a sus exigencias, por otro lado perfectamente razonables en una familia cuyas perspectivas, gracias al milagro azucarero, habían mejorado de manera espectacular.

Capítulo 2. Granada

2

GRANADA

Quiero vivir en Granada

porque me gusta oír

la campana de la Vela

cuando me voy a dormir

Copla popular

Acera del Darro, 66

«Se ha descrito la Granada moderna, con más o menos justicia, como una “ruina viviente” —aseguraba la primera edición de la guía Baedeker de España y Portugal en 1898—. Algunas de sus calles principales se han adecentado hasta cierto punto para complacer al turista de otros países, pero las calles secundarias están llenas de suciedad y abandono, y algunas de las que se encuentran alejadas del centro urbano ni tienen alumbrado por la noche.» Apuntaba a continuación que la aristocracia local no se dignaba vivir en la ciudad, prefiriendo gastar sus rentas en Madrid, y que buena parte de la población mendigaba. Había, sin embargo, la esperanza de que Granada empezara pronto a progresar, gracias a la pujanza de la nueva industria azucarera de la Vega y de la proyectada mejora de unas minas en Sierra Nevada.[1]

La esperanza no estaba sin justificación, y poco después la riqueza generada por las fábricas de azúcar, si no por la minería, se hizo sentir. Fue creciendo la convicción de que ya era hora de «europeizar» la ciudad, de ponerla al día. Consecuencia espectacular de ello fue la construcción, en su corazón mismo, de una avenida amplia y brutalmente recta a la que se le dio el pomposo nombre de Gran Vía de Colón. La obra requirió la demolición de numerosos edificios de interés histórico y artístico, tanto árabes como renacentistas, y con sus altos inmuebles modernos (y algunos hasta modernistas) traicionaba el carácter introvertido y reservado de Granada. No tardó en recibir el apodo de «Gran Vía del Azúcar».

En 1909, cuando la familia García Lorca se trasladó desde Asquerosa a la ciudad, tenía unos 69.000 habitantes.[2] No había comenzado todavía a invadir la Vega, y sus calles se fundían casi imperceptiblemente con las huertas, alquerías, acequias y cultivos de la fértil y bellísima llanura. Nada más alejado del triste espectáculo de hoy, cuando una larga barrera interrumpida de bloques ha destruido muchos millares de hectáreas de feraces tierras y, con ello, perspectivas únicas en el mundo.

La amplia propiedad alquilada por Federico García Rodríguez se hallaba en la Acera del Darro, número 66, a dos pasos de donde todavía emergía entonces al aire libre el río después de pasar, encarcelado en un lóbrego túnel, por debajo del centro de la ciudad. Era de las que se llamaban en Granada «casas solas» y la familia la ocuparía hasta 1916 (hoy, irreconocible e incorporado al hotel Montecarlo, es el número 46).

Aquí nació, el 24 de octubre de 1909, Isabel García Lorca. Si no le fallaba la memoria, casi noventa años después, había delante, en la orilla del río, un jardincillo con cipreses y un cedro. La vivienda, que evoca con nostalgia en su libro de memorias póstumo, Recuerdos míos (2002), ostentaba un portal noble y se componía de tres plantas, con torre y azotea, un patio con cuatro columnas de granito, emparrado y una cocina grande y un establo con corral al final de un pequeño jardín. Isabel nunca olvidó los «rumores de agua» de la casa y la fuente con surtidor del jardín, «“fuente saltadora”, como se dice en Granada». El jardín, «algo sombrío y melancólico», tenía abundancia de geranios, violetas y siemprevivas, y un magnífico magnolio. En la fuente ella instaló una rana que le habían regalado y a la que se encargó de comer su gato rubio. También había galápagos. Un día el jardinero plantó unas anémonas, según ella flor nunca vista antes en Granada. ¿Por qué se asociarían luego con la muerte en la poesía de Federico? Nunca lo logró entender.[3]

Peligro mortal, sin necesidad de explicaciones, suponía la enorme tinaja que había en el patio con agua procedente de la famosa fuente del Avellano, reputada la mejor de Granada (todavía no había agua corriente). A Isabel le estaba prohibido acercarse porque, unas casas más abajo, se había ahogado una criatura al levantar la tapa de una tinaja parecida. Años más tarde, releyendo un poema neoyorquino de Federico, «Niña ahogada en un pozo», creería percibir un eco de aquella tragedia, así como, en «1910 (Intermedio)», una alusión a la rana devorada por su gato.[4]

Hablando del agua de Granada, hay que señalar que, debido al antiquísimo y muy defectuoso sistema de alcantarillado de la ciudad, era muy insalubre. El tifus suponía en consecuencia una amenaza permanente. Francisco García Lorca recuerda que Federico no se libró de ella y que, cuando tenía unos catorce años, le atacó la enfermedad con una virulencia tan tremenda que casi le puso a las puertas de la muerte. «El tratamiento fue a base de baños calientes —explica— y se instaló en nuestro dormitorio, que yo tuve que abandonar, una gran bañera de cinc. Recuerdo el trasiego de cubos de agua que subían desde la cocina. De todo aquel episodio no he olvidado la contenida angustia de mis padres…»[5]

Acera del Darro, número 66 era una vivienda digna de un rico terrateniente, con la ventaja añadida de estar en el corazón de la ciudad, a dos pasos de Puerta Real. La evocación de Francisco, anterior a la de Isabel, añade unos pormenores. Recuerda que en el jardín había un enorme limonero, una espesa madreselva y olorosas celindas, y que en el piso alto él criaba palomas.[6]

El traslado a Granada no supuso una ruptura tajante con lo anterior. Hubo continuidad. Para empezar, la tía Isabel García Rodríguez, hermana menor del padre, los acompañó y vivió con ellos hasta que se casó en 1914.[7] «Fue para mi madre compañera singular —escribe Francisco—; se tenían cariño de hermanas. Era alta, esbelta, muy García».[8] Todos la adoraban. Le había dado a Federico en Fuente Vaqueros sus primeras lecciones de cante, y tal vez de guitarra, como vimos, y sentía por ella una veneración que iría creciendo con los años. Llegaban a menudo parientes y amigos de Fuente Vaqueros o de Asquerosa con las últimas noticias. Nunca faltaban frutas y verduras procedentes de las fincas del padre. A finales de cada julio, terminadas las fiestas de Corpus Christi, tan arraigadas en Granada, la familia solía pasar varias semanas en Asquerosa para presenciar la cosecha. Y, quizá lo más importante, en casa siempre había criadas de la Vega.[9]

Entre ellas la más querida era Dolores Cuesta, la Colorina, también conocida como «la Mae Santa», nodriza de Francisco en Fuente Vaqueros y reina de «la maravillosa cocina» de la casa.[10] La exuberancia de su personalidad y de su habla campesina, así como su sentido común y su independencia de criterio se reflejarían en la Vieja Pagana de Yerma, el Ama de Doña Rosita la soltera y la Poncia de La casa de Bernarda Alba.[11] En su conferencia sobre las canciones de cuna el poeta la tendría muy presente:

Estas nodrizas, juntamente con las criadas y otras sirvientas más humildes, están realizando hace mucho tiempo la importantísima labor de llevar el romance, la canción y el cuento a las casas de los aristócratas y los burgueses. Los niños ricos saben de Gerineldo, de don Bernardo, de Thamar o de los Amantes de Teruel, gracias a estas admirables criadas y nodrizas que bajan de los montes o vienen a lo largo de nuestros ríos, para darnos la primera lección de historia de España y poner en nuestra carne el sello áspero de la divisa ibérica: «Solo estás y solo vivirás».[12]

Dolores era la Vega de Granada trasladada a la Acera del Darro. Sus risas llenaban la casa, estaba en todo, se ocupaba de todo, controlaba todo.

Vicenta Lorca cayó enferma después de nacer Isabel y se vio obligada a pasar un largo período de convalecencia en el muy reputado Hospital Noble de Málaga. Allí la visitaron varias veces el padre, Federico, Francisco y Concha. El viaje en tren, que duraba seis horas, era una aventura, sobre todo en su tramo final al ir bajando por los túneles del desfiladero del Chorro.[13]

Durante la ausencia de Vicenta la tía Isabel y Dolores tomaron provisionalmente las riendas del hogar. Francisco García Lorca sugiere que los ligeros conflictos jurisdiccionales que surgen entre la Tía y el Ama en Doña Rosita la soltera quizá están en deuda con escenas desarrolladas entre las dos madres suplentes, escenas que hacían las delicias de Federico.[14]

Isabel García Lorca ha recordado por su parte que Vicenta y Dolores —mujer de carácter «muy fuerte»— se trataban «de manera íntima y distante a la vez» y que entre las dos el tira y afloja era constante.[15] No ayudaba el hecho de que Dolores siempre se refiriera a Francisco como «mi Paco» y a Isabel como «mi niña».[16] «Todos los domingos se peleaban como la Tía y el Ama de Doña Rosita —apunta Isabel—, y mi madre siempre acababa con la misma frase: “No sé por qué la aguanto”.»[17]

La aguantaba porque desde hacía años la necesitaba, porque se complementaban —Vicenta, según Isabel, era «una persona muy contenida»— y porque había entre ellas una profunda complicidad y un mutuo respeto.[18]

Teatro, disfraces, bachillerato

Cabe deducir que para Vicenta Lorca fue un alivio encontrarse de nuevo en su ciudad natal, con las ventajas culturales y sociales que ello suponía. Entre éstas el teatro, al que era muy aficionada. Había entonces en Granada dos coliseos: el Cervantes, que daba a la plaza de Mariana Pineda —con su estatua de la heroína—, y el Isabel la Católica, en la cercana plaza de Campos. A ellos llegaban en gira las mejores compañías del país y la familia frecuentaba asiduamente ambos. En 1934 el poeta recordaría cómo se había aburrido a veces en ellos: «De pequeño, cuando tenía ocho años [sic], empezaba a llorar cuando, en el teatro, veía que los personajes iban a empezar a dialogar. “¡Mamá! —exclamaba—. ¡Se están sentando! ¡Se están sentando, mamá! ¡Vámonos!”»[19]

Uno de aquellos estrenos hizo época: el de El alcázar de las perlas, tragedia en verso del poeta almeriense Francisco Villaespesa, hoy muy olvidado pero entonces en la cumbre de la fama. Fue en 1911. Su tema: el origen mítico de la Alhambra. Federico, que entonces tenía trece años, asistió acompañado de su amigo Manuel Ortiz, luego conocido pintor. La obra le impresionó tan profundamente, según su hermano, que vistió de musulmana a una de las criadas de la casa, Julia la de Gabia, le pintó la cara con polvos de arroz y le hizo recitar una y otra vez, con su fuerte acento veguero, los versos que más le habían conmovido.[20]

Quizá se trataba de los muy celebrados:

Las fuentes de Granada…

¿Habéis sentido

en la noche de estrellas perfumada,

algo más doloroso que su triste gemido?

Todo reposa en vago encantamiento

en la plata fluida de la luna…[21]

Fue una más de las «pequeñas pantomimas» orquestadas por Federico y en las cuales, según Francisco, la servidumbre, con Dolores, la Colorina a la cabeza, no tenía más remedio que participar.[22]

También gustaba de disfrazarse a sí mismo. Siguió con sus «misas», inauguradas en Fuente Vaqueros, para lo que construyó a propósito unos altares en la parte alta de la casa.[23] Y un día, ataviado de moro, ocasionó un «grave disgusto» en el vecindario. «En las casas andaluzas, como en las árabes —recuerda Isabel—, era muy fácil pasarse por los tejados de una a otra, y a Federico se le ocurrió vestirse con turbante, barba, y haciendo como que hablaba en árabe, saltar a casa de las vecinas. Las pobres se llevaron un susto horroroso. Él se quitó rápidamente el disfraz, pero a una de ellas, pobre, que no recobraba el conocimiento, hubo que llevarla al hospital.»[24]

Dolores, como sabemos, tenía también su punto de superstición. Solía aflorar cuando había amenaza de tormenta. Entonces suplicaba a Vicenta que rezasen juntos el trisagio. «Se cerraban puertas y balcones —cuenta Isabel—; todo se quedaba en una total oscuridad.» Dolores guardaba para tales ocasiones una vela grande, casi un cirio (¡una vela corriente no servía para alejar truenos y rayos!). Vicenta sabía de memoria la oración y la recitaba «divinamente»:

El trisagio que Isaías

escribió con grande celo

lo oyó cantar en el cielo

a angélicas jerarquías.

Todos repetían:

Ángeles y serafines,

arcángeles y querubines

dicen: Santo, Santo, Santo.[25]

Vicenta Lorca no sólo sabía de memoria el trisagio sino que tenía muy interiorizada, debido a su formación con las monjas del Colegio de Calderón, la liturgia católica. Transmitió a Federico el fervor que ésta le inspiraba. Le gustaba entonar los latines aprendidos entonces, quizá sobre todo durante el mes de mayo, mes de María, cuando le solía dar por recitar la letanía en el idioma universal de la Iglesia.[26]

Hombre de ideas liberales, Federico García Rodríguez no quería en absoluto matricular a sus dos hijos en una escuela dirigida por curas.[27] De no haber sido así habrían ingresado en el célebre colegio de los Padres Escolapios, el establecimiento docente predilecto de las familias de clase media. Decidió confiarlos al cuidado de Joaquín Alemán Barragán, primo de su mujer, que regentaba un pequeño establecimiento libre de influencias clericales pese a su nombre: colegio del Sagrado Corazón de Jesús.

El edificio, un amplio inmueble de típica arquitectura granadina, con patio que servía para los juegos de los niños, se situaba en la diminuta placeta de Castillejos, a unos pocos pasos de la catedral y la universidad, en la calle de San Jerónimo. Francisco García Lorca afirma que estaba «lejos de nuestra casa». Pero la aseveración sólo tiene sentido si tenemos en cuenta la reducida geografía de la Granada de entonces, pues en realidad distaba de ella sólo unos ochocientos metros.[28]

En el colegio del Sagrado Corazón Federico iba a pasar los cinco años de bachillerato que le quedaban, mientras por la mañana asistía a las clases oficiales del instituto.

Su hermano no tardó en demostrar mucha mayor aptitud que él para los trabajos escolares, colmando con ello todas las esperanzas de su madre. Al recordar aquellos años consigna que Vicenta Lorca estaba constantemente regañando, «con su voz tan cultivada», a Federico, insistiendo en que se concentrara en sus estudios.[29] Veinte años después de la muerte del poeta, Joaquín Alemán, por su parte, declararía que, pese a ser encantador y simpático, resultaba absolutamente imposible como alumno, ya que «no hacía más que dibujar, llenando sus libretas de figuras y caricaturas».[30]

José Rodríguez Contreras, más tarde médico forense y personaje popular en Granada, había nacido, al igual que Federico, en 1898, y fue compañero suyo en el instituto. Le recordaba como un chico tímido que, quizá por el hecho de proceder de la Vega, se sentía algo acomplejado entre los jóvenes de la capital, socialmente más sofisticados. Parece, además, que tenía que soportar las cuchufletas y pullas que se hacían a sus expensas, y que había incluso quien le pusiera el apodo de Federica por considerarle afeminado. «Era el peor de la clase —contaba Rodríguez Contreras— no porque no era inteligente sino porque no trabajaba, porque no le interesaba. Muchas veces no iba a clase. Además tuvo problemas con uno de los profesores, cuyo nombre lamento no recordar, que era un hombre muy poseído de macho y que no le podía ver. Federico estaba siempre en el último banco.»[31]

Entre los versos compuestos en Estados Unidos hay algunos que parecen aludir a aquellos primeros tiempos del instituto. En «Poema doble del lago Eden», por ejemplo, leemos:

Quiero llorar porque me da la gana,

como lloran los niños del último banco,

porque yo no soy un poeta, ni un hombre, ni una hoja,

pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro

lado.[32]

Y en «Infancia y muerte» hay una alusión a su temprana ansiedad erótica:

Niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida,

asombrado con el alba oscura del vello sobre los muslos,

asombrado con su propio hombre que masticaba tabaco

en su costado izquierdo.[33]

¡Niño vencido en el colegio! El triste Don Martín, en Doña Rosita la soltera, está calcado en parte sobre uno de los maestros de Federico en el colegio del Sagrado Corazón, Martín Scheroff y Aví, encargado de Literatura y Retórica. Personaje que ya tenía sus años, era muy atildado y se teñía cuidadosamente el cabello y el bigote para dar una imagen de eterna juventud y prestancia. Vivía solo, había editado una colección de narraciones cortas, y los poemas y críticas de teatro que publicaba en los periódicos y revistas locales tenían habitualmente un estilo ampuloso y anticuado.[34] En Doña Rosita Lorca recuerda con ternura las perrerías que le hacían los chicos, así como a sus desgraciados colegas. Allí se queja Don Martín:

«Vengo de explicar mi clase de Preceptiva. Un verdadero infierno. Era una lección preciosa: “Concepto y definición de la Harmonía”, pero a los niños no les interesa nada. ¡Y qué niños! A mí, como me ven inútil, me respetan un poquito; alguna vez un alfiler que otro en el asiento, o un muñequito en la espalda, pero a mis compañeros les hacen cosas horribles. Son los niños de los ricos y, como pagan, no se les puede castigar. Así nos dice siempre el Director.»[35]

Hay a continuación una alusión a las tribulaciones de un profesor de latín llamado Consuegra, a quien los muchachos le han colocado una cagarruta de gato en el asiento. Francisco García Lorca relata una interesante anécdota en relación con aquel desafortunado pedagogo. Un día los dos hermanos estaban hablando con él y Joaquín Alemán en una habitación del piso superior de la escuela donde éste, muy aficionado a la cría de canarios y palomas, tenía instaladas sus jaulas. Consuegra era muy supersticioso, y Federico, que lo sabía, soltó, con toda intención, la palabra «culebra». Inmediatamente emitió un quejido lastimero uno de los canarios más preciados del director y cayó fulminado. Consuegra, convencido de que la temida palabra era responsable de lo ocurrido, repitió entonces varias veces: «¿Lo ves, niño, lo ves?». Francisco creía que el incidente marcó profundamente a su hermano.[36]

Uno de los profesores de Federico en el instituto, y que se le quedó grabado en la memoria, fue el de Lengua y Literatura Castellana, Manuel Gutiérrez Jiménez, que recitaba versos de Zorrilla mientras iba y venía por la clase, y solía terminar la sesión con la lengua fuera y echando espumarajos por la boca.[37]

Lorca dijo en una ocasión que en el instituto le dieron «cates colosales».[38] Su expediente escolar demuestra, sin embargo, que no hizo tan mal papel como quiso dar a entender y que, durante aquellos cinco años, sólo suspendió cuatro veces, arreglándoselas en cada caso para acabar aprobando. Es indudable, sin embargo, que no era buen estudiante, y el expediente revela que ni en uno solo de los veintiocho exámenes pasados entre 1909 y 1915 recibió un «sobresaliente», y únicamente en doce un «notable». Todo lo contrario del aplicado Francisco.[39]

Entretanto iba creciendo Isabel, que recuerda en su libro los maravillosos juegos que organizaban para entretenerla Federico y Francisco. Fueron casi siempre los que ella llama «juegos de imaginación». «Mis hermanos, quizá por mi culpa —sigue—, jugaron hasta bastante mayorcitos. Mi madre siempre decía: “¡Estos hijos míos son tan aniñados!”» Se ha conservado una entrañable fotografía en que Federico, con Isabel sentada sobre las rodillas, le enseña a leer música.[40]

La Colina Roja

Aunque poseemos relativamente poca información acerca de los primeros años en la ciudad del futuro poeta, podemos tener la seguridad de que un niño tan vivaracho y observador empezaría enseguida a explorarla, empezando con la Alhambra y el Generalife.

La Guerra de la Independencia (1808-1814), con la masiva llegada a España de tropas francesas y británicas, había catapultado los asombrosos palacios orientales de Granada a la fama universal. No había nada comparable en Italia o Francia, y el Grand Tour de los aristócratas europeos nunca había incluido a España. Ahora, de repente, se empezó a desviar hacia Andalucía. La Alhambra no tardó en convertirse en meta predilecta de los románticos, todos los caminos conducían a ella.

El magnífico y sentimental cuento de Chateaubriand, Las aventuras del último Abencerraje (1826), dio el pistoletazo de salida (aunque hubo algún antecedente del siglo XVIII). Después no había vuelta atrás. Quien no conocía la Alhambra, sobre todo bajo la luna llena, no había vivido.

Para alcanzar el santuario había que aventurarse por caminos a veces infames, pero ello añadía a la visita otro aliciente, sobre todo dado el peligro (bastante exagerado) de tropezar con bandidos y la certeza de encontrar ventas poco «modernas», así como caravanas de arrieros apenas cambiadas desde los tiempos de Don Quijote y Sancho Panza, modelos y espejos de viajeros dialogantes.

Era bastante típico el comentario al respecto del escocés Robert Dundas Murray (1849), quien, después de comentar las dificultades del recorrido iniciático, escribe: «Si uno no participa de los sentimientos del peregrino apenas podrá dirigir la mirada sobre estas torres quemadas por el sol, pues la Alhambra es para el viajero en Andalucía lo que el Santo Sepulcro de Jerusalén para los peregrinos: el punto álgido de todo lo que tiene interés en el país circundante».[41] Otros preferían la comparación con la romería a la Meca. Washington Irving, por ejemplo, en su famosísimo Cuentos de la Alhambra (1832): «Para el viajero imbuido de sentimiento por lo histórico y lo poético, tan inseparablemente unidos en los anales de la romántica España, es la Alhambra tan objeto de devoción como lo es la Caaba para todos los creyentes musulmanes».[42]

Irving y los románticos —como luego Lorca— lamentaban la destrucción de la Granada árabe, último bastión del islam en España. Para el norteamericano significaba un auténtico desastre:

Jamás se vio aniquilamiento más completo de un pueblo como el de los musulmanes en España. Y ahora, ¿dónde se encuentran? Interrogad a las costas de Berbería y sus lugares desérticos. Los restos de un imperio en el exilio, en otro tiempo poderoso, desaparecieron entre los bárbaros de África y murieron como nación […] Unos pocos monumentos ruinosos es todo lo que queda para atestiguar su poderío y soberanía, y como rocas solitarias desechadas en el interior, dan testimonio del alcance de alguna vasta inundación. Tal es la Alhambra; una roca musulmana en medio de tierra cristiana; un elegante recuerdo de un pueblo valeroso, inteligente y artista, que conquistó, gobernó, floreció y desapareció.[43]

¡Las costas de Berbería! Desde el Pico de la Veleta, la segunda cumbre más alta de Sierra Nevada, se vislumbran en días claros, recordando el terrible exilio impuesto a los musulmanes (y judíos) granadinos. Los viajeros románticos a veces subían hasta allí con la esperanza de disfrutar el insólito espectáculo. También lo haría el joven Lorca.

Siguieron a Irving todo un tropel de escritores extranjeros, sobre todo ingleses y franceses, entre ellos Henry David Inglis, Richard Ford, Théophile Gautier, George Borrow, Alexandre Dumas (padre), el barón Charles Davillier, Thomas Roscoe y Prosper Mérimée. Granada también ejerció su fascinación sobre los compositores. En 1845 el ruso Mijaíl Ivánovich Glinka pasó varios meses en la ciudad y trabó amistad con un célebre guitarrista, Francisco Rodríguez Murciano, que le introdujo en las cuevas del Sacromonte donde conoció el cante jondo de los gitanos. Atento a las posibilidades que la música popular española podía aportar a su propia obra, Glinka empezó los experimentos que le llevaron a Jota aragonesa (1845) y Noche de verano en Madrid (1849), que a su vez despertaron entre sus compatriotas un nuevo interés por el acervo folclórico ruso, muy rico, e impulsaron todo un alud de obras de inspiración española, por lo general de escasa enjundia.[44]

Entre los compositores extranjeros hay que destacar a Debussy. Nunca puso los pies en Granada, pero en 1900, en la Exposición de París, le llamó la atención un grupo de gitanos andaluces, posiblemente granadinos, que interpretaban cante jondo.[45] De allí procedió su obra para dos pianos Lindaraja (1901). Vino después La Soirée dans Grenade, publicada en 1903; luego, en 1910, Iberia, y, en el primer libro de los Préludes, La Sérénade interrompue. El segundo libro de Préludes, publicado en 1913, contenía La Puerta del Vino, inspirada por una postal del célebre arco de este nombre en la Alhambra.

En cuanto a los compositores españoles adictos a Granada, el más famoso, antes de la aparición de Falla, fue Isaac Albéniz.

Tampoco escaseaban los pintores. En el siglo XIX los grabados de Gustave Doré, David Roberts, John Lewis y muchos más alcanzaron una inmensa popularidad en toda Europa. Y, a principios del XX, el catalán Santiago Rusiñol visitó la ciudad con frecuencia, para captar con sutileza los colores, fuentes y luces de sus jardines.

Al joven Federico le debieron de contar más de una vez, allá en Fuente Vaqueros y Asquerosa, la triste historia de Boabdil, el Rey Chico —último monarca musulmán de Granada—, y su abatimiento al atisbar por postrera vez, ya emprendida la vía dolorosa del exilio, las torres de la Alhambra. «Lloras como mujer por lo que no pudiste defender como hombre», le diría su madre, Aixa. El futuro poeta no tardaría en identificarse con aquella Granada perdida para siempre en 1492.

Música y universidad

Vicenta Lorca insistió en que Federico, Francisco y Concha estudiasen piano y los confíó a Eduardo Orense, organista de la catedral y pianista del casino.[46] Federico demostró enseguida tener dotes musicales extraordinarias. Cuando sus padres le encontraron otro profesor más idóneo, sus progresos fueron impresionantes.

Antonio Segura Mesa había nacido en Granada en 1842 y, por consiguiente, estaba ya entrado en años cuando el joven Lorca empezó con él. Había soñado en su juventud con ser un gran compositor, pero el sueño no se había hecho realidad. Férvido admirador de Verdi, había compuesto una ópera en un acto de inspiración bíblica, Las hijas de Jepthé —«ópera colosal», según el poeta—,[47] que al parecer fue objeto de un sonado pateo el día de su estreno, presumiblemente en Granada (a Don Martín, en Doña Rosita la soltera, se le atribuye, convertida en obra de teatro, la malhadada obra). Era buen pianista, compuso alguna zarzuela y, antes de conocer a Federico, fue maestro de dos notables músicos granadinos: Ángel Barrios y Paco Alonso.

Lorca diría que fue Antonio Segura quien le «inició en la ciencia folclórica». Para desgracia no tenemos más información al respecto.[48]

Acabaría venerando al viejo profesor, que, además de estimular su aptitud musical innata y de ayudarle a adquirir una excelente técnica pianística y unos conocimientos sólidos de armonía, le fue cogiendo mucha confianza. Incluso le solía hablar con resignación de los altibajos de su vida de compositor fracasado. «Que yo no haya alcanzado las nubes no quiere decir que las nubes no existan», insistía. Federico no se cansaba nunca de repetir aquella frase, «con emoción religiosa», a sus amigos.[49]

A la tía Isabel García le gustaba recordar, años después, las visitas diarias de Antonio Segura a la casa de la Acera del Darro. En cierta ocasión en que Federico había tocado con especial brillantez, el maestro le dijo emocionado a su madre cuando se despedía: «Le ruego que abrace a su hijo por mí. No sería correcto que lo hiciera yo. ¡Es que toca divinamente!». No es de extrañar que al muchacho, sabiéndose pianista dotado capaz de embelesar a sus oyentes, le costara trabajo dedicar tiempo a los estudios.[50]

Sus padres, empero, estaban empeñados en que tanto él como Francisco tuviesen una carrera que les permitiera acceder a una profesión capaz de garantizar su futuro. En consecuencia, no le quedaba más remedio al Lorca adolescente que resignarse e ingresar en la Universidad de Granada. Así pues, en octubre de 1914, antes de terminar del todo el bachillerato, se matriculó en el curso común que daba acceso a las facultades de Filosofía y Letras y de Derecho. Eran las únicas opciones que se le ofrecían, en realidad, ya que las demás —Medicina, Ciencias y Farmacia— eran impensables.

Coincidiendo con su ingreso en la Universidad se desencadenó en la prensa local un furioso debate en torno a los viejos y nuevos valores artísticos. Debate al cual no se podía sentir ajeno. Lanzó la primera piedra un joven periodista de El Defensor de Granada, Constantino Ruiz Carnero, luego íntimo amigo suyo. Arremetió contra la estrechez de miras de la sociedad granadina de entonces y la trivialidad del ambiente literario, que hacía imposible ejercer una crítica ecuánime, y lamentó las actitudes cada vez más aburguesadas del Centro Artístico, que a su juicio únicamente servía ya para pasar gratas veladas jugando al ajedrez. Hizo un repaso a los libros editados en Granada entre 1909 y 1914 y llegó a la conclusión de que el balance era muy negativo, pues en su mayoría adolecían del mismo provincianismo de siempre. La poesía granadina seguía moviéndose dentro del círculo cerrado de la introspección y de la obsesión por la felicidad perdida que durante tanto tiempo la había caracterizado. El panorama era lamentable.[51]

Espoleado por los artículos de Ruiz Carnero entró en acción un joven escritor mucho más agresivo, José Mora Guarnido, que no tardó en hacerse amigo íntimo de Lorca y que más tarde, desde el exilio, escribiría un libro fundamental sobre él. Hijo de un maestro de escuela, había empezado a escribir en los periódicos granadinos alrededor de 1913. Era no sólo muy combativo sino absolutamente valiente a la hora de expresar sus opiniones. Odiaba a los «poetas de la Alhambra», despreciaba El alcázar de las perlas de Villaespesa y, en cuanto a los escritores locales del momento, no aguantaba sobre todo a Manuel de Góngora, hijo predilecto del Centro Artístico. Entre Mora y Góngora se ventiló una acerba polémica que se prolongó durante semanas. Cuando se extinguió, los paladines del nuevo orden estaban convencidos de que habían ganado la batalla y de que aquella Granada romántica («perla de Oriente», «sultana de Andalucía», etc.) había tocado a su fin. Pero aún daría coletazos. E incidiría sobre el primer Lorca.[52]

A finales de octubre de 1914 Federico aprobó la primera parte del examen final del bachillerato, pero falló en la segunda, por lo cual en febrero de 1915 volvería a intentarlo, esta vez con éxito.[53]

En aquellas fechas la Universidad de Granada difícilmente habría podido vanagloriarse de ser preclara sede del saber («esa decadente universidad», la llamaría Lorca en 1921).[54] Fundada por el emperador Carlos V en 1526 con la finalidad de propagar la cultura cristiana y europea allí donde hacía tan poco tiempo había dominado la islámica, se encontraba a principios del siglo XX en una situación de lamentable decadencia.

Cuando Lorca inició en ella sus estudios albergaba, sin embargo, a unos cuantos profesores nuevos y excelentes. Entre ellos, Martín Domínguez Berrueta, titular de Teoría de la Literatura y de las Artes, y Fernando de los Ríos Urruti, el de Derecho Político Comparado.

Domínguez Berrueta había nacido en 1869 en Salamanca. Su madre era de Burgos, ciudad donde de joven pasó numerosas vacaciones y por la cual llegaría a sentir un fervor ilimitado, estimulado por su tío, Francisco Berrueta y Corona, provisor y secretario del arzobispado y gran conocedor de la famosa catedral. Berrueta se consideraría siempre hijo de Burgos, estimando que su nacimiento en Salamanca, donde estudió Filosofía y Letras, había sido meramente accidental.[55]

En 1893 publicó su tesis doctoral sobre san Juan de la Cruz. A partir de 1907 enseñó en su alma mater y dirigió un periódico católico, El Lábaro, de tendencia moderadamente liberal. Combativo y dueño de profundas convicciones, no tardó en verse envuelto en controversias con numerosos adversarios de la línea editorial de la publicación, entre ellos Miguel de Unamuno. Cuando llegó a defender la separación de Iglesia y Estado, el obispo de Salamanca consideró que había que cortar por lo sano y tuvo que dimitir. Al año siguiente, en 1911, ganó la cátedra de Teoría de la Literatura y de las Artes en la Universidad de Granada.[56]

Hondamente influido por el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, fundada en Madrid por Francisco Giner de los Ríos y otros disidentes en 1876, Domínguez Berrueta entendía que la universidad española ignoraba las necesidades de la sociedad contemporánea. Deploraba sobre todo la falta de contacto entre estudiantes y profesores, barrera que había que derrumbar en beneficio de todos. De hecho, lo que pregonaba era un sistema tutorial parecido al británico, entonces casi inexistente en España.[57]

Su cátedra granadina le brindó la posibilidad de llevar a la práctica su proyecto, actividad que desarrolló con el entusiasmo que lo caracterizaba, tanto en clase como fuera, ganándose de paso muchos amigos y no pocos adversarios. Con sus alumnos era a la vez padre y compañero, y podían estar siempre seguros de ser bien recibidos con afecto en su casa, donde su esposa aportaba, además, un toque maternal.

Domínguez Berrueta orientaba sus clases hacia el estudio de los monumentos y lugares de interés de Granada, sintiendo, incurable romántico que era, una predilección por los conventos, sobre todo los de clausura. Federico le acompañaría a menudo en esas visitas, ampliando así sus conocimientos de la historia y la arquitectura de la ciudad.[58]

La contribución más original del maestro a la formación práctica de sus alumnos era, con todo, la organización, a partir de 1913, de viajes de estudios. Tenían lugar durante las vacaciones de primavera y verano, y constituían una novedad absoluta en aquella España. Su meta principal solía ser Castilla la Vieja, con Burgos como epicentro.

Hombre fervoroso, emotivo, enfático y hasta dogmático en la expresión de sus opiniones, capaz de reaccionar con rabia ante las críticas, Domínguez Berrueta poseía una habilidad notable para estimular entre sus alumnos la devoción al arte, y la mayoría de los que asistían a sus clases —siempre reducidas— apreciaban su empeño y su entrega.[59]

Fernando de los Ríos, que tomó posesión de su cátedra granadina en marzo de 1911, pocos meses antes que Domínguez Berrueta, era hombre de otra índole y, como intelectual, muy superior. Andaluz de Ronda, donde había nacido en 1879, procedía de una familia liberal de clase media. Su madre era pariente de Francisco Giner de los Ríos, quien la había convencido de la importancia de que sus hijos estudiasen con él en la Institución Libre de Enseñanza.[60]

La influencia de Giner sobre el desarrollo de Fernando fue decisiva y éste acabaría percibiéndose como «nieto espiritual» del insigne maestro.[61] En la Institución Libre se convenció de que España estaba desesperadamente necesitada de una revolución moral e intelectual… y de que quería participar en la gran aventura. Eran los días del «desastre» de la pérdida de las últimas colonias americanas, así como de Filipinas. De los Ríos recordaría en una conferencia de 1926 el impacto del acontecimiento:

Difícilmente aquellos que me escuchan podrán darse cuenta del dolor enorme que sintió el alma española en 1898; difícilmente los jóvenes que me escuchan podrán apreciar la impresión que a nosotros, niños recién ingresados en las universidades, nos causó aquella enorme derrota que hoy bendecimos, porque en 1898 se encontró la clave psicológica del renacimiento intelectual, e incluso del económico de España…[62]

El conferenciante insistió en que fue su pariente Francisco Giner quien percibió, con más clarividencia que nadie, que el «desastre» podía y debía tener un efecto catártico, y que, liberada de los últimos vestigios de su imperio (menos algunos en África), España podía velar finalmente por sus propias necesidades internas y poner en orden su casa.

Fernando de los Ríos había ido a Alemania con una beca concedida por la Junta para Ampliación de Estudios, fundada en 1907. Allí conoció el llamado «socialismo neokantiano», que hizo profunda mella en él. Al regresar a España era ya un europeísta confirmado, convencido de que su generación estaba llamada a realizar la ingente obra de «reconstrucción cultural» que necesitaba urgentemente el país.[63]

De los Ríos y sus compañeros, entre ellos el filósofo Ortega y Gasset, acabarían siendo conocidos como la Generación de 1914. En 1918 se incorporaría al Partido Socialista Obrero Español, pasaría a ser diputado por Granada y, con el advenimiento de la Segunda República en 1931, sería ministro de Just

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