Mañana no será lo que Dios quiera

Luis García Montero

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Citas

1. Que responda Churchill

2. La carpeta azul

3. Las bodas

4. Un respetable olor a azufre

5. Gritos en la calle

6. Sin frío en los pies

7. Bajar o subir

8. Soledad y los trenes

9. Las inquietudes

10. Entre hermanos

11. Las ruinas y París

12. Mañana no será lo que Dios quiera

13. Familiares extraños y personajes que llegan

14. Cosas que ya se saben, pero merece la pena contar

15. Cristales rotos

16. El jinete viajero

17. Las historias que acaban muy mal no se acaban nunca

18. El caballo de espadas

19. El desarrollo y la resistencia en un otoño interminable

20. En la carpeta azul

21. Paz y patria feliz

22. Los huéspedes

23. Visión sin percepciones

24. Un mal pronóstico

25. Las tarjetas de visita y los cambios de clima

26. El gran sorteo

Epílogo

Sobre el autor

Créditos

prologo cap1

1. Que responda Churchill

No sé si ustedes conocen al poeta Ángel González. Su palabra revela una mezcla de filósofo clásico y de anciano del lugar, de superviviente estoico que lo ha visto todo y lo cuenta todo, mientras pide una última copa para no dar por terminada la noche que de manera inevitable se pierde ya por la grieta rojiza del amanecer. Detrás de su barba blanca esconde un mentón demasiado corto y una vida demasiado larga. Apenas conoció a su padre, porque murió cuando él no había llegado a cumplir los dos años, por culpa de una operación caprichosa. Era cojo y necesitaba recuperar la movilidad de la rodilla izquierda para conducir. Que un hombre de más de cuarenta años se empeñase en pasar por el quirófano para comprarse un coche no dejaba de ser un capricho en aquella época. En 1927, en Oviedo, la mayoría de los profesores sesudos, o de los respetables concejales, estaban acostumbrados a cumplir con sus obligaciones y con sus ocios sin necesitar un carné de conducir. La aventura no salió bien, quedó frenada por una infección vertiginosa, y Ángel González creció huérfano de padre, sin las enseñanzas directas de uno de los mejores pedagogos asturianos de principios del siglo XX. Pero la madre y los hermanos mayores hablaban mucho de las costumbres, las ilusiones y la rectitud del fallecido. Por eso el niño conservó recuerdos vivísimos de un padre al que apenas llegó a conocer. Además de una enciclopedia Espasa, algunas fotografías y un tesoro de sugerencias morales sobre la educación y el gobierno de los hombres, Ángel heredó de su padre un mentón corto y la certeza de que los caballeros con esa peculiaridad fisiológica deben dejarse la barba para presentar en sociedad un aspecto digno.

Detrás de la barba de Ángel González, se esconde la imprudencia más precavida que pueda conocerse. Los acontecimientos de la historia lo sorprendieron desde muy pronto en lugares propicios a las grandes borrascas o a las sequías aniquiladoras. Por voluntad o por fortuna, otros individuos pasan su vida en zonas templadas, amparados por la caridad de unos elementos atmosféricos que se comportan como perros falderos. La buena lluvia, el sol suave, la brisa primaveral facilitan mucho las rutinas de la existencia. Ladran alguna vez, pero no muerden. La cuestión es que Ángel prefiere los gatos a los perros, y desde muy niño se acostumbró a que la historia se encontrara con él a la intemperie. Mientras saltaba por los árboles, las tapias y los tejados de su barrio, el viento frío del norte arrastró nubes oscuras, ramas quebradas, papeles de periódico con noticias alarmantes, revoluciones, golpes de Estado, guerras, victorias y derrotas, descargas de fusiles, tiros de gracia y horas de silencio conmovido. Tardó poco en despreocuparse del miedo familiar a los quirófanos, herencia materna en este caso, para atender a los peligros mortales que pasaban por la calle. Al segundo chaparrón, calado hasta los huesos, aprendió a quitarse los calcetines, pedir ropa seca y buscar el calor de la lumbre. Nunca renunció a habitar los lugares marcados con la tinta roja de la imprudencia. Pero suele acomodarse en ellos de forma muy precavida, moverse con tiento, sin hablar en voz alta, guardándose las lágrimas y las risas para sí mismo o para las ocasiones de extrema intimidad. No ya la felicidad, sino la supervivencia dependieron e

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