Las Reinas de África
África es como una enorme esponja, que finalmente acaba por absorberte. Contraes la malaria y la disentería, y hagas lo que hagas, si no lo haces sin parar, terminará por pisártelo la jungla. Negro o blanco, aquí tienes que luchar cada minuto del día.
K,
El rodaje de La Reina de África (1987)
Aún noto en mi piel el calor húmedo de la selva africana, los aromas sensuales de las especias y la fetidez de los manglares. Oigo de noche, atrincherada en mi tienda de campaña, los rugidos cercanos de los leones y la risa de las hienas, y me siento muy pequeña en la inmensidad de la sabana salpicada de acacias. A lo lejos, en el horizonte, me parece distinguir a un grupo de esbeltos guerreros masais que avanzan hacia mí adornados con sus plumas de avestruz y sus melenas leoninas, portando orgullosos sus escudos de piel y afiladas lanzas. No es un sueño, durante largos meses he compartido mi vida con estas grandes viajeras que me han mostrado el continente africano con toda su crueldad y su belleza. Con ellas he regresado a escenarios que ya conocía, a las aguas turbulentas del Nilo Blanco infestadas de cocodrilos, a los bosques brumosos en busca de los gorilas y los extensos lagos salados poblados por miles de flamencos. De nuevo he sentido la llamada de África, un extraño desasosiego que sólo se cura —y lo sé muy bien— cuando regresas allí y te reencuentras con sus gentes generosas y una naturaleza imponente.
Las mujeres cuyas apasionantes vidas se narran en estas páginas se aventuraron en el gran continente cuando su interior aún
LAS REINAS DE ÁFRICA era un misterio y recorrerlo significaba una muerte casi segura. Las impenetrables junglas y áridos desiertos, las enfermedades, las fieras salvajes, las tribus belicosas y sus reyes sanguinarios echaban para atrás al más curtido de los viajeros. Las leyendas evocaban monstruos terroríficos, salvajes amazonas y caníbales que se relamían de gusto mientras cocinaban a fuego lento a algún viajero entrometido. En un mundo de fanáticos misioneros y exploradores románticos que pretendían civilizar a los «salvajes», surgieron un puñado de audaces damas dispuestas a escuchar y a entender a los nativos. Solas y sin escolta, llevadas por la fe, la curiosidad o el ansia de aventura se adentraron en regiones inexploradas donde los nativos nunca habían visto a una mujer blanca. Recorrieron sus junglas y montañas a pie, a lomos de camello o en carretas tiradas por bueyes como auténticas pioneras del Lejano Oeste. En sus temerarias travesías tuvieron pocos problemas con los nativos porque para ellos nunca representaron un peligro. Por el contrario lo que más les llamaba la atención era su «extraño» aspecto, la piel tan pálida, los ojos de color claro, el cabello rubio y la manera en que vestían.
El peligro a ser «devorado» por un caníbal no preocupaba tanto a estas mujeres como el hecho de enfrentarse a bárbaras costumbres muy arraigadas en algunos pueblos africanos. En aquella África del siglo XIX los sacrificios humanos estaban a la orden del día al igual que los castigos corporales y las amputaciones; cuando un jefe fallecía enterraban con él vivas a sus jóvenes esposas. Resulta imposible no estremecerse al leer las cartas de la misionera Mary Slessor a su familia, donde describe cómo eran brutalmente asesinados al nacer los niños gemelos en Calabar (Nigeria) por pura superstición o cómo se impartía justicia sometiendo a los supuestos culpables a perversos rituales en los que morían envenenados.
Florence von Sass, la joven esposa del explorador Samuel Baker, que vivió en su propia piel la humillación de ser vendida como esclava, en el viaje que realizaron juntos al Alto Nilo en 1861 tuvo que presenciar escenas dramáticas del comercio de esclavos. Hombres, mujeres y niños eran abandonados a su suerte en los caminos o encadenados como animales a un árbol cuando enfermaban y no podían seguir el ritmo de las caravanas de negreros. En su penoso viaje en busca de las fuentes del Nilo, los Baker atravesaron regiones de la actual Uganda gobernadas por reyes crueles y déspotas que les secuestraron durante meses por pura diversión. Florence, como otras viajeras de su época, pudo constatar en sus expediciones que a las niñas, en países como Somalia, Sudán, Egipto y Arabia, se las sometía a la brutal ablación con la que los hombres pretendían garantizar su virginidad y castidad.
Las intrépidas viajeras victorianas recorrieron el continente negro, al igual que los grandes exploradores, con todos sus prejuicios a cuestas. Eran, al fin y al cabo, las representantes del Imperio británico, donde se creía que los africanos eran inferiores en todos los aspectos. En las más remotas selvas ellas mantenían sus más arraigadas costumbres, se vestían formalmente para cenar, tomaban el té de las cinco en sus tazas de porcelana, decoraban sus casas africanas como lo hubieran hecho en Inglaterra y cuidaban con esmero el césped de su jardín. Pero estas damas también sabían cabalgar, cazar con arco, disparar un fusil, organizar una expedición de cientos de porteadores y construir un hogar en la región más inhóspita que uno pueda imaginar. Algunas tuvieron el valor de alzar su voz contra el racismo y el opresivo sistema colonial de la época. Mary Kingsley criticó la labor nefasta de los misioneros y funcionarios locales, al igual que la holandesa Alexine Tinne y su madre, la baronesa Harriet van Capellen, que describieron en sus diarios de viaje las terribles imágenes de la esclavitud. Otra baronesa más conocida, la escritora danesa Karen Blixen, mostró su admiración hacia la cultura nativa y su total desprecio hacia el comportamiento de los colonos blancos en la Kenia británica. No juzguemos a estas damas por sus maneras algo cursis, su paternalismo hacia los africanos o sus excentricidades. A la hora de denunciar el horror, en sus más amplias facetas, no se quedaron atrás y tomaron partido a costa de represalias, burlas y el rechazo de su propia familia.
Mientras reconstruía las vidas de estas grandes viajeras venían a mi mente escenas inolvidables de la película de John Huston, La
LAS REINAS DE ÁFRICA
Reina de África. En la novela de Cecil Scott Forester, Rose Mayer —papel interpretado por Katharine Hepburn— era una puritana solterona de treinta y tres años que había vivido en una remota misión en las selvas del África central alemana junto a su hermano el pastor Samuel. A la muerte de éste la señorita Rose emprende un viaje al corazón de las tinieblas en un bote ruinoso llamado La Reina de África. Aquella travesía a través de una naturaleza hostil y salvaje junto a Charlie Alnutt —el actor Humphrey Bogart—, un hombre de rudos modales y aficionado al alcohol, le cambiará la vida. Ella, que siempre había vivido bajo la voluntad de su hermano, sin derecho a pronunciarse, iba por primera vez a coger las riendas de su vida y las de aquella embarcación de pomposo nombre.
Cuentan que John Huston se empeñó en rodar la película en África porque quería dedicarse en sus ratos libres a la caza mayor. Se las ingenió para convencer a los productores de que los escenarios naturales de Uganda y el Congo belga eran los mejores decorados para filmar su película. Y así fue como la enérgica Katharine Hepburn, en compañía de Humphrey Bogart y su esposa, Lauren Bacall, y las huestes de John Huston llegaron a orillas del río Ruiki, un afluente del majestuoso Congo. Allí, en medio de la selva, instalaron su campamento rodeados de árboles enormes habitados por babuinos, helechos gigantes y retorcidas lianas. Las anécdotas del rodaje ya las escribió con buenas dosis de humor la propia Hepburn en su libro El rodaje de La reina de África o cómo fui a África con Bogart, Bacall y Huston y casi pierdo la razón. Durante las semanas de filmación, vestida como una misionera victoriana con su corsé y amplios pololos, largas faldas, botines, sombrilla y sombrero de ala ancha, la actriz experimentó en sus propias carnes la dura vida del trópico. Primero fueron las picaduras de avispas negras, después las hormigas soldado, el calor y la humedad, las moscas tse-tse, las lluvias torrenciales, las serpientes, el agua contaminada, las diarreas y las nubes de mosquitos en la orilla de los ríos. A pesar de todos los contratiempos Katharine —que perdió ocho kilos en el rodaje— disfrutó de su aventura africana, aprendió algo de suajili, se aficionó a la caza mayor y acompañó a
John Huston en sus safaris demostrando un temple y una puntería que asombrarían al director.
Leyendo las aventuras de estas mujeres, esposas de ilustres exploradores, misioneras rebeldes, españolas de rompe y rasga, baronesas enamoradas de un África romántica, cazadoras de élite, apasionadas vividoras y estrellas de los primeros documentales, el lector descubrirá como siempre que la realidad supera a la ficción. Durante el rodaje de La Reina de África la actriz Katharine Hepburn nunca se metió en las aguas del río Congo por miedo a las enfermedades como la bilharziosis y otro tipo de infecciones. Las famosas escenas en las que ella y Humphrey Bogart arrastran con una soga el barco a través de los estrechos canales de juncos se rodaron en un estudio de Londres donde se construyó un enorme estanque. La inglesa Mary Kingsley, en su periplo por el África occidental en busca de peces extraños, pasó muchas horas en los pantanos con el agua hasta la cintura y el cuerpo cubierto de sanguijuelas. Cuando algún cocodrilo se cruzaba en su camino le atizaba con un remo y espantaba a los hipopótamos a golpe de sombrilla. Mary Kingsley era menos estricta que la estirada Rose y nunca se negó a un buen trago de brandy si el cuerpo se lo pedía. Aunque por su severa manera de vestir la confundieran con una misionera, la señorita Kingsley se declaraba atea y nunca se escandalizó como sus coetáneas ante la poligamia o el canibalismo.
Estas heroínas de carne y hueso fueron más modernas, audaces y aventureras que nuestras mejores actrices del cine de aventuras. Sus vidas tienen todos los ingredientes de las buenas películas que nos hacen soñar y estremecer: amor, peligro y exóticos escenarios. En su caso fueron ellas las que escribieron el guión de unas historias que nos hablan con humildad de la soledad, el miedo y la renuncia al amor, y que no siempre tuvieron un final feliz.


C A P Í T U L O I
Misioneras en África: civilizar a los «salvajes»
«Y yo digo: ¿no se maravillará tu corazón si el Señor te hace madre de al menos un hijo que tenga la honra de ser misionero y ayude en la conversión de los herejes? Si yo fuera madre lo consideraría el máximo honor que podría tener en la vida.» Quien en 1818 escribía estas palabras llenas de fervor religioso era una joven llamada Mary Smith, que se casaría un año después en Ciudad del Cabo con el reverendo Robert Moffat, pionero en la evangelización de las tierras más australes del continente africano. Su sueño se vería cumplido con creces, de los diez hijos que tuvo la señora Moffat, dos mujeres se convirtieron en infatigables misioneras para orgullo de su fanático padre. La primogénita, Mary, se casaría con el famoso explorador David Livingstone y le seguiría en sus peligrosas travesías por el África más austral. Otra, llamada Bessie, unió su vida a la del misionero protestante Roger Price y juntos se establecieron en una inhóspita región de Botswana.
Las hermanas Mary Livingstone y Bessie Price crecieron entre los bechuanas en Sudáfrica y llevaron una vida llena de penalidades en aquellas tierras vírgenes habitadas por tribus hostiles. Sin embargo, la relación con los africanos de cada una de ellas fue muy distinta y representa la cara y cruz de las misioneras victorianas. La señora Livingstone era una enamorada de África, le gustaba viajar con sus hijos en una carreta tirada por bueyes como una nómada y sentarse en el desierto junto a un buen fuego a escuchar las leyendas nativas, aunque tuviera como música de fondo los estremecedores gruñidos de los leones. Se adaptó con aparente facilidad a vivir en una choza de barro y paja como los indígenas, lejos de la civilización y sin las más mínimas comodidades. Hasta
LAS REINAS DE ÁFRICA su prematura muerte en el Zambeze con cuarenta y un años, se sintió una «africana blanca» y compartió con su esposo alguno de sus importantes descubrimientos geográficos.
Bessie Price era el prototipo de misionera decimonónica que sentía la absoluta necesidad de convertir a los «salvajes». Odiaba con todas sus fuerzas la cultura africana; el sonido de los tambores, las danzas, los cantos, los rituales más ancestrales le parecían cosa del demonio. Así que no se limitó a evangelizar a los paganos sino que les impuso las más rancias costumbres inglesas. Las nativas de la tribu bamanguato que iban casi desnudas, bajo su rígida influencia comenzaron a vestir trajes victorianos largos hasta los tobillos. Les enseñó, entre otras cosas, buenos modales, hábitos alimenticios, decoración de interiores, costura y música. También obligó a usar el sujetador a las jóvenes que participaban en las sensuales danzas de iniciación a la