Nicanor Parra, rey y mendigo

Rafael Gumucio

Fragmento

cap-1

1

PERMISO PARA DECIR YO

VIAJE DE IDA Y VUELTA

En octubre de 2002 visité por primera vez a Nicanor Parra. Yo tenía treinta y dos años. Él, ochenta y siete. «Asmático a tiempo completo», como le gustaba definirse, vivía por entonces en Las Cruces, frente al mar, a ciento doce kilómetros de Santiago. Un día de sol bajamos, la editora Isabel Buzeta, que manejaba, y el escritor Germán Marín, que daba las órdenes, por la Carretera Norte-Sur, viramos a la altura de la gran mole de vidrio que iba a ser el Centro de Justicia hasta la Carretera del Sol y sus peladeros infinitos, suburbios de suburbios, montículos de hojas ahumándose, plantaciones de maíz, viñedos y más viñedos hasta que empezaban los eucaliptos, las vulcanizaciones —como llaman a las reparadoras de neumáticos en Chile—, las panificadoras, los condominios abandonados y el mar.

Subimos por la cuesta junto al supermercado Malloco, por la calle Lincoln, que en su último tramo abandona el asfalto y se hace de tierra, hasta la casa de rejas de madera blanca y la puerta donde los mochileros aún no habían pintado con espray la palabra ANTIPOETA.

No sé si esa primera vez abrió el propio Parra, o si fue la Rosita Avendaño, su cuidadora y empleada doméstica de entonces. Solo sé que de pronto estaba frente a él: completamente despeinado, su piel tostada casi del mismo color que su chaleco marrón, sus pantalones de pana, un ojo guiñándome, las cejas levantadas, entre desafiante y circense.

—Tú, por favor, nada de usted. Si no, no podemos hablar… —dijo.

Tampoco soportaba el «don Nicanor». Lo más lejos a lo que llegó el poeta Adán Méndez, sesenta años más joven que Nicanor pero uno de sus amigos más cercanos en los últimos tiempos, fue a decirle «don Nica», hasta que el «tú» se instauró naturalmente. Le importaba dejar en claro desde el primer minuto esa horizontalidad sin la que nada entre nosotros, a quienes nos separaban entre otras cosas cinco décadas, era posible.

Isabel Buzeta fumaba en la terraza, mirando a prudente distancia el espectáculo. Había en el salón esa mañana una mezcla rara de tensión y naturalidad. Como si fuese un escenario sin butacas ni más espectadores que nosotros mismos. El frío, las rocas, el mar, la bahía abierta hacia Cartagena, todo eso entraba por el ventanal. Parra parecía entregarse entero, pero había siempre una vigilancia. La casa era de muros blancos, con chimeneas falsas, botellas de vino vacías de las que salían ramas de arbustos sin hojas ni flores. Vigas de madera, vidrios sucios, un sillón cubierto con una sábana, diarios viejos, fotos de archivo, carpetas escolares, papeles sueltos. No había nada que fuera cómodo, ni el menor cuidado por los detalles.

Quizá la fragilidad del piso y de la casa se me hizo más evidente por la presencia del novelista Germán Marín, que parecía un elefante en una cristalería. Completamente ajeno al humor y la liviandad del dueño de casa, refunfuñaba en su rincón algunas de sus frases interminables. Hasta que de pronto Parra empezó a hablar de Marín sin nombrarlo, como si no estuviera ahí, para dejar en claro sus méritos, la razón por la que lo dejaba entrar sin preguntarle nada. A los dieciocho años, cuando Parra cumplía cuarenta y cinco, Marín, recién salido de la Escuela Militar, decía frases que sonaban como juicios perentorios. Se conocieron entonces, por intermedio del también adolescente Enrique Lihn que miraba con sorna la escena. Parra, impaciente, quiso darle una lección al imberbe: «La juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo», le dijo. «Pero la vejez no, viejo concha tu madre», le respondió Marín.

—Gol de media cancha, nooooo.

Las manos sobre la cabeza, cincuenta años después, Nicanor Parra seguía celebrando esa respuesta.

—Ahí nos ganó a todos. No, no, nooooo, se las mandó ahí el joven aquí presente.

Una frase bastaba para que Parra justificara tu entrada en su reino. Como otros coleccionan pedazos de asteroides o conchas marinas, él coleccionaba respuestas, insolencias.

—Noooo, chuta ese poema tuyo —se dio de pronto vuelta hacia mí—, noooo, ese poema que escribiste, te las mandaste con ese poema, compadre.

—¿Qué poema? —le pregunté.

—¿Cómo que qué poema? La carta a monseñor Medina. ¿No escribiste tú la carta a monseñor Medina?

—No es un poema, es una columna de opinión —cometí la imprudencia de interrumpir mi sonrojo para corregirlo.

—Así son los poemas ahora. Chile, país de columnistas, dicen por ahí. Opinólogos, les dicen ahora también. Todos somos opinólogos. La poesía en verso, antigualla del siglo XX. Como el teléfono fijo.

Supe en ese instante que no le importaban mis libros ni mi prosa, que yo pensaba ingenuamente me habían llevado hasta aquí. Le gustaba una columna de entre las miles que había escrito. «Con eso basta y sobra.»

En la columna le recordaba al más conservador de los cardenales chilenos que yo era, como él, hijo de padres divorciados, que eso me hacía entender su desconcierto, su orfandad, su soledad misma, pero que comprender me hacía despreciar su gesto de negarle la comunión a mi madre separada, de perseguir el sexo para borrar el error que lo había hecho nacer. A Parra no le importaba ni siquiera mi indignación, o la de monseñor Medina, le interesaba el gesto de comprender que para matar a monseñor Medina o a Allende, a Pinochet o a Fidel Castro mejor hay que acercarse o perdonarlo primero.

—Yo ese poema lo he repetido muchas veces, a mucha gente. Claro que parece que puse algunas cosas de mi cosecha entremedio.

Y sonrió coqueto, como para hacerse perdonar la apropiación. Después se puso a recitar, o a inventar ahí mismo, una versión de mi poema, o sea de mi columna, que cometí la estupidez de no anotar ni mentalmente, ocupado por entero en seguir la mímica perfectamente exagerada de sus gestos, mientras llamaba «compadre» al cardenal.

—¿Cómo era, cómo era…? —Y sus brazos nunca en calma empezaron a hacer la mímica del supuesto poema—. Ven para acá, ven para acá, somos hermanos, ven para acá… Y ahí justo la estaca. No, compadre, no, eso no se hace… Parece que hay hambre —decretó, después de completar la actuación, y aseguró que conocía un lugar, El Kaleuche con K, entre El Tabo e Isla Negra, un restaurante.

EL KALEUCHE CON K

Nos subimos al auto de la Isabel. En el camino, no me acuerdo a propósito de qué, dije la palabra «culear», intentando impresionarlo con mi chilenidad.

—¿Tú puedes usar esa palabra? —Se llevó las manos a la cabeza, levantando las cejas al mismo tiempo—. ¿Tú puedes? Chuta la payasada. Yo hasta ahora solo llegaba hasta la palabra «planchar». Por dios, por dios, culeaaaar.

Aprovechó la digresión para contar cómo, a su edad, se podía llegar a algo parecido al acceso carnal gracias a los artefactos.

—Me salvaron los artefactos.

Como casi todo lo que decía, era también una referencia a su propia obra, que había partido de los versos y pasado, en 1972, a las tarjetas ilustradas que llamó Artefactos. Pero el artefacto al que se refería ahora estaba en un altar junto a su cama y era un vibrador de tamaño familiar que usaba con las Muñoces, dos hermanas que venía

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