Libro de mis vidas

Margaret Atwood

Fragmento

Citas

¡Eras una niña tan sensible!

MI MADRE

Pues ahora soy bastante dura.

YO

Sí que lo eres.

MI HIJA

Un día de éstos esa boquita tuya tan lista acabará metiéndote en un lío.

MI PADRE,

cuando yo era adolescente

Podría haber sido una victorianista de primera.

JERRY BUCKLEY,

mi director de tesis

Si no me hubiera conocido, tu madre habría sido una escritora de éxito de todas formas, pero no se lo habría pasado tan bien.

GRAEME GIBSON,

mi pareja, a nuestra hija

No la cabrees, o vivirás para siempre.

JULIAN PORTER,

mi amigo

Introducción

Casi esperé ver a mi doble corriendo a toda velocidad por el pueblo, perseguido por una turba, pero imagino que las cosas no funcionaban de ese modo.

RANSOM RIGGS,

El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares

Hace unos años me pidieron que apareciera en una secuencia de acción para un programa de humor. El presentador, Rick Mercer, estaba grabando una serie de escenas en las que personas que eran famosas por una habilidad concreta, como la escritura, dejaban boquiabiertos a los telespectadores haciendo algo distinto y que no tuviera nada que ver con lo suyo, como bien podía ser liarse un porro.

—Quiero que tú salgas de portera de hockey —me dijo Rick.

—Uy, va a ser que no —le dije—. ¿No podría limitarme a preparar un pastel o algo por el estilo?

—No. Tienes que salir de portera.

—¿Por qué?

—Porque tendrá gracia. Fíate de mí.

Así que salí de portera, con la equipación completa, con mis protecciones, mis guantes y mi palo. Se me puede ver en YouTube, ahí sigo, dándolo todo y metida en mi papel de portera; y sí, la verdad es que tiene gracia.

Llevaba mis propios patines de patinaje artístico, pequeñitos y blancos, con unos calcetines negros por encima para que parecieran de hockey. Pero con los de patinaje artístico no hay manera de deslizarse y juntar las espinilleras, así que esas partes más arriesgadas las representó una doble de cuerpo, una dotada jugadora de hockey femenino. Con la máscara puesta nadie diría que no soy yo. La doble se encarga de afrontar los riesgos que tú misma eres demasiado recatada o gallina o poco habilidosa para asumir.

«Ojalá tuviera una doble de cuerpo en la vida real», pensé. «Me vendría de perlas.»

La cuestión es que sí que tengo una. Como todos los escritores. La doble aparece en cuanto tú te pones a escribir. ¿Cómo iba a ser si no? Está tu yo del día a día, y luego está la otra, que es quien en realidad escribe. No son la misma.

Aunque, en mi caso, son más de dos. Son muchísimas.

Unos meses después de que se publicara mi sexta novela, El cuento de la criada, participé en una actividad literaria para promocionarla. Durante la ronda de preguntas del público, con el micro abierto, que muchos de los presentes utilizaban para soltar sus sermones, un hombre dio su opinión.

—Entonces, El cuento de la criada es autobiográfica —afirmó. No era una pregunta.

—No, no lo es —dije yo.

—Sí que lo es.

—No, no lo es. Está ambientada en el futuro.

—¿Y qué más da?

Aquel hombre no tenía razón. En mi propia experiencia vital, nunca había llevado un conjunto de color rojo con cofia blanca ni me habían coaccionado para que procreara para los mandamases de una jerarquía teológica. Pero en un sentido muy amplio, estaba en lo cierto. Todo lo que se cuela en tu escritura ha pasado antes por tu cabeza de alguna forma. Puede que hagas un batiburrillo y crees nuevas quimeras, pero las materias primas deben haber viajado antes por tu mente. ¿Qué es una «autobiografía»? ¿Sólo una serie de hechos que te han sucedido en el mundo físico, o también una crónica de un viaje interior? ¿Se parece al Robinson Crusoe de Defoe (he aquí cómo construí mi cabaña), o más bien a la Apologia pro vita sua de Newman (he aquí por qué cambié de creencias)?

Cuando surgió la idea de escribir unas «memorias literarias» (¿de quién fue?, mis recuerdos se encogen de hombros, pero fue alguien del mundo editorial), a ella, a él o a quienes fueran, les respondí: «Sería una pesadez. ¿Sabes ese chiste tan malo del viejo pescador de la Costa Este que cuenta peces? “Un pez, dos peces, otro pez, otro pez, otro pez...” Pues mis “memorias literarias” serían más o menos así: “Escribí un libro, escribí un segundo libro, escribí otro libro, escribí otro más...” Para morirse del aburrimiento. ¿Quién quiere leer la historia de alguien sentado delante de un escritorio peleándose con unos folios en blanco?»

«¡Ah, pero es que no nos referíamos a eso! ¡Nos referíamos a unas memorias, ya sabes, de estilo literario!», dijeron.

Lo cual me resultó todavía más desconcertante. ¿Qué podría salir de aquello? ¿Una sátira heroica en pareados dieciochescos?

Oh, Aurora de rosados dedos, que el telón se aparte

y yo aparezca en mi mesa, entregada a mi Arte.

¿O algo más en consonancia con el estilo gótico flamígero de, pongamos, Poe?

Miles de imágenes de tonos brillantes se arremolinaban en mi aturdida mente, y espectros amenazantes atestaban los tenebrosos rincones de mi cámara llena de tapices. En un arrebato agarré mi pluma hechizada y, haciendo caso omiso al enorme borrón de tinta que ahora adquiría formas demoníacas sobre el pergamino níveo y deslumbrante que había ante mí, me dispuse a...

No, no funcionaría.

Una de mis primeras entrevistas para un periódico tuvo lugar en 1967. Para mi gran sorpresa, y también para la del resto del mundo, yo acababa de ganar el único premio literario importante que se concedía en Canadá en aquella época, el Governor General’s Award, por mi primera antología poética, The Circle Game. En ese momento vivía en Cambridge, Massachusetts, y era estudiante de doctorado en la Universidad de Harvard. A un periódico canadiense se le ocurrió que sería buena idea hacerse eco de mi galardón, así que, para entrevistarme, envió a un corresponsal de guerra que por aquel entonces acababa de regresar de Vietnam. Imagino que sus amigos se mofarían de él sin piedad. «¿Qué, has vuelto a entrevistar a otra jovencita poeta?»

Me presenté con un vestidito rojo y medias de rejilla. El periodista no llevaba puesto el chaleco antibalas, pero bien podría haberlo llevado. Nos sentamos en una cafetería. Me miró. Lo miré. Ninguno de los dos sabía muy bien qué hacer.

Finalmente, me dijo: «Cuente algo interesante. Diga que escribe drogada todos sus poemas.»

¿Es eso lo que se habría esperado de mí en unas memorias literarias? ¿Alcoholismo, fiestas libertinas, consumo de drogas, flagrantes transgresiones sexuales, con la premisa de que la propia escritura no es más que un derivado que rezumó o germinó de la pila de residuos orgánicos de mi aberrante comportamiento? Sin embargo, no era a eso a lo que dedicaba mi tiempo, o al menos la mayor parte de mi tiempo.

«Creo que mejor no», les dije a quienes me habían sugerido escribir mis memorias literarias. ¿O me lo dije a mí misma? Sea como fuere, la palabra importante era «no».

Aun así, el tiempo pasó, y la idea de unas memorias fue adquiriendo un vistoso brillo fosforescente. ¿No había algo atractivo en la idea?, me susurraba mi siniestro alter ego. Podía describirme a mí misma bajo una luz favorecedora, proyectando una suave nebulosa sobre mis actos más estúpidos o malvados, a la vez que les endosaba la culpa a otros. Al mismo tiempo, tenía la oportunidad de dar las gracias a mis benefactores, recompensar a mis amigos, despellejar a mis enemigos y ajustar las cuentas pendientes que habían caído en el olvido de todos, excepto en el mío. Podía lavar los trapos sucios, podía descubrir el pastel.

Después de publicar El quinto en discordia en 1970, con casi sesenta años, al novelista Robertson Davies le preguntaron por qué había esperado tanto para retomar el género de la novela tras sus primeros éxitos humorísticos. Respondió en tres palabras: «La gente... muere.»

Es verdad. La gente muere y, una vez muerta, sobre ella se pueden contar cosas que antes quizá se habrían callado. No obstante, me dije a mí misma, yo no tendría que limitarme a ese tipo de sórdida contabilidad moral. Podría embarcarme en una travesía en busca de mi auténtico yo interior, suponiendo que tal cosa exista. Como mínimo, podría examinar las numerosas imágenes de mi persona que se han ido materializando en el transcurso de los años para luego esfumarse, algunas pergeñadas por mí, pero muchas otras, menos positivas y a veces absolutamente espeluznantes, proyectadas por otros sobre mí. Me han hecho preguntas de lo más extrañas. «¿Por qué tiene usted la boca tan pequeña?», quiso saber el remitente de una carta. «¿Por qué hay tantas botellas en su obra?», me preguntaron en una presentación. «¿Su pelo es así de verdad o se lo peinan?» es una de mis preguntas favoritas, y la formularon después de una lectura en el polideportivo de una pequeña localidad del valle de Ottawa que ningún otro escritor vivo había pisado antes.

En algunas variantes de mi persona, soy el terror de los entrevistadores; en otras, hago lloriquear patéticamente a los políticos. Basta una mirada torva por mi parte para que un hombretón solloce y se agarre la entrepierna, por miedo a que, con mis ojos de Medusa, transforme sus gónadas en piedra.

Mis ojos de Medusa van a juego con mi pelo de Medusa, al que solían hacer alusión en las reseñas de mis libros en una época en que la invectiva era más desinhibida y burlarse de alguien por su físico era la norma, sobre todo si era un hombre el que reseñaba a una mujer. Hay que ver qué susto daba el pelo rizado y/o encrespado y/o a lo prerrafaelita; y si lo llevabas suelto, qué díscola y, ya puestos, demente debías de ser, una descendiente de todas aquellas creaciones literarias femeninas decimonónicas que vagaban por los campos o se tiraban de las torres de los castillos, o de otras anteriores, como Ofelia, que con sus cabellos ondulantes flotaban río abajo, locas como cabras. No es de extrañar que las escritoras de las generaciones previas prefirieran los moños bien tirantes y, más tarde, las ondas en frío lacadas de forma meticulosa.

Las brujas, por supuesto, se soltaban la melena para formular hechizos, desatar tornados y seducir a hombres: puede que algunas de estas creencias pervivieran entre los periodistas culturales varones de mediados del siglo XX, y contribuyeran a mi fama de arpía. O tal vez la conexión sea un remanente de los años cincuenta y principios de los sesenta, época en que cualquier mujer que escribiese cualquier cosa que no fuera destinada a la sección femenina del periódico no sólo se consideraba anormalmente poderosa, sino que rayaba en la enajenación mental. O tal vez provenga de los primeros años setenta, en los que un lenguaje contundente en boca de las mujeres se identificaba con la quema de sujetadores, la matanza de hombres y otras actividades poco femeninas. La novelista Margaret Laurence, de una generación anterior a la mía, se quejaba de que, como tenía hijos, no la trataban como a una autora seria, sino como a una mamá inofensiva que horneaba galletas: «Una simple ama de casa.» Yo, sin embargo, acabé protestando por todo lo contrario: cuando no estaba volando por el aire bajo la forma de un murciélago, afirmaba que era capaz de desmoldar un pastel navideño más que decente y tejer varios jerséis de lana a la vez. Se trata de una dicotomía muy antigua: por un lado, una mujer haciendo cosas de mujeres; por el otro, una escritora seria con un cuchillo guardado en la manga.

«Escribe como un hombre», dijo de mí otro poeta a principios de los setenta, con la intención de que fuera un cumplido.

«Te has olvidado de la puntuación», repuse yo. «Lo que querías decir era: “Escribe. Como un hombre.”» Este tipo de réplicas me venían de perlas en aquella época.

Si me embarcaba en esta azarosa aventura de las memorias, reflexionaba, podía examinar todas esas diferentes imágenes, más otras que por norma no se tienen en cuenta. ¿Soy en el fondo aquel angelito de tirabuzones bailando claqué de 1945? ¿La rocanrolera con falda abullonada y zapatos oxford de 1955? ¿La aplicada poeta y escritora de relatos en ciernes de 1965? ¿La inquietante novelista con obra publicada y granjera a tiempo parcial de 1975? ¿O la versión probablemente más célebre: la mala mecanógrafa que empieza El cuento de la criada en Berlín, lo acaba en Tuscaloosa, Alabama, y luego lo publica, con críticas para todos los gustos, en 1985?

Más adelante han aparecido nuevas interpretaciones de mi persona. Con el paso de los años, he crecido y menguado ante la opinión pública y, en cualquier caso, inevitablemente, he envejecido. Me he atenuado y he titilado, he resplandecido y he soltado chispas, he adquirido aureolas de santidad y cuernos infernales. ¿Quién no desearía explorar todos esos espejos de feria?

Tal vez sea un ser liminal, que comparte dos naturalezas, un guardián de los umbrales, una criatura que se metamorfosea casi a voluntad; una suerte de Baba Yagá, a ratos benévola, a ratos punitiva, cuya morada es una cabaña en el bosque que corre de acá para allá con patas de pollo, y que sigue adelante metida en un mortero con una maza por remo mientras tararea una cancioncilla alegre aunque, de algún modo, amenazadora.

En mi caso, lo más probable es que la cancioncilla sea la de los enanitos que desfilan de camino al trabajo en Blancanieves y los siete enanitos, la película de Disney que me traumatizó de niña. Para los adictos al trabajo de corta estatura, entre los que yo me incluyo, es sagrada, aunque el trauma me vino de otra parte: a los seis años, lo que me dejó petrificada fue la escena de la transformación en la que, tras beberse una poción mágica, la hermosa reina se vuelve verde y se convierte en una vieja bruja llena de verrugas. ¡Qué espeluznante, y a la vez qué básico! La acción transcurre en torno a la bella Blancanieves, de voz melodiosa, pero ella no actúa; es la reina malvada quien se lleva las mejores escenas. Todo escritor sabe que ésa es la verdad. Y todo escritor sabe también que sin la reina malvada o sus avatares —ya sean la invasión alienígena, el huracán, la rompehogares, el siniestro homicida, las serpientes en el avión o el asesino en la casa de campo—, no hay trama.

Todo escritor es al menos dos personas: la que vive y la que escribe. Todo turno de preguntas en la presentación de un libro es una ilusión; en esas ocasiones quien está presente es la que se dedica a vivir, no la que se dedica a escribir. ¿Cómo iba a estar ahí la que escribe si en ese momento no está escribiendo nada? Igual que Je­kyll y Hyde, las dos comparten una memoria e incluso un guardarropa. Pese a que todo lo que se escribe ha debido de pasar por las mentes, o la mente, de ambas, no son la misma.

La que se dedica a escribir tiene acceso a todo cuanto hay en la unidad de almacenamiento de memoria. La que se dedica a vivir puede tener cierta idea de lo que su yo escritora se trae entre manos, pero menos de lo que podría pensarse. Conforme escribes, no te observas a ti misma escribiendo, porque si te pones a analizar tu, por así llamarlo, proceso mientras te encuentras en pleno vuelo, te quedarás de piedra.

¿Es la escritura un estado de trance, como podría indicar el relato de Coleridge sobre su escritura de «Kubla Khan»? No exactamente: puedes hacer una pausa, ir a por un café, contestar el teléfono, mostrar todos los signos de normalidad. O al menos yo puedo. Aun así, no puede pasarse por alto la sensación de que hay otra cosa que toma el mando; demasiados escritores han dado fe de ello. El estado de flujo, la inspiración, los personajes que arrebatan la iniciativa a sus autores, las visiones en sueños, las experiencias extracorporales; todos estos tipos de testimonios son demasiado numerosos como para desestimarlos.

Por si eso fuera poco, es posible que existan (como mínimo) dos modelos de escritor: los devotos del Apolo que, hiperconsciente de la armonía y la estructura, rasguea su lira con su séquito de musas; y aquellos que más bien recurren a Hermes, dios de las trampas, las bromas y los mensajes, ocultador y revelador de secretos, patrón de viajeros y ladrones, guía de las almas hasta el inframundo. Si estás revisando un borrador, necesitas a Apolo; si te has quedado atascado en medio de la trama, podrías invocar a Hermes, el que abre las puertas, aunque nada te garantiza lo que pueda acechar tras esa puerta. Que los dos dioses son uña y carne queda patente en las historias mitológicas de su origen: para empezar, fue Hermes quien construyó la lira de Apolo. Casi todas las culturas tienen una versión de esta dualidad, dado que tanto la forma como la energía son necesarias para cualquier obra de arte.

A esto le podríamos añadir a Baco, dios del vino, defensor de la embriaguez divina, anulador de las inhibiciones. Son bastantes los escritores que han escrito bajo la influencia de una cosa u otra. En mi caso era la cafeína.

A algunos escritores les encanta hablar de su «material». Marian Engel, autora de la novela Oso, estaba relatándome sus lacerantes experiencias de cuando, siendo muy pequeña, a ella y a su hermano gemelo los habían dado en adopción —los habían separado porque su gemelo era agresivo y la atacaba—, y de repente me dijo: «Copy­right.» Lo que significaba que aquel material era suyo, no mío. Justo se encontraba escribiendo sobre estas tempranas experiencias cuando murió.

Pero ¿de dónde viene todo ese «material» tan variado? Viene de lo que, en líneas generales, se conoce como tu vida y tu época. Te pasan cosas, o te las cuentan. Cosas grandes y cosas pequeñas. Algunas te afectan, o se te quedan dentro. No puedes eludir la realidad espaciotemporal en la que vives. Nadie puede. Tu escritura siempre tendrá lugar dentro de ella y estará conectada con ella, aunque tu libro esté ambientado en otro planeta y otro siglo. No puede ser de otro modo.

Así que, inevitablemente, tendré que describir los elementos de mis propios espacios y tiempos si quiero arrojar un poco de luz sobre esto de la escritura. Prepárate para leer descripciones de tecnologías obsoletas, como los pozos de nieve o los armaritos donde el lechero dejaba las botellas; explicaciones de ritos sociales arcaicos, como los sock hops, una especie de guateques en calcetines, y los pretendientes; y pequeños apuntes de modas de la época, como el traje pantalón, la minifalda, los vestidos acampanados y el estilo étnico.

Me muevo a través del tiempo y, cuando escribo, el tiempo se mueve a través de mí. Es igual para todos. No puedes detener el tiempo, tampoco puedes retenerlo; se te escapa, como el río Liffey en el Finnegans Wake de Joyce. Los recuerdos pueden ser vívidos pero poco fiables; los diarios pueden tergiversar. No obstante, cada vida tiene sus propios sabores y texturas particulares, y yo intentaré evocar los de la mía.

Como en unas memorias tiene que haber fotos, he estado rebuscando entre las toneladas que conservo: los álbumes de mi madre y mi padre de principios del siglo XX, con las instantáneas en blanco y negro sujetas a la página por las esquinitas, de abuelos, tías abuelas, automóviles antiguos que entonces eran flamantes, caballos, puentes cubiertos. Luego, de las décadas de 1930 y 1940: aquí aparezco yo, rodando por el suelo, poniéndome de pie, me crece el pelo, me salen los dientes. A los ocho años me regalan una Kodak Brownie y saco fotos de mi gato con un sombrero, de mi hermano lanzando bolas de nieve y haciendo muecas, de árboles deformes, de niños irreconocibles. Otros álbumes muestran bailes de instituto, graduaciones, obras de teatro amateur. Mis primeros recitales poéticos.

Luego, fotos de cubiertas de libros. Más de ésas. Las cosas empiezan a ponerse literarias. Después vienen los retratos para periódicos y revistas, algunos granulados, otros con brillo; en los segundos muy a menudo no llevo mi propia ropa, porque ya se han inventado los estilistas de vestuario. Atesoro el recuerdo de una sesión fotográfica en la que me pidieron que me quitara toda mi ropa negra para ponerme otra ropa negra que me quedaba exactamente igual. Luego está aquella vez que fui a Finlandia; me sentaron en la sala de maquillaje de un plató de televisión y, visto y no visto, me colocaron unos rulos calientes en el pelo para intentar aplanarlo: los fineses no estaban acostumbrados a mi tipo de cabello. Imagino que trataban de ahorrarme el escarnio público. (No fueron ni los primeros ni los últimos en hacerlo. Pocos lo han logrado.) En capas de fotos más personales, aparece mi propia familia, en muchas etapas y edades.

Resulta abrumador poner orden en esta ventisca de imágenes. ¿Qué se supone que debemos hacer con esto, con semejante acumulación? He conseguido descartar las que sin darme cuenta hice del suelo, de mis pies, del interior de mi bolso, pero las demás... Pululan en el aire, cada vez más desdibujadas pero aún visibles, pequeños destellos de lo que una vez se vivió. ¿Hacía frío aquel día, qué comimos, éramos felices?

Al revisitar mi pasado como escritora, he tenido sueños extraños. He conversado con los muertos: los muertos benévolos, sobre todo. He desenterrado las primeras cosas que escribí, y por suerte jamás publiqué, y me he muerto de la vergüenza al leerlas. He intentado captar de nuevo mi estado de ánimo en aquella época. Decisiones equivocadas, miriñaques, argumentos abandonados, medias de nailon con costuras, canoas, amores perdidos. Todo es material. ¿Qué haré con él?

LIBRO DE MIS VIDAS

1

Adiós a Nueva Escocia

ALGO QUE DIJO MI MADRE:

MI MADRE: Como nuestro padre era el doctor Killam, que sonaba como kill them, o sea, «mátalos», los niños del colegio se metían con nosotros. Y decían: «Killam, mátalos, despelléjalos y cómetelos.»

YO: ¿Y no te dolía?

MI MADRE: Bah. No pensaba darles el gusto.

ALGO QUE DIJO MI PADRE:

«Si se reprodujeran con total libertad, ¿cuánto tardarían dos moscas de la fruta en recubrir la Tierra entera con una capa de tres kilómetros de grosor?»

(No recuerdo la respuesta, pero era un período de tiempo asombrosamente breve.)

Mis padres eran de Nueva Escocia. Mi padre nació en 1906, mi madre, en 1909. Si avanzamos en el tiempo, vemos que les tocó acceder al mercado laboral en los años treinta, en plena Gran Depresión. Sumémosle a eso la decadencia generalizada de las Provincias Marítimas de Canadá: en el siglo XIX Halifax había sido un próspero puerto de mar, pero luego llegó la construcción de los ferrocarriles y el desplazamiento del centro financiero de influencia, primero a Montreal y luego a Toronto. Durante la Primera Guerra Mundial, la ciudad experimentó un breve repunte; más adelante, después de que mis padres se marcharan de Nueva Escocia, sirvió de escala militar para los convoyes del Atlántico gracias a su puerto, protegido de forma natural. También hubo quienes durante los años veinte y principios de los treinta le sacaron partido a la ley seca de Estados Unidos. Un estraperlo dinámico y eficiente se dedicaba a enviar embarcaciones de pesca que recogían la bebida en San Pedro y Miquelón, territorio francés, y la hacían llegar hasta las hondas ensenadas del estado de Maine. Si el tío Bill de repente le ponía un tejado nuevo a su granero, no le preguntabas cómo lo había pagado. Pero para beneficiarte de ese comercio necesitabas tener un barco. Si no tenías barco, mala suerte.

Un chiste de esa época: «¿Cuál es la principal exportación de Nueva Escocia? Cerebros.»

En esos años, muchos habitantes de Nueva Escocia se mudaron al oeste en busca de empleo. Mis padres formaron parte de ese éxodo.

Todas y cada una de las personas oriundas de esa región que he conocido, sin excepción, han sentido morriña de su tierra. No tengo claro el porqué, pero así era. Mis padres siempre se referían a Nueva Escocia como su «casa», lo cual me creó cierta confusión de niña: si Nueva Escocia era «casa», ¿yo dónde vivía? ¿En una no-casa?

Lo nuestro no es un árbol genealógico, sino un arbusto. Si tienes raíces en las Marítimas y conoces a otra persona con raíces similares, cuando quieres darte cuenta estás intentando encontrar un camino entre las matas. ¿Y tú de quién eres, quién era tu padre, y tu madre, tu abuelo, tu abuela, y de dónde? Y así hasta que quede probado el hecho de que sois parientes. O no. A veces se puede tardar lo suyo.

Así que ahí va el análisis en profundidad.

Nueva Escocia, lejos de ser uniformemente escocesa en su origen, tal como su nombre podría dar a entender, era extraordinariamente diversa. Allí vivían, y siguen viviendo, los mi’kmaq, que están emparentados con otros grupos indígenas de Nuevo Brunswick y Maine. En los siglos XVII y XVIII, Nueva Escocia fue una de las primeras zonas de lo que hoy es Canadá en recibir una cierta afluencia de europeos. Exploradores franceses, colonizadores y granjeros franceses que se hacían llamar «acadianos» en homenaje al lugar relativamente idílico en que se encontraron, y más tarde los habitantes de Nueva Inglaterra que se habían sentido atraídos por los terrenos baratos. Más adelante llegó gente que había pertenecido al bando perdedor de la Revolución de las Trece Colonias. Entre ellos estaban los negros libres, que habían luchado en el bando británico. En su conjunto, estos inmigrantes procedentes de Estados Unidos se conocían como «los lealistas del Imperio Unido». Algunos de ellos acabaron enzarzados en nuestro arbusto genealógico.

Justo antes de los lealistas llegaron los protestantes alemanes y franceses que los británicos habían recibido con los brazos abiertos durante la guerra franco-india con Nueva Francia. La Nueva Francia católica, que abarcaba Vermont, Nuevo Brunswick y la actual Quebec, estaba asaltando las colonias protestantes de Nueva Inglaterra con la ayuda de sus aliados indígenas, y viceversa. Nueva Inglaterra contaba con la ayuda del ejército británico, mientras que las colonias francesas no estaban tan bien abastecidas. Finalmente, en 1759 el general Wolfe conquistó la ciudad de Quebec y Nueva Francia cayó ante Gran Bretaña. Los colonos de Nueva Inglaterra ya no necesitaban al ejército británico, y no vieron motivo alguno para seguir pagando unos impuestos tan altos. Resultado: la Revolución de las Trece Colonias, nada de tributación sin representación, sobreinversión en el bando estadounidense por parte de la monarquía francesa, deuda francesa y, acto seguido, la Revolución francesa.

Mientras tenían lugar las guerras, los británicos habían querido meter con calzador el mayor número de protestantes posible en Nueva Escocia. Uno de esos protestantes franceses se unió a nuestro linaje ancestral. Lo mismo hicieron algunos escoceses tras su expulsión de las Tierras Altas en el siglo XVIII y principios del XIX, un período en el que una gran cantidad de pequeños aparceros se vio desterrada de sus comunidades seculares por los jefes de sus clanes. Esto no fue sólo un efecto colateral de la derrota escocesa en la rebelión jacobita de 1746, sino también consecuencia de la propagación de la cría productiva de ganado ovino. Yo solía bromear con que era descendiente de una larga estirpe de familias, que se remontaban a los puritanos, pero no se limitaban a ellos, a las que habían echado a patadas de sus respectivos países por ser conflictivas, herejes, indigentes o, en todo caso, desagradables.

Éstos son algunos de los apellidos del arbusto genealógico: Atwood, Killam, Webster, McGowan, Lewis (de Gales), Nickerson, Moreau, Robinson, Chase. Son sólo unas cuantas ramas. Si te metes entre los arbustos, no te pierdas. Es toda una maraña.

El primer miembro de mi familia paterna en llegar a la costa sur de Nueva Escocia venía de Cape Cod, que aún sigue plagado de Atwoods, descendientes de los que llegaron a principios del siglo XVII, ya fuera en el Mayflower o poco después, y se apiñaron en torno a Wellfleet, Massachusetts, y luego Chatham. Hay varios museos, entre otros el Museo Atwood de Chatham, que merece la pena visitar: no hay que perderse la gatera de debajo de las es­caleras, por la que todas las noches metían a un felino para que cazara los ratones que había bajo el suelo. (Me pregunto a qué olería la casa.) También hay un retrato de un Atwood dentista posterior, que encargó que lo pintaran vestido de gala y con tres dentaduras postizas expuestas delante de él, de las que evidentemente se enorgullecía.

Fue el hermano menor del Atwood del museo quien se marchó a Nueva Escocia en 1758 y fue a parar a Shelburne, un pequeño puerto de la costa sur. Desde Shelburne, los Atwood se dispersaron, y engendraron a varios corsarios que operaban desde Liverpool, a una serie de marineros y a algunos leñadores y granjeros.

Para cuando nació mi padre, su familia ya vivía en Upper Clyde, a orillas del río Clyde y bastante lejos de la costa. Mi abuelo regentaba un pequeño aserradero que fabricaba tejuelas de madera de pino blanco, dado que en Nueva Escocia prácticamente no había cedro. Uno de los primeros y muchos trabajos que tuvo mi padre, a los seis años, consistía en apilar estas tejuelas. Según él, le encantaba hacerlo; en aquella época se esperaba que los niños contribuyeran a la economía familiar en cuanto fuera posible.

Su familia no se habría descrito a sí misma como pobre: tenían una casa, tenían una vaca, tenían un órgano en el salón. Mi abuelo era masón, lo que significaba que debía de ser, al menos en cierta medida, alguien respetable. Pero la familia no empleaba el dinero para tantas cosas como hoy lo emplea la gente. Si lo que necesitaban era algo que ellos podían hacer —con madera, como mesas y sillas; o con tela o hilo, como vestidos, colchas o mitones— ellos mismos lo hacían. La gente se casaba, raro era quien no. No abundaban los empleos para las solteronas, y todo el mundo sabía que un hombre lo tendría muy difícil para sacar adelante una pequeña granja sin ayuda: hacía falta una esposa.

Mi abuela, que era la segunda mujer de mi abuelo, criaba pollos y cuidaba un huerto. Tenía el Rolls-Royce de las cocinas de leña, con un horno para cocinar y otro para calentar, un calentador de agua y molduras cromadas. Ahumaba su propio pescado y hacía mantequilla en una mantequera; de niña, yo a veces la ayudaba.

Haber sido testigo de este modo de vida, inalterado desde el siglo XIX, me resultó muy útil mientras escribía Alias Grace. Los fogones de mi abuela eran mucho más sofisticados que cualquier cosa al alcance de Grace Marks, pero el ritmo del trabajo y el devenir de los días eran más o menos los mismos. Mi padre, Carl, era el mayor de cinco hermanos, sin contar al tío Freddy, que era hijo de la primera esposa y ya adulto: un personaje misterioso que merodeaba por el granero sin decir mucho y de quien se comentaba que no estaba muy bien de la cabeza. La historia que nos contaron era que en la Primera Guerra Mundial lo habían gaseado, aunque otro informante declaró que ya estaba así de antes. Como con tantas otras historias familiares, a una no se le ocurre investigar hasta que ya no queda nadie a quien preguntarle.

Carl aprendió a leer y a escribir en una escuela unitaria. No había ningún instituto cerca, así que cursó el bachillerato por correspondencia, alentado por mi abuela, que había sido maestra de escuela. Sus estudios se añadirían a sus tareas en la granja y a su trabajo de adolescente en los campamentos madereros de invierno, algo que mi abuelo también había hecho. Fue en estos campamentos donde adquirió un vasto vocabulario de palabrotas, según mi madre. Lo oyó emplearlas una sola vez, el día que se machacó el pulgar con una almádena mientras clavaba la punta de un pozo de tubo para instalar una bomba manual. «Echó sapos y culebras por la boca», dijo mi madre con admiración: se trataba de un talento hasta entonces desconocido por ella.

Carl tenía aptitudes para la música. No sé cómo aprendió a tocar el violín, pero la cuestión es que lo hizo. Su hermano pequeño, el tío Elmer, tocaba el banjo, y los dos se encargaban de la música los sábados por la noche en las verbenas de la zona, donde la cosa podía ponerse fea: consumo de alcohol y peleas a puñetazos en la calle. Dado que ellos eran los músicos, se libraban de todo aquello. En esos tiempos, Carl también cantaba: de él decían que tenía una hermosa voz de barítono. Pero después de asistir a sus primeros conciertos profesionales cuando ya era un joven adulto y estaba más que encaminado a convertirse en científico, no volvió a cantar ni a tocar el violín nunca más. Tengo la teoría de que se puso la etiqueta de aficionado. Desde entonces, como mucho silbaba: tenía debilidad por Beethoven.

En su época de niño que merodeaba descalzo por ahí, un día al volver de la escuela se topó con una gigantesca oruga verde que lo fascinó, y fue esta criatura, la larva de una polilla de cecropia, lo que atrajo su atención hacia el mundo de los insectos. Se llevó la oruga a casa, le preparó una cajita, la alimentó y observó cómo se transformaba, primero en crisálida y luego en una enorme y colorida polilla. Fue el primer paso en el proceso que finalmente lo conduciría hasta la profesión de entomólogo. De no haber continuado por esa senda, jamás habría conocido a mi madre y yo no habría nacido. Así que le debo mi existencia a una gran oruga verde.

Otro de los pasos que Carl dio por ese camino fue una temporada en la escuela normal de Truro, donde uno se formaba para ser maestro. (En su momento pensé que era donde se aprendía a ser normal, pero resultó que no era eso.) Su intención era impartir clases en un colegio hasta ahorrar el dinero suficiente para ir a la universidad, pero pudo coger un atajo gracias a una serie de trabajitos de verano relacionados con la entomología y a una beca para la Universidad de Acadia, en Wolfville. Desde allí, de nuevo gracias a otra beca, saltó al Macdonald College, sede de la facultad de estudios agrarios de la Universidad McGill de Montreal, donde limpiaba madrigueras de conejos, vivía en una tienda de campaña, cocinaba su propia comida durante los meses más cálidos, y ahorraba lo bastante para enviar algo de dinero a «casa» y que así sus hermanas pudieran seguir escolarizadas.

Fue en la escuela normal de Truro donde mi padre vio por primera vez a mi madre cuando ésta bajaba deslizándose por el pasamanos de la escalinata principal. Fue en ese lugar y en ese momento donde se prometió solemnemente que se casaría con aquella mujer. Le costó dos intentos, la primera vez ella lo rechazó porque se «lo estaba pasando demasiado bien», pero a la segunda lo consiguió. Para entonces mi padre había superado ya tantas barreras que no se tomó el primer no como una respuesta definitiva.

«Me sorprendió. Yo pensaba que era sólo un amigo», dijo mi madre a propósito de su primera petición de mano. Tenía toda una cohorte de admiradores y pretendientes que pululaban a su alrededor, pero mi padre fue el único al que su propio padre no había declarado «un imbécil». Él también había salido adelante sin la ayuda de nadie hasta llegar a médico, y es probable que se viera un poco reflejado en Carl, que era un experto en salir adelante sin la ayuda de nadie.

Mi madre, Margaret Killam, era un chicazo e increíblemente atlética, de ahí el pasamanos tobogán. Sus orígenes eran bastante distintos de los de mi padre: eran rurales pero refinados, en vez de rurales y palurdos, de una aldea diminuta llamada Woodville, en el condado de Kings. Kings estaba en el valle de Annapolis, muy dado al cultivo de la manzana.

Mi abuelo, el doctor Harold Killam, era el venerado médico de la zona. Contribuyó a la fundación del hospital de Berwick (ahora cerrado) y colaboró en la construcción de la iglesia metodista local (ahora convertida en vivienda). Fue médico militar durante la Primera Guerra Mundial y lo llamaron para que acudiera a Halifax tras la gravísima explosión en el puerto de 1917 (murieron casi dos mil personas, y nueve mil resultaron heridas). Nuestro tío abuelo Fred había salido disparado por una ventana y había aterrizado, ileso, en la acera, cama incluida. La tía abuela Rose, que no había tenido tanta suerte, se había precipitado hasta el sótano a través del suelo destrozado, y de resultas había sufrido un aborto.

Relatos como éstos poblaron mi cabeza desde muy niña, relatos de personas que yo no conocía. Pertenecían a la categoría de creaciones semiimaginarias que llevaban asociada una historia mítica, como Beowulf. Todas las semanas nos llegaban noticias frescas de seres como aquéllos: mi madre y sus dos hermanas se cartearon fielmente toda la vida, y mi madre le leía en voz alta las cartas a mi padre. Ella era la mayor de cinco hermanos. Los otros cuatro eran su «gemela» Kathleen o Kae, a la que sacaba menos de un año, su hermana Joyce, cuatro años menor, y dos hermanos más pequeños, Fred y Harold. Muchas de sus historias giraban en torno a ese grupo. Era imposible saber en qué nuevo berenjenal se meterían los semidioses de Nueva Escocia.

Había un montón de historias acerca de mi abuelo, el doctor Killam: desaparecía en plena madrugada, se abría paso con su trineo por la nieve para traer niños al mundo sobre mesas de cocina; en su consulta, que ocupaba la parte delantera de su casa, operaba a cualquier pobre hombre que se hubiera dado un tajo con un hacha. «Nunca enfermes», nos decía mi madre. Había visto y oído demasiadas cosas en relación con lo que les ocurría a los enfermos en épocas anteriores a las vacunas combinadas, la penicilina y las herramientas de diagnóstico avanzado.

El doctor Killam gozaba de un prestigio considerable en la zona. Si eras una persona respetable, no podías beber, fumar ni blasfemar, aunque tampoco es que mi abuelo fuera propenso a hacer ninguna de esas cosas. Se refería a los cigarrillos como «clavos de ataúd» mucho antes de que la investigación le diera la razón.

Por ser la hija del médico, se esperaba que Margaret estuviera a la altura de las circunstancias tanto en el plano social como en el intelectual, pero resultó ser un tanto rebelde. Su padre y ella chocaban con frecuencia; los dos se empecinaban en salirse con la suya y los dos tenían mal genio. «Nos parecíamos demasiado», decía ella. De adolescente, practicó el patinaje de velocidad. También la volvían loca los caballos, y galopaba de acá para allá por remotos caminos rurales a lomos de alguno de los dos caballos que le permitían tener en el establo; uno de ellos era un caballo adoptado de un refugio que, gracias a ella, había pasado de no ser más que «pellejo y huesos» a irradiar salud.

Margaret deseaba con toda el alma deshacerse de su hermosa y abundante aunque fastidiosa melena, pero su autoritario padre no le concedía el permiso. («Era severo, pero también respetado», decía ella.) Finalmente se las arregló para hacerse el típico corte bob, tan en boga en los años veinte; sólo tuvo que esperar a que su padre estuviera retorciéndose de dolor (nada de anestesia en aquel entonces) en el sillón del dentista para solicitar su permiso una vez más. En resumidas cuentas, lo que él dijo fue: «Lo que sea, haz lo que sea, ¡pero déjame en paz!» Y fue dicho y hecho.

Su hermana «gemela», Kae, era estudiosa, y mi abuelo la mandó a la Universidad de Toronto, donde se convirtió en la primera mujer licenciada en Historia. Pero a mi madre la veían como a una tarambana; su cerebro, según mi abuelo, no era más que un botoncito que le sujetaba la columna. Ya podía irse olvidando de la universidad: él opinaba que habría sido tirar el dinero.

Margaret se tomó aquello como un reto. Así que se largó a la escuela normal de Truro, donde de paso conquistó a mi padre. Durante dos años impartió clases en una escuela unitaria, a la que iba y volvía a caballo, y con el dinero que ahorró consiguió matricularse en la Universidad Femenina Mount Allison de Sackville, en la provincia de Nuevo Brunswick. «¿Por qué fuiste a la Mount A. en vez de a la de Acadia, en Nueva Escocia?», le pregunté una vez. «Porque estaba más lejos», fue su respuesta. Después de un aluvión de anécdotas nostálgicas sobre lo que ella llamaba «casa», también le pregunté por qué nunca había vuelto a vivir allí. «Todo el mundo se mete en tus asuntos», me dijo. Su razón tenía. En Mount A., se matriculó en la asignatura de Economía Doméstica, no porque le gustara, sino porque para una mujer era la vía más plausible para encontrar trabajo. Entre bambalinas, había una tía soltera que le echó una mano. Margaret consiguió una beca en Mount A. ¡Chúpate ésa, padre respetado! Había demostrado tener «agallas», una cualidad deseable, había puesto en práctica la autonomía, también deseable, y había dejado probado que no era una mera cabeza hueca. (También entraba y salía trepando por las ventanas del internado a horas intempestivas, pero es evidente que no la pillaron.)

El crac que desató la Gran Depresión sucedió en 1929, cuando Margaret tenía veinte años. Los puestos de trabajo escaseaban. Llegado el momento, mi madre dio clases de cocina en un reformatorio femenino («Se bebían el sirope de vainilla»), luego se hizo nutricionista en el Hospital General de Toronto, donde cogió peso («Nos comíamos el helado que sobraba»). Mi padre estudiaba en la Universidad de Toronto; le pidió matrimonio de nuevo, y esta vez ella aceptó. Hubo un interludio en el que mi madre tuvo que ir a «casa» para arrimar el hombro, ya que su padre había sufrido «un infarto». Otro misterioso término de mi infancia: ¿qué era aquello exactamente? La cura era reposo, aunque no es que el reposo sirviese mucho de cura. Por aquel entonces no había stents ni trasplantes de corazón. De niños, cuando íbamos de visita, nos tocaba caminar de puntillas todo el rato.

En 1935 mis padres por fin se casaron, en una boda doble. Mi tía Kae se casó con un médico del pueblo, después de haber rechazado el plan de mandarla a Oxford, ya que no quería acabar igual que su legendaria tía Win, la solterona: destino inevitable de toda mujer que escogiera una profesión tan sesuda. Mis padres pasaron la luna de miel en Nuevo Brunswick, bajando en canoa por el río Saint John, antes de que agonizara entre presas. Carl enseñó a remar a Margaret, que nunca lo había hecho, y a dormir en tienda de campaña. Dormir en tiendas de campaña no había formado parte de su infancia, puesto que habría podido dar lugar a habladurías y a una pésima reputación en potencia, pero sí que había dormido en una antes de la boda, en compañía de su hermana, para practicar. Le cogió el gusto rápidamente a la vida al aire libre, donde se movía como pez en el agua.

Mucho tiempo después, le contó a mi hermana pequeña que su primer año de casada fue «como unas vacaciones», después de la extenuante vida laboral que había llevado hasta entonces. Durante la Depresión, las mujeres casadas dejaron de trabajar fuera de casa. Se consideraba egoísta que en una familia entraran dos sueldos, así que, cuando te casabas, automáticamente dejabas el trabajo o «prescindían» de ti, a menos que estuvieras en lo más alto o en lo más bajo de la escala salarial. Durante esta fase inicial del matrimonio, Margaret aprendió por su cuenta a escribir a máquina para poder pasar a limpio la tesis doctoral de Carl. Lo hizo en la misma Remington portátil, de letras blancas sobre teclas negras rodeadas de círculos blancos, en la que más adelante yo mecanografiaría mis primeros poemas. Los quehaceres domésticos propios de una casa no importaban mucho, puesto que no tenían casa, así que contaba con tiempo de sobra para entregarse a sus aficiones atléticas, esquiando sobre todo el hielo que encontraba y dando caminatas por los parques.

RATONES DE CAMPO Y RATONES DE CIUDAD: UN INCISO

Tanto mi madre como mi padre eran ratones de campo por naturaleza, aunque si el guión lo exigía eran capaces de disfrazarse de ra­­­tón de ciudad. La metáfora se remonta a una de las fábulas de Esopo que acabarían propagándose por toda Europa. Beatrix Potter la convirtió en el tema principal de un cuento infantil ilustrado, del que todavía hoy siguen haciéndose nuevas adaptaciones.

Ni el ratón de campo ni el de ciudad aprecian el estilo de vida del otro. El ratón de campo come comida sencilla, el de ciudad es un sibarita. Se visitan mutuamente, pero al de campo le dan miedo los gatos y perros feroces que abundan en la ciudad y dice que prefiere la paz y tranquilidad del campo.

La paz y tranquilidad del campo es desde luego una fábula en sí misma. Si eres, pongamos, granjero, el campo puede ser un lugar muy peligroso, y lo era todavía más en la primera parte del siglo XX. Las vacas podían darte una coz, los caballos podían desbocarse y partirte la crisma contra el travesaño superior de la puerta del establo, un cerdo podía devorarte si ibas sin cuidado y caías en su pocilga. Los incendios domésticos causados por las cocinas de leña, las lámparas de queroseno o las velas eran siempre una posibilidad. Un tractor podía volcarse y machacarte como una uva. El corral y las construcciones anexas estaban repletas de aperos afilados y letales en potencia: sierras, hachas, picos, almádenas y toda clase de armas de fuego. Si necesitabas una para matar a alguien, no tenías que buscar muy lejos. En el bosque, un árbol que cayera podía aplastarte, un oso despedazarte, un alce macho pisotearte o un incendio forestal acorralarte. Podías morir congelado en una ventisca, ahogado en un lago o partido por un rayo, uno de los mayores miedos de mi niñez. Ni se te ocurra ir a nadar si se avecina una tormenta. Te lo digo por tu propio bien.

¿Cómo podría competir con eso la ciudad en lo que a peligros respecta? Pues podía: con accidentes de tráfico capaces de hacerte pedacitos, con sinvergüenzas y borrachos que tal vez se abalanzaran sobre ti saliendo de entre los arbustos, con los horrores de tener que encontrar ropa para ocasiones elegantes (¿qué ponerse?) y de asistir a fiestas (¿qué decir?). En el campo, era probable que el infierno se apareciera en forma de animal o de tormenta de nieve. En la ciudad, el infierno eran los demás. No obstante, en el campo, según las historias de mi madre, el infierno también podían ser los demás: gente mala podía haberla en todas partes.

Así que coexistían dos mentalidades bien diferenciadas: la urbana y la rural. En la ciudad, se esperaba que fueras extrovertido, fariseo en las formas, sociable. Te interesaban las novedades, como la última película o moda o invento o tecnología. Sin embargo, sería más probable que despreciaras las excentricidades de los demás y que pertenecieras a una jerarquía social que desdeñase a quienes estaban por debajo. Lo que sería menos probable es que conocieras a tus vecinos, y que te interesara hacerlo. El dinero importaba; importaba mucho. Es posible que a la gente de campo la consideraras garrula y paleta, supersticiosa e irracional, retrasada en su manera de pensar.

En el campo, te mostrabas reservado si te encontrabas con alguien a quien no conocías y escéptico ante los alardes y las demostraciones de opulencia. Era más importante que se pensara en ti como una persona honrada, de fiar, competente y hábil que como alguien rico o sabiondo. Si te subías a la parra y te creías superior a los demás, te bajaban los humos y te ponían en tu sitio, normalmente con socarronería. La autosuficiencia era importante: si se te atascaba el váter —suponiendo que tuvieras uno dentro de casa, y no un retrete exterior—, no podías llamar a un fontanero y santas pascuas, porque no lo había. Así que sacabas la llave inglesa. Por supuesto, tenías una, y muchas otras herramientas que servían para todo. Ayudabas a tus vecinos cuando tenían problemas físicos como una enfermedad o un incendio en casa, y ellos a cambio te ayudaban a ti. Te parecía de mala educación chulear, lloriquear y quejarte, o expresar más emociones de la cuenta, o incluso alguna. Divertirte un rato tenía un pase, pero divertirte demasiado era frívolo. Sabías cortar leña y hacer muebles y talar árboles, o, si eras mujer, escaldar y desplumar un pollo, cuidar de un corral de gallinas ponedoras, hacer mantequilla, labrar el huerto, preparar mermelada, tejer mitones de punto, alfombras de ganchillo, coser colchas y aprovechar cualquier sobra. Menospreciabas en secreto a la gente de ciudad que no había aprendido esas habilidades: no tenían ni pajolera idea de nada y pisaban boñigas de vaca porque no miraban por donde iban. Tolerabas a los excéntricos siempre y cuando los conocieras y siempre y cuando fueran inofensivos. Si tenías que destripar algo, como un pescado, simplemente te arremangabas y te ponías manos a la obra.

En el campo pasabas las horas muertas con el primero con el que te encontrabas. Era una forma de enterarte de cosas. Nuestro padre conservó esa costumbre, y de niños nos sacaba un poco de quicio. Entraba a pagar en una gasolinera mientras nosotros esperábamos en el coche, y esperábamos, y esperábamos. Entablaba conversación con éste y con el de más allá mientras hacía tintinear la calderilla que llevaba en el bolsillo. Si no se creía lo que le contaban, decía: «¿Ah, sí?» o «¡No me digas!». Contradecir a alguien era de mala educación en el campo. Recuerdo quedarme mirándolo mientras un hombre intentaba convencerlo de que los castores absorbían el aire de los troncos y por eso los troncos se hundían. «¿Ah, sí?» «¡No me digas!» (Clin, clin, clin.)

Tanto mi madre como mi padre conocían las costumbres del ratón de campo porque se habían criado entre ellos. Dentro del esmoquin y del elegante vestido de fiesta que podían adoptar a voluntad, guardaban la reserva y el escepticismo de los ratones de campo; aun así, también tenían la curiosidad de los ratones de ciudad. Podían ir y venir del campo a la ciudad y de la ciudad al campo casi sin despeinarse, o eso parecía desde fuera.

Mi hermano mayor y yo éramos unos híbridos similares.

2

Bebé de monte

En el otoño de 1936 mis padres estaban viviendo en Montreal, donde Carl tenía un puesto de profesor raso en el Macdonald Col­lege. Esperaban un bebé para febrero. No andaban sobrados de dinero: en palabras de mi madre, no tenían «un centavo». El sueldo de mi padre lo repartía entre cuatro sobres: alquiler, suministros, comida y, si quedaba algo, ocio. «Ocio» podía ser una película en el cine o una cajita de bombones de Laura Secord. Cortaban cada bombón por la mitad para que los dos pudieran probar todos los sabores.

Sin ser conscientes de ello, su piso estaba en el barrio rojo de Montreal. (Normal que fuera tan barato.) Embarazada o no, mi madre siempre fue una andarina infatigable, y con sus caminatas a paso ligero por aquellas calles, en su estado, debía de resultarles un bicho raro a las profesionales de la zona, aunque según ella nadie la «molestó» nunca. (De haberlo hecho, les habría dado «su merecido», que era algo impreciso, aunque probablemente a nadie le habría apetecido recibirlo.)

Mi hermano, Harold, nació en el Hospital General de Montreal el día después de San Valentín, lo cual sería ideal para decorar futuras tartas de cumpleaños. Esto ocurrió antes de que existiera la asistencia sanitaria universal, por lo que no te dejaban irte del hospital hasta que no pagaras la cuenta. Mi padre empeñó su estilográfica para abonar la fianza de mi madre. Aquella estilográfica en sí misma es un misterio: debía de ser lo bastante cara para que valiese la pena empeñarla; es probable que fuera un regalo, puesto que él no habría tenido los centavos suficientes para comprar una cosa así.

Cuidar de un recién nacido en un piso pequeño debió de ser toda una experiencia. En aquel entonces no había pañales desechables, así que nuestra madre los dejaba en remojo en el váter. Hubo al menos una emergencia de fontanería por tirar de la cadena antes de tiempo, y el diamante se desprendió del anillo de compromiso de Margaret y se fue por el desagüe. ¿Cómo hacía mi madre el resto de la colada? Posiblemente en una de aquellas antiguas lavadoras de rodillo. Y también tendría un armario nevera y una plancha eléctrica. Sé que tenían una tostadora y una gofrera de hierro, ambos regalos de boda, porque durante mi niñez seguían funcionando.

Luego, de repente, nuestro padre empezó a trabajar como entomólogo de campo en el Departamento de Agricultura del gobierno federal, lo que implicaba pasar siete meses en una remota zona boscosa al noroeste de Quebec. Con un bebé de pocos meses, ¿le apetecía a Margaret algo así? ¡Sí! Para empezar, era la posibilidad de vivir aventuras precisamente como ésa lo que la había llevado a firmar los papeles con mi padre.

Las distintas eras tienen distintos modelos de matrimonio ideal para las mujeres. El modelo de la época victoriana tardía era el ángel de la casa; el de la Segunda Guerra Mundial era un cruce entre el «mantened encendido el fuego del hogar» y el icono de Rosie la remachadora; y el de los años cincuenta, la mujercita de vestido entallado en la cintura y cuatro churumbeles dentro de un coche familiar que hace la compra en el supermercado y vive rodeada de eficientes electrodomésticos. El de los años treinta era lo que yo llamo el «modelo Amelia Earhart»: las dotes atléticas y la atracción por el riesgo no se consideraban poco femeninas, el ingenio era algo positivo, no pasaba nada por llevar pantalones de vestir, tumbarse en el sofá a comer bombones en negligé estaba demodé y se apreciaba la camaradería. (Nancy Drew, la joven detective con vehículo propio, apareció en 1930.)

Nuestros padres veían su matrimonio como una sociedad entre iguales; Margaret era la mitad de todas las decisiones relevantes. Antes de mudarse al monte, nuestros padres hicieron un pacto: en los casi siempre fríos bosques, él se levantaría antes y haría el desayuno; en la ciudad, se encargaría ella. Los primeros años, mi madre salió ganando porque pasaban al menos dos tercios del año en el bosque.

Para el nuevo puesto en el Departamento de Agricultura, se mudaron a Ottawa con su tierno retoño. Ottawa, capital de Canadá, era en aquel momento una pequeña ciudad de provincias. No obstante, sí que tenía un museo en el que mi hermano, varios años más tarde, vio sus primeras exposiciones de dinosaurios. Impresionadísimo, Harold llegó a casa y modeló un dinosaurio de plastilina. Tenía ubres, lo cual fue un motivo de entusiasmo para mi madre, que compartió la noticia con sus hermanas a través de su carta semanal. No habían elegido Ottawa como capital por su clima —es la segunda metrópoli más fría del mundo, la primera es Ulán Bator—, sino por su ubicación respecto al río Ottawa, que marca la frontera entre Ontario (mayoritariamente anglófona) y Quebec (donde predomina el francés). Para un país como Canadá, en tanto que confederación con dos lenguas oficiales, esta ubicación tenía sentido. El campamento base en el que nuestro padre llevaría a cabo sus investigaciones también estaba en territorio fronterizo, pero en el lado de Quebec y casi quinientos kilómetros al norte. La gente de allí se comunicaba en franglés, una mezcla de francés e inglés. Mi padre aprendió a hablar franglés, lo que le resultaba bastante útil durante sus expediciones científicas por el norte de Quebec. Cualquier cosa cuyo nombre desconocieras era la machine; era práctico si, por ejemplo, había que apagar un incendio forestal, algo que se esperaba que hicieran todos los hombres adultos que se encontrasen en las inmediaciones del incendio. No te preocupas demasiado de la gramática cuando tienes un árbol en llamas a punto de caerte encima.

EN EL BOSQUE

Para su primera temporada en el bosque del norte, que dio comienzo en mayo de 1937, nuestros padres y su criatura de tres meses llegaron a su destino en ferrocarril de vía estrecha, ya que aún no había ninguna carretera. El emplazamiento escogido para el laboratorio de Carl quedaba a cierta distancia de un minúsculo agrupamiento de viviendas apiñadas alrededor de la parada del tren. Aquel primer verano, la pequeña familia vivió en tiendas de campaña mientras mi padre y su amigote de la aldea, Adrien Denis, empezaban a construir el edificio del laboratorio. Estaba hecho más que nada de troncos y tenía un porche con mosquitera.

Hay una foto de los tres —Carl, Margaret y Harold— en su entorno boscoso, con cara de felicidad. Al menos la de los dos adultos. La expresión del bebé no se ve: sus manos y sus pies son lo único que sobresale de lo que parece ser una especie de cajón de madera. Nuestros padres lo tapaban con estopilla para mantener a raya los mosquitos y las moscas negras.

Margaret aparece sentada en una tumbona hecha de varas de abedul, una creación de Carl, y el propio Carl en un taburete armado con otro cajón de madera y un tablón clavado encima. En lo alto hay un toldo o una lona, para proteger esta zona comedor si llovía, cosa que sucedía a menudo, ya que la región era una pluviselva septentrional. Lloviera o tronara, jamás se comía dentro de las tiendas de campaña. Lo último que querías era que los animales o los insectos la invadieran en busca de migas, o que se te derramara la sopa sobre la ropa de cama.

Hay también una foto de Carl enrollando un colchón inflable de goma. Puede que durmieran en uno de ésos o en uno hecho con ramas de pícea, aunque más probablemente en sacos de dormir, que en aquellos tiempos, antes de los materiales sintéticos, debían de ser pesados y enguatados. Con sábanas de franela de algodón dentro del saco y, encima, mantas de lana de la marca Hudson’s Bay de rayas rojas y negras.

La pequeña criatura dentro del cajón de madera se sentía totalmente en casa en el monte. Podría decirse que era un bebé de monte. Antes incluso de que gateara, durante una plaga de insectos se lo encontraron agarrando con la mano un puñado de orugas del álamo, a punto de comérselas. De mayor, se hizo biólogo. ¿Cómo habría sido posible evitarlo?

Cuando el frío arreció y los insectos se murieron o hibernaron, la familia regresó a Ottawa. ¿Cómo funcionó este plan seminómada en la práctica? ¿Almacenaron los muebles en un trastero la mitad del año y alquilaron apartamentos de corta estancia la otra mi­tad? No podrían haberse permitido pagar un piso en el que sólo vivieran la mitad del año. ¿O lo subarrendaron? Durante la primavera, el verano y el otoño de 1938, regresaron al bosque de Quebec. Terminaron el laboratorio de insectos y erigieron una pequeña cabaña algo más alejada, junto al lago, a la que nuestros padres se mudaron mientras Carl proyectaba una casa más grande y construía un retrete exterior, una leñera y un pozo de nieve. El terreno lo habrían obtenido por poco dinero mediante un arrendamiento a noventa y nueve años, ya que en aquel entonces el gobierno de Quebec no hacía ventas directas.

En el verano de 1939, un importante brote de gusano cogollero del abeto acaparó gran parte de la atención de mi padre. Ése fue también el verano en que casi perdieron a Harold. Con dos años y medio se cayó del embarcadero, después de escaparse del parque infantil hecho con malla de alambre que rodeaba el arenero: nuestra madre creía firmemente en dejar que los niños jugaran solos. Por suerte, había echado un vistazo por la ventana y se había dado cuenta de que Harold no estaba. Echó a correr hasta el embarcadero, oyó un borboteo, miró en el agua, lo vio hundiéndose y lo sacó de los pelos ¡y por los pelos! (Las historias de nuestra madre incluían una buena dosis de salvaciones por los pelos. Estábamos vivos de milagro.)

Mientras tanto, a medida que avanzaba el verano, la situación internacional se volvía cada semana más tensa. Justo por encima del horizonte, en realidad justo por encima del Atlántico, empezaban a acumularse nubarrones de guerra. La tormenta que se avecinaba estaba a punto de desatarse, a su paso lo cambiaría todo y a todos.

Y yo estaba a punto de nacer.

(Música siniestra. Podría ser tanto la banda sonora de la Segunda Guerra Mundial como la de mi nacimiento, lo que mejor te encaje.)

3

Ascendente en Géminis

Nací en el Hospital General de Ottawa el 18 de noviembre de 1939. A primera vista, puede que no parezca una fecha de nacimiento propicia. Habían pasado dos meses y medio desde el estallido de la Segunda Guerra Mundial, así que era probable que mi madre estuviera hasta arriba de hormonas por la ansiedad antes de que yo naciera. También era el mes más lúgubre del año: hojas muertas pero nada de nieve, días cada vez más cortos pero sin que aún fuera Navidad. Es el mes de la muerte, el sexo y la regeneración, según los astrólogos. Seguramente añadieron los dos últimos para dorar la píldora. En Canadá, las festividades que se celebran en noviembre son el Día de los Muertos y el Remembrance Day o día del recuerdo de las víctimas de la guerra, que es otra clase de Día de los Muertos. Pesimismo por doquier.

Teniendo en cuenta estos malos augurios, ¿cómo resulté ser una niña tan alegre? Porque sí que lo era. Hay testigos. O los había.

Échale una ojeada a mi carta astral y verás como mi personalidad y mi sino se despliegan ante ti, claros como el agua. (Si no te gustan los horóscopos, sáltate esta parte y el diagrama de la página siguiente.)

¡Fíjate! Un Gran Trígono (el triángulo que hay en el centro), con el Sol, Júpiter (gran suerte) y Plutón (el inframundo) en las puntas. Júpiter está en lo alto de la carta astral, pero en Piscis, por lo que debería haber hecho un esfuerzo para poner freno al escapismo, la fantasía y los intereses esotéricos. (Y no lo hice.) Marte y la Luna están en la décima casa, de ahí saldrán las publicaciones de poesía y también algunas de las luchas artísticas. Sí, el Sol está en Escorpio, lo cual podría ser un mal augurio para los demás: si nos buscan mucho las cosquillas, los escorpio nos convertimos en implacables enemigos.

Nombre: 1 X / Fecha y lugar de nacimiento: sábado 15 de noviembre de 1939, Ottawa, ON (Canadá) / 75°42’ W, 45°25’ N / Hora: 5:00 p. m. / Tiempo univ. (UT): 22:00 / Tiempo sid.: 20:42:22 // ASTRO DIENST / www.astro.com // Carta astral (Método: Web Style / Placidus) / Signo solar: Escorpio / Ascendente: Géminis // Sol / Luna / Mercurio / Venus / Marte / Júpiter / Saturno / Urano / Neptuno / Plutón / Nodo real / Chirón

A Escorpio lo rigen Ares (Marte), dios de la guerra, y Hades (Plutón), dios de los muertos y el inframundo. La historia militar, las galerías subterráneas, las novelas de misterio, la lencería, los tesoros ocultos, los secretos sucios: todo esto estimula la curiosidad de los escorpio. De nosotros se dice que somos buenos detectives, espías y cerebros criminales. Y enterradores.

Pero respira tranquilo, porque el ascendente es Géminis. Es el signo de los gemelos, algo que a una escritora le va que ni pintado. El gemelo bueno y el gemelo malo, o el gemelo extrovertido y el gemelo introvertido. El gemelo o la gemela Jekyll, sonriente, dedicada a sus asuntos públicos respetables y benévolos, y el gemelo o la gemela Hyde, la de las sombras, inmersa en la criminalidad y/o en escribir libros.

El planeta dominante de Géminis es Hermes (Mercurio), mensajero de los dioses, inventor de las bromas, guardián y revelador de secretos (de ahí la palabra «hermético»), patrón de viajeros y ladrones, soberano de las comunicaciones y guía de las almas hasta el inframundo. ¡Qué liviano y etéreo! ¡Qué reservado! ¡Qué propenso a las diabluras! ¡Qué inmune al horror! ¡Qué a gusto en el Hades! ¡Qué hipócrita con su doble cara!

(Al ser escorpio, me muestro escéptica ante todo, incluidos los horóscopos, así que ni se te ocurra tomarte esto al pie de la letra.)

En cualquier caso, ¿de verdad es Géminis mi signo ascendente? La trampa es que mi madre no recordaba exactamente cuándo nací. En aquella época, en el momento crucial te dejaban traspuesta con éter, así que durante mi primer aliento ella estuvo inconsciente. Mi mejor pista es que los médicos (todos hombres, puesto que a lo largo de los siglos a las mujeres curanderas y médicas ya las habían puesto eficazmente en su sitio: quemándolas por brujas en la hoguera y, más tarde, negándoles el acceso a las facultades de medicina) le dieron las gracias a mi madre por haber esperado a que acabara la semifinal de la Grey Cup de fútbol. Así que calculo que mi nacimiento debió de producirse poco después de las cinco de la tarde. A mi hermano lo ha­bían llamado como sus dos abuelos: Harold y Leslie. Mi madre había pactado con su mejor amiga, Eleanor, que a su primera hija le pondrían el nombre de la otra. Sin embargo, mi padre, que era un romántico y además adoraba a mi madre, quiso que me llamara como ella; y así fue, aunque también me quedé con Eleanor de segundo nombre.

En cualquier caso, aquello dio lugar a que hubiera dos Margarets en la familia. Para evitar confusiones, me adjudicaron un sobrenombre, Peggy, que es el apelativo cariñoso escocés de Margaret. De muy pequeña, a veces me llamaban miniCarl porque me parecía muchísimo a él. Pero nunca me llamaban Margaret ni yo lo consideraba mi nombre. Aun así, más adelante me vino bien: tenía un alter ego oculto, que aguardaba entre las sombras la llamada a ser escritora. Peggy era la géminis allegro, pero Margaret era la escorpio penseroso, un personaje muchísimo más inquietante.

EN EL BOSQUE, OTRA VEZ

Con seis meses, me llevaron en coche por la carretera de dos carriles que discurre junto al ancho y caudaloso río Ottawa, que por entonces todavía se usaba para transportar troncos río abajo, como llevaba haciéndose desde la época de las guerras napoleónicas. (¿De dónde provenían la mayor parte de los mástiles de las naves de la Armada británica que se emplearon en el asedio de Francia? De los antaño majestuosos pinos blancos del valle de Ottawa.)

Recorrimos este trayecto cada primavera hasta que cumplí los cuatro años y medio. La ruta partía de Ottawa y atravesaba antiguos municipios de la época dorada de la explotación forestal: Arnprior, Renfrew, Pembroke, Petawawa, que era una base militar, hasta Deep River, que todavía no era un centro de investigación atómica; luego continuaba hasta Mattawa y, por último, pasaba por encima de un puente y una presa que marcaba la frontera Ontario-Quebec hasta la localidad maderera de Témiscaming. Río arriba quedaba el extenso y frío lago Temiskaming, río abajo el a menudo peligroso río Ottawa, empleado durante milenios por los algonquinos como principal ruta de transporte. Estamos en territorio del llamado «Escudo Canadiense», donde todo crece sobre una base de roca precámbrica erosionada por los glaciares. El bosque es una mezcla de conífera y caducifolia, por lo que en otoño presenta una espectacular combinación de rojos, amarillos y naranjas, salpicada de picea mariana y pino. Témiscaming ya era bastante antigua en 1939, o eso me pareció más adelante. Algún francófilo excéntrico le había donado una fuente de estilo francés, un extraño toque rococó en medio del bosque boreal.

Al atravesar la localidad, bordeábamos un pequeño aserradero con una montaña de serrín que a mí me resultaba fascinante. (Quería deslizarme por ella, pero cuando por fin tuve la oportunidad, aquel serrín no tenía nada que ver con la nieve. Más bien era pegajoso y picaba.) Pasábamos en coche por debajo de una enorme tubería de agua hecha de madera de la que, en los meses más fríos, colgaban unos gigantescos carámbanos. Después de eso, quedaban unos setenta u ochenta kilómetros por una carretera recién construida y sin pavimentar que era estrecha, empinada y sinuosa, perfecta para marearse, y repleta de curvas ciegas. Las señales de tráfico me enseñaron algunas de mis primeras palabras en francés: Petite vitesse para reducir la velocidad, en los descensos abruptos; y Gardez la droite para mantenerse a la derecha, en las curvas ciegas. Se suponía que debías tocar el claxon antes de cogerlas, para que si alguien venía en sentido contrario supiera que estabas allí.

Nuestro padre era un avezado conductor. No es que le encantara conducir, pero por su trabajo debía hacerlo muy a menudo. De todas formas, conducir distancias largas era más fácil en aquel entonces: los años que duró la guerra las carreteras estaban bastante vacías. La gasolina estaba racionada y no todas las familias eran propietarias de un coche, ni mucho menos. Las que sí lo tenían debían enfrentarse a los frecuentes pinchazos: dado que toda la goma buena se destinaba a la campaña bélica, los neumáticos eran de escasa calidad. Una de mis primeras imágenes de mi padre consistía en la mitad inferior de su cuerpo sobresaliendo por debajo de un coche levantado con un gato.

Gozaba de una exención para el racionamiento de combustible porque las industrias forestales se consideraban un sector vital para la campaña bélica. (A veces la gente me ha preguntado por qué no se alistó. Lo intentó, querría haber entrado en las Fuerzas Aéreas, pero le dijeron no sólo que pertenecía a una «industria crítica», sino también que ya iba para viejo y tenía problemas de corazón, causados probablemente por la fiebre reumática que había padecido de niño. Aquel defecto cardíaco no suponía una amenaza inmediata, aunque fue lo que al final se lo llevó.)

Sus especialidades como investigador eran los tres insectos que causaban las grandes plagas del bosque boreal: el gusano cogollero del abeto, la oruga del álamo y

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