Piedras en los bolsillos

Marta Brule

Fragmento

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PRÓLOGO

A Marta y a su hijo Guille los conocí en 2013 en el hospital, durante su ingreso en Oncología infantil. Os estaréis preguntando qué hacía yo allí…

En el año 2001 empecé un voluntariado en el Hospital Niño Jesús de Madrid, en el Área de Oncología. Mi motivación era, y sigue siendo, devolver la suerte que he tenido en la vida donando mi tiempo y cariño. Llegué un miércoles, que era el día que me habían asignado como voluntario, y literalmente no salí de ahí. Ayudar a niños enfermos de cáncer transformó mi vida de una forma profunda y maravillosa. A lo largo de estos dieciocho años he ido prácticamente todos los días al hospital y en 2006 creé la Fundación Aladina, que a día de hoy ayuda a miles de niños con cáncer cada año y colabora en dieciséis hospitales de España.

El nombre de Aladina surge de una serie familiar de televisión que hice hace muchos años. La gente se reía, tenía mucha magia y entretenía. Eso mismo es lo que intento transmitir cada vez que entro en contacto con el cáncer infantil en los hospitales. En todos estos años, ya casi veinte, he conocido a miles de niños; todos, con nombre y apellido, están en mi memoria, y cada uno de ellos anclado en mi corazón para siempre. Muchos ya no están aquí, pero, gracias a mi fe, estoy seguro de que están jugando sanos ahí arriba. Tengo el corazón roto, pero a la vez feliz porque, repito, esto es lo mejor de mi vida y no lo cambiaría por nada.

Aladina logra transformar la estancia hospitalaria en algo mucho más llevadero y hacemos mejoras muy importantes, como la reforma integral de la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) y del centro de trasplantes de médula ósea del Hospital Niño Jesús. Pero lo más importante: estamos cuando más se necesita, cuando la cosa pinta muy mal y la ansiedad en el paciente y su familia abunda.

Para que mi ayuda sea lo más eficaz posible, lo primordial es hacerme muy amigo del niño o adolescente y de su familia. Entrar en su núcleo de confianza absoluta y llegar a una sincera amistad. Esto lo suelo conseguir porque todo sale de mis entrañas, de mi rabia de que el cáncer les robe a los niños la alegría, la paz y, lamentablemente, a veces, la propia vida.

Guille no era una puerta abierta y te lo tenías que ganar para poder entrar en su círculo e intimidad. Lo intenté, y con el tiempo nos hicimos colegas. Guille me escuchaba como a una voz que sabía «de esto mucho», aunque no era ni médico ni enfermero. Además, conmigo en la habitación, las risas de sus padres estaban más presentes y el ánimo cambiaba. La mirada de Guille reflejaba que veía mucho más de lo que expresaba; sus temores y miedos escondidos por el bien de todos. Marta, por su lado, derrochaba no solo alegría y optimismo, sino también una eficacia muy inusual y casi única como madre de un hijo con cáncer. Comprenderéis que yo he visto de todo durante tantos años, pero la «zarpa» de Marta, su inagotable lucha, era inigualable. Estoy convencido de que Guille sigue aquí por todo lo que hizo Marta, y que sin ella y sus acciones estaríamos hablando de una historia muy diferente y sin duda triste.

Guille lo pasó fatal. No hay una palabra que haga justicia a lo mal que estuvo, a su constante sufrimiento por lo que parecía una interminable enfermedad. Marta explica en este libro todo lo que le pasó a su hijo, y yo en este prólogo no lo haré, pero pocas veces un adolescente ha sido llevado al borde del sufrimiento y del desamparo como él. Aislado durante meses, a su frágil cuerpo se lo llevaba el viento y su sonrisa iba haciéndose cada vez más pequeña.

Siempre digo que mi deseo es que en un futuro miremos atrás y veamos la quimioterapia como una medicina obsoleta. Tiene unas consecuencias terribles que vapulean al niño mientras atacan al bicho; digamos que es como bombardear todo para erradicar algo. Se intenta que el paciente soporte sus efectos secundarios para que pueda curarse. A día de hoy es una extraña bendición porque es lo que funciona, y por eso es necesaria en casos de cáncer.

Marta utilizó terapias complementarias para acompañar la medicina agresiva y necesaria que estaba recibiendo su hijo. Ella fue aprendiendo de amigos que tenían conocimientos de medicina natural y los aplicó para aliviar a Guille de las nefastas consecuencias; todo perfectamente compatible y sin afectar al protocolo médico. Fue tan eficaz que le insistí para que compartiera esa sabiduría con más familias. De Marta, y de un pequeño empujón por mi parte, nació El Botiquín Mágico (www.botiquinmagico.com), una página web informativa muy interesante de la que aprender muchas cosas útiles, estemos o no enfermos. Os doy un ejemplo: un efecto secundario de la quimioterapia es la mucositis en pacientes jóvenes; provoca llagas hasta el punto de no poder comer, que duran días y días. Marta aplicaba rosa mosqueta para combatirla y aliviaba mucho a Guille. Ahí descubrí los beneficios de la rosa mosqueta, entre otras cosas.

Para Guille todo se complicó con el trasplante de médula que le hicieron. Lo que iba a ser su salvación, se convirtió poco a poco en lo que parecía su condena. Su rechazo hizo que tuviese al enemigo dentro, y empezó una batalla en la que los médicos intentaron impedir que su «huésped» se volviese su verdugo. Y a esto hay que añadir unos graves problemas digestivos, de piel... Un horror. Guille «jugaba la final de Roland Garros a siete sets y a cuarenta grados». Ganaba un juego y perdía otro y el rival seguía y seguía, y la moral de la familia empezaba a flaquear. El pronóstico no era bueno y confieso que llegué, lógicamente, a pensar lo peor: igual Guille no salía de esto. Se me empezaban a acabar los argumentos para darle aliento. Cada día le ofrecía mi charla de ánimo, pero lo que daba mejor resultado era que estuviese entretenido. Marta, Guille, su padre y su hermana formaban ya parte del hospital. Tanto es así que llegó el día en que ya no preguntábamos: «¿Cómo va Guille hoy?», sino que nos limitábamos a intentar provocar alguna sonrisa para paliar el dolor del alma con mucho cariño.

Para colmo, Guille había perdido ya a algún amigo durante su estancia hospitalaria. Intentábamos ocultarlo, pero él era demasiado listo. Colegas de su edad, igual de enfermos, que se iban…No me puedo imaginar lo que eso provocaba en sus quinielas, y no os digo en las de Marta y su marido. Mis voluntarios más cercanos y yo fingíamos que todo seguía igual, lamentablemente sin poder evitar una sonrisa que denotaba tristeza y preocupación. Marta llegó incluso a ir alguna vez al tanatorio para solidarizarse con aquellos padres, tras lo cual volvía con su hijo al hospital. Sin palabras, ¿verdad?

Llegó un día clave en la enfermedad de mi amigo, muy cerca de su cumpleaños. Yo veía que estaba tirando la toalla, estaba harto y no quería sufrir más. Ocurre una cosa muy especial en oncología infantil: los padres y los niños se protegen unos a otros. La madre finge que está feliz para dar paz y no provocar estrés en su hijo, y el hijo hace lo mismo... Guille ya no sabía fingir. Su sonrisa estaba ausente y la melancolía se transformaba en tristeza cada día que pasaba. Encontré por internet un tiburón de plástico que inflabas con gas para que flotase y que podías teledirigir con un mando a distancia. Entré en su habitación con el tiburón flotante y, por algún pequeño milagro, eso provocó una sonrisa en Guille que fue

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