Algún día te mostraré el desierto

Renato Cisneros

Fragmento

desierto

PRIMERO

Pueden pasar muchos años sin que nos ocurra nada significativo ni memorable, nada que represente un verdadero quiebre o desafío, nada que nos obligue a la reinvención. Vivimos acostumbrados a rutinas programadas, sabemos de memoria la secuencia de cosas que pasarán o podrían pasar al voltear la próxima esquina o abrir la siguiente puerta; si no fuera porque el calendario —con sus números y nombres propios— les imprime a las semanas un orden cronológico convencional que acredita el paso del tiempo, juraríamos que cada nuevo día es en realidad una disimulada reiteración del anterior. El mundo es un río, ni siquiera eso, un afluente que atraviesa los mismos paisajes una y otra vez, y nosotros, absorbidos por tareas supuestamente impostergables, nos dejamos llevar sin objetar el curso de la corriente, sin detenernos a evaluar si acaso estamos a la deriva, rumbo a un remolino que tarde o temprano nos tragará. Podemos estar largos años así, en modo automático, en calidad de zombis o marionetas, pasando por la vida sin que la vida se percate.

Un buen día, sin embargo, cuando ya empezamos a resignarnos, a ser dominados por la monotonía o la mediocridad, el destino da un vuelco brutal. Hechos que nunca nos habían sucedido, que no creíamos que fueran a suceder ya, de los que siempre renegábamos porque nos resultaban esquivos pero en el fondo seguíamos anhelando, comienzan a producirse en simultáneo, en cascada, sin darnos chance a digerirlos, entenderlos ni asimilarlos. El giro es tan vertiginoso que parece lógico achacarlo a un asunto fortuito o milagroso, pero no, se debe a una exacta combinación de azares y decisiones conscientes, aunque de eso recién nos daremos cuenta más adelante. Las cosas no se comprenden mientras se viven sino después, a veces mucho después.

En mi caso, lo azaroso, lo providencial, fue conocer a Natalia.

Sucedió un sábado de julio de 2012, en medio de la ruidosa oscuridad de una discoteca. Ninguno de los dos pensaba ir. Ella se encontraba en una reunión —muy animada por lo que supe después— a la misma hora en que yo estaba en casa, en mi cama, recostado, viendo un drama romántico cuya trama, hasta ese momento impecable, comenzaba a decaer. De pronto recibí una llamada. Era mi amigo Raúl. Había quedado en verse en una discoteca con Valeria, la chica con quien por entonces salía, y me pidió acompañarlo, pues Valeria iría con una amiga. No recuerdo qué me dio más flojera: si ir a una discoteca que seguramente estaría atestada de gente, o ser parte de una de esas citas a ciegas que, por lo general, no prosperan. Pese a mis reparos iniciales acabé aceptando: aún era temprano y tenía ganas de salir, aunque sea para atronarme los tímpanos un rato.

Mientras nos dirigíamos a la discoteca en su auto, incluso cuando llegamos al local, bajamos por una larga escalera enroscada y dejamos los abrigos en el guardarropa, Raúl no hacía más que hablar de Valeria, de lo guapa que era, de los muchos deportes que practicaba, de lo bien que se vestía. Yo simulaba escucharlo: aún tenía la mente puesta en la película que había dejado a medias. Todas las imágenes de mi cabeza, no obstante, desaparecieron como una nube de polvo una vez que, llegados al punto de encuentro, Valeria me presentó a su amiga Natalia. No solo me pareció encantadora al primer trato, con una mezcla de belleza y modestia o timidez tan infrecuente en las chicas de Lima, sino que al cabo de unas pocas horas me sentí irradiado por algo que se desprendía naturalmente de ella. Me di cuenta de que me hallaba frente a un ser luminoso y singular que, sonará exagerado, estaba allí para cumplir una misión: salvarme, resocializarme, rescatarme del marasmo en que la inercia me había venido depositando.

En rigor, ya nos conocíamos de antes pero yo no lo recordaba. Varios años atrás habíamos coincidido en uno de los retiros espirituales de Confirmación para colegios femeninos de clase alta en los que yo tenía el descaro de participar como asesor y charlista, no tan interesado en preparar a las jovencitas para recibir el sacramento como sí en agenciarme el teléfono de cualquiera de ellas para, luego, invitarlas a salir. Más que encuentros religiosos eran emboscadas. No actuaba solo, evidentemente, sino coludido con un grupo de amigos. Todos polizones, inescrupulosos creyentes de ocasión que —convocados por una amiga exreligiosa, que nos tenía demasiado cariño como para sospechar de nuestras verdaderas intenciones— pasábamos espléndidos fines de semana lejos de la ciudad, en casas campestres con jardines enormes, donde rezábamos avemarías bajo la luz de las velas, nos arrodillábamos hasta sufrir calambres, cantábamos en ronda, tocábamos guitarra y panderetas, citábamos versículos de la Biblia, decíamos algunas generalidades que sonasen lógicas, siquiera inspiradas, atendíamos toda clase de dilemas adolescentes, y así nos ganábamos la confianza de trescientas colegialas guapísimas de dieciséis y diecisiete años que de otra manera quizá no habríamos conocido jamás. Muchas de ellas, por cierto, una vez llegado diciembre tenían la estupenda idea de invitarnos a sus fiestas de promoción, donde nuestro poco cristiano comportamiento solía causarles sorpresa y decepción. Pero esa es otra historia.

La noche de la discoteca, dentro del círculo en que nos encontrábamos con Raúl, Valeria y otros amigos que se sumaron luego, Natalia cometió el inocente desatino de recordar en voz alta que yo había asistido a su retiro preparatorio de Confirmación. No contenta con eso, ignorando el estropicio que iría a provocar, refirió que yo había ofrecido una «interesante» charla acerca «de Dios y el amor». El comentario activó enseguida las carcajadas de los demás, que no imaginaban que el periodista que se había declarado agnóstico en público en más de una ocasión y que no dudaba en burlarse en sus columnas periodísticas de las monsergas conservadoras del cardenal Cipriani, así como de los anticuados pronunciamientos de la Iglesia acerca de casi cualquier cosa, ese mismo, cargaba con un pasado parroquial convenientemente archivado, un capítulo clandestino de entusiasta feligrés, una vida anterior de pastorcito renegado. No solo detestaba hablar de esa etapa de mi vida sino que, en las poquísimas ocasiones que alguien la traía a colación, ponía todo mi empeño en negarla con cuajo, como si me avergonzara, como si no la hubiera disfrutado como la disfruté, como si durante esos años hubiese sido captado por una secta fanática y permanecido en calidad de rehén. Esa noche, ante las pruebas expuestas por Natalia, me resultó imposible rehusar mi pasado.

«¿No quieres vino de misa, mejor?», bromeó Raúl mirando mi vaso semivacío, provocando una risotada general que se mantuvo en el aire varios segundos dejándome desarmado, desnudo, pero también extrañamente resarcido, como si Natalia —al tocar un asunto que mis complejos habían convertido en tabú— me hubiese desenmascarado librándome por fin de uno de mis tantos fantasmas.

Aquella noche, sin embargo, lo memorable no fue esa revelación anecdótica, sino la manera tan placentera en que fluyó nuestra conversación. Natalia me contó de su infancia en Montreal, de su hermana —Milena, diseñadora industrial, que acababa de mudarse a Bruselas—, de lo divertidos que fueron sus años en la facultad de Medicina, de su trabajo excesivamente oficinesco en la industria farmacéutica, de su abuela arequipeña descendiente de italianos, de

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