Las 12 leyes de la negociación

Alfred Font Barrot

Fragmento

1

Ser inteligente es mejor que ser agresivo (o que ser complaciente)

Un reparto mejorable

Más tarde o más temprano los libros sobre negociación acaban utilizando la parábola de las dos hermanas y la naranja. Refirámosla pues enseguida: en los jardines de un palacio oriental dos hermanas se pelean por una naranja; se la arrebatan la una a la otra en sucesivos choques, se persiguen, forcejean y lloran, hasta que, agotadas y psicológicamente en tablas, deciden firmar la paz. Dividen la naranja en dos partes exactamente iguales. Cada una se refugia con su media naranja, tan fatigosamente conseguida, en un rincón del jardín. Una paz justa, estable y duradera, podrían decir los observadores internacionales.

Pero entonces vemos —nosotros que tenemos el privilegio de observarlo todo desde fuera— como una de ellas se come con fruición la pulpa de su media naranja y tira la piel, mientras que la otra tira de inmediato la pulpa y conserva la piel, con la que se propone elaborar un pastel. Aquel pacto consistente en partir la naranja en dos mitades, que de entrada nos parecía tan sabio, equitativo y posibilista, se revela ahora como decididamente tonto. Ambas contendientes han recibido sólo la mitad de lo que deseaban, cuando podrían haber alcanzado otro pacto más inteligente que consistía en dar toda la piel a quien la pretendía como ingrediente para un pastel y dar toda la pulpa a quien deseaba comérsela sin más.

El pacto de partir la naranja en dos mitades iguales puede calificarse —en este supuesto y en términos económicos— de ineficiente. Es decir, no se ha repartido todo el valor y, por tanto, se ha echado a perder una parte de ese valor, como ocurriría con un helado que se fuera derritiendo mientras discutimos cómo podemos repartirlo. En ese conflicto en particular, dada la asimetría de las aspiraciones de los negociadores, cada parte podía haber conseguido el cien por cien de su utilidad potencial (la totalidad de la piel o la totalidad de la pulpa de la naranja). Sin embargo, cada hermana ha acabado disfrutando solamente del cincuenta por ciento de la utilidad posible. No han llegado a un acuerdo inteligente. Tenían la alternativa de incrementar las dos sus beneficios sin necesidad de disminuir correlativamente los de la otra parte.

¿Y qué es un acuerdo inteligente? Como dice el proyecto de negociación de Harvard1, un acuerdo inteligente es el que satisface en la mayor extensión posible los intereses legítimos de cada negociador, permanece estable y mejora, o al menos no empeora, las relaciones entre los negociadores.

A menudo nos preguntamos cómo hemos de actuar en una situación negocial determinada: ¿he de ser agresivo o es mejor que sea complaciente?, ¿comienzo cautelosamente y después exijo?, ¿me contento con lo que me ofrezcan porque no tengo margen de maniobra? La clásica disyuntiva entre el negociador duro y el negociador conciliador es un falso problema. La respuesta no es ninguna de las dos opciones. La respuesta adecuada (a la pregunta adecuada) sería siempre: he de ser inteligente. La administración de la firmeza o la flexibilidad es sólo consecuencia de un análisis de lo que está indicado en cada momento.

En el ejemplo de la naranja está claro que el acuerdo es pobre, o ineficiente, y que la causa de tal pobreza es un procedimiento negocial inadecuado. Partir la diferencia (en este caso, la naranja) es una herramienta no analítica cuando ignora cuál es el criterio relevante del reparto. La confrontación posicional, el compromiso con una demanda inicial que se mantiene a toda costa, hasta el enfrentamiento físico, ha hecho imposible que los negociadores fueran competentes en diseñar un acuerdo a medida de los intereses de cada parte. Les ha faltado un elemento clave: utilizar procedimientos inteligentes.

Se suele decir que para conseguir ponerse de acuerdo cada parte ha de ceder algo. Nosotros preferimos pensar que para llegar a un acuerdo inteligente cada negociador ha de ganar algo, pero no a costa del otro. Para que tal cosa sea posible y se pueda pasar de un juego de suma cero a un juego de suma positiva hay que tener la habilidad de crear valor nuevo. Veamos un ejemplo.

Los acuerdos de paz de Camp David (1978)

Negociadores:

Anuar el-Sadat (1918-1981) por parte de Egipto

Menachem Begin (1913-1992) por parte de Israel

Anfitrión / mediador: Jimmy Carter (1924), presidente de Estados Unidos

Lugar: la residencia presidencial campestre de Camp David (Maryland)

Muchos analistas se han ocupado de estos acuerdos porque al finalizar la reunión, que duró trece días, se había dado con una manera inteligente de repartir la naranja; un resultado que parecía de todo punto imposible a juzgar por el historial de enfrentamientos bélicos en la región y tras los inmediatamente anteriores dieciocho meses de negociaciones. Como es sabido, el conflicto de fondo entre Israel y los países árabes tuvo su incicio en el mismo momento de la fundación del estado de Israel (1948). El punto culminante de la confrontación llegó cuando, tras su victoria en la llamada guerra de los Seis Días (1967), Israel se anexionó diversos territorios, entre ellos la península del Sinaí, que pertenecía a Egipto. Egipto fracasó en su intento de recuperar militarmente ese territorio en la Guerra del Yom Kippur (1973). Como consecuencia de la permanente hostilidad presente en la región se originó una crisis en la producción y distribución del petróleo, lo cual aumentó su precio hasta límites intolerables para las economías del mundo occidental.

Ésta era la situación cuando los negociadores llegaron a Camp David. Sus pretensiones eran irreconciliables. Egipto quería recuperar íntegramente la península del Sinaí; Israel quería mantenerla ocupada. Planteado de este modo, de forma simplificada, el conflicto entre los dos países es un ejemplo de lo que en la teoría de juegos2 se llama un «juego de puro conflicto»: lo que uno gana el otro necesariamente lo pierde. Ese tipo de juegos tiene siempre muy mal pronóstico negocial. Nadie quiere ceder en su propio perjuicio, como es lógico, y lo más probable es que el conflicto permanezca sin solución. De hecho, en un sentido estricto, no existe solución negociada posible para estas situaciones salvo que se cambie el modelo de juego. La posibilidad de repartir la península del Sinaí —se elaboraron multitud de mapas al respecto— no resultaba factible. Cada parte prefería continuar con el enfrentamiento bélico antes de ceder territorio. Partir la naranja por la mitad no era una opción, porque cada uno de los adversarios la exigía entera.

Cuando todo parecía perdido se cambió el juego. Si nos preguntamos por qué Israel quería mantener ocupada la península del Sinaí —aunque la cuestión sea muy compleja—, podemos identificar fácilmente la razón más relevante: Israel tenía un problema de seguridad. No en la península del Sinaí, sino en su propio territorio. El control de la península era un recurso de protección ante la posibilidad de recibir algún ataque por esta vía. Egipto, en cambio, tenía un problema de soberanía. Recuperar el territorio de la península del Sinaí era indispensable para el país por razones obvias, pues era parte de su propio territorio.

Si encontráramos una fórmula que sum

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