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Optimismo: vacuna contra la desesperanza
A lo largo de los años, tanto en mi vida personal como en mi trabajo en el mundo de la medicina, la psiquiatría y la salud pública, he tenido oportunidad de confirmar, en incontables ocasiones, que nuestra forma de percibir e interpretar las situaciones que nos plantea la vida ejerce un inmenso poder sobre nuestras emociones, juicios, decisiones y conductas.
Estudiar a fondo la relación entre nuestra perspectiva más o menos positiva de las cosas y la satisfacción con la vida en general ha sido siempre una de mis prioridades. Por eso, hace unas tres décadas me incorporé al grupo de profesionales de la medicina que, más allá del tradicional tratamiento de enfermedades, se volcaron en investigar los rasgos de la personalidad y las actividades que fomentan y protegen la salud en su más amplio sentido: el estado de completo bienestar físico, psicológico y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades.[1]
Esta nueva medicina de la calidad de vida comenzó a manifestarse en la promoción de actividades físicas estimulantes en los años noventa del siglo pasado. Su objetivo no consistía solo en fortalecer nuestro sistema inmunológico y prevenir dolencias cardíacas o metabólicas; también se orientaba a aumentar la resistencia al estrés e inducir estados de ánimo positivos derivados del ejercicio físico.[2]
Pero, además, la medicina de la calidad de vida tuvo ejemplos memorables en campos como la farmacología, empezando por la píldora anticonceptiva, que cambió la vida de millones de mujeres en todo el mundo. Comercializada en 1960, esta combinación de estrógeno y progesterona no cura ninguna enfermedad, pero liberó a la mitad de la humanidad al poner en sus manos la crucial decisión sobre la maternidad. Y tampoco olvidemos esas pequeñas tabletas azules, compuestas de sildenafilo, conocidas como Viagra, que restauran el vigor sexual en muchos hombres afligidos por el estrés, la diabetes u otras dolencias metabólicas.
Al igual que sus colegas médicos, los especialistas en salud mental se volcaron desde el principio en hallar formas de mitigar los síntomas que arruinaban la vida de los enfermos mentales, y a menudo también la de sus familiares. Era una misión que no resultaba nada fácil, pues el estudio del funcionamiento del cerebro siempre ha planteado un enorme desafío. Además, los aspectos positivos de la mente humana se habían ignorado hasta entonces, porque tanto la psicología como la psiquiatría estuvieron influenciadas desde sus comienzos por el fatalismo filosófico.[3] Sin embargo, a principios de este siglo, un grupo creciente de psiquiatras y psicólogos fue más allá de las dolencias emocionales, para investigar los rasgos de la personalidad que contribuyen al bienestar emocional y la satisfacción con la vida de las personas. Hoy está sólidamente establecida la asignatura Psicología Positiva.[4]
Profundizar e invertir en las cualidades naturales de las personas para ver la vida desde una perspectiva positiva y esperanzadora no debe interpretarse como una forma de infravalorar o ignorar los aspectos negativos y dolorosos de nuestra existencia. Se trata más bien de reconocer que, para vivir una vida saludable y completa, no basta con curar los males que nos aquejan; es igualmente importante conocer y fortificar los aspectos favorables de nuestra naturaleza, que nos ayudan a motivarnos para superar los retos que nos plantea la vida y alcanzar nuestras metas.
A nivel personal, permitidme que comparta brevemente un ejemplo que viví en primera persona durante mi infancia y adolescencia. Desde los siete años mi adaptación al mundo que me tocó vivir fue bastante turbulenta. La hiperactividad, la curiosidad insaciable, la atracción por las aventuras y el hecho de que cualquier mosca podía cautivar mi atención me conducían con regularidad a fracasos escolares y situaciones arriesgadas que preocupaban a mis padres y a mis maestros. Recuerdo hacerme interiormente la pregunta «¿Y quién demonios soy yo?». Las repuestas reflejaban los calificativos que los adultos más cercanos solían utilizar para describirme: «Un niño travieso que no para quieto», «más malo que la quina», «un rabo de lagartija». En mi pequeño mundo de entonces, la impotencia para regular mi bullicioso temperamento se traducía en fallidos propósitos de enmienda.
Mi madre, siempre comprensiva y a quien a veces incluso mis diabluras le hacían gracia, había bautizado mi hiperactividad con el nombre inventado de furbuchi. Me convenció muy pronto de que contenía una buena dosis de creatividad, por lo que el quid de la cuestión estaba en saber encauzarla. En ese sentido, fomentó en mí la ilusión por la música, lo que se convirtió en un protector muy eficaz de mi autoestima.
Sin embargo, mi perpetuo estado de marcha y distracción me robaban una gran parte de la concentración necesaria para asimilar las materias escolares. Los tropiezos colegiales culminaron a los catorce años, en cuarto de bachillerato, curso que suspendí sin remedio y precipitó mi salida del colegio.
Pasé un año dando bandazos «por libre» en varias academias. Mis padres comenzaron a pensar que, con vistas al futuro, quizá lo mejor para mí podía ser aprender algún idioma u oficio que no requiriese el bachillerato. Como última oportunidad, decidieron matricularme en un instituto conocido por aceptar a muchachos «cateados» de otros centros de enseñanza. Este nuevo reto, sin embargo, abrió inesperadamente un esperanzador capítulo en mi vida.
La protagonista fue doña Lolina, la temida directora del colegio. De mirada expresiva y penetrante, doña Lolina era una mujer seria, fuerte, perceptiva y, sobre todo, experta en la vida y milagros de adolescentes problemáticos. La primera orden que me dio fue que en el aula me sentara en la primera fila —hasta entonces mi sitio, preferido por mí y por mis maestros, siempre había sido la última—, y cuando intuía que tenía dificultad con alguna asignatura, me animaba a que hablase con el profesor y negociara amistosamente la solución con él. Estoy convencido de que ella antes, sin decírmelo, había preparado el terreno.
Con la confianza y mi motivación estimuladas por el nuevo y receptivo ambiente escolar, a los quince años comencé a practicar lo que en psicología se conoce como «funciones ejecutivas». Por ejemplo, aplicar el freno a la impulsividad, controlar en lo posible mi comportamiento y fijarme algunos objetivos alcanzables. Recuerdo que en este tiempo descubrí los beneficios de conversar conmigo mismo. Estos diálogos y debates íntimos me ayudaban a analizar y explicarme de forma positiva los sucesos que me afectaban. También me sirvieron para montar estrategias que me facilitaban el aprendizaje. Por ejemplo, advertí la utilidad de dividir la materia en partes, hacer esquemas y resúmenes, y estudiar en lugares sin moscas, ni vistas ni música que me distrajesen. Al mismo tiempo acepté que, a la hora de estudiar ciertas asignaturas, tenía que ajustarme a mi propio ritmo de aprendizaje. Yo necesitaba hora y pico para retener una fórmula química o una lección de historia que mis compañeros de clase absorbían en media hora. Aprendí que cuando hay obstáculos en el camino la distancia más corta entre dos puntos puede ser la línea curva. Igualmente, noté que mi autoestima era muy sensible a «sentirme eficaz». Por ejemplo, marcaba más grados cuando veía que mis esfuerzos me llevaban a alcanzar alguna meta que me había fijado, aunque fuese muy modesta. Poco a poco este cambio positivo se fue incorporando a las opiniones que los demás tenían de mí; opiniones que, a su vez, se reflejaban en mi confianza. Puedo deciros que a los diecisiete años empecé a reconducir poco a poco mi vida por un camino más seguro y despejado.
En 1968, con veinticuatro años y recién licenciado en medicina, marché apresuradamente a Nueva York. Si bien el motivo oficial de mi viaje fue especializarme en Psiquiatría, en realidad buscaba nuevos horizontes y oportunidades que me apasionaran. En la primavera de 1972, trabajando de médico residente en Psiquiatría en el Hospital Bellevue de Nueva York, seguía el curso que impartía la doctora Stella Chess, especialista en psiquiatría infantil, sobre «El trastorno por hiperactividad de la infancia». Para Chess y unos pocos expertos de su tiempo, el exceso de actividad, la fácil distracción y la impulsividad en los niños eran problemas biológicos infantiles que respondían a una alteración del funcionamiento de las zonas cerebrales encargadas de regular la energía física. Un dato esperanzador era que un buen número de estos niños y niñas con el tiempo maduraban y minimizaban sus dificultades. Aquella reveladora clase de Stella Chess despertó en mí la idea de que quizá mi carácter inquieto de niño fuese debido a este trastorno médico.
Sea como fuere, hoy estoy convencido de que la moraleja de las experiencias personales que os he confiado es la misma que apunta un antiguo proverbio chino al advertir que «en el corazón de las crisis se esconde una oportunidad», y que aquellos que la encuentran gozan de abundantes beneficios. Sin duda, entre las lecciones que tuve la suerte de aprender en mi lucha por superar las adversidades de la infancia y la adolescencia, además de la importancia de contar con el apoyo de otras personas, incluyo la lucha esperanzada y la confianza en lograr un día dirigir el rumbo de nuestra vida.
Trabajando en el terreno de las enfermedades aprendí muy pronto que el pensamiento esperanzador posee un inmenso poder reparador, y que abunda entre las personas mucho más de lo que nos imaginamos. Una experiencia personal que llevo grabada en mi memoria se remonta a una mañana nublada de febrero de 1996. Recuerdo que paseaba yo nervioso, arriba y abajo, por mi despacho del Sistema de Hospitales Públicos de Nueva York, que dirigía desde hacía solo seis meses. Las finanzas municipales eran precarias y llevaba unos días muy preocupado por la posibilidad de que tuviéramos que cerrar varios ambulatorios de la ciudad. Para distraerme y aliviar el desasosiego se me ocurrió hacer una visita sorpresa a uno de los hospitales. Sé por experiencia que el personal y los pacientes las agradecen, y aprovechan para airear espontáneamente sus quejas y satisfacciones.
Sin pensarlo mucho más, me dirigí al hospital Coler Memorial, ubicado en la pequeña isla Roosevelt, en la bifurcación del río Hudson que separa los barrios de Manhattan y Queens. Con mil y pico camas, era uno de los mayores hospitales públicos dedicado al cuidado y rehabilitación de pacientes crónicos, en su mayoría afligidos por enfermedades degenerativas neurológicas o lesiones cerebrales graves. Fui directamente al despacho de Sam Lehrfeld, el cordial y competente director ejecutivo desde hacía más de una década. Después de saludarnos, le dije a Sam que quería darme una vuelta yo solo por la segunda planta, recién reformada, en la que se encontraban internados pacientes tetrapléjicos, paralizados de barbilla para abajo, que requieren atenciones continuadas y respiración asistida.
El olorcillo a desinfectante típico de los hospitales me invadió nada más entrar en la unidad. El sonido rítmico de los respiradores artificiales, que día y noche inyectan y extraen el aire de los pulmones de pacientes que han perdido la capacidad de respirar por sí mismos, resonaba en el ambiente. Me identifiqué ante la enfermera encargada y le expliqué que quería saludar a algún paciente. Acto seguido entré al azar en una de las habitaciones.
Un hombre de aspecto joven yacía medio recostado en una cama respirando trabajosamente. Inmóvil de brazos y piernas, tenía la cabeza sujeta por unos soportes forrados de gasa y los ojos muy abiertos y fijos en las imágenes de una película que se proyectaba en la pantalla de un pequeño televisor colgado frente a él. Noté que tenía una traqueotomía —abertura que se hace de manera artificial en la tráquea para facilitar la respiración— cubierta con un tapón. Al lado de la mesilla de noche había un respirador automático en punto muerto.
Cuando oyó mis «buenos días», giró los ojos hacia mí, me echó una mirada penetrante y sonrió. Me presenté y le dije que, si no tenía inconveniente, me gustaría saber cuál era el motivo de su hospitalización y su opinión sobre los cuidados que recibía del personal. Hablando con dificultad en un lenguaje entrecortado, con tono grave y áspero pero comprensible, me dijo que se llamaba Robert, tenía cuarenta y seis años, era ingeniero de profesión y llevaba algo más de cinco años ingresado a causa del grave accidente de trabajo que había sufrido mientras inspeccionaba una obra. Me explicó que se lesionó la médula espinal a nivel cervical y, como consecuencia, había quedado paralítico. Robert estaba casado y tenía un hijo de diez años y una hija de ocho. En cuanto a su evaluación del hospital, elogió el trato que recibía y se mostró animado al contarme que en los últimos tres meses había conseguido, con mucho esfuerzo, respirar por su cuenta durante casi dos horas al día.
Robert me comentó que era consciente de la alta probabilidad que tenía de permanecer paralizado el resto de sus días. Sin embargo, no dudó en añadir que en el pasado había superado retos duros, como la muerte de su padre, con quien estaba emocionalmente muy unido, cuando él solo contaba quince años, y las consiguientes dificultades económicas. Por otra parte, se sentía muy animado porque había logrado ir controlando poco a poco su programa cotidiano en el hospital. Estos logros le hacían pensar que quizá en el futuro también vencería su invalidez, por lo menos hasta el punto de poder vivir en casa con su familia. Le pregunté cómo era su día a día en el hospital y me contestó que bastante mejor de lo que en un principio había anticipado. Se había hecho «adicto» —me dijo— a varias series de televisión, y siempre esperaba con buen apetito la hora de la comida; disfrutaba de las buenas relaciones de amistad que había forjado con algunas enfermeras y fisioterapeutas del centro, y, sobre todo, se sentía feliz cuando le visitaban sus hijos y su mujer.
Fascinado por la actitud positiva de Robert, en un momento de la conversación se me ocurrió preguntarle cuál era su nivel de satisfacción con la vida en general y le pedí que lo puntuara del 0 (muy desgraciado) al 10 (muy dichoso). Después de una breve reflexión, me respondió sonriente y con seguridad que «un ocho». El notable me sorprendió. A continuación, le pregunté qué número se hubiera dado antes del accidente. Casi sin vacilar contestó: «Yo diría que un ocho y medio, más o menos». «¿Solo medio punto más?», exclamé en un reflejo de incredulidad. «Querido doctor —replicó Robert pausadamente como para tranquilizarme—, aunque le parezca mentira, me considero un hombre con suerte. He sobrevivido a un terrible percance y mantengo intactas mis facultades mentales. De hecho, desde el accidente mi vida ha adquirido un significado más profundo. Creo que, de alguna forma, me he convertido en mejor persona. Soy más comprensivo con los demás, aprecio mucho más las cosas pequeñas que antes consideraba triviales... Quién sabe, quizá un día pueda ayudar a superar este problema a otras personas que, como yo, han visto su destino torcerse de repente.»
Sin decir nada, puse mi mano en su hombro y le miré intensamente, buscando en su expresión algo que justificara mi escepticismo. Lo único que percibí fue el fulgor del optimismo brillar en sus ojos.
Además de incontables experiencias personales, no tengo la menor duda de que las secuelas psicológicas del ataque terrorista sufrido por la ciudad de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 contribuyeron en gran medida a prender en mi mente la llama de la curiosidad por estudiar a fondo los efectos preventivos y terapéuticos de la perspectiva optimista a la hora de superar los sentimientos angustiosos de incertidumbre y proteger el sentido de futuro de las personas.
Unos años después, en 2005, la editorial Aguilar publicó mi libro La fuerza del optimismo, dedicado a quienes están abiertos a la idea de que la dicha y la desdicha no dependen tanto de los avatares de la vida como del significado que les damos. En ese ensayo hice un repaso selectivo de la borrosa historia del pensamiento positivo, destaqué la mala prensa que ha tenido entre pensadores eruditos y profanos, y examiné los estudios iniciales que sugieren su utilidad a la hora de hacer frente y superar los desafíos que nos plantea la vida.
Mi objetivo en este libro, queridos lectores y lectoras, es actualizar y ampliar el tema de la perspectiva optimista a la luz de las numerosas investigaciones realizadas en los últimos quince años sobre sus raíces, ingredientes y beneficios para el bienestar físico, psicológico y social de las personas.
A principios del 2020, precisamente cuando estaba inmerso en este proyecto, el mundo fue azotado por la devastadora pandemia provocada por el coronavirus, el tristemente célebre COVID-19. La inesperada plaga nos impuso —y aun nos impone— una nueva vida «normal», caracterizada por la incertidumbre y la vulnerabilidad. Cada día, nada más abrir los ojos, sufrimos un bombardeo de estremecedoras noticias sobre las muertes causadas por el coronavirus, un enemigo invisible que sacude nuestra perspectiva sobre el porvenir.
La devastadora pandemia del COVID-19, con sus múltiples secuelas, se ha ensañado con nuestro sentido de futuro, profundamente arraigado en los seres humanos. Desde pequeños, en cada momento y sin darnos cuenta, pensamos con ilusión y convencimiento sobre lo que vamos a hacer más tarde, mañana, el mes que viene o dentro de varios años. Reflexionamos sobre cómo será nuestra vida y la de nuestros seres queridos en tiempos venideros. Por eso, cuando nos sentimos incapaces de anticipar el porvenir nos invade la incertidumbre, que agrieta el cimiento v
