La disciplina marcará tu destino (Las 4 virtudes estoicas 2)

Fragmento

Las cuatro virtudes

Las cuatro virtudes

Ha pasado mucho tiempo desde que Hércules llegó a la encrucijada.

En una tranquila intersección en las colinas de Grecia, a la sombra de unos nudosos pinos, el gran héroe de la mitología griega se enfrentó a su destino.

Nadie sabe exactamente dónde ni cuándo ocurrió. Tenemos constancia del momento por las historias de Sócrates. Las más bellas obras de arte del Renacimiento lo plasmaron. Percibimos su energía en ciernes, sus fuertes músculos y su angustia en la clásica cantata de Bach. Si en 1776 John Adams se hubiese salido con la suya, Hércules en la encrucijada habría sido inmortalizado en el sello oficial de los recién fundados Estados Unidos.

Y es que allí, antes de que el héroe adquiriese su fama inmortal, antes de los doce trabajos, antes de que cambiase el mundo, Hércules se enfrentó a una crisis tan transformadora y genuina como la que podríamos haber sufrido cualquiera de nosotros.

¿Adónde se dirigía? ¿Adónde quería ir? Ese es el meollo de la historia. Solo, anónimo, inseguro, Hércules, como muchos otros, no lo sabía.

Donde el camino se bifurcaba se encontró con una diosa que le ofreció todas las tentaciones que pudiera imaginar. Engalanada con ropas elegantes, le prometió una vida desahogada. Le juró que nunca conocería la necesidad ni la desdicha, el miedo ni el dolor. Si la seguía, dijo, todos sus deseos serían satisfechos.

En el otro sendero había una diosa más severa ataviada con una inmaculada túnica blanca. Esa diosa le hizo una invitación más discreta. No le prometió más recompensas que las derivadas de su esfuerzo. La travesía sería larga, dijo. Debería sacrificarse. En algunos momentos tendría miedo. Pero era un viaje para un dios. Lo convertiría en la persona que sus antepasados querían que fuese.

¿Fue un episodio real? ¿Ocurrió de verdad?

Y en caso de que solo sea una leyenda, ¿acaso importa?

Sí, porque es una historia sobre nosotros.

Sobre nuestro dilema. Sobre nuestra encrucijada.

Para Hércules, el dilema consistió en elegir entre el vicio y la virtud, la vía fácil o la difícil, el sendero trillado o el camino menos transitado. Todos nos enfrentamos a esa elección.

Tras vacilar un instante, Hércules escogió la que lo cambiaba todo.

Eligió la virtud.

La palabra «virtud» puede parecer anticuada. Sin embargo, virtud —areté— se traduce en algo muy sencillo y eterno: excelencia. Moral. Física. Mental.

Antiguamente, la virtud constaba de cuatro elementos clave:

Coraje.

Templanza.

Justicia.

Sabiduría.

Los «fundamentos de la bondad», los llamó el rey filósofo Marco Aurelio. Millones de personas las conocen como las virtudes cardinales, cuatro ideales casi universales adoptados por el cristianismo y la mayor parte de la filosofía occidental, pero igual de valorados en el budismo, el hinduismo y en casi cualquier filosofía que se te ocurra. Se llaman «cardinales», apuntó C. S. Lewis, no porque procedan de autoridades eclesiásticas, sino porque tienen su origen en el latín cardo, «bisagra».

Son elementos fundamentales. Y sobre ellos gira la puerta de la buena vida.

También son el tema de este libro y de esta serie.

Cuatro libros.[1] Cuatro virtudes.

Un objetivo: ayudarte a elegir…

Coraje, valor, fortaleza, honor, sacrificio…

Templanza, autocontrol, moderación, compostura, equilibrio…

Justicia, imparcialidad, servicio, hermandad, bondad, gentileza…

Sabiduría, conocimiento, educación, verdad, introspección, paz…

Estos valores son la clave de una vida de honor, de gloria, de excelencia en todos los sentidos. Son rasgos de personalidad que John Steinbeck describió a la perfección como «agradables y deseables para quien los posee y que le hacen realizar actos de los que puede sentirse orgulloso y con los que puede estar contento». Esta descripción es extensible a toda la humanidad. En Roma no existía una versión femenina de la palabra virtus. La virtud no era masculina ni femenina, solo era.

Y lo sigue siendo. No importa si eres hombre o mujer. No importa si eres fuerte o muy tímido, si eres un genio o si tienes una inteligencia media. La virtud es un imperativo universal.

Las virtudes están interrelacionadas y son inseparables, aunque se diferencian unas de otras. Hacer lo correcto casi siempre requiere coraje, del mismo modo que la disciplina es imposible sin la sabiduría para saber elegir. ¿De qué sirve el coraje si no se aplica a la justicia? ¿De qué sirve la sabiduría si no nos hace más humildes?

Norte, sur, este, oeste: las cuatro virtudes son una suerte de brújula —por algo las cuatro direcciones de una brújula se llaman «puntos cardinales»—. Nos guían. Nos muestran dónde estamos y qué es verdad.

Aristóteles describió la virtud como una especie de oficio, algo a lo que aspirar, como uno aspira al dominio de una profesión o una habilidad. «Los hombres se convierten en constructores construyendo y los citaristas, tocando la cítara —escribe—. Pues bien, del mismo modo nos convertimos en personas justas al realizar acciones justas y valientes».

La virtud es algo que hacemos.

Es algo que elegimos.

Y en más de una ocasión, ya que la encrucijada de Hércules no fue un episodio aislado. Es un reto diario al que nos enfrentamos no una sola vez, sino continuamente, en repetidas ocasiones. ¿Seremos egoístas o desinteresados? ¿Valientes o temerosos? ¿Fuertes o débiles? ¿Sabios o tontos? ¿Adquiriremos una buena costumbre o una mala? ¿El coraje o la cobardía? ¿La felicidad de la ignorancia o el reto de una nueva idea?

¿Seguir como siempre… o evolucionar?

¿El camino fácil o el correcto?

Introducción

Introducción

¿Quieres tener un gran imperio? Impera sobre ti mismo.

PUBLIO SIRO

Vivimos en unos tiempos de abundancia y libertad que habrían sido impensables incluso para nuestros más recientes antepasados.

Cualquier persona de un país desarrollado tiene a su disposición lujos y oportunidades que, en su momento, reyes todopoderosos no pudieron disfrutar. Estamos calentitos en invierno, frescos en verano y más a menudo atiborrados que con hambre. Podemos ir a donde queramos. Hacer lo que queramos. Creer lo que queramos. Chasqueamos los dedos y aparecen placeres y distracciones.

¿Te aburres donde estás? Viaja.

¿Odias tu trabajo? Cámbialo.

¿Deseas algo? Tómalo.

¿Piensas en algo? Dilo.

¿Quieres algo? Cómpralo.

¿Sueñas con algo? Ve a por ello.

Casi todo lo que quieras, cuando lo quieras y como lo quieras es tuyo.

Es nuestro derecho como seres humanos. Como debe ser.

Pero… ¿en qué se traduce todo esto? Sin duda, no en la prosperidad general. Estamos empoderados, liberados, y somos más afortunados de lo que cabría esperar… ¿Por qué somos tan infelices?

Porque confundimos libertad con libertinaje. La libertad, como dijo Eisenhower, solo es la «oportunidad para la autodisciplina». A menos que prefiramos ir a la deriva, ser vulnerables, desordenados e inconexos, somos responsables de nosotros mismos. La tecnología, el acceso a todo, el éxito, el poder y los privilegios solo son una bendición cuando van acompañados de la segunda de las virtudes cardinales: el autocontrol.

Temperantia.

Moderatio.

Enkrateia.

Sophrosyne.

Majjhimāpatipadā.

Zhongyong.

Wasat.

Desde Aristóteles hasta Heráclito, desde santo Tomás de Aquino hasta los estoicos, desde la Ilíada hasta la Biblia, en el budismo, en el confucianismo y en el islam, los antiguos tenían muchas palabras y muchos símbolos para lo que equivale a una ley eterna del universo: debemos mantenernos bajo control o arriesgarnos a la ruina. O al desequilibrio. O a la disfunción. O a la dependencia.

No todos nuestros problemas son consecuencia de la abundancia, por supuesto, pero a todos nos benefician la autodisciplina y el autocontrol. La vida no es justa. Los dones no se reparten de forma equitativa. Y la realidad de esta injusticia es que los que parten con desventaja deben ser aún más disciplinados para tener una oportunidad. Han de trabajar más duro y tienen menos margen de error. Incluso aquellos con escasez de libertades siguen enfrentándose a un sinfín de decisiones diarias sobre qué deseos satisfacer, qué acciones llevar a cabo, qué aceptar o qué exigirse a sí mismos.

En este sentido, todos estamos en el mismo barco. Tanto los afortunados como los desafortunados debemos descubrir cómo controlar las emociones, abstenernos de lo que debemos abstenernos y elegir qué valores queremos observar. Hemos de dominarnos, a menos que prefiramos que nos domine alguien o algo.

Podemos decir que todos tenemos un yo superior y un yo inferior que están en lucha constante. El poder contra el deber. Lo que más nos conviene contra lo que es mejor. La parte que sabe centrarse contra la parte que se distrae con facilidad. La parte que se esfuerza y consigue lo que quiere contra la parte que se inclina y cede. La parte que busca el equilibrio contra la parte a la que le encanta el caos y el exceso.

Los antiguos griegos llamaban a esta batalla interna akrasía, pero en realidad es, una vez más, la misma encrucijada hercúlea.

¿Qué elegiremos?

¿Qué parte vencerá?

¿Quién serás?

La principal forma de grandeza

En el primer libro de esta serie sobre las virtudes cardinales se definió el coraje como la voluntad de arriesgarse por algo, por alguien o por lo que sabes que debes hacer. La autodisciplina, la virtud de la templanza, es aún más importante: la capacidad de mantener el control.

La capacidad de…

… trabajar duro.

… decir que no.

… tener buenos hábitos y establecer límites.

… entrenarse y prepararse.

… pasar por alto las tentaciones y provocaciones.

… mantener tus emociones bajo control.

… soportar dificultades dolorosas.

Autodisciplina es dar todo lo que tienes… y saber qué debes retener. ¿Hay alguna contradicción en ello? No, solo «equilibrio». Nos resistimos a unas cosas y perseguimos otras. Actuamos siempre con moderación, de forma deliberada y razonable, sin obsesionarnos ni dejarnos llevar.

La templanza no es privación, sino dominio de uno mismo, físico, mental y espiritual. Exigir lo mejor de mi persona incluso cuando nadie me mira, cuando no es necesario tanto. Para vivir así se necesita coraje, no solo porque es difícil, sino también porque te distingue en este mundo moderno.

Así que la disciplina es tanto predictiva como determinista. Hace que sea más probable que tengas éxito y te asegura que, pase lo que pase, triunfes o fracases, eres grande. Lo contrario también es cierto. La falta de disciplina te pone en peligro y además determina en gran medida quién eres.

Volvamos a Eisenhower y a su idea de que la libertad es la oportunidad para la autodisciplina. ¿No lo muestra su vida? Pasó treinta años en destinos militares sin el menor atractivo antes de alcanzar el rango de general, y tuvo que ver cómo sus colegas acumulaban medallas y elogios en el campo de batalla. En 1944, cuando lo nombraron comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas en la Segunda Guerra Mundial, de repente se encontró al mando de un ejército de tres millones de hombres, la cumbre de un esfuerzo bélico en el que al final participaron más de cincuenta millones de personas. Allí, al frente de una alianza de países que sumaban más de setecientos millones de ciudadanos, descubrió que no solo no estaba exento de seguir las reglas, sino que debía ser más estricto consigo mismo que nunca. Se dio cuenta de que la mejor manera de liderar no era por la fuerza ni por decreto, sino mediante la persuasión, el compromiso, la paciencia, el control del temperamento y, sobre todo, el ejemplo.

Concluida la guerra, se convirtió en un vencedor de vencedores, pues había obtenido una victoria sin parangón en los anales de la guerra que, con suerte, no volverá a repetirse. Después, como presidente al mando de un arsenal de armas nucleares recién descubiertas, se convirtió en el ser humano más poderoso del planeta. Nada ni nadie podía decirle qué hacer, nada podía detenerlo, todo el mundo lo miraba con admiración o apartaba la mirada con miedo. Pero su presidencia no supuso nuevas guerras, no se utilizaron aquellas horribles armas, no se produjeron escaladas de conflictos, y dejó el cargo con advertencias proféticas sobre la maquinaria que crea la guerra, el llamado «complejo militar-industrial». De hecho, el uso de la fuerza más señalado de Eisenhower como presidente se produjo cuando envió a la 101.ª División Aerotransportada para proteger a un grupo de niños negros que iba a la escuela por primera vez.

¿Y qué hay de los escándalos? ¿Del enriquecimiento ilícito? ¿De las promesas no cumplidas?

No los hubo.

Su grandeza, como toda verdadera grandeza, no se basaba en la agresión, el ego, los apetitos o una gran fortuna, sino en la sencillez y la moderación, en cómo asumía el mando de sí mismo, lo que a su vez lo hacía digno de estar al mando de los demás. Compáralo con los conquistadores de su tiempo: Hitler. Mussolini. Stalin. Compáralo incluso con sus contemporáneos: MacArthur. Patton. Montgomery. Compáralo con sus homólogos del pasado: Alejandro Magno. Jerjes. Napoleón. Al final, lo que perdura, lo que de verdad nos maravilla, no es la ambición, sino el autodominio. La autoconciencia. El equilibrio.

Cuando Eisenhower era joven, su madre le citó un versículo del libro de los Proverbios: «Más vale ser paciente que valiente —le dijo—. Dominarse que conquistar ciudades ». Le enseñó la misma lección que Séneca intentaba inculcar a los gobernantes a los que aconsejaba: «El hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo».

Y así Eisenhower conquistó el mundo en sentido literal conquistándose antes a sí mismo.

Aun así, hay una parte de nosotros que celebra y acaso envidia a los que se salen con la suya, a los que no se exigen tanto: las estrellas del rock, los famosos y los malvados. Parece más fácil. Parece más divertido. Incluso podría ser la manera de salir adelante.

¿Es eso cierto?

No, es una ilusión. Si lo analizamos con detalle, nadie lo pasa peor que los vagos. Nadie siente más dolor que los glotones. Ningún éxito dura menos que los de los imprudentes o los de los superambiciosos. No darte cuenta de tu potencial es un castigo espantoso. La codicia desplaza los postes de la portería y nos impide disfrutar de lo que tenemos. Aunque el resto del mundo lo celebre, en nuestro interior solo hay tristeza, autodesprecio y dependencia.

Al referirse a la templanza, a los antiguos les gustaba recurrir a la metáfora del auriga. Para ganar la carrera hay que conseguir no solo que los caballos corran a toda velocidad, sino mantener controlado el tiro, calmar los nervios y los miedos, y sujetar las riendas con tanta fuerza que pueda conducir con precisión incluso en las circunstancias más difíciles. El auriga debe averiguar cómo equilibrar el rigor y la amabilidad, el toque suave y el fuerte. Debe controlar su ritmo y el de sus animales, y ganar velocidad donde pueda. Un conductor que no controla irá rápido… pero acabará estrellándose. Sobre todo en las curvas cerradas del estadio y en el camino sinuoso y lleno de baches de la vida. Sobre todo cuando la multitud y los competidores esperan justo eso.

Con disciplina, no solo todo es posible, sino también todo es mejor.

Dime el nombre de una persona grande de verdad que no tuviera autodisciplina. Dime un desastre que no se debiera, al menos en parte, a la falta de autodisciplina.

En la vida todo depende más del carácter que del talento. Y de la templanza.

Las personas a las que admiramos y a las que analizaremos en este libro —Marco Aurelio, la reina Isabel II, Lou Gehrig, Angela Merkel, Martin Luther King, George Washington o Winston Churchill— nos inspiran con su moderación y dedicación. Los ejemplos admonitorios de la historia —Napoleón, Alejandro Magno, Julio César o el rey Jorge IV— nos aturden con su autoinfligida destrucción. Y como cada uno de nosotros alberga multitudes, a veces vemos exceso y moderación en la misma persona y podemos aprender de ambos.

La libertad exige disciplina.

La disciplina nos aporta libertad.

Libertad y grandeza.

Tu destino está ahí.

¿Tomarás las riendas?

Primera parte. El exterior (el cuerpo)

PRIMERA PARTE

El exterior (el cuerpo)

Nuestro cuerpo es nuestra gloria, nuestro obstáculo y nuestra responsabilidad.

MARTHA GRAHAM

Empezamos con el yo, la forma física. En la primera epístola de san Pablo a los Corintios se nos dice que mantengamos el cuerpo bajo control y que lo sometamos para no quedar descalificados. Según los estoicos, la tradición romana abogaba por la «resistencia, una dieta frugal y el uso razonable de otras posesiones materiales». Llevaban ropa y zapatos funcionales, comían en platos funcionales, bebían con moderación en vasos funcionales y se comprometían con seriedad con los rituales de la vida antigua. ¿Los compadecemos? ¿O admiramos su sencillez y dignidad? En un mundo de abundancia, cada uno debe luchar contra los deseos e impulsos, y librar una batalla eterna para fortalecerse ante las vicisitudes de la vida. No se trata de tener unos abdominales de hierro ni de evitar todo lo que nos hace sentir bien, sino de desarrollar la fortaleza necesaria para el camino elegido. Se trata de ser capaz de recorrer ese camino y evitar tanto los callejones sin salida como los espejismos. Si no nos dominamos físicamente, ¿quién y qué domina? Fuerzas exteriores. La pereza. La adversidad. La entropía. La atrofia. Hacemos lo que debemos, hoy y siempre, porque para eso estamos aquí. Y sabemos que, aunque parezca fácil tomárselo con calma y más placentero satisfacer nuestro placer, a la larga es un camino mucho más doloroso.

Domina el cuerpo…

Domina el cuerpo…

Jugó con fiebre y migrañas. Jugó con un dolor de espalda que lo paralizaba, tirones musculares, esguinces en los tobillos, y un día, después de recibir un golpe en la cabeza de una pelota a ciento treinta kilómetros por hora, se cambió y jugó con la gorra de Babe Ruth, porque la hinchazón le impedía ponerse la suya.

Durante 2.130 partidos consecutivos, Lou Gehrig jugó como primer base de los New York Yankees, un récord de resistencia física que se mantuvo imbatido durante las siguientes cinco décadas y media. Es una hazaña de resistencia humana inmortalizada desde hace tanto tiempo que es fácil pasar por alto lo increíble que fue. En aquel momento, las temporadas de las Grandes Ligas de Béisbol incluían 152 partidos. Casi cada año, los Yankees de Gehrig participaban en la postemporada, y llegaron a la Serie Mundial siete veces. Durante diecisiete años, Gehrig jugó de abril a octubre, sin descanso, al más alto nivel. Fuera de temporada, los jugadores iban de gira y jugaban partidos de exhibición; para ello, a veces viajaban a lugares tan lejanos como Japón. Durante el tiempo que pasó con los Yankees, Gehrig jugó unos 350 partidos dobles y viajó más de trescientos mil kilómetros por todo el país, la mayor parte en tren y autobús.

Pero no se perdió ni un partido.

No porque nunca estuviera lesionado o enfermo, sino porque era un Caballo de Hierro que se negaba a darse por vencido y que superaba el dolor y los límites físicos que otros habrían utilizado como excusa. En determinado momento le hicieron radiografías de las manos, y los médicos descubrieron atónitos al menos diecisiete fracturas curadas. Durante su carrera se rompió casi todos los dedos, y no solo no bajó el ritmo, sino que no dijo una palabra al respecto.

Por otra parte, esa misma fama por la racha de partidos consecutivos jugados eclipsa injustamente las estadísticas que acumuló en toda su trayectoria. Su promedio de bateo era un increíble .340, que superó solo cuando contaba, y alcanzó el .361 en las postemporadas (en dos Series Mundiales diferentes bateó más de .500). Hizo 495 home runs, incluidos 23 grand slams, récord que mantuvo durante más de siete décadas. En 1934 se convirtió en el tercer jugador en ganar la Triple Corona de la MLB, y lideró la liga en promedio de bateo, home runs y carreras impulsadas. Es el sexto de todos los tiempos con 1.995 carreras impulsadas, lo que lo convierte en uno de los mejores compañeros de equipo de la historia del béisbol. Fue dos veces MVP, siete veces All-Star, seis veces campeón de la Serie Mundial, miembro del Salón de la Fama y el primer jugador cuyo número retiraron.

Aunque la racha empezó en serio en junio de 1925, cuando Gehrig sustituyó a Wally Pipp, una leyenda de los Yankees. Su resistencia hercúlea era evidente desde joven. Nacido en una familia de inmigrantes alemanes en el Nueva York de 1903, Gehrig fue el único de cuatro hijos que sobrevivió a la infancia. Llegó al mundo con nada menos que seis kilos trescientos gramos de peso, y al parecer la cocina alemana de su madre siguió engordándolo. Lo primero que endureció la determinación del niño fueron las burlas de sus compañeros de colegio, por lo que decidió apuntarse al turnverein de su padre, un club de gimnasia alemana donde Gehrig empezó a desarrollar la potente parte inferior del cuerpo que después le permitiría correr tantas carreras. Como no coordinaba los movimientos, un amigo de la infancia comentó en broma en una ocasión que a menudo Gehrig se movía «como si estuviera borracho».

No nació deportista. Se hizo deportista en el gimnasio.

La vida como inmigrante pobre no fue fácil. El padre de Gehrig bebía y era un poco vago. Resulta más que paradójico leer sobre las excusas constantes de su progenitor y la cantidad de días que estaba enfermo. Este ejemplo avergonzaba a Gehrig y lo animó a convertir la credibilidad y la dureza en activos no negociables (para empezar, no faltó ni un día a la escuela). Por suerte, su madre no solo lo adoraba, sino que le brindó un ejemplo increíble de ética del trabajo tranquila e incansable. Trabajó como cocinera. Trabajó como lavandera. Trabajó como panadera. Trabajó como señora de la limpieza, con la esperanza de darle a su hijo un billete para una vida mejor.

Pero la pobreza siempre estuvo ahí. Un compañero de clase recordaba que «nadie que haya ido a la escuela con Lou puede olvidar los fríos días de invierno, y a Lou llegando a la escuela con una camisa caqui, pantalones caquis y pesados zapatos marrones, pero sin abrigo ni sombrero». Era un niño pobre, un destino que nadie elegiría, pero que le dio forma.

Cuentan que Cleantes, el filósofo estoico, paseaba un frío día por Atenas cuando una ráfaga de viento le abrió la fina capa. A los que lo vieron les sorprendió descubrir que, pese a las gélidas temperaturas, llevaba poco más debajo. Empezaron a aplaudir su resistencia. Lo mismo sucedía con Gehrig, al que, aunque su sueldo como jugador de los Yankees lo convertía en uno de los deportistas mejor pagados de Estados Unidos, rara vez se le veía con sombrero o chaleco, ni siquiera en los inviernos de Nueva York. Solo más tarde, cuando se casó con una mujer amable y cariñosa, esta consiguió convencerlo de que se pusiera un abrigo… por ella.

A la mayoría de los niños les gusta hacer deporte. Lou Gehrig vio en el juego una vocación superior. El béisbol era una profesión que exigía control y cuidado del cuerpo, ya que era tanto el obstáculo como el vehículo para el éxito.

Gehrig hizo ambas cosas.

Trabajó más duro que nadie. «El fitness era casi una religión para él», diría uno de sus compañeros. «Soy un esclavo del béisbol», afirmó Gehrig. Un esclavo complaciente, un esclavo que amaba el trabajo y se sentía siempre agradecido por tener la oportunidad de jugar.

Una dedicación así paga dividendos. Cuando Gehrig subía al plato, se comunicaba con algo divino. Estaba tranquilo, vestido con un pesado uniforme de lana que ningún jugador de hoy podría utilizar. Movía los pies hasta acomodarse en su posición de bateo. Cuando se preparaba para lanzar, sus enormes piernas hacían el trabajo, y enviaban la pelota desde el bate hasta mucho más allá del campo.

Algunos bateadores tienen un punto óptimo. Gehrig podía golpear en cualquier lugar, a cualquiera. ¿Y cuando lo hacía? Corría. Para haber sido objeto de burlas por tener piernas como columnas, es notable que Gehrig robara el home más de dos docenas de veces durante su carrera. No era solo potencia. También velocidad. Ritmo. Elegancia.

Había jugadores con más talento, más personalidad y más brillantes, pero nadie lo superaba, nadie se preocupaba más por la preparación física y nadie amaba más el juego.

Cuando amas el trabajo, no lo engañas ni pasas por alto sus exigencias. Respetas incluso los aspectos más triviales de la actividad. Nunca tiró el bate, ni siquiera lo lanzó al aire. Una de las pocas veces que se metió en problemas con el entrenador fue cuando descubrieron que jugaba al béisbol en la calle con chicos de su antiguo barrio, a veces incluso después de partidos de los Yankees. No podía dejar pasar la oportunidad…

Aun así, sin duda hubo muchos días en que no le apetecía jugar. En que quiso dejarlo. En que dudó de sí mismo. En que sentía que apenas podía moverse. En que estaba frustrado y cansado de exigirse. Gehrig no era sobrehumano. Su voz interior le decía lo mismo que a todos nosotros. Pero cultivó la fuerza para no escucharla, y lo convirtió en un hábito. Porque en cuanto empiezas a comprometerte, bueno, ya te has comprometido…

«Estoy decidido a jugar —dijo—. El béisbol es un trabajo duro, y la tensión es tremenda. Es placentero, claro, pero difícil». Podríamos pensar que todo el mundo está decidido a jugar, pero no es así. Algunos se las arreglan con talento natural y esperan que nunca los pongan a prueba. Otros se dedican hasta cierto punto, pero lo dejarán si es demasiado difícil. Sucedía entonces y sucede ahora, incluso en el nivel de élite. Un entrenador de la etapa de Gehrig lo describió como una «época de coartadas». Todos tenían una excusa. Siempre había una razón por la que no podían dar lo mejor de sí, no tenían que aguantar, y se presentaban en el campo muy poco preparados.

Cuando era novato, Joe DiMaggio le preguntó una vez a Gehrig quién creía que iba a ser el lanzador del equipo contrario, quizá con la esperanza de que le contestara que era alguien fácil de manejar. «Nunca te preocupes por eso, Joe —le explicó Gehrig—. Recuerda que siempre guardan lo mejor para los Yankees». Por extensión, esperaba que todos los jugadores de los Yankees también aportaran lo mejor de sí mismos. Ese era el trato: a quien mucho se le da, mucho de él se espera. La obligación de un campeón es actuar como tal… y trabajar tan duro como los que tienen algo que demostrar.

Gehrig no bebía. No iba detrás de las chicas ni buscaba emociones, ni conducía coches rápidos. Solía decir que no era un juerguista. Pero dejaba claro que «No soy un predicador y no soy un santo». Su biógrafo, Paul Gallico, que nació en la ciudad de Nueva York solo unos años después que Gehrig, escribió que su «vida limpia no surgió de la petulancia ni de la mojigatería, del deseo de ser un santo. Tenía una ambición obstinada y apremiante. Quería algo. Eligió el camino más sensato y eficaz para conseguirlo».

No cuidamos el cuerpo porque abusar de él sea pecado, sino porque si abusamos del templo, agraviamos nuestras posibilidades de éxito tanto como a cualquier dios. Gehrig estaba dispuesto a admitir que la disciplina implicaba perderse algunos placeres. Pero sabía que los que viven una vida rápida o fácil también se pierden algo. No son conscientes de su potencial. La disciplina no es privación… ofrece recompensas.

Aun así, Gehrig podría haber seguido un camino muy distinto. Durante una temporada floja al principio de su carrera, cuando jugaba en las ligas menores, Gehrig salió una noche con varios compañeros de equipo y se emborrachó tanto que al día siguiente, en el primer lanzamiento, seguía borracho. No solo consiguió jugar, sino que lo hizo mejor de lo que lo había hecho en meses. Descubrió que los nervios y las preocupaciones desaparecían por arte de magia con unos tragos entre las entradas.

Un entrenador con experiencia se dio cuenta y habló con Gehrig. Lo había visto antes. Conocía los beneficios a corto plazo del atajo. Entendía la necesidad de liberación y de placer. Pero le explicó los costes a largo plazo y le contó con todo detalle el futuro que le esperaba si no desarrollaba mecanismos más sostenibles para afrontarlo. Y se acabó el problema, «no por una remilgada idea de la rectitud, de que fuera malo o incorrec

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