Cómo hacer grandes cosas

Dan Gardner
Bent Flyvbjerg

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

El sueño californiano

¿De qué manera una visión da origen a un plan que se materializa en una nueva realidad triunfante?

Permítame el lector que le cuente una historia. Es posible que haya oído hablar de ella, sobre todo si vive en California. Si es así, está pagando por ella.

En 2008 se pidió a los votantes del Estado Dorado que se imaginaran en la Union Station del centro de Los Ángeles a bordo de un lustroso tren plateado. El tren sale de la estación y se desliza silenciosamente a través de la dispersión urbana y los interminables atascos de tráfico y acelera al entrar en los espacios abiertos del Valle Central hasta atravesar el campo a toda velocidad. Se sirve el desayuno. Para cuando los empleados recogen las tazas de café y los platos, el tren aminora la marcha y se desliza hacia otra estación. Es el centro de San Francisco. Todo el viaje ha durado dos horas y media, no mucho más de lo que tardaría un angelino medio en conducir hasta el aeropuerto, pasar el control de seguridad y subir a un avión que hará cola en la pista esperando la salida. El coste del billete de tren era de 86 dólares.

El proyecto se llamaba Tren de Alta Velocidad de California. Conectaría dos de las grandes ciudades del mundo junto con Silicon Valley, la capital mundial de la alta tecnología. Palabras como «visionario» se utilizan con demasiada largueza, pero esto sí que era visionario. Y con un coste total de 33.000 millones de dólares estaría en marcha en 2020.[1] Los californianos lo aprobaron en un referéndum estatal. Y comenzaron las obras.

Mientras escribo esto, ya han transcurrido catorce años. Gran parte del proyecto sigue siendo incierto, pero podemos estar seguros de que el resultado final no será el prometido.

Después aprobar los votantes el proyecto, se iniciaron las obras en varios puntos del trazado, pero el proyecto sufrió constantes retrasos. Los planes cambiaron repetidamente. Las estimaciones de los costes se dispararon hasta 43.000 millones, 68.000 millones, 77.000 millones y casi 83.000 millones de dólares. Mientras escribo esto, la estimación actual más alta es de 100.000 millones de dólares.[2] Pero lo cierto es que nadie sabe cuál será el coste final.

En 2019, el gobernador de California anunció que el estado completaría solo una parte del trazado: el tramo de 171 millas (275 km) entre las ciudades de Merced y Bakersfield, en el Valle Central de California, con un coste estimado de 23.000 millones de dólares. Pero cuando se complete ese tramo interior, el proyecto se detendrá. Dependerá de algún futuro gobernador decidir si se vuelve a lanzar el proyecto y, en caso afirmativo, averiguar cómo conseguir los aproximadamente 80.000 millones de dólares —o las cifras que sean por entonces— para ampliar las vías y conectar finalmente Los Ángeles y San Francisco.[3]

Para hacernos una idea, consideremos que el coste de la línea entre solo Merced y Bakersfield es igual o superior al producto interior bruto anual de Honduras, Islandia y unos cien países más. Y con ese dinero se construirá la línea ferroviaria más sofisticada de Norteamérica entre dos ciudades de las que la mayoría de la gente de fuera de California nunca ha oído hablar. Será —como dicen los críticos— el «tren bala a ninguna parte».

¿Cómo se traducen las visiones en planes que dan lugar a proyectos de éxito? No como se ha hecho en California. Una visión ambiciosa es algo magnífico. California fue audaz. Soñó a lo grande. Pero, aun con dinero en abundancia, una visión no es suficiente.

Permítame el lector contar otra historia. Esta es desconocida, pero creo que nos acerca a las respuestas que necesitamos.

A comienzos de la década de 1990, unos funcionarios daneses tuvieron una idea. Dinamarca es un país pequeño con una población inferior a la de Nueva York, pero es rico, dona mucho dinero en ayuda exterior y quiere que se emplee bien. Pocas cosas hacen tan bien como la educación. Los funcionarios daneses se reunieron con colegas de otros gobiernos y acordaron financiar un sistema escolar para la nación himalaya de Nepal. Se construirían veinte mil escuelas y aulas, la mayoría en las regiones más pobres y remotas. Las obras comenzarían en 1992 y durarían veinte años.[4]

La historia de la ayuda exterior está plagada de despilfarros, y el proyecto podría haber terminado fácilmente en un caos. Sin embargo, se concluyó conforme al presupuesto en 2004, ocho años antes de lo previsto. En los años siguientes, los niveles educativos aumentaron en todo el país, con una larga lista de resultados positivos, en particular un incremento del número de niñas en las aulas. Las escuelas incluso salvaron vidas: cuando un gran terremoto sacudió Nepal en 2015, murieron casi nueve mil personas, muchas de ellas aplastadas por el derrumbe de edificios. Pero las escuelas habían sido diseñadas desde el principio a prueba de terremotos y se mantuvieron en pie. Hoy, la Fundación Bill y Melinda Gates utiliza el proyecto como ejemplo de cómo mejorar la salud aumentando la matriculación en las escuelas, sobre todo de las niñas.[5]

Yo era el planificador de ese proyecto.[6] En aquel entonces estaba satisfecho de cómo había salido todo, pero no pensé mucho en ello. Era mi primer gran proyecto y, al fin y al cabo, solo hicimos lo que habíamos dicho que haríamos: traducir una visión en un plan que se llevó a cabo según lo prometido.

Sin embargo, además de planificador, soy académico, y cuanto más estudiaba cómo se llevan a cabo —o fracasan— grandes proyectos, tanto más comprendía que mi experiencia en Nepal no fue normal. De hecho, no fue ni remotamente normal. Como veremos, los datos demuestran que los grandes proyectos que cumplen lo prometido son raros. Lo normal se parece mucho más al tren de alta velocidad de California. La práctica usual es un desastre, y la mejor práctica un caso atípico, como señalaría más tarde en mis descubrimientos sobre la gestión de megaproyectos.[7]

¿Por qué es tan malo el historial de los grandes proyectos? Y lo que es aún más importante, ¿qué ocurre en las raras y tentadoras excepciones? ¿Por qué alcanzan el éxito donde tantos otros fracasan? ¿Tuvimos suerte con las escuelas en Nepal? ¿Podríamos volver a hacerlo? Como profesor de planificación y gestión, he pasado muchos años respondiendo a esas preguntas. Como consultor, he pasado muchos años poniendo en práctica mis respuestas. En este libro las pongo por escrito.

Mi trabajo se centra en los megaproyectos —proyectos muy grandes— y muchas cosas de esa categoría son especiales. Navegar por la política nacional y los mercados mundiales de bonos, por ejemplo, no es algo con lo que tenga que lidiar el remodelador medio de viviendas. Pero esas cosas son para otro libro. Lo que aquí me interesa son los propulsores del fracaso y del éxito en los proyectos, que son universales.

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