La bulimia me salvó

Lis Valera

Fragmento

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PRÓLOGO

Nunca quise escribir este libro. El plan inicial consistía en elaborar un recetario donde, además de compartir mis creaciones culinarias, aconsejara a mis lectores cómo incorporar hábitos de vida saludables relacionados con la nutrición y el ejercicio a través de mi propia experiencia. El origen de mi TCA sería el punto de partida.

El primer borrador de dicho proyecto decepcionó a mi entorno más cercano. «Tienes una historia muy buena y es una pena que te limites a resumirla», opinaron. Era consciente de que, para ahondar en mi historia, debía hacer un viaje al pasado y revivir el horror, sentir de nuevo la pérdida y experimentar una vez más el dolor y el más profundo de los vacíos. Así que, en un inicio, me negué a emprender ese duro periplo. «No quiero volver. ¡¿No ves que no quiero volver?!», le grité a mi marido mientras recorría el pasillo hacia mi habitación, hecha una furia. Pero, por fin, tras varios días dándole vueltas, entendí que, para escribir un libro que de verdad fuera útil, debía hacer el esfuerzo.

Durante todo el proceso de redacción me acompañó la creencia de que no estar recuperada de mi TCA me hacía menos válida para escribir sobre mi vida. «No soy ejemplo de nada excepcional», reflexionaba. Pero ignoré esa voz de insuficiencia y seguí con la tarea.

Resultó que abrir el cajón de sastre de mi pasado, sacar toda la porquería que contenía, ordenar las vivencias, hablar con personas que estuvieron conmigo durante aquellos años (familiares, amigos, psicólogos...), reflexionar sobre las causas con la perspectiva del paso del tiempo y leer mucha bibliografía sobre TCA fue más curativo que cualquiera de los tratamientos a los que me he sometido en estos últimos quince años.

Como te imaginarás, en algún punto del proceso de escritura abandoné la idea de incorporar recetas; ya no tenía sentido. No podía hablar de trauma y, seguidamente, compartir la receta de un brownie. Así que, lo que en un inicio pretendía ser un recetario, acabó convirtiéndose en un libro de autoayuda.

Aunque mi idea era empezar este libro con una frase creativa que, como persona lectora, te enganchara para seguir leyendo, he decidido no hacerlo. De hecho, espera, no la he borrado. Es la siguiente:

«Y, de repente, un día, a esa chica divertida y con ganas de comerse el mundo, un accidente que implica la pérdida de una de sus mejores amigas le arrebata las ganas de vivir».

¿Es buena? No lo sé, pero he caído en la cuenta de lo siguiente: lo que ha ocurrido mientras escribía este libro es más impactante. Así que empecemos por ahí.

Soy Lis, y escribiendo este libro me recuperé de mi trastorno de la conducta alimentaria.

Ahora sí, al barro.

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PRIMERA PARTE

Mi historia

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1

EL DETONADOR

Frío. Mucho frío. Recuerdo aquel diciembre del año 2005 y un frío que no solo calaría en mis huesos.

La tarde del 6 de diciembre, Día de la Constitución, volvíamos mis amigas y yo de pasar el puente de la Inmaculada esquiando por el Pirineo francés cuando noté a Elena, la conductora de nuestra furgoneta, preocupada, tensa.

Aprovechando la parada que hicimos en un área de servicio, le pregunté discretamente si estaba bien. Me contestó que notaba el volante «poco respondedor», pero que no me preocupara. «Llegaremos a casa», musitó, dirigiéndome una mirada cómplice.

Diez minutos después de nuestra conversación, en algún punto entre Lérida y Barcelona, perdimos el control de la furgoneta. Volantazos. Choque. Vueltas de campana. Cristales rotos. Cierro los ojos con fuerza, tal y como hice en aquel momento, y revivo aquellos bandazos, ese gran impacto con el quitamiedos y esos ocho trompos laterales al recorrer la bajante hasta aterrizar en la cuneta, llana y oscura, que sería el escenario de la película de miedo que estaba a punto de vivir.

Aprieto los párpados y vuelven las llamaradas de fuego que vi aquella tarde mientras rodábamos ladera abajo. Tenso el cuerpo pegando los brazos al tronco y sigo oyendo el estruendo de los cristales al quebrarse.

Esas llamas me hicieron pensar que, en cualquier momento, saldríamos ardiendo, por lo que, cuando el vehículo se detuvo, me apremió una gran urgencia por salir de la furgoneta. «Sácame de aquí, Elena. Sácame de aquí», le repetí agobiada.

Elena me ayudó rápido a salir, en tanto que Ana, que se encontraba a mi lado compartiendo el lugar del copiloto, chillaba sosteniendo su dedo amputado con la mano contraria. «¡Eli, mi dedo! ¡Eli, mi dedo!», exclamaba histérica.

Cuando por fin conseguí escapar a través de la ventana de Elena, de súbito intuí una sombra oscura en el suelo varios metros más allá del vehículo. «Es María», le indiqué a Elena. «Imposible. No puede ser ella», me respondió. Resultaba impensable que fuera María. Se encontraba fuera de la furgoneta, a mitad de la pendiente por la que nos habíamos precipitado. «A lo mejor es un perro o un vagabundo», quise creer en un alarde de optimismo. Y entonces fue cuando, subiendo por aquel terreno abrupto lleno de hierbajos, me acerqué a esa sombra que se hallaba en posición fetal, le descubrí la cara y confirmé que, efectivamente, era María, pero no parecía ella.

Jamás olvidaré aquel rostro. Me asusté tantísimo... Dios, estaba aterrada.

Inmediatamente avisé a Elena, se acercó y, tras tomarle el pulso y ver que todavía lo mantenía, me pidió: «Encárgate de ella, yo voy a sacar de la furgoneta al resto de las chicas». En aquel momento me invadió una inmensa responsabilidad. Ese «encárgate de ella» resonaba en mi cabeza cada vez que me planteaba escapar. Debía cuidarla, acompañarla, a pesar de que me encontraba muerta de miedo por la imagen que me devolvía aquel rostro. Necesitaba huir, y fue lo que hice; subí hacia la carretera para pedir ayuda. «Alguien debe avisar a una ambulancia», me justifiqué.

Todo eso ocurría mientras la mayoría de las pasajeras, que estaban dormidas, despertaban tras lo sucedido. Otras, básicamente, se limitaban a buscar sus pertenencias, sus zapatos o sus móviles.

Una vez arriba, después de confirmar que un conductor que había presenciado el accidente había llamado a la ambulancia, tomé una decisión. «Lis, debes ser valiente, dejarla sola es de cobardes y tú no eres ninguna cobarde», reflexioné. Así que volví a bajar para acompañarla y a buscarle el pulso en la carótida derecha.

Esa segunda vez no fue fácil, por lo que acerqué miedosamente la oreja a su boca y o

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