La magnificencia y la galantería nunca se manifestaron en Francia con tanto esplendor como en los últimos años del reinado de Enrique II. Era este un príncipe galán, bien dispuesto y enamorado; aunque su pasión por Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois, se hubiera iniciado hacía más de veinte años, no por eso era menos violenta, ni él daba de ella testimonios menos destacados.
Dándosele admirablemente bien todos los ejercicios corporales, los convertía en una de sus principales ocupaciones. Todos los días había partidas de caza y de pelota vasca, bailes, corridas de sortija o divertimentos similares; los colores y las cifras de la señora de Valentinois aparecían por doquier, y ella misma comparecía con cuantos aderezos pudiera tener su nieta, la señorita de La Marck, que estaba entonces en edad casadera.
La presencia de la reina autorizaba la suya. Dicha princesa era hermosa, aunque ya hubiera dejado atrás la primera juventud; le gustaban la grandeza, la magnificencia y los placeres. El rey se había desposado con ella siendo aún duque de Orléans y teniendo por hermano mayor al delfín, el que murió en Tournon, príncipe cuyo linaje y cuyas grandes cualidades le destinaban a ocupar dignamente el lugar de su padre, el rey Francisco I.
El genio ambicioso de la reina hacía que le fuera muy dulce reinar; parecía sufrir sin dolor la afición del rey a la duquesa de Valentinois, y no demostraba tenerle ningunos celos, pero tan profundo era su disimulo que resultaba difícil juzgar sus sentimientos, y la política la obligaba a acercarse a dicha duquesa para acercarse a su vez al rey. Este príncipe gustaba del comercio con las mujeres, aun con aquellas de las que no estaba enamorado: se estaba todos los días en el palacio de la reina a la hora del corro, donde nunca faltaba cuanto había de más hermoso y de mejor hecho de uno y otro sexo.
Jamás una corte tuvo tantas mujeres hermosas y tantos hombres de tan gallarda disposición; y parecía que la naturaleza se hubiera complacido en dotar con lo más hermoso a las más grandes princesas y a los más grandes príncipes. Doña Isabel de Francia, que fue luego reina de España, empezaba a hacer gala de un natural sorprendente y de aquella incomparable belleza que le sería tan funesta. María Estuardo, reina de Escocia, que acababa de contraer matrimonio con el señor delfín, y a la que llamaban la reina delfina, era una persona perfecta, tanto de espíritu como de cuerpo; había sido criada en la corte de Francia, de la que había adquirido toda la urbanidad, y había nacido con tantas disposiciones para todas las cosas hermosas que, pese a su gran juventud, las amaba y las conocía mejor que nadie. La reina, su suegra, y la infanta, hermana del rey, eran asimismo amantes de los versos, de la comedia y de la música. La afición que el rey Francisco I había tenido a la poesía y a las letras reinaba todavía en Francia; y siendo su hijo, el rey, amante de los ejercicios corporales, la corte reunía todos los placeres; pero lo que confería a aquella corte la belleza y la majestuosidad era el número infinito de príncipes y de grandes señores de un mérito extraordinario. Los que voy a nombrar constituían, de distintas maneras, el ornamento y la admiración de su siglo.
El rey de Navarra se granjeaba el respeto de todo el mundo por la grandeza de su rango y por la que asomaba en su persona. Descollaba en la guerra y el duque de Guisa le despertaba una rivalidad que le había llevado a dejar repetidas veces su puesto de general para ir a combatir al lado del duque en calidad de simple soldado en los lugares más peligrosos. Lo cierto es que este duque había dado muestras de poseer tan admirable gallardía y había obtenido tan felices triunfos que no existía ningún gran capitán que no le mirara con envidia. Su gallardía se sustentaba en todas las otras grandes cualidades: poseía un vasto y profundo ingenio, un alma noble y elevada, e igual capacidad para la guerra que para los negocios. Su hermano, el cardenal de Lorena, había nacido con una ambición desmesurada, gran agudeza de ingenio y una admirable elocuencia, y había adquirido una profunda industria que utilizaba para hacerse valer defendiendo la religión católica, que empezaba a ser atacada. El caballero de Guisa, a quien después denominaron el gran prior, era un príncipe querido por todo el mundo, gentilhombre, colmado de ingenio, colmado de destreza y de una gallardía célebre en toda Europa. El príncipe de Condé poseía dentro de un pequeño y poco agraciado cuerpo un alma grande y altiva, y una agudeza que le volvía amable incluso a los ojos de las mujeres más hermosas. El duque de Nevers, cuya vida era gloriosa tanto por la guerra como por los grandes cargos que había desempeñado, hacía las delicias de la corte pese a su edad algo avanzada. Tenía tres hijos perfectamente bizarros: el segundo, al que llamaban el príncipe de Clèves, era digno de preservar la gloria de su nombre; era gallardo y liberal, y poseía una discreción rara entre los jóvenes. El vídamo de Chartres, descendiente de aquel antiguo linaje de Vendôme, cuyos príncipes de la sangre no desdeñaron llevar el nombre, era tan distinguido en la guerra como en el galanteo. Era gallardo, gentilhombre, valeroso, audaz, liberal; todas estas buenas cualidades eran briosas y radiantes; en fin, era el único digno de ser comparado con el duque de Nemours, si alguien hubiera podido comparársele. Pero este príncipe era una obra de arte de la naturaleza; lo menos admirable en él era ser el hombre mejor hecho y más hermoso del mundo. Le situaba por encima de los demás un valor incomparable, y lucía una gallardía sin par en el entendimiento, en el rostro y en las acciones; tenía un encanto que placía por igual a hombres y a mujeres, una extraordinaria destreza en todos los ejercicios, una manera de vestir que siempre seguía todo el mundo sin que fuera posible imitarla y, en fin, un donaire tal en toda su persona que no había ojos sino para él allí donde compareciera. No había dama en la corte cuya honra no hubiera sido halagada por verle aficionado a ella; pocas de aquellas por las que él se inclinaba podían jactarse de habérsele resistido, e incluso muchas a las que no había dado señales de pasión no habían dejado de sentirla por él. Poseía tal dulzura y tan gallarda disposición que no podía rechazar tener algunas atenciones con aquellas que trataban de agradarle: de suerte que tenía varias queridas, pero no era fácil adivinar a quién amaba de verdad. Acudía a menudo al palacio de la reina delfina; la belleza de esta princesa, su dulzura, el esmero que ponía en agradar a todo el mundo y la particular estima en que tenía a este príncipe a menudo habían dado lugar a creer que él ponía los ojos en ella. Los señores de Guisa, de los que ella era sobrina, habían aumentado en mucho su crédito y consideración por sus alianzas; la ambición les hacía aspirar a igualarse con los príncipes de la sangre y a compartir el poder del condestable de Montmorency. El rey delegaba en él, en gran parte, el gobierno de los negocios, y trataba al duque de Guisa y al mariscal de Saint-André como favoritos; pero aquellos a los que el favor o los negocios acercaban a su persona no podían mantener la cercanía si no se sometían a la duquesa de Valentinois; y, aunque ella hubiera perdido la juventud y la belleza, gobernaba al rey con un imperio tan absoluto que podemos afirmar que era dueña de su persona y del Estado.
El rey siempre había tenido al condestable en gran estima y, así como empezó a reinar, le mandó volver del exilio al que le había mandado el rey Francisco I. La corte se hallaba dividida entre los señores de Guisa y el condestable, al que apoyaban los príncipes de la sangre. Uno y otro partido siempre habían soñado con ganarse a la duquesa de Valentinois. El duque de Aumale, hermano del duque de Guisa, se había casado con una de sus hijas; el condestable aspiraba a la misma alianza. No se contentaba con haber casado a su hijo mayor con doña Diana, hija del rey y de una señora del Piamonte que tomó los hábitos en cuanto hubo dado a luz. Aquel desposorio topó con muchos inconvenientes por las promesas que el señor de Montmorency había hecho a la señorita de Piennes, una de las damas de honor de la reina; y, aunque el rey los había superado con una paciencia y una bondad extremas, dicho condestable no se sentía aún bastante apoyado si no se granjeaba la confianza de la señora de Valentinois y si no la apartaba de los señores de Guisa, cuyo poder empezaba a causarle inquietud. Dicha duquesa había retrasado cuanto había podido el casamiento del delfín con la reina de Escocia: la belleza, el espíritu capaz y avanzado de aquella joven reina, y el rango que su boda procuraba a los señores de Guisa, le eran insoportables. Odiaba particularmente al cardenal de Lorena; le había hablado con acrimonia e incluso con desdén. Veía que el cardenal tenía una estrecha amistad con la reina; de suerte que el condestable la vio dispuesta a unirse a él y a entrar en su alianza mediante el matrimonio de su nieta, la señorita de La Marck, con su segundo hijo, el señor de Anville, el que luego le sucedió en el cargo bajo el reinado de Carlos IX. El condestable no creyó hallar en el ánimo del señor de Anville los mismos inconvenientes para aquel desposorio como los que hallara en el del señor de Montmorency; pero, aunque desconociera los motivos, no fueron menores las dificultades. El señor de Anville estaba locamente enamorado de la reina delfina y, por escasas que fueran sus esperanzas en esta pasión, no podía decidirse a contraer un compromiso que dividiera sus atenciones. El mariscal de Saint-André era el único de la corte que no había tomado partido. Era uno de los favoritos y su favor no dependía sino de su persona: el rey le había tenido aprecio desde que era delfín; y luego le nombraría mariscal de Francia a una edad en que no es costumbre pretender a las menores dignidades. El favor real le confería un lustre que él conservaba por su mérito y por el donaire de su persona, por una gran delicadeza en su mesa y en sus muebles, y por la mayor magnificencia que jamás se viera en un particular. La liberalidad del rey abastecía aquel gasto; dicho príncipe llegaba hasta la prodigalidad por quienes quería; no poseía todas las grandes cualidades, pero sí muchas de ellas y, en particular, poseía la de tener afición a la guerra y de ser en ella un entendido; además, había obtenido felices triunfos y, si exceptuamos la batalla de San Quintín, su reinado no había sido sino una sucesión de victorias. Ganó en persona la batalla de Renty; el Piamonte fue conquistado; los ingleses fueron expulsados de Francia, y el emperador Carlos V vio huir su buena fortuna frente a la ciudad de Metz, la que había sitiado en balde con todas las fuerzas del Imperio y de España. Con todo esto, siendo que la desgracia de San Quintín había mermado la esperanza de nuestras conquistas y que, desde entonces, la ventura parecía haberse dividido entre los dos reyes, poco a poco entrambos se vieron dispuestos a firmar la paz.
La duquesa viuda de Lorena había empezado a hacer proposiciones para la paz durante las nupcias del señor delfín; desde entonces siempre había habido alguna negociación secreta. Finalmente, eligieron Cercamp, en el país de Artois, para congregarse. El cardenal de Lorena, el condestable de Montmorency y el mariscal de Saint-André se reunieron allí en el nombre del rey; el duque de Alba y el príncipe de Orange, en el de Felipe II; el duque y la duquesa de Lorena hicieron de mediadores. Los artículos principales eran el matrimonio de doña Isabel de Francia con don Carlos, infante de España, y el de la señora infanta, hermana del rey, con el señor de Saboya.
Con todo esto, el rey se estuvo en la frontera y allí recibió la nueva de la muerte de María, la reina de Inglaterra. Envió al conde de Randan a felicitar a doña Isabel por su advenimiento al trono; ella le recibió con alegría. Sus derechos estaban tan mal establecidos que le resultaba ventajoso verse reconocida por el rey. El conde la juzgó informada de los intereses de la corte de Francia y del mérito de aquellos que la componían; pero, sobre todo, la vio tan colmada de la reputación del duque de Nemours, y doña Isabel le habló tantas veces y con tal solicitud de aquel príncipe que, cuando el señor de Randan regresó y dio cuenta al rey de su viaje, este le dijo que nada había que el señor de Nemours no pudiera obtener de dicha princesa y que no dudaba que fuera capaz de casarse con él. El rey habló de ello al príncipe aquella misma tarde; mandó que el señor de Randan le refiriera todas sus pláticas con Isabel y le aconsejó que tentara aquella gran hacienda. Al principio, el señor de Nemours creyó que el rey no hablaba en serio, pero viendo que era todo lo contrario, le dijo:
—Al menos, sire, si acometo una quimérica empresa por consejo y en servicio de Vuestra Majestad, os suplico que me guardéis el secreto hasta que el triunfo me justifique ante el público y que os avengáis a no hacerme parecer henchido de tan crecida vanidad como para pretender que una reina, que nunca me ha visto, quiera desposarse conmigo por amor.
El rey le prometió que no hablaría de aquel designio sino con el condestable y hasta juzgó necesario el secreto para el triunfo. El señor de Randan aconsejó al señor de Nemours que fuera a Inglaterra con el simple pretexto de viajar, pero el príncipe no pudo resolverse a ello. Envió a Lignerolles, que era un joven discreto, su favorito, para que averiguara los sentimientos de la reina e intentara entablar algún tipo de amistad con ella. Mientras aguardaba el resultado de aquel viaje, hizo una visita al duque de Saboya, que se hallaba a la sazón en Bruselas, con el rey de España. La muerte de doña María de Inglaterra trajo muchos obstáculos para la paz; la asamblea se deshizo a finales de noviembre y el rey regresó a París.
Apareció entonces en la corte una beldad que atrajo las miradas de todo el mundo y hay que creer que era una belleza perfecta, puesto que provocó admiración en un lugar donde estaban muy avezados a ver mujeres hermosas. Pertenecía a la misma casa que el vídamo de Chartres y era una de las más grandes herederas de Francia. Su padre había muerto joven y la había dejado al cuidado de su esposa, la señora de Chartres, de la que el bien, la virtud y el mérito eran extraordinarios. Tras perder a su marido estuvo muchos años sin regresar a la corte. Durante aquella ausencia se había volcado en la educación de su hija; pero no se aplicó únicamente en cultivar su entendimiento y su hermosura, pensó asimismo en inculcarle virtud y en convertirla en una mujer amable. La mayoría de las madres imagina que basta con no hablar nunca de cortejos delante de las jóvenes para alejarlas de ellos. La señora de Chartres era de la opinión contraria; a menudo hacía a su hija pinturas del amor; le mostraba en él lo agradable para persuadirla más fácilmente de lo que en él le señalaba de peligroso; discurría sobre la escasa sinceridad de los hombres, sobre sus engaños y su infidelidad, sobre las desventuras domésticas a que abocan los galanteos; y le hacía ver, por otro lado, qué sosiego acompaña la vida de una mujer honesta, y en qué grado la virtud proporciona lustre y alteza a una mujer dotada de belleza y de alcurnia; pero también le hacía ver cuán difícil es conservar la virtud, lo que solo se logra desconfiando en extremo de una misma y poniendo gran cuidado en consagrarse a lo único que puede hacer la felicidad de una mujer: amar a su marido y ser amada por él.
Dicha heredera era a la sazón uno de los más grandes partidos de Francia y, aunque fuera joven en extremo, ya había sido objeto de numerosas peticiones de matrimonio. La señora de Chartres, que era extraordinariamente gloriosa, no hallaba a casi nadie digno de su hija; viéndola en su decimosexto año, quiso llevarla a la corte. Y así como llegó, el vídamo salió a su encuentro; quedó en suspenso, y con motivo, ante la gran hermosura de la señorita de Chartres. La blancura de su tez y sus cabellos rubios le conferían un esplendor sin igual; todas sus facciones eran armoniosas, y su rostro y su persona rebosaban gallardía y donaire.
Al día siguiente de su llegada, con objeto de combinar pedrerías, fue a ver a un italiano que las traficaba por todo el mundo. Aquel hombre había venido de Florencia con la reina y se había enriquecido de tal modo con el tráfico que su casa parecía antes la de un gran señor que la de un comerciante. Estando ella allí, llegó el príncipe de Clèves. El joven quedó tan impactado por su belleza que no pudo ocultar su asombro; y la señorita de Chartres no pudo evitar sonrojarse al ver el embelesamiento que le había causado. Con todo esto, se repuso sin dar más muestras de atención a los actos del príncipe que las que la urbanidad requería con un hombre tan bien nacido como aparentaba. El señor de Clèves la miraba admirado y no lograba comprender quién era aquella hermosa mujer a la que no conocía. Bien veía por su aspecto y por todo su séquito que había de ser muy principal. Su juventud le inducía a pensar que era doncella, pero al no verle madre y que el italiano, que no la conocía, la llamaba señora, no sabía qué pensar y seguía mirándola embelesado. Reparó en que, contrariamente a las jóvenes que siempre se complacen en ver la impresión que produce su belleza, a ella le turbaban sus miradas; le pareció incluso que él era la causa de que ella estuviese impaciente por partir, y en efecto, salió de allí con harta premura. El señor de Clèves se consoló de perderla de vista con la esperanza de saber quién era; pero le sorprendió mucho descubrir que nadie la conocía. Quedó tan prendado de su belleza y del recato que había advertido en sus acciones que puede decirse que, a partir de aquel momento, concibió por ella una pasión y una estima extraordinarias. Por la tarde hizo una visita a la señora hermana del rey.
Dicha princesa gozaba de una gran consideración por el crédito que tenía sobre su hermano el rey; y aquel crédito era tal, que, al firmar la paz, el rey consentía en devolver el Piamonte para que ella pudiera contraer matrimonio con el duque de Saboya. Aunque la infanta había deseado toda su vida casarse, nunca quiso hacerlo más que con un soberano y por esa razón rechazó al rey de Navarra, cuando era duque de Vendôme, y deseó siempre al señor de Saboya; había conservado una inclinación por él desde que le viera en Niza durante la vista del rey Francisco I y el papa Pablo III. Como estaba dotada de una gran discreción y de un gran discernimiento para las cosas bellas, atraía a todas las personas de bien y a ciertas horas la corte entera se hallaba en su casa.
El señor de Clèves acudió allí como de costumbre; estaba tan prendado de la discreción y la hermosura de la señorita de Chartres que no podía hablar de otra cosa. Refirió en voz alta su lance de fortuna, y no se cansaba de encumbrar a aquella mujer a la que había visto y a la que desconocía. La señora infanta le dijo que no existía ninguna mujer similar a aquella que describía y que, en caso de que existiera, sería conocida de todos. En oír aquella plática, la señora de Dampierre, dama de honor de la infanta y amiga de la señora de Chartres, se acercó a la princesa y le dijo en un susurro que la persona que el señor de Clèves había visto no podía ser otra que la señorita de Chartres. La infanta se volvió hacia él y le dijo que si quería regresar al día siguiente vería allí a aquella beldad de la que tanto se había enamorado. La señorita de Chartres se presentó, en efecto, al otro día; las reinas la recibieron con todas las cortesías imaginables y causó tal admiración en todo el mundo que no oía sino lisonjas a su alrededor. Las recibía con un recato tan noble que no parecía oírlas o, al menos, que le afectaran. Luego hizo una visita a la infanta. Dicha princesa, tras loar su hermosura, le refirió el embelesamiento que había causado al señor de Clèves. Este príncipe entró poco después.
—Venid —le dijo la princesa—, ved si no cumplo mi palabra y si, mostrándoos a la señorita de Chartres, no os presento a aquella beldad que buscabais; agradecedme, al menos, que ya le haya participado la admiración que os despierta.
El señor de Clèves se holgó de ver que el linaje de aquella persona, que le había parecido tan amable, era proporcional a su hermosura; se acercó a ella y le suplicó que recordara que él había sido el primero en admirarla y que, sin conocerla, le había prodigado todos los sentimientos de respeto y de estima que le eran debidos.
El caballero de Guisa y él, que eran amigos, salieron juntos del palacio de la princesa. Primero elogiaron a la señorita de Chartres sin contenerse. Después juzgaron que la elogiaban demasiado, y entrambos cesaron de decir lo que de ella pensaban; pero no pudieron evitar hablar de ella los días que siguieron dondequiera que se encontraron. Aquella nueva beldad fue por mucho tiempo el tema de todas las conversaciones. La reina la elogió enormemente y la trató con extraordinaria consideración; la reina delfina hizo de ella una de sus favoritas y rogó a la señora de Chartres que la llevara a su casa con frecuencia. Las señoras hijas del rey enviaban por ella para que participara en todas sus diversiones. En fin, era querida y admirada por toda la corte, excepto por la señora de Valentinois. No es que aquella beldad le hiciera sombra: una experiencia demasiado larga le había enseñado que no tenía nada que temer en lo tocante al rey; pero sentía tal odio por el vídamo de Chartres, porque había deseado vincularle a ella casándole con una de sus hijas pero él había acabado arrimándose a la reina, que no podía ver con buenos ojos a una persona que llevara su nombre y por quien él hacía gala de sentir gran amistad.
El príncipe de Clèves se enamoró con locura de la señorita de Chartres y anhelaba ardientemente casarse con ella; pero temía que el orgullo de la señora de Chartres se viera herido si entregaba a su hija a un hombre que no era el primogénito de la casa. Con todo esto, aquella casa era tan grande y el conde de Eu, el primogénito, acababa de contraer matrimonio con una persona tan cercana a la casa real, que la causa de los recelos del señor de Clèves era antes la timidez que provoca el amor que unos motivos bien fundados. Tenía numerosos rivales: el caballero de Guisa le parecía el más temible por su linaje y su mérito, así como por el lustre que el favor real confería a su casa. Dicho príncipe se prendó de la señorita de Chartres el primer día que la viera; había reparado en la pasión del señor de Clèves de la misma manera que el señor de Clèves había reparado en la suya. Aunque fueran amigos, el distanciamiento que causan las mismas pretensiones no les había permitido explicarse mutuamente y su amistad se había enfriado sin que hubieran tenido el valor de aclararse. El señor de Clèves hallaba que el lance de fortuna de haber sido el primero en ver a la señorita de Chartres era un buen presagio y parecía darle cierta ventaja sobre sus rivales; pero adivinaba grandes inconvenientes por parte de su padre, el duque de Nevers. Este duque tenía una estrecha amistad con la duquesa de Valentinois: ella era enemiga del vídamo y aquello era motivo suficiente para impedir que el duque de Nevers