Fábulas de Esopo (Los mejores clásicos)

Esopo

Fragmento

Desconocido

INTRODUCCIÓN

Las fábulas de Esopo... ¡qué bien suena eso! De todos los nombres de autores de la Grecia antigua, Esopo es probablemente el más conocido, por delante incluso de Homero. Sin embargo, resulta irónico que su reputación sea tan grande cuando es tan poco lo que sabemos con certeza de él o de su obra. Es algo así como una estrella de cine: todo el mundo cree saber quién es, pero en realidad solo lo conocen por ciertos papeles que ha interpretado. En el caso de Esopo, estos han sido el de cuentista infantil y el de pizarrón para moralejas victorianas tales como «las prisas son malas consejeras» o «cuanto más alto subas, más dura será la caída»; aunque ni una sola moraleja semejante aparezca realmente en su obra. Las historias de animales que los padres siguen comprando a granel por el cumpleaños de sus hijos se parecen muy poco a las fábulas del auténtico Esopo. Y dudo al decir «el auténtico Esopo», porque se sabe tan poco del personaje histórico que algunos han asegurado que en realidad nunca llegó a existir.

No obstante, parece que sí existió. Si bien la antigua Vida de Esopo, anterior a los tiempos de Platón, consiste en gran parte en episodios fantásticos acerca de una figura ya legendaria, estudiosos serios como Aristóteles y su escuela trataron de separar la realidad de la ficción y llegaron a la conclusión de que Esopo no era de Frigia (Asia Menor), como se creía en esa época, sino que en realidad era nativo de la ciudad de Mesembria, en la costa griega de Tracia, y que vivió durante cierto tiempo en la isla de Samos. (Esta información se conserva en unos fragmentos de la desaparecida Constitución de Samos, de Aristóteles.)

Parece ser que Esopo fue capturado y hecho esclavo. En Grecia existían dos palabras para designar a los esclavos según si habían nacido como tales (doulos) o si habían sido capturados en la guerra y vendidos como siervos (andrapodon). Esopo estaba al parecer en esta última categoría. Pero, a pesar de su estatus, que lo asemejaba a una mercancía y lo privaba de todo derecho, da la impresión de que llevó en gran medida la vida de un escribano o de un secretario personal, e incluso de lo que podríamos llamar un agente confidencial para sus amos. Al parecer poseía un gran ingenio, y tenía fama de contar historias de animales en el curso de debates y negociaciones para con ellas marcarse tantos de una inteligencia devastadora que dejaba atónitos e impresionados a sus contemporáneos. Se convirtió así en un nombre legendario en torno al cual se aglomeraron todas esas fábulas ingeniosas en los siglos posteriores, por lo que es probable que la mayoría de las que se han conservado no fuesen escritas por él.

La vida de Esopo debió de transcurrir en la primera mitad del siglo VI a. C., y algún indicio sitúa la fecha de su muerte en el 564 a. C., lo que bien podría ser correcto. Una de las cortesanas más famosas de la antigua Grecia era una mujer llamada Dórica, más conocida por su apodo, Ródope; una tracia que habría sido capturada en la guerra al mismo tiempo que Esopo, dado que se convirtieron en compañeros de esclavitud. Ródope (y seguramente también Esopo) fue llevada a Egipto, donde su belleza y su encanto irresistibles la hicieron famosa en todo el Mediterráneo. Caraxo de Mitilene, originario de Lesbos y hermano de la poeta Safo, se encaprichó de ella y compró su libertad a un alto precio. Caraxo estaba embarcado en aquella época en un viaje comercial por Egipto, vendiendo vino de Lesbos. Safo, furiosa con su hermano por esa disparatada extravagancia financiera, escribió un poema satírico para ridiculizarlo. Estos hechos históricos ayudan a fijar las fechas de la vida de Esopo en alguna suerte de realidad cronológica. Por otro lado, las leyendas sobre la relación de Esopo con el rey Creso son al parecer pura ficción, como lo es la historia según la cual fue a Delfos y lo lanzaron por un precipicio mientras contaba la fábula de «El águila y el escarabajo», la fábula 3 de este volumen. (En la antigüedad, tan arraigada estaba la creencia popular en este episodio que Aristófanes lo refiere en Las avispas, v. 1446, de forma breve, consciente, claramente, de que el público conoce todos los detalles; eso fue en el 422 a. C.)

Dado que las mejores fábulas de Esopo están llenas de humor e ingenio, no es de extrañar que fueran las grandes favoritas del comediógrafo Aristófanes. En las obras que nos han llegado de él, menciona numerosas veces a Esopo y sus relatos. Algunas de estas referencias resultan curiosísimas por las pistas que nos dejan sobre el estado del material esópico en la época. En Los pájaros (v. 470), escrita en el 414 a. C., uno de los personajes le recrimina a otro que no haya oído hablar del antiguo linaje de las aves, «porque por naturaleza eres ignorante y poco curioso, y no has leído mucho a Esopo».* Por tanto, cabe suponer que ya existían unas primeras colecciones de las fábulas de Esopo en formato libro. Otras dos referencias en Las avispas son también interesantes. En el verso 565, Aristófanes ofrece algún apunte sobre qué consideración tenía el material de Esopo cuando dice: «unos nos cuentan fábulas; otros, algún chiste de Esopo». Y en el verso 1255, dos personajes están hablando sobre los banquetes con bebida; uno se queja del comportamiento violento y las resacas que normalmente conllevan, pero el otro proclama: «No si estás en compañía de hombres nobles y buenos, pues ellos te disculparán ante el agredido. Y si no, tú mismo sueltas uno de esos discursos finos —algún chiste de Esopo o de Síbaris— que has aprendido en el banquete, y luego echas el asunto a risa [...]»; a lo que el primero responde: «En ese caso, habrá que aprenderse muchos chistes».

Estas referencias muestran que los banquetes, o simposios, más refinados de la Atenas del siglo V a. C. incluían intercambios de réplicas ocurrentes y anécdotas ingeniosas, y que todo aquel que asistiera a ellas y quisiera dar una buena impresión como bromista ingenioso se estudiaba su Esopo o se preocupaba mucho de memorizar las historias que hubiese oído («aprendido en el banquete») en caso de no disponer de una colección de Esopo en la que enfrascarse en casa. Una gran proporción de las fábulas que se han conservado no solo son chistes, sino lo que hoy en día llamaríamos un one-liner, o gag de una frase. Aristófanes, claramente, consideraba a Esopo ante todo un humorista.

La popularidad de Esopo se demuestra también en el hecho de que Platón haga constar que Sócrates decidió poner en verso algunas de sus fábulas mientras aguardaba su ejecución en la cárcel (Fedón, 60b). Los diálogos platónicos mencionan a Esopo varias veces. Por ejemplo, la fábula 142 aparece en el diálogo de El primer Alcibíades (123a) de un modo muy hábil. (Este es uno de los diálogos en litigio de Platón, así que su autoría es incierta.)

Pero quienes mostraron la estima más profunda por Esopo en la época griega fueron Aristóteles y su escuela. Aristóteles era un metódico coleccionista de acertijos, proverbios y folclore. Llevó a cabo un estudio específico sobre los acertijos emitidos por el oráculo de Delfos, cuya historia tenía sumo interés en recoger. Seguramente coleccionaba las fábulas de Esopo a la manera en que recopilaba todo lo demás, y encomendaba la sistematización a sus discípulos. Sin duda por mediación de su sobrino Calístenes, que acompañó a Alejandro en sus expediciones militares, parece que Aristóteles adquirió El libro de Ahikar, de origen asirio, que incluía fábulas en algunos casos relacionadas con las de «Esopo». Un colega de Aristóteles, Teofastro, publicó un libro con ese título (Akicharos, en griego), al parecer una traducción griega comentada por él (hoy día completamente perdida). Un discípulo de Teofastro, Demetrio Faléreo, reunió entonces una colección de fábulas de Esopo —aproximadamente un centenar— que se convertiría en la colección canónica durante los siglos posteriores. Si no fuera por la labor de Demetrio, la mayoría de los textos de Esopo que conocemos en la actualidad sin duda se habrían perdido. Es muy posible que compilara su edición, así como el libro de Las máximas de los siete sabios, a partir del material recopilado en la biblioteca que tenía Aristóteles en el Liceo de Atenas, que habría sido su «biblioteca universitaria local», ya que estudió allí un tiempo considerable.

Camaleón, discípulo de Aristóteles, también buen conocido de Demetrio, hizo un estudio de las llamadas «Historias libias», que Aristóteles considera en su Retórica (II, 20, 1392b); se trata de otra colección de fábulas, pues las menciona al hablar de material útil para los discursos, «como las fábulas de Esopo, o las de Libia». Algunas de estas «Historias libias» parecen haber perdurado en la presente colección de Esopo, como comentaremos en breve. Camaleón, en una obra ya perdida (cuyos fragmentos no fueron recopilados por Wehrli, sino solo por Alberta Lorenzoni en su Museum Criticum, 13/14 [1978-9] 321 ff.), señalaba a Kybissos o Kybisses como el autor de las «Historias libias». Parece que Camaleón prosiguió con su estudio de las fábulas de diversas tierras, atribuyendo a un hombre llamado Thouris la autoría de ciertos «Cuentos sibaritas», que eran también fábulas (son los «chistes de Síbaris» que mencionaba Aristófanes en Las avispas), y a otro llamado Konnis, unas fábulas de Cilicia, Asia Menor. Teón, un autor que parece haberse inspirado en Camaleón, continúa hablando por su parte de fábulas procedentes de Frigia y Egipto.

Aristóteles refiere de hecho dos variantes más tempranas de sendos textos de Esopo: la fábula 8 en su Meteorología y la fábula 100 en Las partes de los animales. Y en la Retórica (II, 20, 1393b24), cuenta la interesante historia de cómo Esopo, que vivía entonces en la isla de Samos, defendió ante la Asamblea a un popular líder acusado de un crimen capital contando una fábula sobre una zorra que se vio arrastrada por la corriente al cruzar un río. La zorra se quedó atascada en un agujero entre las rocas, donde, hostigada por una plaga de pulgas, le pidió a un erizo (que pasaba por allí y que había expresado su compasión) que no la liberara de ellas porque «Ahora mismo estas pulgas ya están llenas de mí y no chupan demasiada sangre; si las quitas vendrán otras con apetito renovado y se beberán toda la sangre que me queda». Esopo recurrió a esta fábula para evidenciar que su cliente ya era rico, y que si lo ejecutaban, llegarían otros que robarían de las arcas, mientras que a él no le hacía falta. Aristóteles había dedicado una enorme cantidad de tiempo a estudiar la historia de Samos, y es altamente probable que esta anécdota sea verídica; y nos muestra que Esopo era un abogado que ejercía en la Asamblea de Samos, y que, para ello, usaba sus propias fábulas a la manera en que lo harían los oradores en los siglos venideros. Esta en particular es con toda seguridad auténtica, pero se perdió más tarde.

B. E. Perry es uno de los mayores expertos esópicos —es el autor con más publicaciones sobre el tema en el siglo XX—, y consideraba que las verdaderas fábulas de Esopo son seguramente las que contienen elementos mitológicos. Un ejemplo sería la fábula 108, «Zeus y los hombres». Este tipo de fábulas tienden a combinar mitos extraños acerca de cómo o por qué algo llegó a ser como es con un giro divertido. Otras serían la fábula 104, «Zeus y Apolo»; la fábula 163, «Las abejas y Zeus»; la fábula 198, «La serpiente pisoteada y Zeus»; la fábula 240, «Prometeo y los hombres»; la fábula 259, «El león, Prometeo y el elefante»; la fábula 312, «Zeus y la tina de las cosas buenas» (que está relacionada con la historia de la caja de Pandora), y la fábula 313, «Zeus juez». La fábula 100, «Zeus, Prometeo, Atenea y Momo», a veces varía el reparto de personajes; también se la conoce como «Poseidón, Zeus, Atenea y Momo» en otra versión, y aun otra era la que recogía Aristóteles en Las partes de los animales que hemos mencionado más arriba.

No solo las identidades mitológicas de los dioses se alternaban y cambiaban, sino que Perry detectó certeramente la tendencia de las fábulas a «desmitologizarse» con el paso del tiempo. Un ejemplo perfecto es la fábula 8, que presenta a la tierra engullendo el mar, aunque sabemos por la Meteorología de Aristóteles (III, 356bII) que en la versión original era Caribdis, y no la tierra, quien engullía el mar. A medida que la cultura griega evolucionaba, la gente se volvía menos devota y los viejos mitos ya no poseían ninguna mística particular. Las fábulas, por tanto, tendieron a desprenderse de sus elementos mitológicos originales, y las neutrales fuerzas de la naturaleza ocuparon su lugar. En resumen, este tipo de relato se fue volviendo cada vez más mundano y corriente, y perdió gran parte de su cualidad arcaica. Detectar esta evolución ayuda a hacernos una idea, entre otras cosas, de lo antigua que podría ser una fábula en concreto, de si podría ser o no realmente de Esopo y de lo adulterada que está la versión que tenemos delante.

Es necesario hacer algunas puntualizaciones sobre las moralejas. A la mayoría de lectores les resultará evidente de inmediato que estas a menudo parecen tontas e inferiores en ingenio e interés a las propias fábulas. Algunas son realmente pésimas, una idiotez, incluso. Las añadieron con posterioridad los coleccionistas de las fábulas, de modo que, tradicionalmente, van separadas de estas e impresas en cursiva. No todas las fábulas llevan moraleja, pero sí la mayoría. De cuando en cuando, nos topamos con alguna realmente culta y valiosa, como la que acompaña a la fábula 21: «Así, muchas veces, lo que no se consigue con el trabajo, lo concede el azar». Este tipo de moralejas se añadieron con un espíritu más filosófico. Pero las que comienzan con un «La fábula muestra que...» podemos darlas por obra de oradores y retóricos que coleccionaban estos textos para usarlos en sus discursos. Estos textos estaban pensados para servir de guía a alguien que hojeara la colección en busca de una historia para un uso particular. Por ejemplo, la fábula 59 «es para aquellos que en su ansia de ganar, se perjudican a sí mismos», y respecto a la fábula 49: «Esta fábula alecciona a los hombres con mala fortuna...». En cuanto a la fábula 108, «Al hombre magnífico de cuerpo, pero que carece de razón, conviene esta fábula». «Al hombre codicioso conviene» la fábula 133, y la fábula 163 «es adecuada para los hombres perversos, que reciben el daño que hacen».

Algunas veces las moralejas aluden incluso a situaciones específicas en asambleas o tribunales: la fábula 197 nos advierte que «[...] en los estados, los que se entrometen en las disputas de los dirigentes, sin darse cuenta, pasan a ser las víctimas de estos», y de nuevo, en la fábula 203, se nos recuerda que «La fábula muestra que emprender lo que no incumbe no solo es inútil, sino también perjudicial»; un reproche muy apropiado para un ciudadano que se atreve a criticar una medida política cuando nunca antes ha participado en asuntos públicos. Y la fábula 201 se dirige a los «hombres [que] por culpa de sus fuertes deseos se meten en asuntos que ignoran y se lanzan a su propia ruina», útil para usarla contra los demagogos que, en un arrebato, impulsan una ley imprudente. Y el que quisiera instar a la asamblea a apaciguar a una potencia amenazadora pero dominante podría emplear la fábula 104, cuya moraleja la caracteriza como la expresión acertada de que «los que rivalizan con los mejores, no llegan a donde ellos y, además, se exponen a ser el hazmerreír».

Seguramente debamos la conservación de las fábulas a este uso utilitario por parte de oradores y retóricos, así que no deberíamos echarles en cara sus moralejas. De hecho, cuando uno comprende la naturaleza y el origen de estas, desarrolla una especie de fascinación kitsch por ellas, como la afición por las teteras decorativas.

Las fábulas originales están muy alejadas de los cuentos edulcorados para niños que muchos quizá crean que son. La mayoría de las ediciones infantiles de Esopo están seleccionadas con sumo cuidado y sus historias tan reescritas y artificialmente alargadas que no tienen más que una conexión muy vaga con él. Y es que las fábulas no son esas bonitas proveedoras de moralejas victorianas que nos han hecho creer, sino relatos despiadados, toscos, brutales, sin rastro alguno de piedad o compasión, y sin otro sistema político que no sea la monarquía absoluta. Con una sola excepción, los reyes son tiranos, y entre las mujeres que aparecen hay una violada por su propio padre, hasta llegar al caso de un animal con apariencia humana que se abalanza sobre un ratón para comérselo.

Este es en gran medida un mundo de hombres brutales y sin corazón, lleno de malicia, de perversidad, de asesinato, de traición, de engaño, de risas ante la desgracia de los demás, de burla y de desprecio. Es también un mundo de humor despiadado, de ingenio diestro, de inteligentes juegos de palabras, de ser siempre el más listo, del «¡Te lo dije!». Tan descarnado es el mundo de Esopo que nos trae a la mente dos reflexiones: primera, que las mujeres estaban relegadas a tal oscuridad y tal falta de poder que eran incapaces de influir en las acciones de los hombres o de mejorarlos; eran básicamente esclavas. (Sabemos por un análisis de parlamentos legales que se han conservado que una mujer que fuese heredera podía ser separada por la fuerza de su marido y sus hijos, y obligada a divorciarse y a casarse con un pariente lejano al que ni siquiera conocía sencillamente porque ella era el conducto legal por el que viajaba la herencia en la familia de su padre, puesto que el propietario de las posesiones familiares debía ser un hombre.) Segunda, no parece que hubiera ningún consenso público y general por el que la compasión hacia el prójimo tuviese algo que la hiciese particularmente aconsejable.

Esta última observación es importante, porque es posible que tendamos a subestimar la transformación ética de la cultura occidental que trajo consigo el cristianismo. Hoy día en Occidente hay también mucha brutalidad, violencia y corrupción, pero entre todo ello hay asimismo el consenso generalizado de que está bien ser cariñosos con los niños, preocuparse por los desafortunados, echar una mano a nuestros vecinos, ayudar a los mayores a cruzar las calles con mucho tráfico y acudir en ayuda de alguien en peligro, que pudiera estar ahogándose o a punto de ser asesinado. Pero no parece que estas actitudes estuvieran presentes en la antigua Grecia salvo en el caso de algún que otro individuo particular. El ethos subyacente del mundo de Esopo es: «Todos estamos solos, y si te encuentras con alguien desgraciado, haz leña del árbol caído». La ley de la jungla parece que prevalecía en el mundo de los hombres tanto como en el de los animales. Quizá por eso las fábulas eran tan apropiadas.

Los relatos de Esopo nos proporcionan atisbos fascinantes del día a día en la antigua Grecia. Los detalles emergen de objetos de uso cotidiano, como pelucas o collares de perro, que nos sorprenden alguna que otra vez. A través de estas historias nos introducimos en los hogares de la gente, descubrimos qué les gustaba comer a los ratones —y, por tanto, qué había en la despensa—, cómo se trataba a las mascotas, cómo se consentía a los hijos, cuán supersticioso era todo el mundo, cómo pensaban y actuaban los mercaderes y tenderos, cómo a un campesino se le podía meter en la cabeza la idea de hacerse mercader y echarse a la mar con un pequeño cargamento de género, lo frecuentes que eran los naufragios desastrosos, cómo se maltrataba a los asnos, cómo enterraba su oro un avaro, cómo un amo compraba un nuevo esclavo, cómo esquivaba uno las burlas con la réplica rápida. Estos atisbos nos permiten una comprensión de la vida en la antigua Grecia que no encontramos leyendo a Platón o a Tucídides. Aquí vemos cara a cara a los campesinos, los comerciantes y la gente corriente, sin mezclarnos con las clases cultas. El humor burdo de los campesinos está presente a lo largo de todo el material de Esopo, y algunos de los chistes no desentonarían en agrestes localidades rurales de todo el mundo hoy en día.

Las fábulas son en esencia una colección de chistes; un antiguo libro de chistes, a la manera que la Oneirokritiká de Artemidoro (finales del siglo II a. C.) es un antiguo libro de sueños. Estas colecciones estaban pensadas para hojearlas y consultarlas en busca de puntos relevantes según exigiera la ocasión. Eran obras de referencia con material pensado para ser usado.

En cuanto al léxico de las fábulas de Esopo, la precisión en la terminología puede revelar hechos como que las mascotas habituales de la Grecia antigua no eran los gatos, sino las comadrejas domesticadas (galè); véanse las fábulas 50, 59 y 172. Solo en algunas versiones posteriores de las fábulas 7, 16 y 79 se mencionaron e incluyeron gatos (ailouros); en el caso concreto de la fábula 7, sobre el médico comadreja (o el médico gato), la identidad del animal seguramente se modificó al incluir el texto en alguna colección. Los gatos llegaron a Grecia desde Egipto, pero hasta el período helenístico posterior a Alejandro Magno eran algo inusual o inencontrable en los hogares griegos. La famosa fábula de la gata a la que Afrodita transforma en una joven no trata por tanto en absoluto de una gata, sino de una comadreja, tal como aparece en la presente traducción (fábula 50).

Existen también algunos patrones y agrupamientos que merece la pena mencionar y que están relacionados con ciertas a

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