El lobo de mar (edición ilustrada)

Jack London

Fragmento

cap-1

1

Apenas sé por dónde empezar, aunque a veces, solo por bromear, le doy a Charley Furuseth el crédito de ser el causante de todo. Este tenía una casa de veraneo en Mill Valley, a la sombra del monte Tamalpais, y no la ocupaba más que para holgazanear durante los meses de invierno y relajar la mente leyendo a Nietzsche y a Schopenhauer. Cuando llegaba el verano, prefería bregar con la vida calurosa y polvorienta de la ciudad y trabajar sin descanso. De no haber tenido yo la costumbre de pasar a visitarlo todos los sábados por la tarde y quedarme allí hasta el lunes por la mañana, aquel lunes concreto de enero no me habría encontrado flotando en las aguas de la bahía de San Francisco.

Y no navegaba yo muy seguro sobre aquellas aguas, ya que el Martinez era un ferry a vapor nuevo que todavía no había hecho más que cuatro o cinco travesías entre Sausalito y San Francisco. El peligro residía en la espesa niebla que cubría la bahía, y que yo, en tanto que hombre de tierra, conocía más bien poco. De hecho, recuerdo la plácida exaltación con que me aposenté en la cubierta superior de proa, justo debajo de la timonera, y dejé que el misterio de la niebla se adueñara de mi imaginación. Soplaba una brisa fresca y me pasé un rato a solas en medio de la oscuridad húmeda; no del todo a solas, sin embargo, puesto que era vagamente consciente de la presencia del piloto, y del que yo imaginaba que sería el capitán, en la cabina acristalada que había por encima de mi cabeza.

Recuerdo que pensé en la comodidad de una división del trabajo que me ahorraba tener que estudiar la niebla, los vientos, las mareas y la navegación a fin de visitar a mi amigo, que vivía al otro lado de una manga de mar. Pensé que era bueno que los hombres se especializaran. Con el conocimiento particular del piloto y del capitán bastaba para los millares de personas que no sabían más que yo del mar y de la navegación. Y de esa manera, en lugar de tener que dedicar mi energía al aprendizaje de muchas cosas, podía concentrarme en unas pocas cosas concretas, como, por ejemplo, analizar el lugar que ocupaba Poe en la literatura americana: un ensayo mío, por cierto, que salía en el último número del Atlantic. Al subir a bordo, mientras atravesaba la cabina, me había fijado con ojos codiciosos en un caballero corpulento que estaba leyendo el Atlantic y que lo tenía precisamente abierto por mi ensayo. Y allí estaba nuevamente, la división de las tareas, el saber especializado del piloto y del capitán que permitía que el caballero corpulento leyera mis saberes especializados sobre Poe mientras aquellos lo llevaban sano y salvo de Sausalito a San Francisco.

Un hombre de cara rubicunda interrumpió mis reflexiones al cerrar la puerta de la cabina tras de sí y salir pisando fuerte a la cubierta, aunque yo tomé nota mentalmente del asunto para usarlo de cara a un proyecto de ensayo que había pensado titular «La necesidad de libertad: un alegato en favor del artista». El hombre de la cara rubicunda le echó un vistazo a la timonera, contempló la niebla, cruzó la cubierta pisando fuerte y volvió sobre sus pasos (era obvio que tenía piernas artificiales); por fin se detuvo a mi lado, con las piernas muy separadas y una expresión de entusiasta satisfacción en la cara. No me equivocaba al pensar que aquel hombre se había pasado la vida en el mar.

—Es esta clase de mal tiempo lo que hace que la gente encanezca antes —dijo, señalando la timonera con la cabeza.

—No se me había ocurrido que planteara ninguna dificultad especial —le contesté—. Parece tan simple como el abecé. Conocen la dirección gracias a la brújula, la distancia y velocidad. No me parece más complicado que una simple certeza matemática.

—¡Dificultad! —dijo él con un soplido de burla—. ¡Simple como el abecé! ¡Certeza matemática!

Pareció erguir la espalda y apoyarla en algo invisible, sin dejar de mirarme.

—¿Qué me dice de la corriente que viene a toda velocidad por debajo del Golden Gate? —preguntó en tono imperioso, o más bien vociferó—. ¿Con qué velocidad se retira? ¿Hacia dónde se mueve? Escuche eso, por favor. ¡Una boya de campana, y la tenemos justo al lado! ¡Mire cómo cambian de rumbo!

De la niebla salió el tañido lastimero de una campana y vi que el piloto giraba el timón con gran rapidez. Ahora la campana, que antes había dado la impresión de estar delante de nosotros, sonaba desde el costado. Nuestra sirena emitía un sonido quebrado, y de vez en cuando nos llegaban otras sirenas a través de la niebla.

—Eso es un ferry a vapor de algún tipo —dijo el recién llegado, indicando una sirena que venía de la derecha—. ¡Y ahí! ¿Lo oye usted? Un silbato. Es un lanchón a vela, seguramente. Ándese con cuidado, señor del lanchón. Ah, ya me parecía a mí. ¡Alguien las está pasando canutas!

El ferry invisible no paraba de dar bocinazos, y el silbato también soltaba pitidos aterrados.

—Y ahora se están presentando mutuamente sus respetos y tratando de salir de ahí —siguió diciendo el hombre de la cara rubicunda, mientras los pitidos agobiados cesaban.

Su cara relució y sus ojos centellearon de emoción mientras traducía al lenguaje articulado el habla de los silbatos y las sirenas.

—Eso que suena por allí a la izquierda es una sirena a vapor. ¿Y oye usted a ese tipo con carraspera? Es un lanchón a vapor, si no ando muy equivocado, que se está acercando poco a poco desde los Cabos con la corriente en contra.

De algún lugar situado justo enfrente, y muy cerca, nos llegó un pitido estridente que retumbaba como si hubiera perdido el juicio. El Martinez hizo sonar los gongs de señales. Nuestras ruedas de paletas se detuvieron, su rítmico latido se apagó, y al cabo de un momento se pusieron en marcha. El pitido estridente, parecido al trino de un grillo perdido entre bramidos de bestias enormes, atravesó la niebla procedente ahora de un costado y rápidamente perdió intensidad. Yo miré a mi compañero para que me iluminara.

—Una de esas lanchas temerarias —dijo él—. ¡Casi habría preferido que la hundiéramos, a la muy granuja! No dan más que problemas. ¿Y para qué sirven, a fin de cuentas? ¡Cualquier cretino puede subirse a una y salir disparado como alma que lleva el diablo, haciendo sonar la sirena como un poseso y diciéndole al resto del mundo que tengan cuidado porque se acerca él y no responde de sí mismo! ¡Porque se acerca él! ¡Y eres tú el que ha de ir con cuidado! ¡Él tiene preferencia! ¿Dónde quedó la decencia? ¡Ni en pintura la conocen!

Aquel arranque de cólera me hizo bastante gracia, y mientras él iba dando zancadas indignadas de un lado a otro, me concentré en el romanticismo de la niebla. Y en verdad era romántica, aquella niebla, como la sombra gris del misterio infinito, flotando sobre el volátil grano de arena que era la tierra; y los hombres no eran más que puntos de luz y centelleos, víctimas de la maldición del amor demente por el trabajo, cabalgando a lomos de sus corceles de madera y acero a través del corazón del misterio, avanzando a tientas como ciegos a través de lo Invisible, y gritando y armando jaleo con sus aguerridas palabras mientras sus corazones permanecían agobiados por la incertidumbre y el miedo.

La voz de mi compañero me hizo volver a la realidad con una risa. También yo había estado andando a tientas y a ciegas, mientras creía estar penetrando el misterio con mirada clarividente.

—Hola; alguien viene hacia nosotros —estaba diciendo él—. ¿Y oye usted eso? Viene deprisa. Sin aminorar la marcha. Supongo que todavía no nos ha oído. El viento sopla para donde no debe.

La fuerte brisa se nos venía directamente encima y yo oí la sirena con claridad, a un costado y un poco más adelante.

—¿Es un ferry? —pregunté.

Él asintió con la cabeza y añadió:

—Si no lo fuera, no iría tan deprisa. —Soltó una risita—. Ahí arriba están empezando a ponerse nerviosos.

Levanté la vista. El capitán había sacado la cabeza y los hombros de la timonera y estaba mirando fijamente la niebla como si fuera capaz de disiparla a base de pura fuerza de voluntad. Tenía una expresión preocupada, igual que mi compañero, que había ido hasta la baranda dando zancadas y ahora estaba mirando con similar intensidad en dirección al peligro invisible.

Y entonces sucedió todo, y con una rapidez inconcebible. La niebla pareció abrirse como si la acabara de hender una cuña, y de ella emergió la proa de un barco de vapor, arrastrando de los costados unas espirales de niebla que parecían las algas pegadas al hocico del Leviatán. Pude ver su timonera y a un hombre con barba blanca que asomaba parte del cuerpo fuera de la misma, apoyado en los codos. Llevaba puesto un uniforme azul, y recuerdo que me fijé en lo elegante que iba y lo callado que estaba. En aquellas circunstancias, su silencio resultó terrible. Aceptaba el Destino, caminando de la mano con él, y estaba calculando el impacto con serenidad. Allí apoyado, nos examinó con una mirada tranquila y especulativa, como si estuviera determinando el punto preciso de la colisión, y no hizo ni caso cuando nuestro piloto, pálido de furia, le gritó:

—¡La has hecho buena!

En retrospectiva, me doy cuenta de que el comentario era demasiado obvio para que hiciera falta una respuesta.

—Agárrese bien fuerte a algo —me dijo el hombre de la cara rubicunda. Ya no daba muestra alguna de bravuconería, sino que parecía haberse contagiado de aquella misma calma prodigiosa—. Y escuche cómo chillan las mujeres —dijo en tono lúgubre, me pareció que casi con amargura, como si ya hubiera pasado antes por la misma experiencia.

Las embarcaciones chocaron antes de que yo tuviera tiempo de seguir su consejo. Debimos de encajar el golpe en toda la crujía, porque no vi nada, aquel vapor desconocido ya había salido de mi campo visual. El Martinez se escoró bruscamente y se oyó un estampido y un ruido de maderas partidas. Yo fui lanzado de bruces sobre la cubierta mojada, y antes de poder ponerme de pie, oí el chillido de las mujeres. Fue aquello, estoy seguro —el sonido más indescriptiblemente aterrador que imaginarse pueda— lo que me provocó un ataque de pánico. Me acordé de los salvavidas que había almacenados en la cabina, pero al llegar a la puerta me topé con una tromba de hombres y mujeres que me arrastraron hacia atrás. He olvidado lo que pasó en los minutos siguientes, pero sí guardo el recuerdo nítido de estar bajando salvavidas de los estantes mientras el hombre de la cara rubicunda se los ajustaba al cuerpo a un grupo de mujeres histéricas. El recuerdo es tan claro y preciso como si fuera una fotografía. Se trata de una fotografía, de hecho, y la estoy viendo ahora mismo: los bordes irregulares del agujero que había en el costado de la cabina, a través del cual entraban los remolinos de la niebla; los vacíos asientos acolchados, llenos de pruebas de la huida repentina tales como paquetes, bolsas de mano, paraguas y envoltorios; el caballero corpulento que había estado leyendo mi ensayo, ahora enfundado en corcho y lona, que seguía sosteniendo la revista en la mano y no paraba de preguntarme con insistencia monótona si yo creía que existía algún peligro; el hombre de la cara rubicunda, dando gallardas zancadas con sus piernas artificiales y abrochándoles los salvavidas a todos los que llegaban; y por fin, la locura de los chillidos de las mujeres.

Fue aquello, los chillidos de las mujeres, lo que más me crispó los nervios. Y también debió de crispárselos al hombre de la cara rubicunda, porque conservo otra imagen mental que no se me borrará nunca de la cabeza. El caballero corpulento guardándose la revista en el bolsillo del abrigo y mirándolo todo con curiosidad. Una turba caótica de mujeres, con la cara lívida y desencajada y la boca abierta, chillando como si fueran un coro de almas perdidas; y el hombre de la cara rubicunda, que ahora la tenía violácea de cólera y se dedicaba a bramar con los brazos en alto, como si estuviera arrojando centellas:

—¡Cállense! ¡Oh, cállense!

Recuerdo que la escena me provocó una carcajada repentina, y un instante más tarde me di cuenta de que yo también me estaba poniendo histérico, puesto que aquellas mujeres eran de mi misma clase, mujeres como mi madre y mis hermanas, presas del miedo a morir y resistiéndose a la muerte. Y recuerdo que el ruido que hacían me recordaba al chillido de los cerdos bajo el cuchillo del matarife, y que la claridad de esta analogía me llenó de horror. Aquellas mujeres, capaces de las emociones más sublimes, de la compasión más tierna, tenían la boca abierta y estaban chillando. Querían vivir, pero eran impotentes, igual que ratas en una trampa, y por eso gritaban.

El horror de aquella situación me hizo salir a cubierta. Me sentía mareado y lleno de aprensión, y me senté en un banco. De forma imprecisa veía a hombres correr y los oía gritar mientras forcejeaban para echar los botes al agua. Todo era igual que las descripciones de aquel tipo de escenas que había leído en los libros. Los aparejos se encallaban. Nada funcionaba. Un bote abarrotado de mujeres y de niños cayó al agua sin los tapones y no tardó ni un momento en llenarse de agua e irse a pique. Otro bote había sido arriado solo por un extremo, mientras que el otro seguía colgando de la polea abandonada. Del vapor desconocido que había causado el desastre no se veía ni rastro, aunque oí a los hombres decir que con toda seguridad habría mandado botes en nuestra ayuda.

Bajé a la cubierta inferior. El Martinez se estaba hundiendo deprisa, porque el agua ya estaba muy cerca. Había muchos pasajeros saltando por la borda. Otros que ya estaban en el agua pedían a gritos que alguien los subiera otra vez. Nadie les prestaba atención. Alguien bramó que nos estábamos hundiendo. El pánico que siguió a aquello me cogió por banda y la tromba de cuerpos me empujó hasta el costado del barco. No sé cómo salté por la borda, aunque sí me di cuenta, y de forma instantánea, de por qué la gente que estaba en el agua se mostraba tan deseosa de que los devolvieran a bordo. El agua estaba fría, tan fría que causaba dolor. La mordida del frío, al zambullirme, fue tan rápida y afilada como la del fuego. Me llegó hasta la médula. Era como caer en las garras de la muerte. La angustia y el sobresalto me hicieron dar una bocanada, y los pulmones se me llenaron de agua antes de que el salvavidas me devolviera a la superficie. El sabor de la sal me inundó la boca, y el acre líquido me asfixió al llegarme a la garganta y los pulmones.

Pero lo más preocupante era el frío. Tuve la sensación de que solo sobreviviría unos minutos. A mi alrededor la gente forcejeaba y luchaba por mantenerse a flote en el agua. Los oía hablar a gritos. Y también oí un ruido de remos. Saltaba a la vista que el vapor desconocido había arriado los botes. A medida que pasaba el rato me maravilló el hecho de seguir vivo. Ya no sentía las piernas, y un gélido embotamiento me estaba envolviendo el corazón y filtrándose en su interior. Las olas de pequeño tamaño, con sus maliciosas crestas de espuma, me golpeaban sin parar y se me metían en la boca, provocándome nuevos ataques de asfixia.

Los ruidos se volvieron imprecisos, aunque todavía oí un último y desesperante coro de gritos a lo lejos y supe que el Martinez se había hundido. Más tarde —no sé cuánto más tarde—, recobré la conciencia con un escalofrío. Estaba solo. Ya no oía gritos ni gemidos, solo el ruido de las olas, que la niebla volvía extrañamente hueco y reverberante. El pánico en medio de una multitud, que participa en una especie de comunidad de intereses, no es tan terrible como el pánico cuando uno está solo; y ese era el pánico que yo sufría ahora. ¿Hacia dónde me llevaba la deriva? El hombre de la cara rubicunda había dicho que la corriente estaba refluyendo por debajo del Golden Gate. ¿Acaso entonces iba a terminar yo en mar abierto? ¿Y qué le pasaría al salvavidas gracias al que flotaba? ¿Acaso no podía hacerse trizas en cualquier momento? Yo había oído que aquellos chismes estaban hechos de papel y de virutas huecas que enseguida se saturaban de agua y dejaban de flotar. Y no sabía nadar ni una brazada. Y estaba solo, flotando, aparentemente, en medio de una enormidad gris y primordial. Confieso que la locura se adueñó de mí y que chillé tan fuerte como habían chillado las mujeres y aporreé el agua con las manos entumecidas.

No tengo la menor idea de cuánto tiempo se prolongó esto, porque mi mente quedó en blanco y no recuerdo más de lo que uno recuerda de un sueño agitado y angustioso. Cuando me desperté, me dio la impresión de que habían pasado siglos, y vi entonces, casi por encima de mí y emergiendo de la niebla, la proa de una embarcación con tres velas triangulares, cada una de ellas hábilmente superpuesta a las otras y henchida por el viento. Allí donde la proa hendía el agua se concentraba la espuma borboteante, y yo parecía estar directamente en su trayectoria. Intenté gritar, pero estaba demasiado agotado. La proa descendió, pasándome al lado por muy poco y mandándome una ola que me cubrió la cabeza. A continuación empezó a pasarme por delante el costado largo y negro de la embarcación, tan cerca que podría haberlo tocado con las manos. Intenté alcanzarlo, en un intento desquiciado de clavar las uñas en la madera, pero tenía los brazos yertos. Volví a esforzarme por gritar, pero no pude emitir sonido alguno.

La popa de la embarcación pasó a toda velocidad, descendiendo al pasar a una hondonada entre las olas, y en aquel momento acerté a ver a un hombre de pie al timón de la nave y a otro que no parecía hacer otra cosa que fumar un puro. Vi el humo que le salía de los labios mientras giraba lentamente la cabeza y echaba un vistazo al agua en dirección a donde yo estaba. Fue un vistazo casual y nada premeditado, una de esas cosas caprichosas que los hombres hacen cuando no tienen ninguna necesidad inmediata de hacer nada en particular, sino que las hacen porque están vivos y algo tienen que hacer.

Pero en aquella mirada casual estaban la vida y la muerte. Yo vi que la embarcación era engullida por la niebla; vi la espalda del hombre que iba al timón, y la cabeza del otro hombre girándose, despacio, y vi por fin cómo su mirada daba con el agua y se deslizaba casualmente por ella en dirección a mí. Tenía una expresión ausente, como de profunda reflexión, y yo tuve miedo de que aunque su mirada se posara sobre mí, pese a ello no me viera. Pero su mirada sí que se posó en mí y se quedó mirándome a los ojos; y está claro que me vio, porque salió disparado hacia el timón y, apartando al otro hombre de un empujón, se puso a darle vueltas y más vueltas, usando ambas manos, al mismo tiempo que gritaba alguna clase de órdenes. La embarcación pareció desviarse en una tangente de su rumbo original y desapareció instantáneamente de mi vista para adentrarse en la niebla.

Yo sentí que perdía el conocimiento y traté con todas mis fuerzas de luchar contra el vacío asfixiante y la oscuridad que se estaban elevando a mi alrededor. Poco después oí un batir de remos que se acercaba más y más y a un hombre que me llamaba. Cuando ya estaba muy cerca lo oí exclamar:

—¿Por qué demonios no has gritado?

Me lo decía a mí, pensé yo, y entonces el vacío y la oscuridad se cernieron sobre mí.

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cap-2

2

Parecía mecerme con un ritmo potente a través de una vastedad orbital. A mi alrededor pasaban volando y chisporroteando puntos centelleantes de luz. Eran las estrellas, yo lo sabía, y los cometas deslumbrantes que poblaban mi vuelo por entre los soles. Mientras llegaba a un extremo de mi balanceo y me preparaba para volver a salir disparado en la dirección contraria, se oyó el retumbar enorme de un gong. Durante un lapso inconmensurable, bañado en las suaves olas de las plácidas centurias, disfruté de mi formidable vuelo y cavilé sobre él.

Y, sin embargo, pronto se produjo un cambio en aquel sueño, porque yo suponía que se trataba de un sueño. Mis oscilaciones se fueron volviendo más y más cortas. Empecé a verme empujado hacia un lado y hacia el otro con celeridad irritante. La fuerza con que me veía impulsado por los cielos era tal que apenas podía recobrar el aliento. El gong empezó a retumbar con mayor frecuencia y también con mayor furia. Empecé a esperarlo con un temor que no tenía nombre. Por fin me dio la impresión de que me arrastraban por unas arenas ásperas, blancas y recalentadas por el sol. Aquello dio paso a una sensación de angustia insoportable. La piel me ardía como si me estuvieran atormentando con tizones. El gong retumbaba y tocaba a difuntos. Los puntos centelleantes pasaban fugaces a mi alrededor, formando un torrente interminable de luz, como si el sistema sideral entero estuviera desplomándose en el vacío. Ahogué un grito, recobré el aliento con dolor y abrí los ojos. Había dos hombres arrodillados a mi lado, afanándose sobre mi cuerpo. Las fuertes oscilaciones no eran otra cosa que las elevaciones y los bamboleos hacia delante de una embarcación al navegar. El gong aterrador era una sartén que colgaba de la pared y traqueteaba cada vez que la embarcación se elevaba bruscamente. Las arenas ásperas y abrasadoras eran las manos duras con las que uno de los hombres me estaba frotando el pecho desnudo. Me retorcí de dolor y levanté a medias la cabeza. Tenía el pecho irritado y despellejado, y vi brotar glóbulos diminutos de sangre a través de la cutícula rasgada e inflamada.

—Ya basta, Yonson —dijo uno de los hombres—. ¿No ves que estás frotando tanto al caballero que le haces sangre?

El hombre al que el otro había llamado Yonson, un individuo corpulento de tipo escandinavo, dejó de frotarme y se puso de pie, incómodo. El que acababa de hablar era claramente cockney, y tenía esos rasgos limpios y delicados, casi afeminados, de los hombres que han mamado el tañido de las campanas de la iglesia de Saint Mary Le Bow junto con la leche materna. Un maltrecho gorro de muselina en la cabeza y un sucio saco de arpillera a modo de delantal lo delataban como el cocinero de la cocina sin duda sucia de la embarcación en la que me encontraba.

—¿Y cómo se encuentra usté, señor? —me preguntó con esa sonrisilla servil que solo se consigue a base de generaciones enteras de antepasados ansiosos de propinas.

A modo de respuesta, me retorcí débilmente hasta sentarme, y dejé que Yonson me ayudara a ponerme de pie. El traqueteo y los porrazos de la sartén me estaban crispando horriblemente los nervios. Yo no era capaz de aclarar mi mente. Agarrándome al maderamen de la cocina para no caerme —y confieso que la grasa que la pringaba me hizo rechinar los dientes—, estiré el brazo por encima de los fogones calientes hasta el molesto utensilio, lo descolgué y lo metí con cuidado en la carbonera.

El cocinero sonrió ante mi exhibición de coraje y me puso en la mano un tazón humeante, diciendo:

—Tenga, le sentará bien.

Era un mejunje espantoso —café de a bordo—, pero su calor me vivificó. Entre trago y trago del brebaje me miré el pecho irritado y sanguinolento y me volví hacia el escandinavo.

—Gracias, señor Yonson —le dije—. Pero ¿no cree usted que sus medidas han sido más bien heroicas?

Fue porque entendió el reproche de mi acto, y no el de mis palabras, por lo que me ofreció la palma de su mano para que se la examinara. La tenía increíblemente encallecida. Le pasé la mano por encima de las protuberancias callosas y su tacto rasposo volvió a hacer que me rechinaran los dientes.

—Me llamo Johnson, no Yonson —dijo él con un inglés muy bueno, aunque lento, y sin nada más que un atisbo de acento.

Sus ojos de color azul claro transmitieron una débil protesta, y con ella una franqueza y una hombría tímidas que se ganaron mi simpatía.

—Gracias, señor Johnson —me corregí, y le ofrecí mi mano.

Titubeó, incómodo y vergonzoso, cambió el peso de pierna y por fin me agarró con torpeza la mano para darme un vigoroso apretón.

—¿Tienen ropa seca que pueda ponerme? —le pregunté al cocinero.

—Sí, señor —dijo él con presteza jovial—. Enseguida bajo a buscar entre mis cosas, si no le importa a usté llevar mi ropa, señor.

Salió disparado por la puerta de la cocina, o más bien se deslizó, con una rapidez y una ligereza de movimientos que no me parecieron tan gatunas como untuosas. De hecho, aquella cualidad untuosa, o grasienta, tal como acabaría descubriendo, era probablemente la expresión más genuina de su personalidad.

—¿Y dónde estoy? —le pregunté a Johnson, que supuse, y con razón, que sería uno de los marineros—. ¿Qué embarcación es esta, y adónde se dirige?

—Junto a las islas Farallones, navegando hacia el sudoeste —me contestó él en tono lento y metódico, como si se esforzara para hablar con su mejor inglés, y a la vez respetando con rigidez el orden de mis preguntas—. Es la goleta Fantasma, que va a pescar focas a Japón.

—¿Y quién es el capitán? Tengo que verlo en cuanto me haya vestido.

Johnson pareció confuso y avergonzado. Vaciló mientras buscaba en su vocabulario y componía una respuesta completa.

—El capitán es Lobo Larsen, o por lo menos así lo llaman los hombres. Nunca le he oído otro nombre que ese. Pero será mejor que le hable usted con suavidad. Esta mañana está furioso. El oficial de cubierta...

Pero no terminó la frase. El cocinero acababa de entrar deslizándose.

—Más te vale salir arreando de aquí, Yonson —dijo—. El viejo te va a querer en la cubierta, y no es buen día pa’ buscarle las cosquillas.

Johnson se volvió obedientemente hacia la puerta, a la vez que me dedicaba un guiño asombrosamente solemne y exagerado por encima del hombro del cocinero, como si estuviera enfatizando su comentario interrumpido y la necesidad de que yo me anduviera con cuidado al hablar con el capitán.

El cocinero llevaba colgando del brazo un montón desaliñado y arrugado de prendas de aspecto espantoso y olor rancio.

—Las guardé mojadas, señor —fue la explicación que me ofreció—, pero se tendrá que apañar usté con ellas hasta que el fuego le haya secao las suyas.

Agarrándome a los listones de las paredes, dando tumbos debido al bamboleo de la embarcación y ayudado por el cocinero, conseguí ponerme una áspera camiseta de algodón. El tacto rasposo de la prenda me erizó de inmediato la piel. Él se fijó en mi mueca y mi estremecimiento involuntario y soltó una risita.

—Confío en que no tenga usté que acostumbrarse a esta clase de ropa en la vida, porque tiene usté una piel puñeteramente suave, ya lo creo, la más parecida a una piel de señora que he visto en la vida. Ya me he dao cuenta yo de que era un caballero na más verlo.

Ya me había caído mal de entrada, y mi antipatía creció mientras me ayudaba a vestirme. Había algo repulsivo en su forma de tocar. Me aparté de su mano; me estaba revolviendo las tripas. Y entre aquello y los olores que emanaban de las diversas ollas que hervían y burbujeaban en los fogones, tenía prisa por salir al aire libre. Además, necesitaba hablar con el capitán para ver qué arreglos se podían hacer para llevarme a tierra.

En medio de carreras y ráfagas de comentarios de disculpa, el cocinero me ayudó a ponerme una camisa de algodón barata, con el cuello deshilachado y la pechera descolorida por algo que me parecieron viejas manchas de sangre. Me metió los pies en un par de zapatos de trabajo bajos de cuero y finalmente me suministró un descolorido pantalón de peto de color azul claro, con una pernera casi veinticinco centímetros más corta que la otra. La pernera acortada daba la impresión de que el diablo hubiera intentado apoderarse del alma del cockney y en vez de espíritu hubiese cogido carne.

—¿Y a quién tengo que dar las gracias por su amabilidad? —le pregunté cuando por fin me vi completamente ataviado, con una gorra de niño en la cabeza y una chaquetilla sucia de algodón a rayas que se me terminaba en la rabadilla y cuyas mangas no me cubrían más que hasta los codos.

El cocinero irguió la espalda con fatua humildad y una sonrisita de desprecio en la cara. A juzgar por mi experiencia con los camareros de los buques de pasajeros al final de cada trayecto, podría haber jurado que el tipo estaba esperando su propina. Gracias al conocimiento más amplio que tengo ahora de aquella criatura, sé que su postura era inconsciente. Era sin duda un resultado de su servilismo hereditario.

—A Mugridge, señor —dijo en tono adulador, esbozando una sonrisa grasienta con sus rasgos afeminados—. Thomas Mugridge, señor, al servicio de usté.

—Muy bien, Thomas —le dije—. No me olvidaré de ti... cuando tenga la ropa seca.

Una luz suave le bañó la cara y un centelleo le brotó de los ojos, como si en algún punto de las profundidades de su ser el recuerdo de las propinas recibidas en vidas pasadas hubiera agitado a sus antepasados hasta despabilarlos.

—Gracias, señor —dijo con gratitud y humildad ejemplares.

Mugridge se hizo a un lado siguiendo exactamente la trayectoria de la puerta al retirarse y yo salí a la cubierta. Todavía no me había recuperado de mi prolongada inmersión. Una ráfaga de viento me alcanzó y salí dando tumbos por la cubierta bamboleante hasta una esquina de la cabina, a la cual me aferré para no caer. La goleta, escorada de forma pronunciada respecto a la perpendicular, estaba cabeceando y desplomándose a merced del oleaje del Pacífico. Si era verdad que navegaba hacia el sudoeste, tal como había dicho Johnson, calculé entonces que el viento debía de venir aproximadamente del sur. Ya no había niebla, y en su lugar el sol centelleaba resueltamente sobre la superficie del agua. Me volví hacia el este, donde sabía que debía estar California, pero no pude ver nada más que bancos bajos de niebla: la misma niebla, sin duda, que había provocado el desastre del Martinez y me había puesto en mi situación actual. Al norte, y no muy lejos, un grupo de rocas desnudas emergía del mar, y en una de ellas pude distinguir un faro. Al sudoeste, y prácticamente en mitad de nuestra trayectoria, vi la efigie piramidal de una embarcación a vela.

Tras concluir mi examen del horizonte, me concentré en mi entorno más inmediato. Lo primero que pensé fue que un hombre que había pasado por una colisión y había visto la muerte tan de cerca merecía más atención de la que yo estaba recibiendo. Con la salvedad de un marinero que manejaba el timón y me miraba con interés por encima de la parte superior de la cabina, yo no estaba atrayendo curiosidad alguna.

La atención de todo el mundo parecía concentrarse en lo que estaba pasando en crujía. Allí había un hombre de gran tamaño tumbado de espaldas sobre una escotilla. Iba completamente vestido, aunque tenía la camisa abierta por delante. Aun así, de su pecho no se veía nada, puesto que lo tenía cubierto por una masa de pelo negro, parecido al pelaje de un perro. Su cara y su cuello estaban ocultos por una barba negra, entrecana, que habría sido encrespada y tupida de no ser porque estaba mustia y enredada y chorreando agua. Tenía los ojos cerrados y daba la impresión de estar inconsciente; su boca, sin embargo, estaba abierta y su pecho subía y bajaba como si hubiera estado asfixiándose y ahora luchara ruidosamente para recobrar el aliento. De vez en cuando, y de forma bastante metódica, uno de los marineros dejaba caer al océano un cubo de lona atado con una cuerda, lo volvía a izar con las dos manos y derramaba su contenido sobre el hombre postrado.

Caminando de un extremo a otro de la escotilla, y mordisqueando salvajemente la punta de un puro, estaba el hombre cuya mirada casual me había rescatado del mar. Debía de medir metro setenta y ocho de altura, o tal vez setenta y nueve; no obstante, lo primero que me llamó la atención de él, o la primera impresión que me transmitió, no fue su estatura, sino su fuerza. Aunque en verdad tenía una complexión hercúlea, con la espalda ancha y el pecho robusto, su fuerza no se podía atribuir a su tamaño. Era lo que se podría llamar una fuerza nudosa y nervuda, del tipo que adjudicamos a los hombres flacos y correosos, pero que, en su caso, debido a su complexión fornida, pertenecía más al orden del gorila crecido. Lo que estoy procurando expresar es el hecho de que aquella fuerza suya casi parecía ser algo separado de su aspecto físico. Era una fuerza que tendemos a asociar con las cosas primitivas, con los animales salvajes y con las criaturas que imaginamos que fueron nuestros precursores arborícolas: una fuerza salvaje, feroz, viva en sí misma, la esencia de la vida en el sentido de que es la potencia misma del movimiento, la materia elemental a partir de la cual han sido moldeadas las numerosas formas de vida; en suma, eso que colea en el cuerpo de una serpiente después de que le cortes la cabeza y de que la serpiente, en tanto que serpiente, haya muerto, o bien eso que perdura en un pedazo informe de carne de tortuga y se encoge y tiembla cuando lo pinchas con el dedo.

Tal era la impresión de fuerza que me transmitió aquel hombre que ahora caminaba de un lado para otro. Sus pasos eran firmes; sus pies golpeaban la cubierta con rotundidad y confianza; cada vez que movía un músculo —desde el gesto de echar los hombros hacia atrás hasta la forma en que tensaba los labios sobre el puro—, lo hacía con decisión, y sus movimientos parecían alimentados por una fuerza excesiva y abrumadora. De hecho, aunque aquella fuerza permeaba todos sus actos, no parecía ser más que el anuncio de una fuerza todavía mayor que acechaba en el interior, que yacía aletargada y únicamente se agitaba de vez en cuando, pero que podía despertar en cualquier momento, terrible e imperiosa, igual que la cólera de un león o la furia de una tormenta.

El cocinero asomó la cabeza por la puerta de la cocina y me dedicó una sonrisa de aliento, al tiempo que señalaba con el pulgar al hombre que caminaba de un lado a otro de la escotilla. De esa manera me daba a entender que aquel hombre era el capitán, «el Viejo» en la jerga del cocinero, el individuo con quien yo debía entrevistarme y a quien debía plantearle el problema de cómo llevarme a tierra. Yo ya había echado a andar, decidido a terminar de una vez con lo que estaba seguro de que serían cinco minutos tempestuosos, cuando el infortunado que yacía en el suelo experimentó un paroxismo de asfixia más violento. Se sacudió en el suelo, presa de las convulsiones. Su mentón cubierto de barba negra y mojada apuntó hacia lo alto mientras los músculos de la espalda se le tensaban y se le hinchaba el pecho, en un esfuerzo inconsciente e instintivo por tragar más aire. Por debajo de la barba, y aunque no se le viera, yo sabía que la piel se le estaría poniendo morada.

El capitán, o Lobo Larsen, tal como lo llamaban los hombres, dejó de caminar y se quedó mirando al hombre agonizante. Su último forcejeo había sido tan feroz que el marinero se detuvo cuando estaba a punto de echarle más agua y se quedó mirándolo con curiosidad, con el cubo de lona parcialmente inclinado y goteando sobre la cubierta. El moribundo repiqueteó en la cubierta con los talones, estiró las piernas, tensó el cuerpo entero en un esfuerzo titánico y giró la cabeza a un lado y al otro. A continuación los músculos se le relajaron, su cabeza dejó de girar y un suspiro como de profundo alivio se elevó flotando de sus labios. La boca se le abrió, el labio superior se le retrajo y aparecieron dos hileras de dientes manchados por el tabaco. Daba la impresión de que los rasgos se le habían congelado en una sonrisa diabólica dedicada al mundo al que acababa de superar en ingenio y abandonar a su suerte.

Y entonces pasó algo de lo más sorprendente. El capitán se abalanzó sobre el muerto como una centella. De sus labios brotó un torrente imparable de maldiciones. Y no eran insípidas, ni tampoco meras groserías. Cada palabra era una blasfemia, y no le faltaban palabras. Los juramentos crujían y crepitaban como si fueran chispas eléctricas. Yo no había oído nada parecido en mi vida, ni tampoco me hubiera imaginado que fuera posible. Debido a que tengo cierta tendencia a la expresión literaria, y cierto gusto por las frases y modismos contundentes, me atrevo a decir que aprecié como ningún otro oyente la peculiar viveza y fuerza y blasfemia de sus metáforas. Y la causa de todo, por lo que pude entender, fue que el hombre, que era oficial de cubierta, se había corrido una juerga enorme antes de salir de San Francisco, y luego había tenido el mal gusto de morirse al poco de zarpar y dejar a Lobo Larsen corto de personal.

No debería hacer falta aclarar, por lo menos a mis amigos, que yo estaba escandalizado. Siempre me habían repelido las maldiciones y el lenguaje malsonante de cualquier tipo. Sentí que me encogía, que se me caía el alma a los pies, y —debo decirlo también— experimenté cierto vértigo. Para mí, la muerte siempre había sido algo investido de solemnidad y de dignidad. Siempre había ocurrido de forma pacífica y acompañada de un ceremonial sagrado. Los aspectos más sórdidos y terribles de la muerte, en cambio, eran algo que no me había encontrado hasta entonces. Como he dicho, aunque apreciaba la potencia de las terribles denuncias que salían en tromba de la boca de Lobo Larsen, también estaba escandalizado hasta un extremo indecible. Aquella tromba abrasadora habría bastado para marchitar la cara del cadáver. Nada me habría sorprendido que la barba negra y mojada se le hubiera chamuscado y hubiera empezado a crepitar y a elevarse en forma de humo y llamas. Pero el muerto permaneció impertérrito. Siguió sonriendo con aquella expresión sarcástica, con una burla y un desafío impregnados de cinismo. Era el amo de la situación.

cap-3

3

Lobo Larsen dejó de soltar palabrotas tan bruscamente como había empezado. Volvió a encender el puro y echó un vistazo alrededor. Su mirada fue a recaer en el cocinero.

—¿Y bien, Cocinitas? —empezó a decir con una untuosidad que era tan fría y templada como el acero.

—¿Sí, señor? —interpoló ansiosamente el cocinero con servilismo contrito y dócil.

—¿No te parece que ya te has pasado bastante tiempo estirando el cuello? Es malo para la salud, ¿sabes? Se me acaba de morir el oficial de cubierta, o sea que no puedo permitirme perderte a ti también. Tienes que cuidar muchísimo tu salud, Cocinitas. ¿Entendido?

Su última palabra, en marcado contraste con la suavidad de su comentario previo, restalló como un látigo. El cocinero tembló bajo su azote.

—Sí, señor —fue su dócil respuesta mientras su cabeza infractora desaparecía en el interior de la cocina.

Tras aquella arrolladora reprimenda, que el cocinero había atraído inconscientemente hacia sí, el resto de la tripulación perdió todo interés y se puso manos a la obra con sus tareas. Sin embargo, un grupo de hombres que estaban holgazaneando junto a una escalera de cámara situada entre la cocina y la escotilla, y que no tenían aspecto de marineros, se quedaron hablando en voz baja. Más tarde me enteré de que eran los cazadores, los que disparaban a las focas, miembros de una casta muy superior a los marineros comunes.

—¡Johansen! —llamó Lobo Larsen. Un marinero se acercó obedientemente—. Coge tu manopla y tu aguja y ponte a amortajar a este desgraciado. Encontrarás lona vieja en el compartimento de las velas. Apáñate con ella.

—¿Y qué le pongo en los pies, señor? —preguntó el hombre después del «¡A sus órdenes!» de costumbre.

—Algo encontraremos —contestó Lobo Larsen, y levantó la voz para gritar—: ¡Cocinitas!

Thomas Mugridge salió de su cocina tan de golpe como el muñeco de una caja sorpresa.

—Ve abajo y llena un saco de carbón.

»¿Alguno de vosotros tiene una Biblia o un libro de oraciones? —fue la siguiente pregunta del capitán, esta vez dirigida a los cazadores que holgazaneaban en la escalera de cámara.

Ellos dijeron que no con la cabeza y alguno hizo un comentario burlón que yo no oí pero que provocó una risotada general.

Lobo Larsen les hizo la misma pregunta imperiosa a los marineros. Las biblias y libros de oraciones parecían ser bienes escasos a bordo, pero uno de los hombres se ofreció voluntario para ir a preguntarles a los que estaban de guardia abajo y regresó al cabo de un minuto para informar de que no había ninguno.

El capitán se encogió de hombros.

—Entonces lo tiramos al mar sin discursos, a menos que nuestro náufrago con pinta de clérigo sepa oficiar de memoria el servicio de sepultura en el mar.

Para entonces ya se había dado la vuelta del todo y me estaba mirando a mí.

—Porque es usted predicador, ¿verdad? —preguntó.

Los cazadores, que eran seis, se giraron a la vez como un solo hombre y se quedaron mirándome. Yo fui dolorosamente consciente de mi aspecto de espantapájaros. Mi apariencia levantó un coro de risas, unas risas que no fueron mitigadas ni suavizadas por respeto al muerto que teníamos acostado y sonriendo en la cubierta delante de nosotros; unas risas que eran tan groseras, ásperas y francas como el mismo mar; que emanaban de sentimientos toscos y sensibilidades embotadas, de naturalezas que no conocían la cortesía ni la gentileza.

Lobo Larsen no se rió, aunque en sus ojos grises apareció un ligero destello de sorna; y en aquel momento, después de acercarme bastante a él, recibí mi primera impresión del hombre en sí, del hombre en tanto que cosa distinta a su cuerpo y al torrente de blasfemias que le había oído soltar. La cara, de grandes facciones, arrugas pronunciadas y estructura cuadrada, aunque llena, a primera vista parecía enorme; sin embargo, igual que pasaba con su cuerpo, aquella impresión de enormidad se esfumaba pronto y en su lugar crecía la convicción de que lo que había detrás era una fuerza mental o espiritual tremenda y excesiva, que dormía en las profundidades de su ser. La mandíbula, el mentón, el ceño que le llegaba a lo más alto y le abultaba bastante por encima de los ojos... Todos aquellos rasgos, aunque fuertes en sí mismos, inusualmente fuertes, parecían denotar un vigor o virilidad de espíritu inmensos que permanecían detrás o más allá, donde no pudieran ser vistos. Era imposible sondear un espíritu así, ni medirlo, ni determinar sus metas y límites, ni tampoco clasificarlo en ningún casillero junto con otros de tipo similar.

Sus ojos —que yo estaba destinado a conocer bien— eran grandes y hermosos, bien separados, como los de los artistas verdaderos, cobijados bajo una frente poderosa y coronados por los arcos de unas cejas negras y pobladas. Los ojos en sí eran de ese gris desconcertantemente cambiante que nunca es el mismo; que pasa por muchos tonos y colores igual que la tela de muaré bajo el sol, que pasa por el gris, tanto oscuro como claro, por el gris verdoso y a veces hasta por el azur claro del mar profundo. Eran unos ojos que ocultaban el alma detrás de un millar de disfraces, pero que en raras ocasiones se abrían y le permitían ascender de golpe, como si el alma quisiera salir desnuda al mundo para emprender alguna maravillosa aventura; unos ojos que podían cernerse con la misma oscuridad desesperanzada de los cielos encapotados; capaces de crepitar y de soltar la misma clase de centelleos que suelta una espada cuando está trazando remolinos en el aire; capaces de volverse tan gélidos como un paisaje ártico, y al mismo tiempo capaces de suavizarse y calentarse y ponerse a danzar bajo las luces del amor, intensos y masculinos, seductores e imperiosos, acostumbrados a fascinar y dominar al mismo tiempo a las mujeres hasta que estas se rinden en medio de un alborozo de placer, alivio y sacrificio.

Pero, retomando el hilo, le dije que, por desgracia para el servicio funerario, yo no era predicador, a lo cual él preguntó en tono brusco:

—¿A qué se dedica usted?

Confieso que nunca me habían hecho aquella pregunta, ni tampoco la había tratado yo de suscitar. Me quedé bastante perplejo, y antes de poder recobrar la presencia de ánimo ya había tartamudeado como un tonto:

—S... soy un caballero.

A él se le retrajo el labio en una rápida mueca de burla.

—He trabajado, y trabajo —exclamé con ímpetu, como si él fuera mi juez y yo requiriera defensa, y al mismo tiempo fui muy consciente de la idiotez redomada que implicaba el mero hecho de hablar del asunto.

—¿Para ganarse la vida?

Había algo tan imperativo y señorial

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