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La Regenta

Leopoldo Alas «Clarín»

Fragmento

—Muchacho, ¡tú eres l’enfant terrible! ¡Qué ingenuidad! Pero ¿quién te ha dicho a ti...?

—Éstos.

Y puso Paco dos dedos sobre los ojos.
—¿Qué has visto? No puede ser. Yo estoy seguro de no haber sido indiscreto.

—¿Y ella?
—Ella... no estoy seguro de que sepa que me gusta.
—¡Bah! Estoy seguro yo... Y más; estoy seguro de que le gustas tú.

Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de

allana.

El Marquesito lo sintió, y vio en el rostro de su amigo grandes esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos fríos del dandy se animaron. Chupó el cigarro y arrojó el humo para ocultar con él la expresión de sus emociones.

Anduvieron algunos pasos en silencio.
—¿Qué has visto tú... en ella?
—¡Hola, hola! Parece que pica.
—¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?

Vegallana se volvió para mirar a Mesía. Éste señaló el corazón con ademán jocoserio.

—¡Puf! —hizo con los labios Paco.
—¿Lo dudas?
—Lo niego.
—No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad de enamorarse? —Yo me enamoro muy fácilmente...
—No es eso.
—¿Y te pones colorado?
—Sí; me da vergüenza, ¿qué quieres? Esto debe de ser la vejez. —Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?

Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba a ciertas mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes a los del Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la especial perversión de su sentido moral le hacían afeminado en el alma en el sentido de parecerse a tantas y tantas señoras y señoritas, sin malos humores, ociosas, de buen diente, criadas en el ocio y el regalo, en medio del vicio fácil y corriente.

Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud. Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del vulgo. Paco, sin pensar mucho en ello, y sin pensar claramente, esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como el de los libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y se declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente algo mejor que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos carnales satisfechos y la vanidad contenta. Necesitaba para que todo eso saliera a la superficie, para darse cuenta de ello, que fantasía más poderosa que la suya provocase la actividad de su cerebro; la elocuencia de Mesía, insinuante, corrosiva, era el incentivo más a propósito. En un cuarto de hora, empleado en recorrer calles y plazuelas, don Álvaro hizo sentir al otro aquellos algos indefinidos del amor dosimétrico, que era la más alta idealidad a que llegaba el espíritu del Marquesito.

Sí, todo aquello era puro. Se trataba de una mujer casada, es verdad; pero el amor ideal, el amor de las almas elegantes y escogidas no se para en barras. En París, y hasta en Madrid, se ama a las señoras casadas sin inconveniente. En esto no hay diferencia entre el amor puro y el ordinario.

Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de Vetusta que Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil y alambicada. Si se convencía de la pureza y fuerza de esta pasión, le ayudaría no poco. La amistad entre los Vegallana y la Regenta era íntima. Paco jamás había dicho una palabra de amor a su amiga Anita, y ésta le estimaba mucho; lo poco expansiva que era ella con Paco lo había sido mejor que con otros; en la casa del marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas pocas veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del regente? Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta: por lo menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo Vetusta le parecería indispensable.

Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.

Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las demás; ¿por qué se empeñaban todos en imaginarla invulnerable? ¿Qué blindaje llevaba en el corazón? ¿Con qué unto singular, milagroso, hacía incombustible la carne flaca aquella hembra? Mesía no creía en la virtud absoluta de la mujer; en esto pensaba que consistía la superioridad que todos le reconocían. Un hombre hermoso, como él lo era sin duda, con tales ideas tenía que ser irresistible.

«Creo en mí y no creo en ellas.» Ésta era su divisa.

Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a

usta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.

Él era, ante todo, un hombre político; un hombre político que aprovechaba el amor y otras pasiones para el medro personal. Éste era su dogma hacía más de seis años. Antes conquistaba por conquistar. Ahora con su cuenta y razón; por algo y para algo. Precisamente tenía entre manos un vastísimo plan en que entraba por mucho la señora de un personaje político que había conocido en los baños de Palomares. Era otra virtud. Una virtud a prueba de bomba; del gran mundo. Pues bien, había empezado a minar aquella fortaleza. ¡Era todo un plan! Esperaba en el buen éxito, pero no se apresuraba. No se apresuraba nunca en las cosas difíciles. Él, el conquistador a lo Alejandro, el que había rendido la castidad de una robusta aldeana en dos horas de pugilato, el que había deshecho una boda en una noche, para sustituir al novio, el Tenorio repentista, en los casos graves procedía con la paciencia de un estudiante tímido que ama platónicamente. Había mujeres que sólo así sucumbían; a no ser que abundasen las ocasiones de los ataques bruscos con seguridad del secreto; entonces se acortaban mucho los plazos del rendimiento. La señora del personaje de Madrid era de las que exigían años. Pero el triunfo en este caso aseguraba grandes adelantos en la carrera, y esto era lo principal en Mesía, el hombre político.

Ahora se empezaba a hablar en Vetusta de si él ponía o no ponía los ojos en la Regenta. ¡Vergüenza le daba confesárselo a sí propio! ¡Dos años hacía que ella debía creerle enamorado de sus prendas! Sí, dos años llevaba de prudente sigiloso culto externo, casi siempre mudo, sin más elocuencia que la de los ojos, ciertas idas y venidas y determinadas actitudes ora de tristeza, ora de impaciencia, tal vez de desesperación. Y ¡mayor vergüenza todavía!, otros dos años había empleado en merecer el poeta Trifón Cármenes, enamorado líricamente de la Regenta. Bien lo había conocido don Álvaro, y aunque el rival no le parecía temible, era muy ridículo coincidir con tamaño personaje en la fecha de las operaciones y en el sistema de ataque. Pero al principio no había más remedio, había que proceder así. Claro es que el poeta se había quedado muy atrás; no había pasado de esta situación, poco lisonjera: la Regenta no sabía que aquel chico estaba enamorado de ella. Le veía a veces mirarla con fijeza y pensaba:

«¡Qué distraído es ese poetilla de El Lábaro! Deben de tenerle muy preocupado los consonantes.» Y enseguida se olvidaba de que había Cármenes en el mundo. Entonces ya no le quedaba al poeta más testigo de su dolor que Mesía, la única persona del mundo que entendía el sentido oculto y hondo de los versos eróticos de Cármenes. Aquellas elegías parecían charadas, y sólo podía descifrarlas don Álvaro, dueño de la clave. Esta parte ridícula, según él, de su empeño, ponía furioso unas veces al gentil Mesía y otras de muy buen humor. ¡Era chusco! ¡Él, rival de Trifón! Había que dar un asalto. Ya debía de estar aquello bastante preparado. Aquello era el corazón de la Regenta.

El presidente del casino apreciaba el progreso de la cultura por la lentitud o rapidez en esta clase de asuntos. Vetusta era un pueblo primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser para ella cosa poco menos que segura. La prudencia y el sigilo eran dotes positivas de don Álvaro en tales asuntos. Sus aventuras actuales pocos las conocían; las que sonaban y hasta refería él siempre eran antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino, constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿Le sacrificaría la tranquilidad de la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar honrado?

Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno, y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.

«Todo se puede echar a perder ahora —había pensado don Álvaro—. La devoción sería un rival más temible que Cármenes; el magistral un cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo.»

No había más remedio que jugar el todo por el todo. Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.

«Y con todo, yo tengo datos en contra —pensaba— ciertos indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte?, ¿quién la hallará?»

Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.

—¡Ésta es la moral positiva! —decía el Marquesito muy serio cuando alguien le oponía cualquier argumento—. Sí, señor, esta es la moral moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo no predica otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué daño se le hace a un marido que no lo sabe?

Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen conservador, no la quería en las universidades.

«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos.» Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro dueño tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el alma la elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro! Mucho más grande que nunca. ¿Conque el escéptico redomado, el hombre frío, el dandy desengañado, tenía otro hombre dentro? ¡Quién lo pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos colores (aquellos matices delicados, quería decir Paco), aquel contraste de la aparente indiferencia, del elegante pesimismo con el oculto fervor erótico, un si es no es romántico! Si en vez de la Historia de la prostitución Paquito hubiese leído ciertas novelas de moda, hubiera sabido que don Álvaro no hacía más que imitar —y de mala manera, porque él era ante todo un hombre político— a los héroes de aquellos libros elegantes. Sin embargo, algo encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era éste una Margarita Gautier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse por amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.

Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro.

Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:
1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía. Y
2.º A buscar, para uso propio, un acomodo neorromántico, una pasión verdad, compatible con su afición a las formas amplias y a las turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.

—¿Quién está arriba? —preguntó a un criado, seguro de que estaría la Regenta «porque se lo daba el corazón».

—Hay dos señoras.
—¿Quiénes son?

El criado meditó.
—Una creo que es doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la otra... no sé.

—Bueno, bueno —dijo Paco, volviéndose a Mesía—. Son ellas. Estos días Visita no se separa de Ana.

A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo. —Oye —dijo—, llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques, como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que hayas notado en ella, que puede serme favorable.

—Bien; subamos.

Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no era gran cosa. Pero, ¡bah!, con un poco de imaginación... y precisamente él estaba tan excitado en aquel momento...

Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas... Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.

—¡Están en la cocina! —dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.

—Oye —observó Paco—, ¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer empanadas y no sé qué más?

—Sí, ella lo dijo.
—Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?
—¿Y qué hacen en la cocina?

Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de fantasía, apareció en una ventana al otro lado del patio que había en medio de la casa. Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.

Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:

—¡Yo misma! ¡He sido yo misma! ¡Así a todos los hombres...! ¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra.

VIII

El marqués de Vegallana era en Vetusta el jefe del partido más reaccionario entre los dinásticos; pero no tenía afición a la política y más servía de adorno que de otra cosa. Tenía siempre un favorito que era el jefe verdadero. El favorito actual era (¡oh escándalo del juego natural de las instituciones y del turno pacífico!), ni más ni menos, don Álvaro Mesía, el jefe del partido liberal dinástico. El reac cionario creía resolver sus propios asuntos y en realidad obedecía a las inspiraciones de Mesía. Pero éste no abusaba de su poder secreto. Como un jugador de ajedrez que juega solo y lo mismo se interesa por los blancos que por los negros, don Álvaro cuidaba de los negocios conservadores lo mismo que de los liberales. Eran panes prestados. Si mandaban los del marqués, don Álvaro repartía estanquillos, comisiones y licencias de caza, y a menudo algo más suculento, como si fueran gobierno los suyos; pero cuando venían los liberales, el marqués de Vegallana seguía siendo árbitro en las elecciones, gracias a Mesía, y daba estanquillos, empleos y hasta prebendas. Así era el turno pacífico en Vetusta, a pesar de las apariencias de encarnizada discordia. Los soldados de fila, como se llamaban ellos, se apaleaban allá en las aldeas, y los jefes se entendían, eran uña y carne. Los más listos algo sospechaban, pero no se protestaba, se procuraba sacar tajada doble, aprovechando el secreto.

Vegallana tenía una gran pasión: la de «tragarse leguas», o sea dar paseos de muchos kilómetros.

Le aburrían las intrigas de politiquilla.

Era cacique honorario; el cacique en funciones, su mano derecha, Mesía. Don Álvaro era al marqués en política lo que a Paquito en amores, su Mentor, su Ninfa Egeria. Padre e hijo se consideraban incapaces de pensar en las respectivas materias sin la ayuda de su pitonisa. Aquí estaba el secreto de la política de Vegallana, conocido por pocos.

Los más, al salir de una junta del «Salón de Antigüedades», solían exclamar:

—¡Qué cabeza la de este marques! Nació para amaños electorales, para manejar pueblos.

—No, y los años no le rinden; siempre es el mismo.

Y todo lo que alababan era obra del otro, de Mesía.

Cuando éste quería castigar a alguno de los suyos, le ponía enfrente de un candidato reaccionario a quien había que dejar el triunfo. El marqués agradecía a don Álvaro su abnegación, y le pagaba diciéndole, por ejemplo:

—Oiga usted, mi correligionario Fulano quiere tal cosa, pero a mí me carga ese hombre; haga usted que triunfe el pretendiente liberal. —Y entonces Mesía premiaba los servicios de algún servidor fidelísimo.

¡Quién le hubiera dicho a Ronzal que él debía el verse diputado de la comisión a una de estas sabias combinaciones!

El marqués decía que la fatalidad le había llevado a militar en un partido reaccionario; el nacimiento, los compromisos de clase; pero su temperamento no era de liberal. Tenía grandes «amistades personales» en las aldeas, y repartía abrazos por el distrito en muchas leguas a la redonda. Durante las elecciones, cuando muchos, casi todos, le creían manejando la complicada máquina de las influencias, el único servicio positivo y directo que prestaba era el de agente electoral. Pedía un puñado de candidaturas a Mesía y las repartía por las parroquias electorales que visitaba en sus paseos de Judío Errante.

Cuando emprendía una excursión por camino desconocido, contaba los pasos, aunque hubiese medidas oficiales, porque no se fiaba de los kilómetros del Gobierno. Contaba los pasos y los millares los señalaba con piedras menudas que metía en los bolsillos de la americana. Llegaba a casa y descargaba sobre una mesa aquellos sacos para contar más satisfecho las piedras miliarias. Aquella noche en la tertulia se hablaba en primer término del paseo de Vegallana.

—¿Adónde bueno, marques? —le preguntaba un amigo que le encontraba en el campo.

—A Cardona por la Carbayeda... mil ciento uno... mil ciento dos... tres... cuatro... —y seguía marcando el paso, apoyándose en un palo con nudos y ahumado, como el de los aldeanos de la tierra.

Aquel garrote, la sencilla americana y el hongo flexible de anchas alas eran la garantía de su popularidad en las aldeas. Tenía todo el orgullo y todas las preocupaciones de sus compañeros en nobleza vetustense, pero afectaba una llaneza que era el encanto de las almas sencillas.

Tenía otra manía, corolario de sus paseos, la manía de las pesas y medidas. Sabía en números decimales la capacidad de todos los teatros, congresos, iglesias, bolsas, circos y demás edificios notables de Europa. «Covent Garden tiene tantos metros de ancho por tantos de largo, y tantos de altura»; y hallaba el cubo en un decir Jesús. «El Real tiene tantos metros cúbicos menos que la Gran Ópera». Mentía cuando quería deslumbrar al auditorio, pero podía ser exacto, asombrosamente exacto si se le antojaba. «A mí hechos, datos, números —decía—; lo demás... filosofía alemana.»

En arquitectura le preocupaban mucho las proporciones. Para que hubiese proporción entre la catedral y la plazuela, convendría retirar tres o cuatro metros la catedral. Y él lo hubiera propuesto de buen grado. Era el enemigo natural de don Saturnino Bermúdez en materia de monumentos históricos y ornato público. Todo lo quería alineado. Soñaba con las calles de Nueva York —que nunca había visto— y si le sacaban este argumento:

—Pero la nobleza se opone por su propia esencia a esas igualdades.

Contestaba:
—Señor mío, distingue tempora... —no quería decir eso—, no tergiversemos, no involucremos, post hoc ergo propter hoc —tampoco quería decir eso—. La verdadera desigualdad está en la sangre, pero los tejados deben medirse todos por un rasero. Así lo hace América, que nos lleva una gran ventaja.

La Colonia, la parte nueva de Vetusta, merced a la influencia poderosa del marqués, por un rasero se había medido.

No había una casa más alta que otra.

Protestaban algunos americanos que querían hacer palacios de ocho pisos para ver desde las guardillas el campanario de su pueblo; pero el municipio, bajo la presión del marqués, nivelaba todos los tejados, «dejando para otras esferas de la vida las naturales desigualdades de la sociedad en que vivimos», como decía el marqués en un artículo anónimo que publicó en El Lábaro.

La marquesa tenía a su esposo por un grandísimo majadero, condición que ella creía casi universal en los maridos. Ella sí que era liberal. Muy devota, pero muy liberal, porque lo uno no quita lo otro. Su devoción consistía en presidir muchas cofradías, pedir limosna con gran descaro a la puerta de las iglesias, azotando la bandeja con una moneda de cinco duros, regalar platos de dulce a los canónigos, convidarles a comer, mandar capones al obispo y fruta a las monjas para que hicieran conservas. La libertad, según esta señora, se refería principalmente al sexto mandamiento. Ella no había sido ni mala ni buena, sino como todas las que no son completamente malas, pero tenía la virtud de la más amplia tolerancia. Opinaba que lo único bueno que la aristocracia de ahora podía hacer era divertirse. ¿No podía imitar las virtudes de la nobleza de otros tiempos? Pues que imitara sus vicios. Para la marquesa no había más que Luis XV y Regencia. Los muebles de su salón amarillo y la chimenea de su gabinete estaban copiados de una sala de Versalles, según aseguraban el tapicero y el arquitecto; pero el amor de la marquesa a lo mullido y almohadillado había ido introduciendo grandes modificaciones en el salón Regencia.

El capitán Bedoya, el gran anticuario, murmuraba del salón amarillo diciendo:

—La marquesa se empeña en llamar aquello estilo de la Regencia; ¿por dónde?, como no sea de la regencia de Espartero...

Los muebles eran lujosos, pero estaban maltratados, y lo que era peor, desde el punto de vista arqueológico, convertidos en flagrantes anacronismos.

Les había hecho sufrir varios cambios, aunque siempre sobre la base del amarillo, cubriéndolos con damasco, primero, con seda brochada después, y últimamente con raso basteado, capitoné que ella decía, en almohadillas muy abultadas y menudas, que a don Saturnino se le antojaban impúdicas. El tapicero protestó en tiempo oportuno; en el salón sentaba mal lo capitoné, según su dogma, pero la marquesa se reía de estas imposiciones oficiales. En los demás muebles del salón, espejos, consolas, colgaduras, etc., se había pasado de lo que entendiera el mueblista por Regencia a la mezcla más escandalosa, según el capricho y las comodidades de la marquesa. Si se le hablaba de mal gusto, contestaba que la moda moderna era lo confortable y la libertad. Los antiguos cuadros de la escuela de Cenceño, sin duda, pero al fin venerables como recuerdos de familia, los había mandado al segundo piso, y en su lugar puso alegres acuarelas, mucho torero y mucha manola y algún fraile pícaro; y con escándalo de Bedoya y de Bermúdez hasta había colgado de las paredes cromos un poco verdes y nada artísticos. En el gabinete contiguo, donde pasaba el día la marquesa, la anarquía de los muebles era completa, pero todos eran cómodos; casi todos servían para acostarse; sillas largas, mecedoras, marquesitas, confidentes, taburetes, todo era una conjuración de la pereza; en entrando allí daban tentaciones de echarse a la larga. El sofá de panza anchísima y turgente con sus botones ocultos entre el raso, como pistilos de rosas amarillas, era una muda anacreóntica, acompañada con los olores excitantes de las cien esencias que la marquesa arrojaba a todos los vientos.

La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marqués de

allana, se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete. La gran chimenea tenía lumbre desde octubre hasta mayo. De noche iba al teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran rayos; para eso tenía carruajes. Si no había teatro, y esto era muy frecuente en Vetusta, se quedaba en su gabinete, donde recibía a los amigos y amigas que quisieran hablar de sus cosas, mientras ella leía periódicos satíricos con caricaturas, revistas y novelas. Sólo intervenía en la conversación para hacer alguna advertencia del género de los epigramas del arcipreste, su buen amigo. En estas breves interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no lo admitía ella. Cuando alguno salía garante de una virtud, la marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase negaciones. A veces pronunciaba claramente:

—A mí con ésas... que soy tambor de marina.

No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las costumbres de la Regencia que a sus muebles. Sus citas históricas solían referirse a las queridas de Enrique VIII y a las de Luis XIV.

En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta oscuridad, si había pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los demás se quejaban. Era una injusticia.

—¿Para qué poner tan alta la lámpara? —decían algunos un tanto ofendidos.

Doña Rufina se encogía de hombros.
—Cosas de ése —respondía—, aludiendo a su marido.

No era muy escrupuloso el marqués en materia de moral privada; pero una noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón y llegar al gabinete, cuya puerta estaba entornada; su mano tropezó con una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer —estaba seguro— y sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara. Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba todavía a la llave del gas.

De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola, se habían casado y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica.

Aquella escasa vigilancia a que la marquesa se creía obligada cuando sus hijas vivían con ella, había desaparecido. Era el único consuelo de tanta soledad. En tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir alguna sobrina de las muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas lugareñas linajudas esperaban con ansia la época de las ferias, cuando les tocaba el turno de ir a Vetusta. Desde niñas se acostumbraban a mirar como temporada de excepcional placer la que se pasaba con la tía, en medio de lo mejorcito de la capital.

Algunos padres timoratos oponían algunos argumentos de aquella moralidad privada que no preocupaba al marqués, pero al fin la vanidad triunfaba y siempre tenía su sobrina en ferias la señora marquesa de Vegallana. Las sobrinitas ocupaban los aposentos de las hijas ausentes —el de Emma no volvió a ser habitado, pero se entraba en él cuando hacía falta—. Las muchachas animaban por algunas semanas con el ruido de mejores días aquellas salas y pasillos, alcobas y gabinetes, demasiado grandes y tristes cuando estaban desiertos. De noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche había aventuras, pero silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre femenina en la propia casa; pero no podía dominarse. Video meliora, le decía don Saturno sin que Paco le entendiese. En la tertulia de la marquesa, con sobrinas o sin ellas, predominaba la juventud. Las muchachas de las familias más distinguidas iban muy a menudo a hacer compañía a la pobre señora que se había quedado sin sus tres hijas. Previamente se daba cita al novio respectivo; y cuando no, esperaban los acontecimientos. Allí se improvisaban los noviazgos, y del salón amarillo habían salido muchos matrimonios in extremis, como decía Paquito creyendo que in extremis significaba una cosa muy divertida. Pero lo que salía más veces era asunto para la crónica escandalosa. Se respetaba la casa del marqués, pero se despellejaba a los tertulios. Se contaba cualquier aventurilla y se añadía casi siempre:

—Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales una casa tan respetable, tan digna.

Los liberales avanzados, los que no se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.

Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa donde había tantas aventuras.

Aunque algo se habían relajado las costumbres y ya no era un círculo tan estrecho como en tiempo de doña Anuncia y doña Águeda (q. e. p. d.) el de la clase, aún no era para todos el entrar en la tertulia de confianza de Vegallana. Los mismos tertulios procuraban cerrar las puertas, porque se daban tono así, y además no les convenían testigos. Estaban mejor en petit comité. El espíritu de tolerancia de la marquesa había contagiado a sus amigos. Nadie espiaba a nadie. Cada cual a su asunto. Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia, las mamás que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y quién duda que éstas se harían respetar? Allí estaba Visitación, por ejemplo. Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las ridículas, así como los maridos que seguían conducta análoga. Algún canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia, aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí mucho tiempo. El clero catedral prefería visitar a la marquesa de día. A los escrupulosos se les llamaba hipócritas, y adelante.

La marquesa sabía que en su casa se enamoraban los jóvenes un poco a lo vivo. A veces, mientras leía, notaba que alguien abría la puerta con gran cuidado, sin ruido, por no distraerla; levantaba los ojos; faltaba Fulanito: bueno. Volvía a notar lo mismo, volvía a mirar, faltaba Fulanita, bueno, ¿y qué? Seguía leyendo. Y pensaba: «Todos son personas decentes, todos saben lo que se debe a mi casa, y en cuestión de peccata minuta... allá los interesados». Y encogía los hombros. Este criterio ya lo aplicaba cuando vivían con ella sus hijas. Entonces seguía pensando: «Buenas son mis nenas; si alguno se propasa, las conozco, me avisarán con una bofetada sonora... y lo demás... niñerías; mientras no avisan, niñerías». En efecto, sus hijas se habían casado y nadie se las había devuelto quejándose de lesión enormísima. Si había habido algo, serían niñerías. Y la otra había muerto porque Dios había querido. Una tisis, la enfermedad de moda. Cuando se había tratado de sus hijas, al notar algún síntoma de peligro, siempre había puesto con franqueza y maestría el oportuno remedio, sin escándalo, pero sin rodeos.

Pero con las amiguitas que ahora iban a acompañarla por las noches, no tomaba ninguna precaución.

«Madres tienen —decía, o—: Con su pan se lo coman.»

Y añadía siempre lo de:
«Mientras no falten a lo que se debe a esta casa...».

Uno de los que más partido habían sacado de estas ideas de la marquesa y de su tertulia era Mesía.

Pero a aquel hombre se le podía perdonar todo. ¡Qué tacto!, ¡qué prudencia!, ¡qué discreción!

Entre monjas podía vivir este hombre sin que hubiera miedo de un escándalo.

A Paco, a su adorado Paco, le había puesto cien veces por modelo la habilidad y el sigilo de Mesía al sorprender al hijo de sus entrañas en brazos de alguna costurera, planchadora o doncella de la casa.

Su Paco era torpe, no sabía...
—¡Es indecente que yo te sorprenda en tus desmanes, muchacho...! No llegas al plato y te quieres comer las tajadas... Aprende primero a ser cauto y después... tu alma tu palma.

Y añadía, creyendo haber sido demasiado indulgente:

—Además, esas aventuras no deben tenerse en casa... Pregunta a Mesía. —Era su madre quien había iniciado al Marquesito en el culto que tributaba al Tenorio vetustense.

La marquesa, viendo incorregible a su hijo, tomó el partido de subir siempre al segundo piso tosiendo y hablando a gritos.

En la época en que venían las sobrinas, había además de tertulia conciertos, comidas, excursiones al campo, todo como en los mejores tiempos. La alegría corría otra vez por toda la casa; no había rincones seguros contra el atrevimiento de los amigos íntimos; y en los gabinetes, y hasta en las alcobas donde estaba aún el lecho virginal de las hijas de Vegallana, sonaban a veces carcajadas, gritos comprimidos, delatores de los juegos en que consistía la vida de aquella

adia casera.

Aquella Arcadia la veía don Álvaro con ojos acariciadores; en aquella casa tenía el teatro de sus mejores triunfos; cada mueble le contaba una historia en íntimo secreto; en la seriedad de las sillas panzudas y de los sillones solemnes con sus brazos e ídolos orientales, encontraba una garantía del eterno silencio que les recomendaba. Parecía decirle la madera de fino barniz blanco: «No temas; no hablará nadie una palabra». En el salón amarillo veía el galán un libro de memorias, de memorias dulces y alegres, no cuando Dios quería, sino ahora y siempre; las prendas por su bien halladas eran los tapices discretos, la seda de los asientos, basteada, turgente, blanda y muda; la alfombra tupida que se parecía al mismo Mesía en lo de apagar todo rumor que delatase secretos amorosos.

El marqués pasaba por todo. Eran cosas de su mujer.

Si no había podido moralizarla a ella, mal había de moralizar a sus tertulios. Él vivía en el segundo piso. Había comprendido que el salón amarillo había ido perdiendo poco a poco la severidad propia de un estrado, y se había decidido a convertir en sala de recibir la del segundo, que estaba sobre el salón Regencia.

La marquesa jamás subía al nuevo estrado. Toda visita, fuese de quien fuese, la recibía abajo. Las del marqués, cuando eran de cumplido, se morían de frío en el salón de antigüedades. El salón de antigüedades y el despacho del marqués constituían, como él decía, la parte seria de la casa. En el despacho todo era de roble mate; nada, absolutamente nada, de oro; madera y sólo madera. Vegallana tenía en mucho la severidad de su despacho; nada más serio que el roble para casos tales. La sobriedad del mueblaje rayaba en pobreza.

—¡Mi celda! —decía el marqués con afectación.

Daba frío entrar allí, y Vegallana entraba pocas veces. De las paredes del salón de antigüedades pendían tapices más o menos auténticos, pero de notoria antigüedad.

Era lo único que al capitán Bedoya le parecía digno de respeto en aquel museo de trampas, según su expresión. El marqués tenía la vanidad de ser anticuario por su dinero; pero le costaba mucha plata lo que resultaba al cabo obra de los truqueurs, palabra del capitán. El implacable Bedoya, asiduo tertulio de la marquesa, compadecía a

allana y hasta le despreciaba; pero por no disgustarle, no había querido darle pruebas inequívocas de una triste verdad, a saber: que sus muebles Enrique II del salón de antigüedades eran menos viejos que el mismo marqués. Éste los tenía por auténticos, por coetáneos del hijo del rey caballero; ¡los había comprado él mismo en París...! Pues Bedoya, al que le aducía este argumento en casa de

allana, le llamaba aparte, y sin que nadie los viera, subía con él al segundo piso; se encerraba en el salón de antigüedades, y con el mismo sigilo de ladrón con que sacaba libros del casino, se dirigía a una silla Enrique II, le daba media vuelta, buscaba cierta parte escondida de un pie del mueble; allí había hecho él varios agujeros con un cortaplumas y los había tapado con cera del color de la silla; quitaba la cera con el cortaplumas, raspaba la madera y... ¡oh triunfo!, ésta no se deshacía en polvo; saltaba en astillas muy pequeñas, pero no en polvo.

—¿Ve usted? —decía Bedoya.
—¿Qué?
—La madera es nueva; si fuese del tiempo que el marqués supone, se desharía en polvo; la madera vieja siempre deja caer el polvo de los roedores: eso lo conocemos nosotros, no los aficionados, que no tienen más que dinero y credulidad; ¡esto es truquage, puro truquage!

Ponía la cera en los agujeros, dejaba la silla en su sitio, y descendía triunfante diciendo por la escalera:

—¡Conque ya ve usted! ¡Sólo que al pobre marqués, por supuesto, no hay que decirle una palabra!

Mucho sintió Paco Vegallana, en el primer momento, encontrar en su casa a Obdulia aquella tarde. No estaba él para bromas. Las confidencias de don Álvaro le habían enternecido, y su espíritu volaba en una atmósfera ideal; aquel airecillo romántico le hacía en las entrañas sabrosas cosquillas, más punzantes por la falta de uso. Pocas veces se hallaba él en semejante disposición de ánimo.

Obdulia y Visitación, desde la ventana de la cocina que daba al patio, les llamaban a grandes voces, riendo como locas.

—¡Aquí!, ¡aquí! ¡A trabajar todo el mundo! —gritaba Visita chupándose los dedos llenos de almíbar.

—Pero ¿qué es esto, señoras? ¿No estaban ustedes en casa de Visita preparando la merienda?

Visita se ruborizó levemente.

Se celebró a carcajadas el chasco que se llevaría el pobre Joaquinito Orgaz, que había ido a caza de Obdulia...

Obdulia lo explicó todo. En casa de Visita faltaban los moldes de cierto flan invención de la difunta doña Águeda Ozores; además, el horno de la cocina no tenía tanto hueco como el de la cocina de la marquesa; en fin, no le adornaban otras condiciones técnicas, que no entendían ellos. Vamos, que ni los emparedados, ni los flanes, ni los almíbares se habrían podido hacer en la cocina de Visita, y sin decir ¡agua va! habían trasladado su campamento a casa de Vegallana.

La idea les había parecido muy graciosa a Obdulia y a Visita. Habían sorprendido a la marquesa, que dormía la siesta en su gabinete. Salvo el haberla despertado, todo le había parecido bien. Y sin moverse había dado sus órdenes.

—A Pedro —el cocinero—, a Colás —el pinche— y a las chicas, que ayuden a estas señoras y que vayan por todo lo que necesiten.

Y doña Rufina, volviéndose a las damas, había dicho sonriente: —Ea; ahora fuera gente loca; a la cocina y dejadme en paz.

Y se había enfrascado en la lectura de Los Mohicanos de Dumas.

Visita hacía muy a menudo semejantes irrupciones en casa de cualquier amiga. Ella entendía así la amistad. ¡Pero si su cocina era infernal! La chimenea devolvía el humo; no se podía entrar allí sin asfixiarse, ni en el comedor, que estaba cerca. Pocos vetustenses podían jactarse de haber visto ni el comedor ni la cocina de Visita.

Y eso que tenía tertulia, y se representaban charadas y se corría por los pasillos. Pero ella cerraba ciertas puertas para que no pasase el humo; y decía señalando a los estrechos y oscuros pasadizos:

—Por ahí corran ustedes lo que quieran, loquillas, pero nadie me abra esa puerta.

Toda su prodigalidad de señora que recibe de confianza se reducía a entregar vestidos y pañuelos de estambre, todo viejo, para que los pollos de imaginación se disfrazasen de mujeres o de turcos.

Aquellas prendas se depositaban en una alcoba donde había una cama de excusa, pero sin colchón ni ropa; con las cuerdas al aire.

Aquél era el vestuario de los actores y actrices de charadas. Se vestían todos juntos porque todo se ponía sobre el propio traje. Además Visita no alumbraba el cuarto, ¿para qué? Desde la sala se oía, a lo mejor, detrás de las cortinillas de tafetán verde:

—Pepe, que le doy a usted un cachete.
—¡Hola, hola!, eso no estaba en el programa...
—Niños, niños, formalidad.
—¿Por qué no les da usted una luz, Visita?
—Señores, porque esos locos son capaces de quemar la casa... —Tiene razón Visita, tiene razón —gritaban desde dentro Joaquín Orgaz o el Pepe de la bofetada.

Donde Visitación demostraba su intimidad con los amigos, su franqueza y trato sencillísimo era en casa de los demás. Allí hacía locuras.

Hablaba mucho, a gritos, con diez carcajadas por cada frase. Se le había alabado su aturdimiento gracioso a los quince años, y ya cerca de los treinta y cinco aún era un torbellino, una cascada de alegría, según le decía en el álbum Cármenes el poeta. Lo que era una catarata de mala crianza, según doña Paula, la madre del provisor, que nunca había querido pagarle las visitas. Pero catarata, cascada, torbellino, todo lo era con cuenta y razón. Su aturdimiento era obra de un estudio profundo y minucioso: se aturdía mientras su ojo avizor buscaba la presa... algún dije, una golosina, cualquier cosa menos dinero. Creía, o mejor, fingía creer, que las cosas no valen nada, que sólo la moneda es riqueza.

—Señora, le debo a usted dos cuartos de la limosna que dio usted por mí el otro día.

—Deje usted, Visita, vaya una cantidad... no me avergüence usted.

—¡No faltaba más...! Tome usted... ¡Y qué alfiletero tan mono! —No vale nada.
—¡Es precioso!
—Está a su disposición.
—No me lo diga usted dos veces...
—Está a su disposición... ¡vaya una alhaja!
—¿Sí? Pues me lo llevo... Mire usted que yo soy una urraca...

Y sí que era una urraca, como que así la llamaba doña Paula: la urraca ladrona.

Donde hacía estragos era en los comestibles.

Llegaba a casa de una vecina riendo a carcajadas.
—¿Sabes lo que me pasa? Nada, que no parece; hemos perdido la llave del armario o de la alacena... y aquí me tienes muerta de hambre. A ver, a ver, dame algo, socarrona; o meriendo, o me caigo de hambre.

Dos veces a la semana se jugaba en su casa a la lotería o a la aduana. Se dejaba un fondo para una merienda en el campo; se nombraba una comisión para que lo preparase todo. Sus miembros eran invariablemente Visita y un primo suyo. Visita, por economía, y porque le daban asco el pastelero y el confitero, fabricaba por su cuenta, y bajo su dirección, los hojaldres, los almíbares, todo lo que podía hacerse en su cocina. Después resultaba que en su cocina no se podía hacer nada. ¡El pícaro humo! El casero, que no ensanchaba el horno... ¡diablos coronados! Dios la perdonara.

El caso es que recurría en el apuro a la cocina de Vegallana, u otra de buena casa, las más veces a aquélla. Allí se hacía todo. Visita disponía de los criados del marques; previo el consentimiento del cocinero, por lo que respecta a la cocina, sacaba algunas provisiones de la despensa; mandaba a la tienda por azúcar, pasas, pimienta, sal, ¡diablos coronados! si el señor Pedro no abría los cajones de sus armarios; que viniera todo lo que se necesitaba. «¿Dinero? Deje usted, ahí tengo yo cuenta.» Después todo aquello aparecía en la cuenta del marqués. Equivocaciones; como habían ido sus criados a comprar... Se comían la merienda. En la primera noche de tertulia se hacían los comentarios.

—Visita, ¿qué tal, nos hemos empeñado?
—Poca cosa... un piquillo...
—Pues a ver, a ver, que se pague.
—Nada más justo.
—A escote.
—Dejen ustedes, ¿se quieren ustedes callar? No se hable de eso, no merece la pena.

Visita tenía principio para algunas semanas y postres para meses. Su esposo era un humilde empleado del Banco, pero de muy buena familia, pariente de títulos. Si Visita no se ingeniara, ¿cómo se mantendría aquel decente pasar que era indispensable para continuar siendo parientes de la nobleza?

Cuando Visitación era soltera, se dijo —¡de quién no se dice!— si había saltado o no había saltado por un balcón... no por causa de incendio, sino por causa de un novio que algunos presumían que había sido Mesía. Todas eran conjeturas; cierto nada. Como ella era algo ligera... como no guardaba las apariencias...

Ya nadie se acordaba de aquello; seguía siendo aturdida, tenía fama de golosa y de gorrona —según la expresión que se usaba en

usta como en todas partes—, pero nada más. Era insoportable con su alegría intempestiva; mas en materia grave, en lo que no admite parvedad de materia, nadie la acusaba, a lo menos públicamente. Por supuesto que no se cuenta tal o cual descuidillo...

Era alta, delgada, rubia, graciosa, pero no tanto como pensaba ella; sus ojos pequeñuelos, que cerraba entornándolos hasta hacerlos invisibles, tenían cierta malicia, pero no el encanto voluptuoso por lo picante que ella suponía. Al tocarla la mano cuando no tenía guante, notaba el tacto el pringue de alguna golosina que Visita acababa de comer.

Don Álvaro, en el seno de la confianza, hablaba con desprecio de Visitación y hacía gestos mal disimulados de asco. Aseguraba que tenía un pie bonito y una pantorrilla mucho mejor de lo que podría esperarse; pero calzaba mal... y enaguas y medias dejaban mucho que desear... ya se le entendía. Y solía limpiar los labios con el pañuelo después de decir esto.

Paco Vegallana juraba que usaba aquella señora ligas de balduque, y que él le había conocido una de bramante. Todo esto, por supuesto, se decía nada más entre hombres, y habían de ser discretos.

Los bajos de Obdulia, en cambio, eran irreprochables; no así su conducta: pero de esto ya no se hablaba de puro sabido. Ella, sin embargo, negaba a cada uno de sus amantes todas sus relaciones anteriores, menos las de Mesía. Eran su orgullo. Aquel hombre la había fascinado, ¿para qué negarlo? Pero sólo él. Era viuda y jamás recordaba al difunto; parecía la viuda de Alvarito; ¡era su único pasado!

Aquella tarde estaban guapas las dos; era preciso confesarlo. Por lo menos Paco Vegallana lo confesaba ingenuamente. Y sin que renunciara a consagrar el resto del día al idealismo, en buen hora despertado por las relaciones de su amigo, consintió el Marquesito en pasar a la cocina de su casa, al oler lo que guisaban aquellas señoras.

En la cocina de los Vegallana se reflejaba su positiva grandeza. No, no eran nobles tronados: abundancia, limpieza, desahogo, esmero, refinamiento en el arte culinario, todo esto y más se notaba desde el momento de entrar allí.

Pedro, el cocinero, y Colás, su pinche, preparaban la comida ordinaria, y parecía que se trataba de un banquete. Por toda la provincia tenía esparcidos sus dominios el marqués, en forma de arrendamientos que allí se llaman caseríos, y a más de la renta, que era baja, por consistir el lujo en esta materia en no subirla jamás, pagaban los colonos el tributo de los mejores frutos naturales de su corral, del río vecino, de la caza de los montes. Liebres, conejos, perdices, arceas, salmones, truchas, capones, gallinas, acudían mal de su grado a la cocina del marqués, como convocados a nueva Arca de Noé, en trance de diluvio universal. A todas horas, de día y de noche, en alguna parte de la provincia se estaban preparando las provisiones de la mesa de Vegallana; podía asegurarse.

A media noche, cuando los hornos estaban apagados y dormía Pedro, y dormía el amo, y nadie pensaba en comer, allá a dos leguas de Vetusta, en el río Celonio, velaba un pobre aldeano tripulando miserable barca medio podrida y que hacía mucha agua. Debajo de peñón sombrío, que como torre inclinada amenaza caer sobre la corriente, y hace más oscura la oscuridad del río en el remanso, acechaba el paso del salmón, empuñando un haz de paja encendida, cuya llama se refleja en las ondas como estela de fuego. Aquel salmón que pescaba el colono del magnate a la luz de una hoguera portátil, era el mismo que ahora estaba sangrando, todo lonjas, esperando el momento de entregarse a la parrilla, sobre una mesa de pino, blanca y pulcra.

También de noche, cerca del alba, emprendía su viaje al monte el casero que se preciaba de regalar a su señor las primeras arceas, las mejores perdices; y allí estaban las perdices, sobre la mesa de pino, ofreciendo el contraste de sus plumas pardas con el rojo y plata del salmón despedazado. Allí cerca, en la despensa, gallinas, pichones, anguilas monstruosas, jamones monumentales, morcillas blancas y morenas, chorizos purpurinos, en aparente desorden yacían amontonados o pendían de retorcidos ganchos de hierro, según su género. Aquella despensa devoraba lo más exquisito de la fauna y la flora comestibles de la provincia. Los colores vivos de la fruta mejor sazonada y de mayor tamaño animaban el cuadro, algo melancólico si hubiesen estado solos aquellos tonos apagados de la naturaleza muerta, ya embutida, ya salada. Peras amarillentas, otras de asar, casi rojas, manzanas de oro y grana, montones de nueces, avellanas y castañas, daban alegría, variedad y armoniosa distribución de luz y sombra al conjunto, suculento sin más que verlo, mientras al olfato llegaban mezclados los olores punzantes de la química culinaria y los aromas suaves y discretos de naranjas, limones, manzanas y heno, que era el blando lecho de la fruta.

Y todo aquello había sido movimiento, luz, vida, ruido, cantando en el bosque, volando por el cielo azul, serpeando por las frescas linfas, luciendo al sol destellos de todo el iris, al pender de las ramas, en vega, prados, ríos, montes... ¡Indudablemente Vegallana sabía ser un gran señor!, pensaba suspirando Visita, que soñaba muerta de envidia con aquella despensa, exposición permanente de lo más apetecible que cría la provincia.

El marqués sonreía cuando le hablaban de ampliar el sufragio. ¿Y qué?, ¿no son casi todos colonos míos?, ¿no m

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