Alicia en el país de las maravillas | A través del espejo | La caza del Snark

Lewis Carroll

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Hélas, Mme. Strauss, il n’y a pas de certitudes, même grammaticales.

M. PROUST

circa agosto de 1908

Es un raro privilegio que hoy, al cabo de los años, los lectores de Alicia no tengan edad, sexo, profesión o nacionalidad determinadas. Alice’s Adventures in Wonderland y Through the Looking-Glass son parte del patrimonio colectivo; se han vuelto objetos de referencia común para un heterogéneo personal, que incluye a pequeños y a adultos, a oficiantes del lenguaje y a matemáticos, más allá incluso del ámbito inglés, fenómeno este sin duda sorprendente dado el recio soporte lingüístico sobre el que se asientan ambos libros. Alicia (en muchas lenguas) y, con ella, el Conejo Blanco, el Gato de Cheshire, la Reina Roja, Humpty Dumpty y tantos otros, parecen morar en nuestra memoria con absoluta naturalidad. Y al igual que ocurre con Kafka, reconocemos tal o cual situación, tal o cual idea o salida verbal, como carrollianas, al margen de que sean o no de Lewis Carroll.

¿Cómo describiríamos ese mundo insólito, cuya existencia se nos antoja anterior a su invención, que Carroll descubrió y visitó allá por los años sesenta del siglo XIX, en la Inglaterra victoriana? El lugar de las maravillas, o de lo maravilloso, parecería próximo en su arranque al de los cuentos de hadas (animales humanizados y dotados del habla, sacudidas y transformaciones continuas como las sufridas por Alicia y por el bebé convertido en cerdito, apariciones y desapariciones del gato…), de no constatarse enseguida que los resortes que por dentro mueven el relato son muy distintos. Los cambios no ocurren a título de compensación moral, como castigo o recompensa, sino que son indicio y consecuencia de la esencial inestabilidad que alcanza en todos sus dominios a la obra; el mundo invocado no resulta todo él homogéneamente «encantado», sino que, en la caja de sorpresas que Carroll reservó para Alicia, hay bromas o invenciones ambiguas, guiños que cuestionan lo mágico por dentro; la acción no ocurre en un tiempo remoto (el consabido «Érase una vez» reaparece, en cambio, como comienzo de la versión abreviada, infantil: Alicia para los pequeños), sino en el presente de la protagonista que, no lo olvidemos, fue la niña real por y para quien fue escrito el relato. Carroll, pues, desde muy pronto, se desmarcó del género feérico —tal vez inconscientemente para desmarcarse de un público limitado, el infantil— y situó a Alicia en problemática posición, ante un entorno nuevo, fuera de su habitual marco de referencias.

En una primera aproximación, el País de las Maravillas es un mundo al revés y, quizá, alternativo al racional y serio de donde procedía la niña. Cuando esta, en los inicios de su aventura subterránea, y de acuerdo a las enseñanzas de la escuela, conjetura hasta dónde podrá conducirle su descenso por la madriguera, imagina el término al otro lado de la tierra, en las antípodas (por más que la palabra le salga un poquitín alterada), donde lo normal será literalmente andar cabeza abajo. Y ese lugar opuesto al lado de acá se aprecia acaso de modo más claro aún, mediante sistemáticas inversiones, en el libro A través del espejo.

Este mundo al revés, mentalmente patas arriba, jocoso y anárquico, tenía en la poesía inglesa de la época un nombre emblemático, nonsense (sinsentido o disparate), a cuyo afianzamiento contribuyó Carroll, junto con Edward Lear, con algunas muestras perfectas. La poesía del nonsense se sirve a menudo de fortuitas asociaciones de sonidos, en especial la rima (opuesta a la razón), o de mecánicas variaciones conceptuales en torno a un mismo esquema sintáctico, para implantar el reino autónomo del absurdo. El resultado, en potencia al menos, es un mensaje que produce desconcierto y placer; y al oírlo, el lector tiende a admitir, como Alicia ante ciertas observaciones del Sombrerero, que si por una parte carece totalmente de significación, resulta por otra, y al mismo tiempo, correcto. La gratuidad es la primera regla; y el que escribe, una vez ha desterrado de su órbita el sentido común, no sabe adónde le conducirá el juego (La caza del Snark se inició impremeditadamente a partir del último verso y sin saber cómo iba retrospectivamente a continuar) porque el único plan, o intención, es seguir jugando. Pues bien, el disparate poético no solo se introduce con regularidad, como parodias, en los dos relatos de Alicia, sino que da la pauta y constituye para ellos el modelo general más válido.

Carroll no era solo un practicante del humor y del juego; era, como buen entendido en lógica, un clarividente observador (que seguía jugando). El mencionado comentario metalingüístico de la niña ante las salidas del Sombrerero es expresivo de ello. Pero sin entrar en esta atractiva vertiente, que vincula su faceta inventiva con la teórica, observemos que fue la Alicia real quien, con ocasión del cuento oral, reclamó el «sinsentido» como único requisito de la historia que Carroll le contaba: there will be nonsense in it! (poema inicial de Alice in Wonderland). Entiéndase, en la intención de la niña: que no haya mensaje, sea cual sea, sentimental, patriótico o moral.

Cierto carácter reivindicativo de la Alicia real frente a los tediosos libros «infantiles», o de la Alicia inventada, como cuando muestra un malestar físico ante la moralizante Duquesa (auténtico payaso social), no puede hacernos perder de vista el lado más visible del carácter de la niña en ambos relatos. Alicia es una niña muy correcta y formal, prácticamente domesticada, concebida según unos modelos —y modales— victorianos y trasplantada, ay, a un país de locos, donde no hay tipo sensato ni razonamiento que se salve. Ella «visita» los países de las maravillas y del espejo, observa todo con distancia («¡qué curioso!» es una expresión clave en ella), discute a sus genuinos habitantes generalmente desde la más estricta sensatez y no pocas veces siente temor ante la idea de no regresar nunca más a la normalidad de donde partió. Bien sé que tal esquema es muy parcial, que su curiosidad —más poderosa que su miedo— le impele a vivir la aventura que, a fin de cuentas, en su sueño buscó. Admitamos, en todo caso, que Alicia se perfila como una figura ambigua, que no se entrega sino a medias a su nueva experiencia. Carroll ha invertido genialmente el cuadro y así vemos cómo una niña adulta se resiste ante los juegos, las bromas y las excentricidades de unos adultos niños. Estos son los que representan más propiamente el mundo que reconocemos como carrolliano; por tanto, para descubrirlo, habrá que atender a sus movimientos y a sus palabras.

Ahora bien, precisamente porque Alicia es la única figura excéntrica respecto al código mental que rige en los países creados por Carroll (es la única que pretende incumplir la regla general que con imperturbable calma le lanza el Gato de Cheshire: aquí estamos todos locos), su papel es esencial, más allá del de ser mero hilo narrativo que une los episodios. Con su incredulidad no poco ingenua, no solo cumple una función intermediaria ante el lector, el cual ve y oye en complicidad con ella, sino que —mucho más importante— sirve provocativamente para dar cuerda a unas criaturas que, de no ser por su presencia, acaso no sentirían ningunas ganas especiales de expresarse. En suma, Alicia es la interlocutora ideal, la encargada de alimentar las melancolías verbales de la Falsa Tortuga o los delirios del lingüista Humpty Dumpty.

Mencionar a estos personajes es referirse a la primacía que Carroll, a medida que avanzaba en su proyecto, fue otorgando al diálogo, entendido como instrumento básico de su fantasía. Todos los personajes, incluso los más lacónicos (piénsese en la Oruga), se definen, más que por sus acciones, por sus palabras, y cabría trazar un perfil lingüístico muy preciso de no pocos de ellos. Pero ocurre además, y Alicia no es en este punto una excepción a la regla, que son todos muy aficionados a hablar. Discuten siempre, aunque de nada en concreto; más bien, tal vez, juegan a hablar. A veces lo difícil, lo más irritante, es entrar en conversación, y Alicia lo sabe; pero una vez iniciada aquella, los personajes se entregan, como si tuvieran toda la vida por delante, a practicar el juego de la palabra. Todo consiste en estar mentalmente atento o, por el contrario, en provocar un estado flotante, asociativo, y dejar que por turnos, en el curso de las intervenciones, se deslice por sí misma, con absoluta gratuidad, la película del diálogo.

Cualquier operación es buena si relanza el juego. He aquí algunos resortes muy eficaces: pasar sin previo aviso del sentido figurado al literal; dar la vuelta a un vocablo o a una frase y remirarlos aislados de su contexto; malentender una palabra y desviarse hacia otras fónicamente próximas; personalizar nombres abstractos, como Tiempo o Nadie, y hacerlos actuar; matricularse en la escuela de etimólogos que preside Humpty Dumpty… Pero detengámonos aquí: no hay discordia; Alicia está perfectamente entretenida con el juego. Aproveche el lector y entre, si quiere, dentro de este nuevo recinto, en castellano, de Lewis Carroll.

LUIS MARISTANY

La presente edición

NOTA SOBRE LA EDICIÓN

Se ofrecen en esta edición las tres obras capitales de Carroll: los dos libros de Alicia y La caza del Snark. Van precedidas de unas notas introductorias que procuran dar la imprescindible información. El lector que desee conocer todo lo que anecdóticamente se sabe sobre Alicia puede acudir a la magnífica edición anotada por Martin Gardner. De todos modos, se ha confeccionado auxiliarmente, al final del volumen, un dossier con los documentos de mayor interés en relación con las mencionadas obras, junto a un esclarecedor estudio de Nina Auerbah.

Es sabida la dificultad que entraña traducir obras que, como las de Carroll, están repletas de chistes y juegos verbales, de parodias y «disparates» poéticos. Pues bien, en la presente versión se ha preferido recrear directamente, incluso cambiando alguna vez de arriba abajo un párrafo si el juego lo requería, que explicarlo en nota a pie de página. Tal opción, naturalmente, entraña su mayor o menor porción de fracaso (no siempre uno encuentra un paralelo afortunado con el original); pero había que correr el riesgo, como también —creo yo— había que arriesgarse a recrear los poemas. Se ha prescindido, en cambio, de la referencia paródica que estos guardan en el original. Téngase en cuenta que, incluso en inglés, el lector no tiene en mente, como lo tenía la Alicia real y con ella los lectores de entonces, los poemas de Isaac Watts, Thomas Hood o de quien fuera. Ya pasó el tiempo en que se hacía aprender de memoria ciertas composiciones a los niños; y a fin de cuentas, la literatura paródica se ve obligada a pasar doblemente la prueba del tiempo: no perdura propiamente sino a partir del momento en que han quedado olvidados los motivos circunstanciales que la inspiraron. Tal vez en esto ocurra con Alicia lo mismo que ocurrió con el Quijote.

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

ALICIA
EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

 (1865)

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El proceso de gestación de Alice in Wonderland duró tres años y pasó por tres fases: el cuento oral, la versión manuscrita y la redacción final. La primera tuvo lugar en el curso de un paseo en barca por el Támesis el cuatro de julio de 1862. Charles L. Dodgson anotaba ese día escuetamente en su Diario: «Seguido el río hasta Godstow con las tres pequeñas Liddell; tomamos el té en la orilla y no regresamos a Christ Church hasta las ocho y media». Un añadido posterior aclara que en dicha ocasión les contó Las aventuras subterráneas de Alicia, título primitivo que todavía conservaría en la versión manuscrita. La expedición estaba formada por las tres Liddell (Lorina, Alice y Edith, Prima, Secunda y Tertia del poema inicial, que respectivamente contaban entonces trece, diez y ocho años), Dodgson y un amigo de este, el reverendo Robinson Duckworth. El grupo, por cierto, figura recreado en el mojado picnic del final del capítulo II (trasunto de la lluvia ocurrida en el curso de otro paseo en barca, el 17 de junio del mismo año): Lorina es Lory (Loro), Edith es Eaglet (Aguilucho), Duckworth es Duck (Pato) y Dodgson (que a causa de su tartamudeo pronunciaba su apellido «Do-Do Dogson») es Dodo. La tarde en que brotó el cuento oral quedó grabada en la mente de Carroll: fue, simbólicamente, «la dorada tarde» (aunque, en realidad, según se ha podido averiguar, fuera más bien húmeda y nublada) del citado poema introductor de Alicia, y la evocó también en las composiciones inicial y final (donde figura, en acróstico, el nombre completo de la niña) de A través del espejo. Pueden consultarse, en apéndice, los testimonios de Dodgson (especial interés posee su artículo «“Alicia” en la escena» de 1887), de la propia Alicia (ya convertida en Mrs. Hargreaves) y de R. Duckworth.

Carroll afirmó no recordar otro motivo para escribir el cuento que el de «complacer a una niña a la que quería» y, al parecer, contó a Duckworth que permaneció en vela «casi toda la noche, dedicado a rememorar en un manuscrito las extravagantes aventuras con que tanto había avivado aquella tarde». Sea como fuere, el Diario fecha en el 13 de noviembre, es decir, cuatro meses más tarde, el inicio de la redacción: «Empezado a escribir el cuento para Alicia, que les conté el 4 de julio, yendo a Godstow: espero terminarlo en Navidades». No lo acabó hasta febrero del siguiente año, y seguidamente se puso a ilustrarlo, tarea que lo ocupó hasta septiembre de 1864. Dos meses después enviaba a Alicia, como obsequio de Navidad, el manuscrito, cuya publicación, en facsímil, tuvo lugar en 1886 (Alice’s Adventures Underground). Según el Diario (entrada del 9 de mayo de 1863) George MacDonald y su mujer expresaron a Carroll su deseo de ver publicado el cuento. Encargado al editor MacMillan, se iniciaba la reescritura del manuscrito que, ilustrado esta vez por el dibujante John Tenniel (con quien entró en contacto a principios de 1864), apareció en libro en 1865 bajo el título de Alice’s Adventures in Wonderland.

El notable estirón que ofrece la versión final, respecto a la manuscrita, afecta sobre todo a partir del capítulo VI. Este —«Cerdo y pimienta»— y el siguiente —«Una merienda de locos»— son enteramente nuevos, y en la práctica lo son también el once —«¿Quién robó las tartas?»— y el doce —«La declaración de Alicia»—, pues en el manuscrito ocupan los dos juntos solo tres páginas. Señalemos, entre los demás añadidos de auténtica importancia, los recuerdos de escuela del Grifo y la Tortuga, llenos de juegos de palabras. En realidad, la fantasía lingüística de Carroll, que le condujo a potenciar el papel del diálogo, solo se manifiesta plenamente al pasar a la redacción final.

En 1890, el autor publicó una versión para los pequeños «de cero a cinco años» (The Nursery «Alice»).

En la dorada tarde de nuestra barca

En la dorada tarde nuestra barca

se desliza sin prisa:

impulsan ambos remos unos brazos

inhábiles de niñas,

mientras en vano sus manitas pugnan

por trazar nuestra vía.

¡Ah, Trinidad cruel! ¡En esa hora,

bajo un cielo de ensueño,

cuando el aire no agita ni una hoja,

me piden que urda un cuento!

¿Mas cómo va a oponerse una voz sola

a tres lenguas a un tiempo?

Prima, imperiosa, lanza el veredicto:

«Inícialo ahora mismo».

Secunda, más benigna, solo pide

«que sea un sinsentido»,

mientras Tertia interrumpe por minuto

una vez como mínimo.

Pronto las tres en silencio imaginan

las idas y venidas

de la niña soñada en un país

de extrañas maravillas,

locuaz con bestias, pájaros… Que es cierto

casi lo jurarían.

Y cuando el narrador ya siente exhausta

su fuente de inventiva

y se propone a postergar la historia

diciendo con fatiga:

«Lo restante, mañana». «¡Ya es mañana!»,

reclaman las tres niñas.

Así surgió el País de Maravillas,

así, pues, paso a paso,

se forjaron sus raras aventuras.

El cuento se ha acabado.

Y en penumbra, feliz tripulación,

hacia casa remamos.

Recibe, Alicia, el cuento y deposítalo

donde el sueño de Infancia

abraza a la Memoria en lazo místico,

como ajada guirnalda

que ofrece a su regreso el peregrino

de una tierra lejana.

1. Descenso por la madriguera

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DESCENSO POR LA MADRIGUERA

Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada: una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ilustraciones ni diálogos, «¿y de qué sirve un libro —pensó Alicia— si no tiene ilustraciones ni diálogos?».

Así que estaba considerando (como mejor podía, pues el intenso calor la hacía sentirse muy torpe y adormilada) si la delicia de tejer una guirnalda de margaritas le compensaría de la molestia de incorporarse y recoger las flores, cuando de pronto un conejo blanco de ojos rosados pasó velozmente a su lado.

Nada extraordinario había en todo eso, y ni siquiera le pareció nada extraño oír que el Conejo se dijera a sí mismo: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!» (cuando después pensó en el asunto, se sorprendió de que no le hubiera maravillado, pero entonces ya todo le resultaba perfectamente natural); sin embargo, cuando el Conejo, sin más, se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, y lo miró y apuró el paso, Alicia se levantó de un brinco porque de pronto comprendió que jamás había visto un conejo con chaleco y con un reloj en su interior. Y ardiendo de curiosidad, corrió a campo traviesa detrás de él, justo a tiempo de ver cómo se colaba por una gran madriguera que había bajo un seto.

Allí se metió Alicia al instante, tras él, sin pensar ni por un solo momento cómo se las ingeniaría para volver a salir.

Por un trecho, la madriguera seguía recta como un túnel, y luego, de repente, se hundía; tan de repente que Alicia no tuvo ni un instante para pensar en detenerse, sino que se vio cayendo por lo que parecía ser un pozo muy profundo.

O el pozo era muy profundo o ella caía muy despacio; el caso es que, conforme iba cayendo, tenía tiempo sobrado para mirar alrededor y preguntarse qué iría a suceder después. Primero trató de mirar abajo y averiguar adónde se dirigía, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego miró las paredes del pozo y advirtió que estaban llenas de alacenas y estantes. Veía, aquí y allá, mapas y cuadros colgados. Al pasar por uno de los estantes, cogió un tarro con una etiqueta que decía: «MERMELADA DE NARANJA», pero qué desencanto: estaba vacío. No quiso soltarlo por miedo a matar a alguien; así que se las arregló para colocarlo, al paso que caía, en uno de los estantes.

«¡Bueno —pensó Alicia—, después de una caída así, ya puedo rodar por las escaleras que sean! ¡Qué valiente, van a pensar que soy en casa! ¡No chistaría ni aunque me cayera del tejado!» (lo cual era más que probable).

Abajo, abajo, abajo. ¿Es que nunca iba a terminar de caer? «Me pregunto cuántos kilómetros he caído ya —dijo en voz alta—. Debo de estar llegando al centro de la Tierra. Veamos: eso sería unos seis mil quinientos kilómetros, creo…» (pues, como veis, Alicia había aprendido cosas de este tipo en la escuela, y aunque no fuera precisamente la mejor ocasión para exhibir sus conocimientos, ya que no había nadie que la escuchara, siempre era una buena práctica repetirlo). «Sí, esa será la distancia…, pero entonces ¿en qué latitud o longitud me encuentro?» (Alicia no tenía ni idea de lo que significaban esas palabras, pero al decirlas le sonaban muy hermosas y nobles.)

Y empezó otra vez: «Me pregunto si caeré atravesando directamente la Tierra… ¡Qué divertido sería aparecer entre gente que va patas arriba! Las Antipáticas, creo que se llaman» (no poco se congratuló esta vez de que nadie la escuchara, porque la palabra no le sonaba del todo correcta). «… Pero tendré que preguntar el nombre del país. Por favor, señora, ¿es esto Nueva Zelanda o Australia?» (y al decirlo, intentó hacer una reverencia… ¡Figuraos, una reverencia, mientras caía por los aires! ¿Seríais capaces de hacerla?) «¡Y qué ignorante me juzgaría la señora! No, nunca lo preguntaré: tal vez lo vea escrito en algún lado.»

Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer, así que Alicia se puso a hablar de nuevo. «¡Ay, creo que Dina me va a echar mucho de menos esta noche!» (Dina era la gata.) «Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina querida, ojalá estuvieras aquí abajo conmigo! No hay ratones en el aire, me temo, pero podrías atrapar algún murciélago, y eso, ya sabes, es muy parecido a un ratón. Pero ¿comen murciélagos los gatos?» Y aquí Alicia empezó a adormilarse y a repetir su pregunta como si soñara: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?», y a veces: «¿Comen los murciélagos gatos?», porque, como no podía dar respuesta a sus preguntas, poco importaba la manera de hacerlas. Sintió que se dormía y había empezado a soñar que iba de la mano con Dina y le preguntaba muy seria: «Ahora, Dina, dime la verdad: “¿Te has comido alguna vez un murciélago”», cuando de pronto ¡bum!, ¡bum! fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. El descenso había concluido.

Alicia no se hizo el menor daño, y al instante, de un salto, se incorporó: miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro; ante ella se abría otro largo pasadizo y aún vio al Conejo Blanco que se internaba apresuradamente. No había tiempo que perder: allá fue Alicia, como el viento, y llegó a tiempo de oírle decir mientras desaparecía por una esquina: «¡Por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se me está haciendo!». Lo tenía casi a un paso, pero cuando ella dobló la esquina, el Conejo ya se había esfumado. Alicia se encontró en una sala larga y baja, alumbrada por una hilera de lámparas que colgaban del techo.

Había puertas por todos los lados de la sala, pero estaban todas cerradas, y cuando Alicia la hubo recorrido de parte a parte y tanteado una a una sus puertas, se encaminó tristemente hacia el centro, pensando cómo se las arreglaría para salir.

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De pronto se encontró ante una mesita de tres patas, toda ella de cristal: no había otra cosa encima que una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que la llavecita correspondería a una de las puertas de la sala; pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes o la llave era demasiado pequeña, el caso es que no abría ninguna. Sin embargo, en un segundo intento, descubrió una cortina baja que no había notado antes, y detrás había una puertecita de unos cuarenta centímetros de altura. Probó la llavecita de oro en la cerradura y, con gran alegría, vio que ¡encajaba!

Alicia abrió la puerta y descubrió que conducía a un estrecho pasadizo, no mucho mayor que una ratonera. Se arrodilló y, a través del corredor, vio el más hermoso jardín que jamás hayáis visto. ¡Qué ganas tenía de dejar la sombría sala y deambular por entre aquellos lechos de rutilantes flores y aquellas frescas fuentes!, pero ni siquiera le entraba la cabeza por el hueco de la puerta; «y en caso de que pasara —pensó Alicia— de poco me serviría sin los hombros. ¡Ah, cómo me gustaría plegarme como un telescopio! Creo que podría, si supiera cómo empezar». Porque, ya veis, le habían ocurrido últimamente tantas cosas extraordinarias que Alicia empezaba a pensar que muy pocas eran realmente imposibles.

Era inútil quedarse allí plantada ante la puertecita, así que volvió a la mesa, con cierta esperanza de hallar encima otra llave o, al menos, un libro con las instrucciones para poder plegarse como un telescopio. Esta vez encontró una botellita («que por cierto no estaba aquí antes», se dijo Alicia): tenía atada alrededor del cuello una etiqueta de papel, en mayúsculas bellamente impresas, con la palabra «BÉBEME».

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Bien estaba eso de decir «bébeme», pero una niña tan precavida como Alicia no iba a bebérselo sin más. «No —se dijo—, primero habría que ver si indica o no veneno», porque había leído varias historias muy bonitas de niños que fueron quemados vivos o devorados por bestias salvajes y demás cosas desagradables, y todo por negarse a recordar los sencillos preceptos que amistosamente les habían inculcado. Por ejemplo: que un atizador al rojo vivo quema si se lo sostiene por mucho rato; o que si uno se hace un corte muy profundo con un cuchillo en el dedo, por regla general sangra, y que (eso Alicia no lo había olvidado) si uno bebe mucho de una botella que pone «veneno», lo más probable es que, tarde o temprano, haga daño.

Sin embargo, en el frasco no ponía «veneno»; así que Alicia se atrevió a probarlo y, como tenía un sabor muy rico (de hecho sabía a una mezcla de tarta de cerezas, natillas, piña, pavo asado, caramelo y crujientes tostadas de pan con mantequilla), se lo bebió de un trago.

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«¡Qué sensación más curiosa! —dijo Alicia—. ¡Creo que me estoy plegando como un telescopio!»

Y así era, en efecto: ahora solo medía veinticinco centímetros de altura, y se le iluminó el rostro ante el jardín. Antes, sin embargo, aguardó unos minutos para pasar por la puertecita que la conduciría al hermoso jardín. No obstante, esperó unos minutos para ver si seguía achicándose; se sentía un poco nerviosa por ello, pues «podría acabar desapareciendo del todo —pensó—, como una vela, ¿y qué sería de mí entonces?». Trató de imaginarse qué aspecto tiene la llama al apagarse, porque no podía recordar haber visto nunca una cosa semejante.

Al cabo de un rato, viendo que nada nuevo le ocurría, decidió entrar de inmediato en el jardín; pero, ¡ay, pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se dio cuenta de que había olvidado la llavecita de oro, y al volver a la mesa por ella advirtió que no podía alcanzarla: la veía perfectamente a través del cristal, e intentó trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza; y agotada de su tentativa, la pobrecita se sentó y se puso a llorar.

«¡Ea, de nada sirve llorar así! —se dijo Alicia con bastante entereza—. ¡Te aconsejo que pares ahora mismo!» Solía darse muy buenos consejos (aunque pocas veces los pusiera en práctica) y a veces se reprendía con tal severidad que hasta le saltaban las lágrimas. Y aún recordaba que en una ocasión trató de darse un cachete por hacer trampas al jugar consigo misma en una partida de croquet, porque esta curiosa niña era muy aficionada a fingir que era dos personas. «¡Pero ahora es inútil pretender ser dos personas! —pensó Alicia—. ¡Si apenas ha quedado de mí lo suficiente para contar una persona entera!»

Poco después descubrió una cajita de cristal que había bajo la mesa: la abrió y halló en ella un minúsculo pastelillo sobre el que se leía, bellamente impresa con pasas, la palabra «CÓMEME». «Bueno, lo comeré —dijo Alicia—; si me hace más grande, podré coger la llave, y si me hace más pequeña, podré colarme por debajo de la puerta: así, de un modo u otro, ¡entraré en el jardín!»

Comió un poquitín y se preguntó con ansiedad: «¿Por dónde?, ¿por dónde?», poniéndose la mano encima de la cabeza para averiguar si era hacia arriba o hacia abajo; y no poco se sorprendió al ver que conservaba la misma estatura. En realidad, esto es lo que suele ocurrir cuando uno come pastel, pero tan habituada estaba Alicia a que solo le ocurrieran cosas extraordinarias que le pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera su curso normal.

Así que, manos a la obra, pronto acabó con el pastel.

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2. En un mar de lágrimas

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EN UN MAR DE LÁGRIMAS

«¡Más que recurioso, requetecurioso!», exclamó Alicia (tan sorprendida estaba en aquel momento que se olvidó por completo de hablar con entera corrección). «¡Qué estirón! ¡Ni que fuera el telescopio más grande del mundo! ¡Adiós, pies!» (porque al mirarlos le pareció que los perdía de vista, tanto se le alejaban). «¡Ay, mis pobres piececitos, quién os pondrá ahora los zapatos y los calcetines! ¡Estoy segura de que yo no! Demasiado lejos estaré para ocuparme de vosotros: tendréis que arreglároslas solitos, lo mejor que podáis… Pero debo ser amable con ellos —pensó Alicia— ¡o se van a negar a caminar por donde yo quiera ir! Les regalaré un par de botas nuevas todas las Navidades.»

Y siguió discurriendo cómo se las arreglaría. «¡Tendrá que ser por correo! —pensó—. ¡Qué divertido enviar regalos a los mismísimos pies de una! ¡Y qué extrañas van a resultar las direcciones!

Sr. D. Pie Derecho de Alicia

Felpudo de la Chimenea

Junto al Guardafuegos

(con cariños de Alicia).

¡Ay, Dios mío, qué disparates digo!»

Fue entonces cuando su cabeza chocó contra el techo de la sala: de hecho ahora tenía algo más de dos metros y medio de altura; cogió al instante la llavecita y se precipitó hacia la puerta del jardín.

¡Pobre Alicia! Apenas si, tumbada de costado, podía mirar el jardín con un solo ojo; pero acceder a él era más que imposible: se sentó y otra vez irrumpió en llanto.

«¡Vergüenza debería darte llorar de esta manera! —se dijo Alicia—. ¡Una niña tan grande!» (Bien podía hablar así.) «¡Basta ya, te lo ordeno!» Pero siguió llorando litros y litros de lágrimas, como si nada, hasta formar alrededor un gran charco de unos diez centímetros de profundidad, que cubrió la mitad de la habitación.

Al cabo de un rato, oyó a distancia un leve sonar de pasos, y se secó rápidamente los ojos para ver quién venía. Era el Conejo Blanco, que regresaba muy elegantemente vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una mano y un gran abanico en la otra. Venía dando apurados saltitos y murmuraba para sí: «¡Ay, la Duquesa, la Duquesa! ¡Qué furiosa se va a poner si la hago esperar!». Alicia se sentía tan desesperada que estaba decidida a pedir ayuda a cualquiera que fuese; así que, cuando el conejo estuvo cerca, empezó a decirle con voz tímida y baja:

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—Por favor, Señor…

Pero el Conejo, del susto, dejó caer los guantes y el abanico, y se escurrió en la oscuridad lo más deprisa que pudo.

Alicia recogió el abanico y los guantes y, como hacía mucho calor en la sala, se puso a abanicarse todo el tiempo que hablaba: «¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué extraño es todo hoy! ¡Y ayer, en cambio, era todo normal! ¿Habré cambiado durante la noche? Vamos a ver: ¿era yo la misma al levantarme esta mañana? Casi creo recordar que me sentía un poco distinta. Pero si no soy la misma, la pregunta siguiente es: ¿quién diablos soy? ¡Ah, ese es el gran enigma!». Y se puso a pensar en todas las niñas amigas de su misma edad, por ver si se había transformado en alguna de ellas.

«No soy Ada, estoy segura de que no —dijo—, porque lleva largos tirabuzones en el pelo, y el mío en cambio no tiene tirabuzones; y estoy segura de que tampoco soy Mabel, porque yo sé un montón de cosas, y ella…, ¡ella sabe poquísimas! Además, ella es ella, y yo soy yo y… ¡Ay, Dios mío, qué enrevesado es todo esto! A ver si sé todas las cosas que sabía antes. Veamos: cuatro por cinco, doce, y cuatro por seis, trece, y cuatro por siete… ¡Ay, Dios mío, a este paso nunca llegaré a veinte! Pero la tabla de multiplicar no significa nada; probemos con la geografía. Londres es la capital de París, París la capital de Roma, Roma… ¡No, todo eso está mal, seguro! ¡Debo de haberme transformado en Mabel! Probaré a recitar “¡Ay, el pobre inocente…!”» Y cruzó las manos sobre el regazo, como si estuviera diciendo la lección, y empezó a recitar, pero la voz sonaba ronca y extraña, y las palabras no eran las mismas que solían ser:

¡Ay, el pobre inocente cocodrilo,

cómo aprovecha su brillante cola

y derrama las aguas de ola en ola

por sus bellas escamas en el Nilo!

¡Qué alegre estás cuando muestras los dientes,

con qué celeridad abres tus garras

y a los peces saludas y desgarras!

¡Se cuelan por tus fauces sonrientes!

«Seguro que esta no es la letra exacta —dijo la pobre Alicia, y se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas mientras proseguía—: Al final resultará que soy Mabel y voy a tener que ir a vivir a su casucha, y para colmo casi sin juguetes, y ¡ay!, ¡tener siempre lecciones que aprender! No, eso sí que no: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí abajo! De nada les va a servir que se pongan cabeza abajo y me digan: “¡Anda, niña, sube!”. Me quedaré mirándolos y les diré: “¿Quién soy yo, primero? Contestadme, y luego, si me gusta ser esa persona, subiré; si no, me quedaré aquí abajo hasta que sea otra…”. Pero, ¡Dios mío! —exclamó Alicia, estallando en lágrimas—. ¡Si al menos comparecieran cabeza abajo! ¡Estoy cansadísima de estar aquí tan sola!»

Al decir esto, se miró las manos y se sorprendió al ver que se había puesto uno de los guantecillos blancos del Conejo, mientras hablaba. «¿Cómo he podido hacerlo? —pensó—. Debo de estar achicándome otra vez.» Se levantó y fue a la mesa para medirse por ella; según sus cálculos, medía ahora unos sesenta centímetros de altura y seguía encogiéndose rápidamente. Pronto advirtió que la causa de ello era

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