PRESENTACIÓN
Mesopotamia: la Tierra entre Dos Ríos.
Región planetaria privilegiada: ya en los comienzos de la historia se adelantó alumbrando una civilización. Fundó ciudades, encauzó regadíos, levantó monumentos, colgó jardines en Babilonia, erigió templos piramidales desde cuyas terrazas eran leídas las estrellas. Y, sobre todo, la escritura y el genial invento de inmortalizarla en el barro adánico. El deleznable material hecho roca eterna en la hoguera, para atesorar la palabra humana.
En esa arcilla perdurable se salvaron nombres y hazañas cuando se desmoronaron los imperios. Sobrevivieron bajo el olvido incluso cuando, siglos después, el genio creador mesopotámico engendró la ciudad sin rival, la más gloriosa de su tiempo: aquella Bagdad califal de Las Mil y Una Noches, arrasada por los guerreros mongoles en 1258.
Más olvido de siglos y otra resurrección al revelar Mesopotamia su tesoro para nuevos tiempos: el oscuro y denso mar subterráneo del petróleo. Inmediato despertar de codicias y, ahora, el asalto y saqueo por una cuadrilla de malhechores encaramados en altas magistraturas, tan dotados de máquinas para dar muerte como incapaces de dar ni valorar la Vida.
Larga historia de apogeos y cataclismos en la que, siempre indestructibles, las humildes tablillas conservaron altísimas palabras. Así nos llegó esta epopeya de Gilgamesh, el héroe que «vio en lo profundo». Hijo de diosa y hombre, tenaz buscador de la inmortalidad tras llorar la muerte de su más que amigo Enkidu, hijo absoluto de la Tierra.
La epopeya nos revela un perdido mundo arcaico donde los hombres conviven con los dioses y los sueños inspiran las conductas. Entre inusuales personajes aparece la prostituta que guía y aconseja, así como la diosa lujuriosa ofreciéndose al héroe. Pero también encuentra el lector actual actitudes de todos los tiempos así como símbolos y mitos familiares para nosotros, como los difundidos por los textos bíblicos: el árbol del fruto prohibido, el diluvio universal con otro «Noé» salvado en su arca, o los cedros del Líbano admirados por Salomón; todo engarzado en múltiples aventuras y en pasajes deleitosos, como las descripciones del jardín de las joyas o de las armas bien labradas.
Cuando, hace ya medio siglo —milenios, si se comprime la historia en la duración de una vida humana—, disfruté con mi primera lectura de la epopeya, me sorprendieron los mitos olvidados tanto como las verdades vigentes, a la vez que el texto me ayudaba a poblar más verazmente mis adquiridas imágenes de zigurats y columnatas. Pero, sobre todo, me admiró el vigor insuperable del lenguaje, desesperado en los lamentos funerarios, implacable maldiciendo, viril en los sentimientos. Ahora, en mi relectura, brillan los mismos valores pero, además, el poema me eleva a una cumbre del espíritu. Me reconforta ese texto al desplegar la grandeza de aquella Mesopotamia, tan superior a los despreciables saqueadores de Irak en el año 2003, que ni siquiera son capaces de entender la dignidad en la desgracia del pueblo invadido. La destrucción y la muerte no llegan jamás a la altura de la Vida.
JOSÉ LUIS SAMPEDRO
2004
PREFACIO
Mi primera toma de contacto con la magia de Gilgamesh tuvo lugar en la niñez, cuando leí el libro que precedió a éste en la colección Penguin Classics, la síntesis en prosa de los poemas antiguos efectuada por Nancy Sandars (The Epic of Gilgamesh, 1960). En la universidad me brindaron la feliz oportunidad de leer parte del texto cuneiforme de la epopeya bajo la orientación del más destacado experto en literatura babilónica, W. G. Lambert. El trabajo de recuperación del texto de Gilgamesh a partir de las tablillas de arcilla originales y de preparación de lo que solo será la tercera edición erudita de la epopeya babilónica ha sido el principal objeto de mis investigaciones durante los últimos doce años. En este tiempo he tenido la suerte de haber contado con los consejos y el estímulo de muchos adeptos a Gilgamesh en nuestros días. Entre ellos deseo hacer una mención especial a David Hawkins, colega mío en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, que también ha contribuido a la traducción de un fragmento hitita en la Tablilla VII, y a Aege Westenholtz, de la Universidad de Copenhague, que en el curso de una tradu