INTRODUCCIÓN
Hay obras en la historia de la literatura europea que constituyen una síntesis magnífica de religión, filosofía y tradición literaria, como la Divina comedia; las hay que han representado una revolución extraordinaria en el campo de los géneros literarios, como el Quijote; otras han supuesto una hazaña prácticamente inigualable de experimentación lingüística, como Ulises, de James Joyce, y las hay que equivalen al diagnóstico de toda una época en sus aspectos más relevantes, como es el caso de El proceso y El castillo, de Franz Kafka. Muchas otras, por fin, han llevado hasta un punto inigualado la vieja lección de educar a los lectores haciéndoles pasar, al mismo tiempo, un largo rato lleno de una serena, tierna y desbordada felicidad. La mayor parte de la obra narrativa de Charles Dickens, empezando por su primera novela, Los papeles póstumos del Club Pickwick, pertenece a esta última categoría y ocupa en ella uno de los lugares más altos que quepa imaginar dentro de los anales de la novelística europea.
Charles Dickens nació en 1812 en Portsmouth, como segundo hijo de John Dickens —quien, con su mujer, llegaría a tener ocho—, empleado de la oficina de pagos, una oficina de recaudación de impuestos del ámbito de la Armada Real. Tras el nacimiento de Charles, la familia Dickens no tardó en trasladarse a Chatham, en el distrito de Kent, escenario campestre de los años de infancia más felices del futuro escritor, quien, en las notas autobiográficas escritas mucho más tarde, recuerda las sesiones domésticas dedicadas a un teatro inventado por él mismo, los duetos vocales que cantaba con una de sus hermanas, y una serie de mascaradas, imaginadas y representadas ante sus padres y hermanos, para expansión de la imaginación de Charles y diversión de los espectadores ocasionales. También corresponden a estos años las primeras lecturas de nuestro autor, que incluyen, entre otros, libros claramente construidos sobre la base de la permanente captación de la atención y la curiosidad del lector, como es el caso de Las mil y una noches, que Dickens devoró con verdadera pasión.
La familia se trasladó más adelante a Camden Town, un suburbio de Londres, y allí empezaron los problemas para los Dickens: en 1824, al no poder hacer frente a una deuda acumulada a causa de un deseo mal calculado —y peor ejecutado— de prosperar y conseguir cierta posición en la capital, John Dickens fue encerrado por deudas en la prisión de Marshalsea, en la metrópoli inglesa. Por aquel tiempo —como se leerá en las páginas de la presente novela, pero sobre todo en Oliver Twist y en David Copperfield— era habitual que las familias de los presos se alojaran en el propio centro penitenciario, en pésimas condiciones por cierto, al lado de los que cumplían sentencia, pues se suponía, con excelente criterio, que una familia no podía subsistir de ningún modo sin los ingresos aportados regularmente por el jefe de la casa. La mujer y los ya por entonces numerosos hijos de John Dickens —a excepción de Charles, el futuro escritor, que quedó en la calle en condiciones prácticamente de vagabundo— abandonaron el domicilio de Camden Town y se instalaron en la cárcel.
Para subvenir a las necesidades de padres y hermanos, Charles empezó entonces una larga carrera de pequeños oficios mal remunerados (como correspondía a las condiciones del trabajo infantil en aquella época, circunstancia que más tarde ocuparía también muchas de las páginas del escritor), entre los que destaca el trabajo en una fábrica de betún para zapatos. Más adelante, ya muchacho, pudo reemprender los estudios primarios que había iniciado cuando niño, y en 1827 se empleó como «chico para todo» en una oficina de dudosa respetabilidad —de las que también se encuentran muchas, especialmente dedicadas a litigios, en sus novelas, empezando por la que el lector tiene en las manos—, alternando este trabajo con el estudio de la taquigrafía, técnica de escritura rápida que al futuro novelista le pareció, con notable sagacidad, que le presentaría fructíferas perspectivas laborales. Dickens destacó hasta tal punto en este oficio que llegó a convertirse en uno de los taquígrafos más apreciados en los círculos profesionales en los que esta habilidad resultaba imprescindible, como es el caso de los despachos de pasantes de abogados, de los procuradores y hasta de los propios abogados, gremio que, por cierto, no se salva de un retrato mordaz y de enorme perspicacia en las páginas de Pickwick.
Este extremo de su biografía no es baladí, sino todo lo contrario, pues, gracias a un empleo que le obligaba a una escritura rápida, pero también, en segunda instancia, gracias a una imprescindible organización escrupulosa de las notas, a una labor de síntesis, y, en definitiva, a una composición que tenía que ser, en el fondo, de cuño «literario», Dickens adquirió los rudimentos del oficio al que terminaría dedicándose el resto de su vida. Esto se produjo de un modo progresivo: Dickens no tardó en convertirse en reporter en Doctor’s Commons, en Londres, y más tarde en la Cámara de los Comunes, para la cual tuvo que realizar, en parte siguiendo su propia imaginación, más de un reportaje político sobre cuestiones de candente actualidad en el Londres de aquel momento. En este sentido, Dickens había redactado un informe sobre un famoso pleito por incumplimiento de promesa matrimonial que es, sin lugar a dudas, el punto de partida de uno de los hilos argumentales más felices de Pickwick, es decir, la causa «Bardell contra Pickwick», que el lector leerá en el capítulo XVIII y en otros.
A todo lo dicho hasta aquí acerca de la juventud de Dickens cabría añadir algunas observaciones de orden histórico. El autor nació bajo la Regencia de 1811-1820 (tan bien reflejada en las novelas de Jane Austen); vivió bajo el reinado de Guillermo IV (1830-1837, periodo que incluye el movimiento del Acta Reformista de 1832), y desde 1837 y para el resto de su vida vivió bajo el cetro de la reina Victoria (1837-1901). En los tiempos difíciles en los que Dickens se educó, que son también los años, como se ha dicho, en los que se definen las características fundamentales de toda su obra, el autor conoció una terrible escasez, como la conocieron de un modo especial los medios rurales ingleses: fue la carestía que determinó la promulgación de la famosa Corn Law (1815), que reducía drásticamente los beneficios de los grandes productores de trigo en beneficio de un mayor acceso de la población a un alimento tan básico como el pan. También en su juventud, Dickens asistió al enorme movimiento migratorio de la población rural hacia los grandes centros urbanos, progresivamente industrializados —Londres, Manchester y Birmingham en especial—, que aseguraron cierto progreso material (por no decir la supervivencia) a grandes masas de la población inglesa de la época. De todos modos, la precariedad de los puestos de trabajo era absoluta, y por esta razón los alborotos protagonizados por la clase obrera fueron en preocupante aumento, hasta tal punto que tuvo que promulgarse la célebre Riot Act para frenar el movimiento que, desde otro ángulo y en la misma Inglaterra, Marx y Engels aprovecharían en beneficio de su causa. La educación se hallaba en manos de la Iglesia y de instituciones caritativas en buena medida vinculadas a ella, como se lee en otras novelas del escritor, y también en esta. Dickens conoció este tipo de educación represiva, severa y con mala nutrición, un modelo educativo que, con los años, se suavizaría un poco bajo los auspicios siempre benevolentes, pero puritanos hasta extremos propiamente novelescos, de la moral victoriana.
Nuestro autor vivió, pues, en una época llena de contradicciones, de pugnas entre lo que acabarían siendo las «clases sociales» organizadas de la segunda mitad del siglo XIX, y en medio de una permanente remodelación del escenario social británico. Estas contradicciones fueron las que puso de relieve en su obra, aunque lo hiciera siempre, por así decirlo, sin acritud. En modo alguno puede decirse que Dickens sea un escritor socialista, y menos todavía un candidato a formar parte de las huestes de la Primera Internacional Comunista. Su punto de vista ante este tipo de cuestiones, ante la situación de los pobres y los privilegios de los ricos, fue una actitud que debe ser llamada, pura y llanamente, cristiana: es lo que se observa ya en su primera novela, como explicaremos más adelante, y lo que alcanza un punto culminante en las dos novelas que narran, de modo diferido, su propia experiencia infantil, es decir, las ya citadas Oliver Twist y David Copperfield.
Con el escaso bagaje literario citado, y en el seno de una sociedad que solo hemos caracterizado por encima, quedaron asentadas, en cierto modo, las bases de la futura categoría como escritor de Dickens, algo que no tardó en ponerse de manifiesto. Impulsado por la labor de reporter, el joven Charles se sintió empujado a la redacción de crónicas y reportajes de corte urbano inventados y ya no sacados del natural, como había hecho hasta entonces, y empezó a publicar en 1836, en el Monthly Magazine, las llamadas Escenas de la vida de Londres por «Boz», que firmó con este seudónimo de inspiración bíblica. El crédito que merecieron estos relatos y el hecho de que se aproximaran con tal grado de veracidad a situaciones y ambientes urbanos de la época hicieron que Dickens cosechara ya por entonces —es decir, solo con veinticuatro años— un cierto prestigio en los medios literarios de la ciudad. Los periódicos ingleses de la época, como en cierto modo han seguido haciendo hasta la actualidad, eran la cantera de muchos escritores; y se consideraba lógico, además de un aprendizaje de la mejor categoría, iniciarse en la carrera de escritor en las páginas de un rotativo. Alentado por un editor, Dickens reunió una buena serie de sus cuentos y los publicó en forma de libro en ese mismo año.
Esta publicación le dio a Dickens alas para emprender la segunda de sus empresas literarias propiamente dichas, y sin duda la que le abrió de un día para otro las puertas de la fama, de un modo no muy distinto a como Lord Byron se convirtió en un escritor famoso, «de la noche a la mañana» según su propia expresión, a raíz de la publicación de su poema Peregrinación de Childe Harold. Así fue como, en el mismo año de gracia de 1836, el editor del periódico Evening Chronicle propuso al joven Dickens la redacción de una serie de episodios —que iban a editarse por entregas, como solía hacerse— que narrarían las aventuras de una delegación de varios miembros de un imaginario club londinense por la ciudad de Londres y sus alrededores. Merece la pena detenerse un poco en la explicación de lo que significa este «subgénero» de la literatura narrativa.
La novela por entregas fue el modo más habitual de publicar novelas (no otros géneros literarios) durante todo el siglo XIX y parte del XX: para poner un ejemplo glorioso, el propio Flaubert ofreció a los lectores franceses Madame Bovary en este formato antes de publicar la obra en forma de libro. Tanto los escritores franceses como los ingleses, los rusos o los españoles usaron este procedimiento para publicar sus novelas (hoy diríamos para su «prepublicación», pero ya veremos hasta qué punto este término traiciona la verdadera dimensión de la publicación por entregas). Los editores de un periódico o de una revista solicitaban de un escritor —no alguien precisamente con renombre, sino más bien un buen «cronista» de hechos diversos de actualidad, o que pudieran pasar por ciertos gracias a los mecanismos de la verosimilitud literaria— que desarrollara un argumento determinado, muchas veces sugerido, si no obligado, por la dirección literaria de la publicación. El escritor, entonces, con unos plazos que solían ser quincenales pero que llegaban a ser, en otros casos, mensuales, se obligaba a desarrollar el argumento sugerido, dando más o menos rienda suelta a su imaginación.
Cuando Dickens, por ejemplo, empezó la serie del Club Pickwick, su editor periodístico, Chapman and Hall, no solo le obligó a someterse al género de «narración de viaje doméstico de una delegación de cuatro caballeros de una sociedad diletante típicamente inglesa», sino que también le obligó, en principio, a escribir cada una de sus entregas literarias a partir de los dibujos que le iría presentando el dibujante correspondiente. Así solía hacerse: un dibujante de fama tenía a su «escritor» de turno. En el caso que nos ocupa, Los papeles póstumos del Club Pickwick, el dibujante resultó ser el muy conocido Robert Seymour, quien, antes de que Dickens empezara a escribir una sola línea del libro, le presentó un dibujo, el primero de la serie, en el que se veía a trece miembros de una sociedad de las características que hemos dicho, entre ellos los cuatro que Dickens seleccionaría para narrar por entregas las aventuras de la delegación del Club capitaneada por Samuel Pickwick. En el dibujo de Seymour los trece miembros aparecen sentados en torno a una mesa rectangular, con dos velas encima de la mesa y una lámpara —posiblemente ya de gas— colgando del techo. Uno de ellos, calvo y rechoncho, de edad mediana, vistiendo la levita propia de la época y encaramado a una silla, parece estar dirigiendo un discurso al resto de los miembros del Club, quizá anunciando las andanzas que se propone realizar en fecha próxima y de las que luego informará puntualmente, como jefe de la expedición, al resto de los miembros de la sociedad.
Esta era una práctica enormemente divulgada en la Inglaterra de aquel tiempo: los ingleses amaban tanto el calor y el confort del hogar —Home, Sweet Home—, y las comunicaciones eran tan complicadas y los caminos tan impracticables que, cuando los ciudadanos acomodados sentían curiosidad por conocer cabalmente a sus compatriotas, sus costumbres y los lugares más diversos de su país —por no hablar de cuando se trataba de países remotos y exóticos—, enviaban a «exploradores» a visitar esos lugares y a conocer a esas gentes, sin moverse de sus casas o de su ciudad, y los viajeros les informaban luego acerca de todos los avatares y curiosidades que el viaje hubiese presentado. Así, para poner un ejemplo muy fecundo en las letras inglesas y alemanas del periodo romántico, Richard Chandler viajó también para una sociedad londinense, a finales del siglo XVIII, a Grecia y Asia Menor, y de sus reportajes ulteriores no derivó tan solo el deleite de los socios sedentarios, sino también la información acerca de estos países, imprescindible para muchos escritores que, durante aquella época, decidieron ambientar sus obras en países lejanos e ignotos para la mayoría: este fue el caso, por ejemplo, de la única novela de Friedrich Hölderlin Hiperión o el eremita en Grecia.
Pero sigamos con el dibujo de Seymour, el primero que Dickens tenía que «ilustrar» con palabras. En un primer plano se distinguen, en el suelo, como preparados para ser usados durante el primer episodio o la primera «salida» de los cuatro miembros viajeros del Club, o cuando menos en una de las primeras, los aparejos necesarios para practicar la pesca: cañas de pescar, una cesta de mimbre y una red (pues las instrucciones del editor habían sido, ya para el dibujante, que la novela tenía que parodiar la afición a los deportes campestres de los londinenses de aquel tiempo). Pues bien: Dickens, que nunca mostró interés alguno por el arte de la pesca y que poseyó desde joven cierta vehemencia, no hizo el menor caso a esta «recomendación» que le venía dictada por el dibujante, y no hizo salir a pescar a sus cuatro personajes, ni en el primer episodio, ni en ninguno de los siguientes. El editor llamó al orden al joven Dickens, y este realizó uno de los primeros actos de rebeldía de los escritores de novelas por entregas que se conocen en la historia de este formato editorial: le dijo a su editor que no pensaba someterse a las órdenes del dibujante, y que más bien deseaba que el dibujante se sometiera, en cada entrega, a los episodios que él iba a describir periódicamente, pues la literatura, suponemos que diría, le parecía más importante que el diseño. La disputa entre Seymour y Dickens fue, por lo que dicen los biógrafos del escritor, solemne, y aquel no llegó a completar la serie de ilustraciones, por los avatares que contaré. Seymour llegó a dibujar la escena de «El cochero agresivo», la de «El perro sagaz», la de «El doctor Slammer desafiando a Jingle», la de «La muerte del payaso», la de «El señor Pickwick a la caza de su caballo» y la de «El señor Winckle tratando de sujetar al caballo arisco»; pero ya cuando Dickens incluyó, en lo que luego sería el capítulo III del libro, la narración intercalada del «Cuento del cómico de la legua», Seymour creyó que el novelista se estaba alejando de un modo irritante de las secuencias que él mismo había imaginado y que consideraba, con gran soberbia, prioritarias. El caso es que Seymour no tuvo ni siquiera tiempo de pelearse a fondo con el escritor, porque, a causa de este disgusto o por las razones que fuera, se suicidó después de haber entregado la última ilustración citada anteriormente, aquí en el capítulo V.
No fue fácil encontrarle un sustituto: Dickens pensó en el gran dibujante George Cruikshank, que ya había iluminado con mucho arte sus Escenas de la vida de Londres por «Boz», pero el editor sugirió el nombre de un jovencísimo William M. Thackeray, que más adelante sería el otro gran novelista de la era victoriana. Por fin, para fortuna de las entregas restantes y de las ediciones ilustradas de este gran libro, el dibujante escogido fue Hablot K. Browne, quien, con el seudónimo y parónimo de «Phiz», se encargaría también de ilustrar una gran cantidad de obras ulteriores de nuestro autor. Debe decirse a favor de Phiz que, quizá a causa de su corta edad, se sometió sin violencia alguna a los designios del escritor: de la colaboración entre ambos surgió uno de los libros ilustrados más preciosos de la novela inglesa del siglo XIX y de todos los tiempos.
Pero hay algo más que conviene subrayar sobre este formato de publicación de novelas. En aquel tiempo, un escritor que libraba quincenal o mensualmente un episodio de una novela —más todavía en el caso de un autor recién casado que, además, tenía que asistir todavía a sus padres y hermanos con trabajos más lucrativos que la escritura— no tenía propiamente en la cabeza, antes de empezar su labor, el plan general y completo de la obra; tenía quizá una idea aproximada de lo que iba a suceder, pero básicamente improvisaba a medida que vencían los plazos de entrega. Aquí interviene un factor de los que hoy estudia, de un modo especializado, la llamada «teoría de la recepción literaria»: el escritor podía percibir, entrega tras entrega —por los comentarios de lectores conocidos, por las cartas enviadas al director de la publicación, o por otros medios— hasta qué punto lo que estaba escribiendo era del agrado o no de sus lectores, y podía, de este modo, torcer sus planes iniciales (cuando los tenía) en favor de otros más adecuados a la «demanda» espontánea de su público. Esto fue, propiamente, lo que marcó, desde Pickwick y para el resto de su producción, el modo de concebir la literatura, y hasta el estilo, de Charles Dickens. Para poner un ejemplo, cuando Dickens incorporó a la entrega número seis de Pickwick (entrega que no se corresponde con los capítulos que acabó presentando el libro: aquí se trata del capítulo X) al personaje popular de Sam Weller —provisto de un lenguaje característico, el denominado cockney, o inglés de la baja clase urbana de Inglaterra, en especial de Londres—, las ventas del Evening Chronicle se dispararon: el tiraje pasó de cuatrocientos ejemplares a cuarenta mil; se trata de uno de los éxitos más sorprendentes de la historia de la novela por entregas. No es necesario decir que, con estas entregas, y luego con la publicación de las mismas en forma de libro, en 1837, Dickens se ganó para el resto de su vida el favor de un público muy amplio en Inglaterra, desde la clase aristocrática al pueblo llano, pasando por el público burgués urbano, que en la Europa de los siglos XVIII y XIX fue el más aficionado a la lectura.
Los papeles póstumos del Club Pickwick pudo haber acabado como uno más de los folletines que se escribían en la época, con independencia de su éxito de ventas; pues en su momento no lo tuvo de crítica, como suele suceder cuando aparece un libro de verdadero genio en el mundo editorial. Pero muy pronto se puso en evidencia que, no solo en el marco general de la producción novelesca de Dickens, sino aun en el cuadro general de la literatura europea moderna y contemporánea, Pickwick alcanzaba las cotas propias de las obras maestras. La obra es considerada todavía hoy, por muchos lectores (los ingleses y los catalanes, por la versión de Josep Carner, en especial), como la mejor de su autor, aunque, por las razones que ya hemos aducido, no sea la mejor construida.
Como queda dicho, la novela no era precisamente original, pues novelas de aventuras, de caballeros andantes y de lances y correrías de una serie de personajes sobre un terreno plural las había a montones en la tradición literaria inglesa anterior a nuestro autor. El mismo Dickens reconoció su deuda con Cervantes —de quien calcó, posiblemente por mediación de autores ingleses del XVIII, la contraposición entre un caballero leído y la naturalidad asilvestrada de un mozo sin lecturas— y también con los grandes novelistas de su país que imitaron al novelista español, en especial Laurence Sterne, Henry Fielding y Tobias Smollett. La trama argumental, por su lado, no presenta la estructura perfectamente trabada de algunas de las obras de madurez de Dickens, como La Casa lúgubre; solo dos de los cuatro miembros del Club, el propio Pickwick y Winkle, y con ellos, naturalmente, Sam Weller, poseen el perfil de los grandes personajes matizados, pero ni Tupman ni Snodgrass, y tampoco muchos otros personajes del libro, adquieren ese hálito de seres reales que suele ser imprescindible en el arte de la novela; la recurrencia —tan cervantina, otra vez— a las novelas intercaladas no siempre resulta feliz, y despista más que orienta (hay nueve de ellas, y son a veces estupendas, pero otras ligeramente tediosas); por otro lado, los guiños permanentes a las escenas góticas, lúgubres o cargadas de misterio, recuerdan demasiado a la tradición romántica, a Walter Scott en especial, para que puedan ser consideradas asombrosas.
Y, sin embargo, Los papeles póstumos del Club Pickwick se sitúa hoy, en el panorama de la novela inglesa, en un lugar tan destacado, o más, que Tom Jones, Joseph Andrews o Tristram Shandy; y, en el panorama de la novela universal de los últimos cinco siglos, en un lugar equiparable con el Quijote por lo que respecta a la repercusión que ambos libros han tenido en sus respectivos países, o con Shakespeare y su Falstaff en lo que se refiere a la creación de un personaje de rasgos imperecederos.
No es fácil, en términos generales, explicar las razones del genio, entre otros motivos porque no son precisamente genios los que buscan argumentos para explicarse, y aún menos aceptar, el talento de los demás. Pero algo puede decirse como aproximación al enorme valor del libro que el lector tiene en sus manos. Ante todo, como ya se ha dicho, Dickens irrumpió en la tradición novelesca inglesa con un libro que dejaba en un lugar enormemente secundario al cúmulo de novelas góticas, históricas y sentimentales que había generado el romanticismo inglés. En segundo lugar, Dickens consiguió con Pickwick (como pocos autores hasta el momento en la historia de la lectura de novelas en el mundo de habla inglesa) interesar por igual a las sólidas capas aristocráticas de Inglaterra y a la prolija clase burguesa, tanto urbana como rural, en la medida en que situó las aventuras de los cuatro miembros del famoso Club en los medios más dispares que quepa imaginar: aparecen primero unas cuantas escenas rurales, luego la acción se centra en la ciudad de Londres, llegan luego varios episodios en los alrededores de la capital, vuelta a la gran ciudad, y, por fin, Pickwick toma un retiro merecido, una vez disuelto el Club, no lejos de Londres, en una escena del más puro cuño horaciano, también volteriano: beatus ille... El tercer elemento destacable, aunque bien podría ser considerado el primero de ellos, es el hecho de que Dickens demostró un dominio de la lengua inglesa que no tiene nada que envidiar al de los grandes creadores de lenguaje de su tradición: la retórica «aristocratizante» con que se expresa el señor Pickwick, o la aparición, como se ha dicho, del personaje de Sam Weller y luego de su padre, ambos del pueblo llano, así como la aparición del extraño lenguaje taquigráfico del señor Jingle, elevan esta obra en apariencia intrascendente a un lugar destacadísimo en los anales de la caracterización de personajes de la novela universal. En cuarto lugar, el balance entre las set pieces convencionales, tan habituales en la novela inglesa del siglo XVIII —como las cacerías de Winkle, el partido de críquet del capítulo VII o la sesión de patinaje del capítulo XXX—, las escenas de recogida cordialidad, de amabilidad extrema y de sentimientos nada dulzones —como el incomparable encuentro de Samuel Weller con su padre después de la muerte de la madrastra de Sam, en el capítulo LII—, y, por fin, los episodios relativos a la crítica mordaz de la abogacía londinense —casi siempre en torno a la causa «Bardell contra Pickwick»—, este equilibrio, decíamos, está tan hábilmente dosificado y presentado que la novela constituye, hoy como ayer, una de las fuentes más reveladoras del estado de las clases sociales y de sus pugnas en los convulsos años del reinado de Guillermo IV: la revolución industrial hace ya acto de presencia en este libro, con todas sus contradicciones (luego Dickens haría énfasis en esta cuestión fundamental de la Inglaterra del siglo XIX en otras muchas novelas), y no falta una consideración inteligente de la enorme transformación de la ciencia, la técnica y las costumbres que significó esta revolución.
Y, por fin, lo que aquí consideramos como lo más grande de este libro: la extrema amabilidad que impregna la casi totalidad de sus páginas; el humor benevolente y magnánimo del señor Pickwick, la nobleza con la que este trata a su criado, Sam Weller, y la observancia y lealtad con las que Sam trata a su señor, hasta el punto de que, al final del libro, decide no casarse ni tener hijos hasta que vea a su amo en la situación confortable y pacífica de su retiro campestre, y la generosidad, la simpatía y la liberalidad con que son tratados asuntos que podrían haber caído de lleno en lo escabroso o lo desagradable para los lectores de su tiempo. Todos estos elementos, mezclados con una habilidad prodigiosa y, sobre todo, articulados por gracia de un estilo que entra de lleno en la definición que Cicerón concedió a este término —motus continuus animum, movimiento continuo de un alma, de un espíritu, de un ser humano— convierten Los papeles póstumos del Club Pickwick, casi sin voluntad expresa del autor y, por supuesto, sin la más mínima mojigatería, en uno de los libros más seria y profundamente cristianos que se han escrito jamás.
No fue necesario que Dickens llevara una vida piadosa, y menos todavía santurrona, porque no la llevó nunca: bastó que recogiera de su desgraciada experiencia infantil todo lo positivo que el sufrimiento lleva al corazón de un hombre deseoso de sacar de la vida las más altas lecciones morales que esta pueda ofrecerle. Bastó que delegara en la persona de Samuel Pickwick la propia experiencia del bien y del mal en sus aspectos más brutales, y que repartiera entre sus lectores no el resentimiento sino la benignidad, no el resquemor sino la benevolencia, no la animosidad sino la más clara de las indulgencias. Como se ha dicho a menudo, siempre es Navidad en Dickens, quien, por lo demás, escribió uno de los mejores cuentos jamás escritos sobre ese día, y, además, una deliciosa Vida de Jesucristo para edificación de sus hijos. La aurora y la templanza que nacen en los corazones de los hombres en un día tan señalado, ese amanecer que en Dickens parece permanente, siempre victorioso sobre las sombras y la noche, despuntó por vez primera, con una fuerza y una eficacia poética insólitas, en estos prodigiosos Papeles del Club Pickwick. He aquí un argumento al que no suele recurrir la crítica literaria, pero que ya usaron, en su momento, G. K. Chesterton y W. H. Auden para señalar la grandeza de este libro que ahora empezará a transcurrir para deleite y enseñanza de los lectores.
JORDI LLOVET
2004
CRONOLOGÍA
1812 El 7 de febrero nace Charles John Huffam Dickens en Portsmouth, donde su padre trabaja como empleado de la oficina de pagos de la Armada Real. Es el primogénito de una familia de ocho hermanos, dos de los cuales murieron a temprana edad.
1817 Después de ser destinado a Londres y Sheerness, y de cambiar con frecuencia de domicilio, John Dickens se establece en Chatham con su familia.
1821 Asiste a la escuela local.
1822 La familia regresa a Londres.
1824 Su padre ingresa tres meses en la cárcel de deudores de Marshalsea. Durante ese período y algún tiempo después, Dickens trabaja en una fábrica de betunes, etiquetando botellas.
1825-7 Reanuda los estudios en la Wellington House Academy, en Hampstead Road, Londres.
1827 Trabaja como ayudante de un abogado.
1830-3 Se enamora de Maria Beadnell.
1830 Es admitido como lector en el Museo Británico.
1832 Trabaja como periodista político después de estudiar taquigrafía. Se pierde una prueba de interpretación en Covent Garden a causa de una enfermedad.
1833 Publica su primer cuento, «A Dinner at Poplar Walk», en el Monthly Magazine.
1834-5 Aparecen otros cuentos y artículos en el Monthly Magazine y en otras publicaciones periódicas.
1834 Empieza a trabajar como periodista en el Morning Chronicle.
1835 Se compromete con Catherine Hogarth, hija del editor del Evening Chronicle.
1836 Se publican la primera y la segunda entrega de Escenas de la vida de Londres por «Boz». Se casa con Catherine Hogarth. Conoce a John Forster, su consejero literario y futuro biógrafo. Se representan profesionalmente en Londres The Strange Gentleman, una farsa, y The Village Coquettes, una opereta pastoril.
1837-9 Dirige la publicación Bentley’s Miscellany.
1837 Los papeles póstumos del Club Pickwick se publica en un único volumen (en entregas mensuales durante 1836 y 1837). Nace el primero de sus diez hijos. Muere Mary Hogarth, su cuñada.
1838 Bentley’s Miscellany publica Oliver Twist en tres volúmenes (en entregas mensuales entre 1837 y 1839). Visita escuelas en Yorkshire como modelos de Dotheboys, la escuela a la que asistirá Nicholas Nickleby.
1839 Se publica Nicholas Nickleby en un volumen (en entregas mensuales entre 1838 y 1839). Se muda al número 1 de Devonshire Terrace, en el Regents Park de Londres.
1841 Declina la invitación de presentarse como candidato al Parlamento. Se publican, en volúmenes separados, La tienda de antigüedades y Barnaby Rudge después de aparecer por entregas semanales en Master Humphrey’s Clock entre 1840 y 1841. Se celebra, en su honor, una cena pública en Edimburgo.
1842 Desde enero hasta junio realiza su primer viaje a Norteamérica, que narra en los dos volúmenes de Notas de América. Georgina Hogarth, su cuñada, se muda con la familia de forma permanente.
1843 Imparte una conferencia sobre la prensa en la Sociedad de Impresores Retirados, seguida de otras a lo largo de su carrera en defensa de múltiples causas. En diciembre se publica «Canción de Navidad».
1844 Se publica Las aventuras de Martin Chuzzlewit en un volumen (en entregas mensuales durante 1843 y 1844). Viaja con su familia a Italia, Suiza y Francia. Dickens vuelve a Londres por poco tiempo para leer «Las campanas» a un amigo antes de que se publique en diciembre.
1845 Regresa de Italia con su familia. En Navidad se publica «El Grillo del Hogar». Escribe un «Fragmento autobiográfico» (?1845-1846), que no sale a la luz hasta la publicación de The Life of Charles Dickens de Forster (tres volúmenes, 1872-1874), donde se incluye.
1846 Es nombrado editor jefe del Daily News, pero renuncia al cargo después de diecisiete números. Se publica Estampas de Italia. Viaja con su familia a Suiza y París. En Navidad se publica «La batalla de la vida».
1847 Vuelve a Londres. Participa en la fundación y en la puesta en marcha de un hogar para mujeres sin techo de la señora Burdett Coutts.
1848 Se publica en un solo volumen Dombey e hijo (en entregas mensuales entre 1846 y 1848). Organiza y actúa en representaciones teatrales benéficas de Las alegres casadas de Windsor de William Shakespeare y Every Man in His Humour de Ben Jonson, en Londres y otras ciudades. En Navidad se publica «El hechizado».
1850 Household Words, un periódico semanal «Dirigido por Charles Dickens», nace en marzo y sigue en funcionamiento hasta 1859. Pronuncia un discurso en la primera reunión de la Asociación Sanitaria Metropolitana. Se publica David Copperfield en un volumen (en entregas mensuales entre 1849 y 1850).
1851 Mueren su padre y su hija recién nacida. Más actividades teatrales en ayuda del Gremio de Arte y Literatura, entre ellas, una representación ante la reina Victoria. A Child’s History of England se publica por entregas en Household Words en tres volúmenes (1852, 1853, 1854). La familia se muda a la Tavistock House, en Tavistock Square, Londres.
1853 Se publica en un volumen La Casa lúgubre (en entregas mensuales entre 1852 y 1853). Dickens organiza por primera vez lecturas públicas (de «Canción de Navidad») para la beneficencia.
1854 Visita Preston, Lancashire, para observar la agitación de los obreros. Tiempos difíciles aparece por entregas semanales en Household Words y se publica en formato de libro.
1855 Conferencia a favor de la Asociación para la Reforma Administrativa. Encuentro decepcionante con la ahora casada Maria Beadnell.
1856 Compra la casa de campo Gad’s Hill Place, cerca de Rochester.
1857 Se publica en un volumen La pequeña Dorrit (en entregas mensuales entre 1855 y 1857). Actúa en el melodrama Profundidades heladas de Wilkie Collins y se enamora de la joven actriz Ellen Ternan. Aparece The Lazy Tour of Two Idle Apprentices en Household Words, relato escrito con Wilkie Collins sobre unas vacaciones en Cumberland.
1858 Publica Reprinted Pieces (artículos de Household Words). Se separa de su mujer, y aparece una declaración en esa publicación. Organiza la primera lectura pública para su propio beneficio en Londres, y hace una gira por la provincia. Su cuñada Georgina asume la administración de la casa de Dickens.
1859 Nace All the Year Round, un periódico semanal de nuevo «Dirigido por Charles Dickens». Historia de dos ciudades, ambas publicadas por entregas mensuales en All the Year Round, aparecen en un volumen.
1860 Vende la casa de Londres y se muda con la familia a Gad’s Hill.
1861 Grandes esperanzas se publica en tres volúmenes después de aparecer semanalmente en All the Year Round (1860-1861). Publica The Uncommercial Traveller (artículos de All the Year Round); aparece una edición ampliada en 1868. Más lecturas públicas entre 1861 y 1863.
1863 Mueren su madre y su hijo Walter, en la India. Se reconcilia con Thackeray, con quien se había peleado poco antes de la muerte de su hijo. Publica «La pensión de la señora Lirriper» en el número especial de Navidad de All the Year Round.
1865 Se publica en dos volúmenes Nuestro amigo común (en entregas mensuales entre 1864 y 1865). Dickens queda bastante afectado tras sufrir un accidente de tren en Staplehurst, Kent, cuando volvía de Francia con Ellen Ternan y su madre.
1866 Empieza otra tanda de lecturas. Compra una casa en Slough para Ellen. Aparece «Mugby Junction» en el número especial de Navidad de All the Year Round.
1867 Ellen se muda a Peckham. Viaja por segunda vez a América. Ofrece lecturas en Boston, Nueva York y Washington, entre otras ciudades, a pesar de su cada vez más deteriorada salud. Aparece «La declaración de Georg Silverman» en el Atlantic Monthly, y en 1868 en All the Year Round.
1868 Vuelve a Inglaterra. Ahora las lecturas incluyen el sensacional episodio de Sikes y Nancy de Oliver Twist. Su salud empeora.
1870 Más lecturas en Londres. El misterio de Edwin Drood se publica en seis entregas, y se intenta completar en doce. Muere el 9 de junio, después de un infarto, en Gad’s Hill, a la edad de cincuenta y ocho años. Lo entierran en la abadía de Westminster.
NOTA SOBRE LA EDICIÓN
La presente traducción de Los papeles póstumos del Club Pickwick, quizá el mejor trabajo de José María Valverde en este género tan complicado y sin duda una cima en la historia de la traducción en España, se publicó por vez primera en 1980. La versión es magnífica, y no requería en absoluto una revisión a fondo. Las escasas intervenciones del editor de este volumen han consistido, pues, en modificar la puntuación de acuerdo con los usos tipográficos de nuestros días y en nuestra lengua (Valverde los vertió casi todos «literalmente»), corregir algún lapsus ocasional, dividir los párrafos también de acuerdo con nuestras costumbres y, quizá especialmente, otorgar a Sam Weller un lenguaje que no presente de manera exagerada la impronta de lo que en lengua inglesa aparece con mayor claridad, frecuencia y eficacia de lo que puede aparecer en lengua española, es decir, el dialecto cockney, propiamente intraducible. Hemos respetado la estrategia que usó Valverde, haciendo que Weller y otros personajes de la novela se expresen, aquí y allá, con «andalucismos» o con similares desviaciones de la norma lingüística; como, por ejemplo, la elisión de la consonante o de toda la última sílaba en la terminación de los participios regulares y de ciertos adjetivos y sustantivos (llegao, abogao, comío, desgraciá), la elisión de la consonante final en ciertos vocablos (usté, por ejemplo), o la contracción de ciertas expresiones y adverbios muy frecuentes como «por ná», «to el mundo», «toos los miembros del Club», etcétera. En todos estos casos, hemos optado por la letra cursiva, en lugar de los apóstrofes que usó nuestro traductor.
Tal como viene haciéndose desde la edición de 1837, nuestra edición adopta una división capitular que no se corresponde con las entregas mensuales del Evening Chronicle, que fueron veinte en total, entre abril de 1836 y noviembre de 1837, a cuyo término apareció la primera edición como volumen. El lector interesado puede consultar cualquier estudio sobre la génesis de Pickwick para saber qué entregas corresponden a cada capítulo; en todo caso, el encargo que recibió el autor, por lo menos después de la muerte de Seymour, fue que escribiera doce mil palabras por entrega y mes.
La edición inglesa original en forma de libro presenta cincuenta y seis capítulos, pero el propio Dickens insinuó más tarde una segregación en uno de ellos, más largo que los demás; y todas las ediciones, desde entonces, presentan los mismos cincuenta y siete capítulos que se verán en la presente edición.
J. L.
Los papeles póstumos
del Club Pickwick
I
LOS PICKWICKIANOS
El primer rayo de luz que ilumina la tiniebla y convierte en fulgor deslumbrante esa oscuridad en que parecen envolverse los comienzos de la historia de la vida pública del inmortal Pickwick surge al leer las siguientes anotaciones en las «Actas del Club Pickwick», que el editor de estos escritos siente el más alto placer en presentar ante sus lectores, como prueba de la cuidadosa atención, infatigable asiduidad y elegante discriminación con que se ha desarrollado su investigación entre los diversos papeles a él confiados.
«12 de mayo de 1827. Bajo la presidencia del señor Joseph Smiggers, VPPMCP.[1] Se aprobaron por unanimidad las siguientes resoluciones:
»Que esta Asociación ha escuchado, con sentimientos de satisfacción sin reservas y con aprobación incondicional, la lectura del informe presentado por el señor Samuel Pickwick, PGMCP,[2] bajo el título “Hipótesis sobre las fuentes de los estanques de Hampstead, con algunas observaciones sobre la Teoría de los Renacuajos”, y que esta Asociación ha acordado que conste en acta su más cálido agradecimiento al mencionado señor Samuel Pickwick por dicha lectura.
»Que, por lo mismo que esta Asociación percibe vivamente las ventajas que para la causa de la ciencia han de derivarse del estudio antes tomado en consideración —así como de las incansables investigaciones que el señor Samuel Pickwick, PGMCP, ha llevado a cabo en Hornsey, Highgate, Brixton y Camberwell— no puede menos de considerar con interés los inestimables beneficios que inevitablemente resultarán de trasladar los estudios de este docto caballero a un campo más extenso, ampliando sus viajes y, en consecuencia, ensanchando su esfera de observación, para el avance del conocimiento y la difusión del saber.
»Que, con el mencionado objetivo, esta Asociación ha considerado seriamente una propuesta presentada por el susodicho señor Samuel Pickwick, PGMCP, y otros tres pickwickianos, cuyos nombres se hacen constar más abajo, para formar una nueva rama de Pickwickianos Unidos bajo el título de Sociedad Correspondiente del Club Pickwick.
»Que la mencionada propuesta ha sido aprobada y sancionada por esta Asociación.
»Que la Sociedad Correspondiente del Club Pickwick queda por consiguiente constituida desde ahora; y que los señores Samuel Pickwick, PGMCP, Tracy Tupman, MCP, Augustus Snodgrass, MCP, y Nathaniel Winkle, MCP, quedan nombrados miembros de la misma, y que serán requeridos para que, de vez en cuando, presenten informes directos de sus viajes e investigaciones, de sus observaciones sobre costumbres y caracteres, y de la totalidad de sus aventuras, juntamente con todas las narraciones y documentos a que puedan dar lugar la contemplación de los lugares o sus recuerdos, dirigiéndose al Club Pickwick, radicado en Londres.
»Que esta Asociación admite cordialmente el principio de que cada miembro de la Sociedad Correspondiente sufrague sus propios gastos de viaje; y que no ve en absoluto ninguna objeción en cuanto a que los miembros de la mencionada Sociedad continúen sus investigaciones durante toda la extensión de tiempo que les parezca bien, bajo los mismos términos.
»Que los miembros de la susodicha Sociedad Correspondiente han de ser informados, y lo son por la presente, de que su propuesta de pagar el franqueo de sus cartas[3] y el transporte de sus paquetes ha sido objeto de debate por parte de esta Asociación; y que esta Asociación considera tal propuesta digna de las grandes mentes de que ha emanado, y expresa en esta acta su total aquiescencia a ella.»
Un observador casual, añade el secretario, a cuyos apuntes debemos el siguiente informe, un observador casual quizá no habría notado nada extraordinario en aquella cabeza calva y en las redondas gafas que estaban atentamente dirigidas hacia su cara (la del secretario), durante la lectura de las resoluciones que se expresan más arriba; para quienes supieran que era el colosal cerebro de Pickwick el que estaba trabajando bajo esa frente, y que eran los resplandecientes ojos de Pickwick los que centelleaban tras esos cristales, tal espectáculo resultaba realmente interesante. Allí estaba el hombre que había rastreado hasta sus fuentes los poderosos estanques de Hampstead y había agitado el mundo científico con su Teoría de los Renacuajos; allí estaba, tan tranquilo e inalterable como las profundas aguas de aquellos en un día de hielo, o como una muestra solitaria de estos en el más íntimo retiro de una olla de barro. Y cuánto más interesante llegó a ser tal espectáculo cuando, adquiriendo plena vida y animación al brotar un grito simultáneo de «¡Pickwick!» entre sus seguidores, el ilustre caballero se encaramó lentamente sobre la butaca Windsor en que había estado sentado, para dirigir la palabra al club que había fundado él mismo. ¡Qué hermoso apunte ofrecía esa escena para un artista! El elocuente Pickwick, con una mano graciosamente oculta tras los faldones de la levita y la otra agitándose en el aire para apoyar su ardiente declaración; dejando ver, por su elevada situación, esas polainas y calzones que, si hubieran revestido a un hombre corriente podrían haber pasado inadvertidas, pero que, desde el momento en que Pickwick los revestía —si podemos usar esta expresión—, inspiraban involuntariamente respeto y temor, rodeado por los hombres que se habían ofrecido para compartir los peligros de sus viajes y que estaban destinados a participar en las glorias de sus descubrimientos. A su derecha se sentaba el señor Tracy Tupman, el tan sensible Tupman, que a la sabiduría y experiencia de los años maduros sobreañadía el entusiasmo y ardor de un muchacho en la más interesante y perdonable de las debilidades humanas: el amor. La edad y la buena mesa habían hecho expansionarse su silueta, en otro tiempo romántica: el chaleco negro de seda se había ido ensanchando cada vez más; pulgada a pulgada, la cadena de oro del reloj había ido desapareciendo, debajo del chaleco, al alcance de la mirada de Tupman, y gradualmente la amplia sotabarba se había desbordado sobre los límites del plastrón blanco; pero el alma de Tupman no había sufrido cambio: la admiración por el bello sexo seguía siendo su pasión dominante. A la izquierda de aquel gran caudillo se sentaba el poético Snodgrass, y al lado de este, a su vez, el deportivo Winkle; aquel, líricamente envuelto en una misteriosa casaca azul con cuello de piel de perro; este, comunicando mayor refulgencia a una cazadora verde nueva, con pañuelo escocés al cuello y pantalones ajustados.
El discurso del señor Pickwick en esta ocasión, junto con el debate subsiguiente, queda anotado en las «Actas» del Club. Ambas cosas ostentan una marcada afinidad con las discusiones en otros famosos organismos y, como siempre es interesante descubrir una semejanza entre las conductas de los grandes hombres, trasladamos el acta a estas páginas.
«El señor Pickwick observó (dice el secretario) que la fama es ansiada por el corazón de todos los hombres. La fama poética era ansiada por el corazón de su amigo Snodgrass; la fama de la conquista era igualmente anhelada por su amigo Tupman; y el deseo de adquirir fama en los deportes del campo, el aire y el agua era lo que predominaba en el pecho de su amigo Winkle. Él (señor Pickwick) no negaría que estaba influido por pasiones y sentimientos humanos (hurras); posiblemente, por debilidades humanas (grandes gritos de “¡No!”); pero sí diría que si alguna vez prendió en su ánimo el fuego del afán de darse importancia, lo había extinguido eficazmente el deseo de beneficiar ante todo a la especie humana. Ser alabado por la humanidad era lo que le daba impulso; la filantropía era su compañía de seguros. (Vehemente ovación.) Algún orgullo había sentido —lo reconocía francamente, y sus enemigos podían sacar el mayor partido de ello—, y algún orgullo había sentido cuando presentó al mundo su Teoría Renacuajiana; pudiera ser bien recibida o pudiera no serlo. (Un grito de “¡Sí que lo es!”, y gran ovación.) Aceptaría la afirmación de ese honorable pickwickiano cuya voz acababa de oír; pero aunque la fama de ese tratado se extendiese hasta los más remotos confines del mundo conocido, el orgullo con que se consideraría autor de ese escrito no sería nada comparado con el orgullo con que miraba alrededor de él, en este momento, el más enorgullecedor de su existencia. (Aplausos.) Él era un humilde individuo. (“¡No, no!”) Sin embargo, no podía menos de percibir que le habían elegido para un servicio de gran honra y de no poco peligro. Los viajes estaban en un momento de perturbación, y las mentes de los cocheros estaban fuera de quicio. No había más que mirar el mundo y observar las escenas que se formaban en torno a ellos. En todos los trayectos se volcaban diligencias, se desbocaban caballos, zozobraban barcos y estallaban calderas. (Ovación; una voz: “No”.) ¡No! (Ovación.) Que salga fuera ese honorable pickwickiano que tan sonoramente ha gritado “¡No!”, y que lo niegue si puede. (Ovación.) ¿Quién es el que ha gritado “No”? (Ovación entusiástica.) ¿Era acaso algún vanidoso decepcionado… no diría chabacano (sonora ovación) que, celoso de las alabanzas que —quizá inmerecidamente— se habían otorgado a sus investigaciones (las del señor Pickwick), y escocido por la crítica que se había amontonado sobre sus débiles intentos de rivalidad, ahora adoptaba el procedimiento vil y calumnioso de…?
»El señor Blotton (de Aldgate) se levantó para una cuestión de procedimiento. ¿El honorable pickwickiano aludía a él? (Gritos de “Orden”, “Presidente”, “Sí”, “No”, “Adelante”, “Déjenlo”, etcétera.)
»El señor Pickwick dijo que no admitiría ser silenciado por los gritos.
»En efecto, había aludido a ese honorable caballero. (Gran excitación.) El señor Blotton solo había de decir entonces que rechazaba la falsa e indecente acusación del honorable caballero, con profundo desprecio. (Gran ovación.) El honorable caballero era un farsante. (Inmensa confusión, y fuertes gritos de “Presidente” y “Orden”.)
»El señor Snodgrass se levantó para una cuestión de procedimiento. Se encaramó de un salto sobre la silla. (Rumores de “Atención, atención”.) Deseaba saber si se iba a permitir que continuara esa desdichada discusión entre dos miembros de ese Club. (“Muy bien, muy bien.”)
»El Presidente estaba seguro de que el honorable pickwickiano retiraría la expresión de que acababa de hacer uso.
»El señor Blotton, con todo el respeto posible a la Presidencia, estaba seguro de que no iba a retirarla.
»El Presidente consideró que era su deber imperativo preguntar al honorable caballero si había usado en un sentido vulgar la expresión que se le acababa de escapar.
»El señor Blotton no vaciló en decir que no; que había usado la palabra en su sentido pickwickiano. (“Muy bien, muy bien.”) Se sentía obligado a reconocer que, personalmente, abrigaba la más alta consideración y estima hacia el honorable caballero; simplemente, le había considerado un farsante desde un punto de vista pickwickiano. (“Muy bien, muy bien.”)
»El señor Pickwick se sintió muy halagado por la correcta, franca y plena explicación de su honorable amigo. Rogaba que se entendiera inmediatamente que sus propias observaciones no habían pretendido hacer otra cosa que desarrollar un procedimiento pickwickiano. (Ovación.)»
Aquí termina la anotación, y no dudamos de que también terminó el debate, tras llegar a un punto tan comprensible y altamente satisfactorio. No tenemos constancia oficial de los hechos que el lector encontrará anotados en el siguiente capítulo, pero han sido cuidadosamente confrontados con cartas y otros testimonios manuscritos, tan indiscutiblemente auténticos como para justificar que se relaten en forma continuada.[4]
II
EL VIAJE DEL PRIMER DÍA, Y LAS AVENTURAS DE LA PRIMERA NOCHE; CON SUS CONSECUENCIAS
El puntual servidor de todo trabajo, el sol, acababa de levantarse y empezaba a lanzar su luz sobre la mañana del trece de mayo de mil ochocientos veintisiete, cuando el señor Pickwick, surgiendo de su sueño como otro sol, abrió de par en par la ventana de su cuarto y se asomó a mirar el mundo de allá abajo. A sus pies, estaba la calle Goswell; a la derecha, la calle Goswell; en lo que alcanzaba la mirada, la calle Goswell se extendía a su izquierda; y enfrente, todo era calle Goswell. «Tales son —pensó el señor Pickwick— las estrechas perspectivas de esos filósofos que, contentos con examinar las cosas que tienen delante, no miran las verdades que se ocultan detrás. Del mismo modo, yo podría contentarme con observar para siempre la calle Goswell, sin ningún esfuerzo por penetrar las ocultas regiones que la rodean por todas partes.» Y una vez emitida esta hermosa reflexión, el señor Pickwick pasó a introducirse en su traje, y a introducir sus demás trajes en la maleta. Los grandes hombres rara vez son demasiado escrupulosos en el arreglo de su indumentaria; la operación de afeitarse, vestirse y absorber el café quedó pronto ejecutada; y una hora después, el señor Pickwick, con la maleta en la mano, el telescopio en el bolsillo del abrigo y el cuaderno de notas en el chaleco, preparado para recibir cualquier descubrimiento digno de ser apuntado, llegó a la parada de coches de St. Martin’s-le-Grand.
—¡Coche! —dijo el señor Pickwick.
—Aquí está, señor —gritó un extraño ejemplar de la especie humana, con una casaca de arpillera y delantal de lo mismo, que, con una chapa de cobre y un número alrededor del cuello, parecía como si lo hubieran catalogado en alguna colección de rarezas. Este era el avisador—. Aquí está, señor. ¡A ver, el primer coche! —Y una vez traído el primer cochero de la taberna, donde fumaba su primera pipa, el señor Pickwick y su maleta fueron arrojados al vehículo.
—Golden Cross —dijo el señor Pickwick.
—Solo será un chelín, Tommy —gritó el cochero, de mal humor, para informar a su amigo el avisador, al arrancar el coche.
—¿Cuántos años tiene este caballo, amigo? —preguntó el señor Pickwick, restregándose la nariz con el chelín que reservaba para pagar el viaje.
—Cuarenta y dos —replicó el cochero, mirándole de soslayo.
—¡Cómo! —exclamó el señor Pickwick, echando mano a su cuaderno de notas.
El cochero repitió su anterior afirmación. El señor Pickwick clavó duramente su mirada en el rostro del hombre, pero este no alteró sus facciones, de modo que anotó el hecho sin más.
—¿Y cuánto tiempo seguido le saca usted a cada vez? —inquirió el señor Pickwick, en busca de ulterior información.
—Dos o tres semanas —contestó el hombre.
—¡Semanas! —dijo el señor Pickwick con asombro, y volvió a salir fuera el cuadernillo de notas.
—Vive en Pentonville cuando está en casa —señaló fríamente el cochero—, pero le llevamos a casa muy pocas veces, porque está débil.
—¡Porque está débil! —repitió el señor Pickwick, perplejo.
—Siempre se cae en cuanto le separan del coche —siguió diciendo el cochero—, pero cuando está enganchao le sujetamos bien fuerte, y le atamos mu corto, pa que no se pueda caer; además, le hemos puesto un par de ruedas mu grandes, así que en cuanto se mueve, las ruedas echan a correr detrás, y tiene que seguir palante: no pue hacer otra cosa.
El señor Pickwick apuntó palabra por palabra esta declaración en su cuaderno de notas, con intención de comunicarlo al Club, como ejemplo singular de la tenacidad de la vida de los caballos en circunstancias extremadas. Apenas había acabado la anotación, cuando llegaron a Golden Cross. Bajó de un salto el cochero, y salió el señor Pickwick. Los señores Tupman, Snodgrass y Winkle, que estaban esperando afanosamente la llegada de su ilustre jefe, acudieron a darle la bienvenida.
—Aquí tiene lo suyo —dijo el señor Pickwick, alargando el chelín al cochero.
¡Cuál fue el asombro del docto caballero cuando aquel imprevisible individuo tiró el dinero por el suelo y solicitó en términos mímicos que se le concediera el placer de pelearse con él (con el señor Pickwick) a cambio del importe!
—¡Está usted loco! —dijo el señor Snodgrass.
—O borracho —dijo el señor Winkle.
—O las dos cosas —dijo el señor Tupman.
—¡Vamos! —dijo el cochero, boxeando como movido por una máquina de relojería—. ¡Adelante todos, los cuatro!
—¡Vaya juerga! —gritaron media docena de cocheros de punto—. ¡Al trabajo, Sam! —Y se apiñaron con gran júbilo en torno al grupo.
—¿Por qué es esta pelea, Sam? —preguntó un caballero en mangas negras de percal.
—¡Qué pelea! —replicó el cochero—. ¿Pa qué quería mi número?
—Yo no quería su número —dijo con asombro el señor Pickwick.
—Entonces, ¿pa qué lo tomó? —preguntó el cochero.
—Yo no lo he tomado —dijo el señor Pickwick con indignación.
—Nadie creería —continuó el cochero, apelando a la multitud—, nadie creería cómo un espía se pue meter en el coche de uno, apuntando no solo el número, sino toas las palabras que diga, de propina. —(Una luz iluminó al señor Pickwick: era el cuaderno de notas.)
—¿Conque eso ha hecho? —preguntó otro cochero.
—Sí, que lo ha hecho —replicó el primero— y después de provocarme pa que me meta con él, se busca tres testigos aquí pa probarlo. Pero yo se lo daré, aunque me echen seis meses por eso. ¡Venga acá! —Y el cochero tiró el sombrero por el suelo, con temerario descuido de su propiedad particular, quitándole al señor Pickwick las gafas de un golpe, y continuando el ataque con un puñetazo en la nariz del señor Pickwick, otro en el pecho del señor Pickwick, un tercer golpe en un ojo del señor Snodgrass, y otro más, por cambiar, en el chaleco del señor Tupman; luego bajó danzando de la acera, volvió a subir a la acera, y por fin hizo salir del cuerpo del señor Winkle toda su reserva momentánea de aliento; todo ello, en media docena de segundos.
—¿Dónde hay un guardia? —dijo el señor Snodgrass.
—Ponedlos debajo de la bomba —sugirió un vendedor de pasteles calientes.
—Ya le dolerá esto —jadeó el señor Pickwick.
—¡Espías! —gritó la multitud.
—Vengan acá —gritó el cochero, que había seguido todo el tiempo sin interrupción haciendo prácticas de boxeo.
La masa, hasta ese momento, había permanecido contemplando pasivamente la escena, pero al comenzar a difundirse entre todos la idea de que los pickwickianos eran espías, se empezaron a consultar con considerable vivacidad sobre la oportunidad de llevar a cabo la propuesta del acalorado vendedor de pasteles; y no cabe decir qué actos de agresión personal podían haberse cometido si no se hubiera terminado la pelea inesperadamente con la interposición de un recién llegado.
—¿Qué es esta broma? —dijo un joven más bien alto, delgado, con casaca[5] verde, saliendo repentinamente del patio de los coches.
—¡Son espías! —volvió a gritar la multitud.
—No lo somos —rugió el señor Pickwick, en un tono que estaba cargado de convicción para cualquier oyente desapasionado.
—Conque no lo son, ¿eh? ¿No lo son? —dijo el joven, dirigiéndose al señor Pickwick, y abriéndose paso a través de la multitud por el infalible proceso de dar codazos a las personas de sus miembros componentes.
El docto caballero, en unas pocas palabras apresuradas, explicó la realidad del caso.
—Vengan por aquí, entonces —dijo el de la casaca verde, arrastrando a la fuerza al señor Pickwick y sin dejar de hablar por el camino—. A ver, número 924, toma lo tuyo, y quítate de en medio… un respetable caballero… le conozco bien… no hay nada de tus tonterías… por aquí, señor… ¿dónde están sus amigos…?, todo fue un error, ya veo… no se preocupe… siempre hay accidentes… en las mejores familias… no se desanime… las cosas como vienen… hay que arreglarle… que se aguante con ello… aunque no le guste… malditos bribones. —Y con una prolongada retahíla de otras semejantes frases inconexas, lanzadas con extraordinaria volubilidad, el desconocido les abrió paso hasta la sala de espera de viajeros, adonde fue seguido de cerca por el señor Pickwick y sus discípulos.
»¡A ver, camarero! —gritó el desconocido, agitando la campanilla con extraordinaria violencia—. Vasos para todos… aguardiente[6] con agua, caliente y fuerte, y dulce, mucho… ¿averiado el ojo, señor? ¡Camarero!, un filete crudo para el ojo del caballero… nada como filete crudo para una magulladura, señor: muy bueno el poste frío de un farol, pero no es conveniente… demasiado raro, estar media hora en plena calle con el ojo contra un farol… ¿eh…?, muy bueno… ¡ja, ja! —Y el desconocido, sin pararse a tomar aliento, se tragó de un sorbo más de media pinta del humeante aguardiente con agua, tendiéndose en una butaca con tanta tranquilidad como si no hubiera pasado nada de particular.
Mientras sus tres compañeros estaban ocupados activamente en expresar su agradecimiento a su nuevo conocido, el señor Pickwick tuvo amplia ocasión para examinar su indumentaria y aspecto.
Era de estatura mediana, pero la delgadez del cuerpo y la largura de las piernas le daba aire de ser mucho más alto. La casaca verde debió de haber sido una prenda elegante cuando la moda de los «faldones de golondrina», pero evidentemente en aquellos tiempos había adornado a alguien mucho más bajo que el actual desconocido, pues las ajadas y sucias mangas escasamente alcanzaban las muñecas. Llevaba la casaca del todo abotonada hasta el cuello, con inminente riesgo de que se le abriera por la espalda; un viejo plastrón, sin vestigio de cuello de camisa, la remataba por arriba. Sus escasos pantalones negros ostentaban acá y allá esas manchas brillantes que hablan de largos servicios, y estaban enganchados con gran tirantez a unos zapatos llenos de piezas, como queriendo ocultar las sucias medias negras, que, sin embargo, se veían con claridad. Su largo pelo negro escapaba en ondas negligentes por ambos lados de su viejo sombrero bien apretado; y entre el extremo de sus guantes y los puños de las mangas de la casaca se podían observar vislumbres de las muñecas desnudas. Su rostro era delgado y macilento, pero un aire de desvergüenza garbosa y de perfecto dominio de sí mismo envolvía en conjunto a aquel hombre.
Tal era el individuo a quien el señor Pickwick observó a través de sus lentes (que afortunadamente había recobrado), y a quien, una vez que sus amigos quedaron agotados, pasó a agradecer, en términos escogidos, su más cálido agradecimiento por la reciente asistencia.
—No se preocupe —dijo el desconocido, cortando inmediatamente sus palabras—, ha dicho de sobra… nada más; tipo listo, ese cochero… manejaba bien los cinco dedos; pero si yo hubiera sido su amigo, el de la cazadora verde… maldita sea… un golpe en la cabeza… seguro que lo hubiera hecho… visto y no visto… y al pastelero… no es broma.
Esta bien encadenada alocución quedó interrumpida por la entrada del cochero de Rochester, que anunció que la diligencia El Comodoro estaba a punto de salir.
—¡La diligencia! —dijo el desconocido, levantándose de un salto— mi coche… un sitio reservado… de arriba… les dejo que paguen el aguardiente… quiero cambio de cinco… mala plata… botones de metal… no sirven, no pasan… ¿eh? —Y sacudió la cabeza con aire experto.
Ahora bien, ocurrió que el señor Pickwick y sus tres compañeros habían decidido que Rochester sería el primer lugar donde se detuvieran; y al insinuar a su recién conocido que iban de viaje a la misma ciudad, se pusieron de acuerdo para ocupar el asiento de atrás del coche, donde todos podrían ir juntos.
—Arriba con usted —dijo el desconocido, ayudando al señor Pickwick a subir al techo, con tanta precipitación que trastornó de manera muy material la gravedad de la actitud de dicho caballero.
—¿Tiene equipaje, señor? —preguntó el cochero.
—¿Quién, yo? Aquel paquete de papel de estraza, eso es todo… el otro equipaje va por barca… los baúles, todos clavados… grandes como casas… pesados, pesados, los condenados —replicó el desconocido, metiéndose a la fuerza en el bolsillo todo lo que pudo el paquete de estraza, que ofrecía muchas indicaciones sospechosas de contener una camisa y un pañuelo.
—¡Las cabezas, las cabezas! ¡Cuidado con las cabezas! —gritó el locuaz desconocido, cuando salieron por la baja puerta en arco que en aquellos tiempos formaba el acceso al patio de los coches—. ¡Terrible sitio… trabajo peligroso… el otro día… cinco niños… la madre… una señora alta, comiendo bocadillos… se olvidó del arco… crac… paf… los niños miraron alrededor… la cabeza de la madre caída… el bocadillo en la mano… sin boca en que ponerlo… la cabeza de una familia… terrible, terrible! ¿Mira Whitehall, señor…?, bonito sitio… ventana muy pequeña… ahí cayó otra cabeza,[7] ¿eh…? aquel tampoco miró bastante… ¿eh, señor?
—Estoy rumiando —dijo el señor Pickwick— sobre la extraña mutabilidad de los asuntos humanos.
—¡Ah, claro…! Un día en la puerta del palacio; por la ventana al otro… ¿Es filósofo el señor?
—Soy observador de la naturaleza humana, señor —dijo el señor Pickwick.
—Ah, yo también. Casi todos lo son cuando tienen poco que hacer y menos que sacar. ¿Poeta, señor?
—Mi amigo el señor Snodgrass tiene una fuerte inclinación poética —dijo el señor Pickwick.
—Yo también —dijo el desconocido—. Un poema épico… diez mil versos… revolución de Julio… lo compuse allí mismo… Marte de día, Apolo de noche… disparar el arma y pulsar la lira.
—¿Estuvo presente en aquella gloriosa escena, señor? —dijo el señor Snodgrass.
—¡Presente!, ¿cómo no?;[8] luego con un mosquete… el fuego de una idea… corría a la taberna… la escribía… vuelta otra vez… pim, pam… otra idea… la taberna otra vez… pluma y tinta… vuelta otra vez… cortar y tajar… tiempo admirable, señor. ¿Deportista, usted? —dijo volviéndose repentinamente hacia el señor Winkle.
—Un poco —replicó este caballero.
—Buena ocupación, señor… buena ocupación… ¿Perros, usted?
—Ahora precisamente, no —dijo el señor Winkle.
—¡Ah!, debería tener perros… estupendos animales… criaturas sagaces… Tuve un perro una vez… un pointer… un instinto sorprendente… un día, de caza… entrábamos en un coto; silbo… el perro, parado… silbo… ¡Ponto…! Nada, no se movía; quieto… le llamo, ¡Ponto, Ponto…! No se movía… el perro, como en éxtasis… mirando una tabla… me fijo: decía: «El guarda tiene orden de tirar sobre los perros que entren en este vedado»… no quería pasar… maravilloso perro… valioso perro… mucho…
—¡Qué curiosa circunstancia esa! —dijo el señor Pickwick—. ¿Me permitirá que tome nota de ella?
—¡Cómo no, señor, cómo no…! Cien anécdotas más del mismo animal… Bonita chica, ¿eh, señor? —(al señor Tracy Tupman, que había lanzado varias miradas nada pickwickianas a una joven que había junto al camino).
—¡Mucho! —dijo el señor Tupman.
—Las chicas inglesas, no tan guapas como las españolas… nobles criaturas… ojos negros… formas admirables… dulces criaturas… hermosas…
—¿Ha estado en España? —preguntó el señor Tracy Tupman.
—Vivido… siglos enteros.
—¿Muchas conquistas, eh? —inquirió el señor Tupman.
—¡Conquistas! ¡Miles! Don Bolaro Fizzgig… Grande de España… una hija única… doña Cristina… espléndida criatura… me amó hasta la locura… el padre, celoso… la hija, de alma elevada… el guapo inglés… doña Cristina, desesperada… ácido prúsico… en mi maleta, una sonda de estómago… hice la operación… el viejo Bolaro, extasiado… consiente en nuestra unión… une nuestras manos, con torrentes de lágrimas… historia romántica… mucho…
—¿Está ahora en Inglaterra esa dama, señor? —preguntó el señor Tupman, en quien había hecho una poderosa impresión la descripción de sus encantos.
—Muerta, señor… muerta —dijo el desconocido, acercándose al ojo derecho el breve resto de un viejísimo pañuelo de batista—. Nunca se recobró de la sonda de estómago… constitución minada… cayó como víctima.
—¿Y su padre? —preguntó el poético Snodgrass.
—Remordimiento y consternación —replicó el desconocido—. Una desaparición súbita… toda la ciudad hablando… búsquedas por todas partes, sin resultado… la fuente en la plaza mayor de repente no mana… pasan semanas… sigue parada… unos obreros, empleados en arreglarla… sacan el agua… se descubrió a mi suegro con la cabeza en la tubería principal, con toda su confesión en la bota derecha… le sacaron y la fuente manó como siempre.
—¿Me permite anotar esa romántica aventura? —dijo Snodgrass, profundamente afectado.
—¡Cómo no, señor, cómo no…! Cincuenta más, si desea oírlas… extraña vida, la mía… una historia bastante curiosa… no extraordinaria, pero singular…
En este tono, con algún vaso de cerveza de vez en cuando, a modo de paréntesis, cuando el coche cambiaba de caballos, continuó el desconocido hasta que llegaron al puente de Rochester, en cuyo momento los cuadernos de notas, tanto del señor Pickwick como del señor Snodgrass, estaban completamente llenos con una selección de sus aventuras.
—¡Magnífica ruina! —dijo el señor Augustus Snodgrass, con todo el fervor poético que le distinguía, al llegar a la vista de aquel admirable castillo antiguo.
—¡Qué espectáculo para un aficionado a las antigüedades! —fueron las palabras precisas que cayeron de la boca del señor Pickwick, al llevarse el telescopio al ojo.
—¡Ah!, estupendo sitio —dijo el desconocido—, glorioso montón… paredes que se caen… arcos vacilantes… rincones oscuros… escaleras en ruinas… una vieja catedral, también… olor a tierra… los pies de los peregrinos desgastaron los escalones… puertecillas sajonas… confesonarios como taquillas de teatro… rara gente, esos monjes… papas, y tesoreros reales, y toda clase de gente antigua, con grandes caras rojas, y narices rotas, apareciendo todos los días… chaquetones de cuero, también… mosquetes de chispa… sarcófagos… hermoso sitio… viejas leyendas también… historias extrañas: magnífico. —Y el desconocido continuó su soliloquio hasta que llegaron a la Posada del Toro, en la High Street, donde se paró el coche.
—¿Se queda aquí usted? —preguntó Nathaniel Winkle.
—Aquí… yo no… pero ustedes sí deberían… una buena casa… estupendas camas… La otra casa es Wright, muy cara… muy cara… media corona es la cuenta si miran al camarero… les cargan más si cenan en casa de un amigo que si cenan en el comedor… gente rara… mucho.
Winkle se volvió hacia el señor Pickwick, y murmuró unas pocas palabras; un susurro pasó del señor Pickwick a Snodgrass, de Snodgrass a Tupman, y se intercambiaron cabezadas de asentimiento. El señor Pickwick se dirigió al desconocido.
—Esta mañana usted nos ha hecho un favor muy importante —dijo—: ¿nos permitirá ofrecerle una ligera señal de nuestra gratitud solicitando el placer de que nos acompañe a comer?
—Gran placer… no es que quiera imponer nada, pero pollo asado con setas… ¡cosa estupenda! ¿A qué hora?
—Vamos a ver —replicó el señor Pickwick, consultando su reloj—, son casi las tres. ¿Digamos a las cinco?
—Me viene muy bien —dijo el desconocido— a las cinco en punto… hasta entonces… cuídense de ustedes mismos. —Y levantando unas pocas pulgadas de la cabeza su estropeado sombrero para volver a ponérselo descuidadamente muy de medio lado, el desconocido, con la mitad del paquete de papel de estraza saliéndosele por el bolsillo, echó a andar rápidamente por el patio y dobló por High Street.
—Evidentemente, ha viajado por muchos países, y es un atento observador de personas y cosas —dijo el señor Pickwick.
—Me gustaría ver su poema —dijo Snodgrass.
—Me gustaría haber visto su perro —dijo Winkle. Tupman no dijo nada, pero pensó en doña Cristina, en la sonda de estómago y la fuente; y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Después de pedir un comedor reservado, de inspeccionar las alcobas y de encargar la comida, el grupo salió a echar un vistazo a la ciudad y alrededores inmediatos.
No encontramos, en una atenta lectura de las notas que tomó el señor Pickwick en cuatro ciudades, Stroud, Rochester, Chatham y Brompton, que sus impresiones sobre su aspecto difieran en ningún punto importante de las de otros viajeros que han pasado por las mismas tierras. Su descripción general queda fácilmente resumida.
«La producción principal de estas ciudades —dice el señor Pickwick—, parece consistir en soldados, marineros, judíos, yeso, camarones, funcionarios y estibadores. Las mercancías principalmente expuestas para su venta en las calles públicas son utensilios de marinero, galletas, manzanas y ostras. Las calles presentan un aspecto de viva animación, ocasionada principalmente por el espíritu festivo y convivial de los militares. Para un ánimo filantrópico, es verdaderamente delicioso ver a estos valientes vacilando de acá para allá, bajo la influencia de un exceso de espíritu vital y de espíritu de vino; sobre todo si recordamos que el seguirles y hacer bromas con ellos permite a la población infantil tener una diversión inocente y barata. Nada —añade el señor Pickwick— puede superar su buen humor. El mismo día antes de mi llegada, uno de ellos había sido groseramente insultado en casa de un tabernero. La moza había rehusado decididamente servirle más bebida; en respuesta a lo cual, él (meramente en broma) sacó la bayoneta e hirió a la muchacha en un hombro. ¡Y sin embargo, este mismo simpático muchacho fue el primero en acudir a la casa al día siguiente, a expresar que estaba dispuesto a pasar por alto el asunto y olvidar lo que había ocurrido!
»El consumo de tabaco en estas ciudades —continúa el señor Pickwick— debe de ser muy grande, y el olor que invade las calles debe de ser extremadamente delicioso para los que sean muy aficionados a fumar. Un viajero superficial podría criticar la basura que es la característica dominante de estas calles, pero para quienes la vean como una indicación del tráfico y la prosperidad comercial resulta verdaderamente reconfortante.»
A las cinco en punto llegó el desconocido, y poco después, la cena. Se había despojado del paquete de papel de estraza, pero no había introducido alteración en su indumentaria, y estaba más locuaz que nunca, si era posible.
—¿Esto qué es? —preguntó cuando el camarero levantaba una de las tapas.
—Lenguados, señor.
—Lenguados, ¡ah…!, estupendo pescado… todo viene de Londres… los propietarios de las diligencias organizan banquetes políticos… transporte de lenguados… docenas de cestos… tipos listos. ¿Un vaso de vino para usted?
—Con mucho gusto —dijo el señor Pickwick. Y el desconocido tomó vino, primero con él, luego con Snodgrass, luego con Tupman, luego con Winkle, y luego con todo el grupo junto, casi con la misma rapidez con que hablaba.
—Qué jaleo endemoniado en la escalera, camarero —dijo el desconocido—. Suben armazones… bajan carpinteros… lámparas, espejos, arpas. ¿Qué es lo que pasa?
—Un baile, señor —dijo el camarero.
—¡Ah, una asamblea!
—No, señor, nada de asamblea, un baile benéfico de caridad, señor.
—¿Muchas mujeres guapas en esta ciudad, tiene idea? —preguntó Tupman con gran interés.
—Espléndidas, estupendas. Kent… todo el mundo conoce Kent… manzanas, cerezas, lúpulo y mujeres. ¡Un vaso de vino para usted!
—Con mucho gusto —replicó Tupman.
El desconocido llenó y vació el vaso.
—Me gustaría mucho ir —dijo Tupman, reanudando el tema del baile—, mucho.
—Hay entradas en el bar, señor —intervino el camarero—. A media guinea.
Tupman volvió a expresar un serio deseo de estar presente en la fiesta, pero al no encontrar respuesta en la ensombrecida mirada de Snodgrass, ni en la abstraída expresión del señor Pickwick, se aplicó con gran interés al vino dulce y a los postres, que acababan de ser colocados en la mesa. El camarero se retiró, y el grupo quedó disfrutando el agradable par de horas que sucede a la cena.
—Perdón —dijo el desconocido—, la botella está quieta… hágale dar la vuelta… en la dirección del sol… por el gaznate… no haya posos. —Y vació el vaso, que había llenado unos dos minutos antes, y se escanció otro como quien está acostumbrado a ello.
Se acabó el vino, y encargaron una nueva reserva. El invitado hablaba y los pickwickianos escuchaban. Tupman se sentía a cada momento más inclinado a ir al baile. La fisonomía del señor Pickwick resplandecía con una expresión de filantropía universal, y Winkle y Snodgrass se quedaron dormidos.
—Están empezando arriba —dijo el desconocido—, oigo a la gente… los violines afinan… ahora el arpa… allá van. —Los diversos sonidos que descendían hasta ellos por las escaleras anunciaban el comienzo del primer rigodón.
—Cómo me gustaría ir —dijo otra vez Tupman.
—A mí también —dijo el desconocido—: maldito equipaje… bultos pesados… nada con que ir… ¿curioso, no?
Ahora bien, la benevolencia universal era uno de los rasgos dominantes de la teoría pickwickiana, y nadie se distinguía tanto como el señor Tracy Tupman por su celosa manera de observar tan noble principio. Es casi increíble el número de ocasiones anotadas en las «Actas» de la Sociedad en que este excelente hombre había remitido posibles beneficiarios de caridad a las casas de otros miembros, en busca de ropas viejas o de alivio pecuniario.
—Me gustaría mucho prestarle un cambio de ropa para este objeto —dijo Tracy Tupman—, pero usted es más bien delgado, y yo…
—Más bien gordo… un Baco entrado en años… con las hojas cortadas… bajando del barril, y vestido de cachemir, ¿eh…?, no doblemente destilado, sino doblemente molido… ¡ja, ja!, páseme el vino.
Si Tupman se sintió un tanto indignado ante el tono perentorio con que se le expresaba el deseo de que pasara el vino que el desconocido hizo pasar tan rápidamente a mejor vida, o si se sintió muy. adecuadamente escandalizado al ver que un influyente miembro del Club Pickwick era ignominiosamente comparado a un Baco a pie, es una cuestión todavía no averiguada por completo. Pasó el vino, tosió dos veces, y miró durante varios segundos al desconocido con severa intensidad; no obstante, como el mencionado individuo parecía perfectamente dueño de sí y completamente tranquilo bajo sus miradas inquisitivas, poco a poco fue ablandándose, y volvió al asunto del baile.
—Iba a decirle —dijo— que aunque mis ropas serían demasiado anchas, quizá le sentaría mejor un traje de mi amigo el señor Winkle.
El desconocido tomó medidas a Winkle con la mirada, y su rostro chispeó de satisfacción al decir:
—Eso es lo que me hace falta.
Tupman miró en torno. El vino, que había ejercido su influjo somnífero en Snodgrass y Winkle, había arrebatado los sentidos del señor Pickwick. Este caballero había pasado gradualmente por las diversas etapas que preceden al letargo producido por una buena cena y sus consecuencias. Había atravesado las transiciones normales desde la cima de la alegría convivial hasta las profundidades de la melancolía, y desde las profundidades de la melancolía hasta la cima de la alegría convivial. Como un farol de gas en la calle, había ostentado por un momento un fulgor poco natural, descendiendo luego hasta no ser apenas discernible; tras de un breve intervalo, había vuelto a inflamarse de nuevo, para iluminar por un instante; luego chisporroteó con una luz incierta y vacilante, para desaparecer después por completo. Su cabeza quedó desplomada sobre el pecho, y un perpetuo ronquido, con un parcial atragantamiento de vez en cuando, quedaron como únicas indicaciones audibles de la presencia de aquel gran hombre.
Cada vez adquiría más fuerza sobre Tupman la tentación de estar presente en el baile y de formar sus primeras impresiones sobre la belleza de las damas de Kent. Igualmente grande era la tentación de llevar consigo al desconocido. No conocía en absoluto la ciudad ni a sus habitantes, y el desconocido parecía poseer tanto conocimiento de ambas cosas como si hubiera vivido allí desde su infancia. Winkle estaba dormido, y Tupman tenía suficiente experiencia en tales materias como para saber que en el momento en que despertase, siguiendo el curso ordinario de la naturaleza, se deslizaría pesadamente hacia la cama. Estaba indeciso.
—Llene su vaso y páseme el vino —dijo el infatigable invitado.
Tupman hizo lo que se le solicitaba, y el estímulo adicional del último vaso estableció su determinación.
—La alcoba de Winkle está junto a la mía —dijo Tupman—: ahora no podría hacerle comprender lo que quiero, aunque le despertara, pero sé que tiene un traje de etiqueta en una maleta; y suponiendo que usted se lo pusiera para ir al baile, y se lo quitara al volver, yo lo podría volver a colocar sin molestarle en absoluto con todo este asunto.
—Estupendo —dijo el desconocido—, magnífico plan… maldita situación extraña… catorce casacas en las maletas, y obligado a ponerme la de otro… muy buena idea, esta… mucho.
—Tenemos que comprar las entradas —dijo Tupman.
—No vale la pena partir una guinea —dijo el desconocido—: echemos a cara y cruz quién paga las dos… yo pido; usted tira… primera vez… mujer… mujer… encantadora mujer… —Y cayó la moneda mostrando el dragón (llamado mujer por cortesía).
Tupman tocó la campanilla, compró las entradas, y pidió unas velas para ir a las habitaciones. Un cuarto de hora después, el desconocido estaba completamente vestido con un traje completo de Nathaniel Winkle.
—Es un frac nuevo —dijo Tupman, mientras el desconocido se miraba con gran complacencia en un espejo de tocador—; el primero que se ha hecho con el botón de nuestro Club. —Y llamó la atención de su compañero sobre el gran botón dorado que ostentaba en el centro un busto del señor Pickwick, con las letras C. P. a cada lado.
—C. P. —dijo el desconocido—, curiosa insignia… la cara del viejo y «C. P.»… ¿Qué significa C. P…? ¿«Casaca Perfecta», eh?
Tupman, con creciente indignación y gran solemnidad, explicó la inscripción mística.
—Un poco corto de talle, ¿no? —dijo el desconocido, retorciéndose para echar una ojeada en el espejo a los botones de la cintura, que estaban a mitad de camino subiendo por la espalda—: Como la casaca de un administrador de correos… extraños trajes estos… hechos por contrata… sin medidas… designios misteriosos de la providencia… a los bajos les dan los largos… a todos los altos, los cortos.
Continuando así, el nuevo compañero de Tupman se ajustó el traje, o mejor dicho, el traje de Winkle; y acompañado por Tupman, subió por la escalera que llevaba a la sala de baile.
—¿Qué nombres, señor? —dijo el hombre que estaba a la puerta. El señor Tracy Tupman se adelantaba a anunciar sus títulos, cuando el desconocido se lo impidió.
—Nada de nombres —y luego susurró a Tupman—: los nombres no sirven… no son conocidos… son muy buenos nombres para lo suyo, pero no son grandes… nombres magníficos para una pequeña reunión, pero no harán impresión en reuniones públicas… de incógnito, eso es lo bueno… unos caballeros de Londres… distinguidos forasteros… cualquier cosa.
La puerta se abrió de par en par y Tracy Tupman y el desconocido entraron en la sala de baile.
Era una larga habitación con bancos cubiertos de carmesí y candelas de cera en candelabros de cristal. Los músicos estaban encerrados con toda seguridad en un corral elevado, y dos o tres grupos de bailarines iban despachando sistemáticamente los rigodones. Dos mesas de juego se habían instalado en la sala adyacente, y dos parejas de viejas damas y un número análogo de obesos caballeros desarrollaban una partida de whist.
Acabó la parte final del primer rigodón, los bailarines deambularon por la sala, y Tupman y su compañero se instalaron en un rincón para observar a la concurrencia.
—¡Mujeres encantadoras! —dijo Tupman.
—Espere un momento —dijo el desconocido—, ya habrá diversión… los aristócratas todavía no han llegado… extraño sitio… la gente alta del arsenal no conoce a la gente baja del puerto… la gente baja del arsenal no conoce a la pequeña burguesía… la pequeña burguesía no conoce a los comerciantes… el comisario no conoce a nadie.
—¿Quién es ese muchachito de pelo rubio y ojos enrojecidos, con traje de máscara?
—No grite, por favor… ojos enrojecidos… traje de máscara… muchachito… qué tontería… un alférez del 97… honorable Wilmot Snipe… gran familia, los Snipe… mucho.
—¡Sir Thomas Clubber, lady Clubber, y las señoritas Clubber! —gritó con voz estentórea el hombre de la puerta. Gran sensación produjo en toda la sala la entrada de un caballero muy alto con frac azul de botones brillantes, una corpulenta dama vestida de raso azul, y dos jóvenes damitas, de escala análoga, con trajes a la moda del mismo matiz.
—El comisario… jefe del arsenal… un gran hombre… un hombre notablemente grande —susurró el desconocido al oído de Tupman, mientras el comité de beneficencia acompañaba a sir Thomas Clubber y familia a la cabecera de la sala. El honorable Wilmot Snipe y otros distinguidos caballeros se apiñaron para rendir homenaje a las señoritas Clubber, mientras sir Thomas Clubber permanecía altivamente erguido, mirando majestuosamente, por encima de su corbata negra, a la reunión allí congregada.
—El señor Smithie, la señora Smithie y las señoritas Smithie —fue el siguiente anuncio.
—¿Quién es el señor Smithie? —preguntó Tupman.
—Uno del arsenal —replicó el desconocido. El señor Smithie se inclinó deferentemente ante sir Thomas Clubber, y sir Thomas Clubber acusó recibo del saludo con consciente condescendencia. Lady Clubber observó como por un telescopio a la señora Smithie y familia a través de sus impertinentes, mientras la señora Smithie, a su vez, miraba fijamente a la señora No Sé Cuántos, cuyo marido no pertenecía en absoluto al arsenal.
—El coronel Bulder, la señora Bulder y la señorita Bulder —fue la siguiente llegada.
—Jefe de la guarnición —dijo el desconocido, en respuesta a la mirada interrogante de Tupman.
La señorita Bulder fue cálidamente recibida por las señoritas Clubber; el saludo entre la señora Bulder y lady Clubber fue del carácter más afectuoso; y el coronel Bulder y sir Thomas Clubber se ofrecieron mutuamente las tabaqueras, con aire de ser un par de Alexander Selkirk,[9] «monarcas de cuanto se extendía a su vista».
Mientras la aristocracia del lugar —los Bulder, los Clubber y los Snipe— preservaban así su dignidad en el extremo superior de la sala, las demás clases de la sociedad imitaban su ejemplo en otras partes. Los menos aristocráticos oficiales del 97 se dedicaban a las familias de los menos importantes funcionarios del arsenal. Las esposas de los procuradores y la señora del comerciante de vinos encabezaban otro grado (la señora del vinatero visitaba a los Bulder); y la señora Tomlinson, esposa del jefe de correos, parecía haber sido elegida por común asentimiento como cabeza del grupo comercial.
Uno de los personajes presentes con mayor popularidad en su propio círculo era un hombrecito gordo, con un círculo de pelo negro en torno a la cabeza y una amplia llanura calva en su cima: el doctor Slammer,[10] médico del regimiento 97. El doctor tomaba rapé con todos, charlaba con todos, reía, bailaba, gastaba bromas, jugaba al whist, lo hacía todo y estaba en todas partes. A estos empeños, aun siendo tan variados, el doctorcito añadía otro más importante que ninguno: no se cansaba de dedicar su atención más constante y devota a una viudita de cierta edad cuyo rico vestido y abundancia de joyas la proclamaban como un aumento muy deseable para unos ingresos limitados.
Los ojos de Tupman y de su compañero llevaban un rato fijos en el doctor y la viuda, cuando el desconocido rompió el silencio.
—Mucho dinero… esa vieja… doctor fastidioso… no es mala idea… muy divertido —fueron las comprensibles frases que salieron de sus labios.
Tupman le miró a la cara inquisitivamente.
—Voy a bailar con la viuda —dijo el desconocido.
—¿Quién es? —preguntó Tupman.
—No sé… en mi vida la he visto… voy a quitar de en medio al doctor… ahí va.
Y el desconocido cruzó inmediatamente la sala y, apoyándose en una repisa de chimenea empezó a contemplar la gruesa persona de la viejita con aire de admiración respetuosa y melancólica. Tupman lo observaba con mudo asombro.
El desconocido hizo rápidos progresos; el médico bailaba con otra señora; la viuda dejó caer el abanico; el desconocido lo recogió y se lo entregó… una sonrisa… (una reverencia de cortesía…), unas pocas palabras de conversación. El desconocido marchó atrevidamente a buscar al maestro de ceremonias, volvió con él; hubo una pequeña pantomima de presentaciones; y el desconocido y la señora Budger ocuparon su lugar en un rigodón.
La sorpresa de Tupman ante este procedimiento sumarísimo, aun siendo grande, fue inconmensurablemente superada por el asombro del doctor. El desconocido era joven, y la viuda se sentía halagada. La viuda no prestó atención ya a los homenajes del doctor, cuya indignación se estrellaba vanamente contra su imperturbable rival. El doctor Slammer se quedó paralizado. ¡Él, el doctor Slammer, del 97, quedar aniquilado en un momento por un hombre a quien nadie había visto antes, y a quien nadie conocía ahora tampoco! El señor Slammer… rechazado, el doctor Slammer, del 97. ¡Imposible! ¡No podía ser! Sí, lo era; allí estaban. ¡Cómo, el otro presentaba a su amigo! ¡No podía creer a sus ojos! Volvió a mirar y se vio en la penosa necesidad de admitir la veracidad de su óptica; la señora Budger bailaba con el señor Tracy Tupman; no había modo de equivocarse sobre ese hecho. Allí estaba ante él la viuda, saltando en persona de acá para allá, con vigor desacostumbrado; y Tracy Tupman, dando brincos alrededor, con rostro expresivo de la más intensa solemnidad, bailando (como hacen muchos) igual que si un rigodón no fuera una cosa para reírse sino una severa prueba para los sentimientos, que requiere inflexible resolución para hacerle frente.
En silencio y con paciencia aguantó el doctor todo esto, y el ofrecimiento de ponche, y el buscar vasos, y el apresurarse a traer bizcochos, y todo el coqueteo subsiguiente; pero, unos pocos segundos después de que el desconocido desapareciera para acompañar a la señora Budger a su coche, salió disparado de la sala, en efervescencia todas las partículas de su indignación hasta entonces embotellada, y rebosando por toda su persona un sudor de pasión.
El desconocido estaba de vuelta, con Tupman a su lado. Hablaba a media voz, y reía. El doctorcito sintió sed de su sangre: le veía triunfante y resplandeciente de júbilo.
—¡Caballero! —dijo el doctor con voz terrible, sacando una tarjeta y retirándose a un rincón del pasillo—, me llamo Slammer, doctor Slammer… regimiento 97… cuartel de Chatham… mi tarjeta, caballero, mi tarjeta… —Quiso añadir más, pero la indignación le atragantaba.
—¡Ah! —replicó fríamente el desconocido—. Slammer… encantado… mis mejores respetos… no estoy enfermo ahora, Slammer… pero cuando lo esté… ya le daré un golpe.
—Usted… usted es un embustero, caballero —jadeó el furioso doctor—, un granuja… un cobarde… un mentiroso… un… un… ¿no hay nada que le haga darme su tarjeta, caballero?
—¡Ah, ya comprendo! —dijo el desconocido, medio retirándose—; aquí hacen el ponche muy fuerte… el posadero es muy generoso… muy loco… mucho… mejor sería limonada… hace calor en la sala… caballeros de cierta edad… se resienten por la mañana… es cruel… cruel. —Y dio un paso o dos.
—Está usted estorbando en esta casa, caballero —dijo el hombrecito indignado—, ahora está usted borracho: ya tendrá noticias mías por la mañana. Ya le encontraré, ya le descubriré.
—¿Descubrirme? No le será fácil —replicó el desconocido, sin alterarse.
El doctor Slammer le miró con ferocidad inexpresable, encajándose el sombrero en la cabeza con un golpe indignado; y el desconocido y Tupman fueron a la alcoba de este para devolver al inconsciente Winkle el plumaje tomado en préstamo.
Este caballero estaba profundamente dormido; la devolución se hizo pronto. El desconocido estaba extremadamente chistoso, y Tracy Tupman, desconcertado con el vino, el ponche, las luces y las mujeres, consideraba todo el asunto como una broma estupenda. Se marchó su nuevo amigo, y Tracy Tupman, tras de experimentar alguna ligera dificultad para encontrar en su gorro de dormir el orificio originariamente destinado a recibir su cabeza, hasta derribar al fin la palmatoria en sus luchas por ponérselo, se las arregló para meterse en la cama mediante una serie de complicadas evoluciones, poco después de lo cual quedó sumergido en el reposo.
Apenas habían acabado de dar las siete de la siguiente mañana, cuando la perspicaz mente del señor Pickwick se vio extraída del estado de inconsciencia en que el sueño la había sumergido al oír unos sonoros golpes en la puerta de su cuarto.
—¿Quién es? —dijo el señor Pickwick, incorporándose sobresaltado.
—El camarero, señor.
—¿Qué quiere?
—Por favor, señor, ¿puede decirme cuál es el caballero de su grupo que tiene un frac azul claro con botones dorados que llevan escrito «C. P.»?
«Lo habrán dado a cepillar —pensó el señor Pickwick— y se le ha olvidado a este hombre a quién pertenece.»
—Es el señor Winkle —gritó—, la tercera puerta a la derecha.
—Gracias, señor —dijo el criado, y se fue.
—¿Qué es lo que ocurre? —gritó Tupman, cuando unos ruidosos golpes en su propia puerta le sacaron de su reposo en olvido.
—¿Puedo hablar con el señor Winkle? —replicó el criado desde fuera.
—¡Winkle, Winkle! —gritó Tupman, llamando hacia el cuarto de dentro.
—¿Qué hay? —contestó una débil voz a través de las mantas.
—Le buscan; alguien que está a la puerta. —Y tras obligarse a articular todo eso, Tracy Tupman dio la vuelta y se volvió a dormir profundamente.
—¡Me buscan! —dijo Winkle, saliendo apresuradamente de la cama y poniéndose algunas prendas de vestir—. ¡Me buscan! ¡A esta distancia de Londres! ¿Quién demonios podrá ser?
—Un caballero que está en la sala, señor —contestó el criado cuando Winkle abrió la puerta para encararse con él— un caballero que dice que no le entretendrá mucho, pero que no aceptará que se niegue a verle.
—¡Qué raro! —dijo Winkle—. Bajo enseguida.
Se envolvió apresuradamente en una bufanda de viaje y un batín, y bajó las escaleras. Una vieja y un par de camareros limpiaban la sala del café, mientras un oficial en uniforme de cuartel miraba fuera por la ventana. Se volvió cuando entró Winkle, e hizo una rígida inclinación de cabeza. Después de ordenar a los criados que se retiraran y de cerrar con mucho cuidado la puerta, dijo:
—¿El señor Winkle, supongo?
—Me llamo Winkle, caballero.
—No le sorprenderá que le informe de que he sido enviado aquí esta mañana en representación de mi amigo, el doctor Slammer, del regimiento 97.
—¡El doctor Slammer! —dijo Winkle.
—El doctor Slammer. Me ha pedido que le exprese su opinión de que la conducta de usted, anoche, fue de tal índole que ningún caballero podría tolerarla, y —añadió él— que ningún caballero puede aceptar tratándose de otro.
El asombro de Winkle fue demasiado auténtico, demasiado evidente, para escapar a la observación del amigo del doctor Slammer, quien, por consiguiente, continuó:
—Mi amigo el doctor Slammer me ha requerido para que añada que está firmemente persuadido de que usted estuvo embriagado durante una parte de la noche, y posiblemente inconsciente del alcance del insulto de que es culpable. Me ha encargado que le diga que esto sería aceptado como excusa para su comportamiento, y que consentirá en aceptar una satisfacción por escrito, que usted extendería según le dictara yo.
—¡Una satisfacción por escrito! —repitió Winkle, con el tono de asombro más acentuado que cabe.
—Desde luego, ya sabe cuál es la alternativa —replicó fríamente el visitante.
—¿Le confiaron ese mensaje a mi nombre? —preguntó Winkle, cuyo intelecto estaba desesperadamente confuso con esa extraordinaria conversación.
—No estaba presente yo mismo —dijo el visitante—, y como consecuencia de que usted rehusó firmemente dar su tarjeta al doctor Slammer, este caballero me ha pedido que identifique al portador de un frac nada corriente: un frac azul claro, con unos botones dorados que llevaban un busto y las letras C. P.
Winkle se tambaleó de asombro al oír esa detallada descripción de su propio indumento. El amigo del doctor Slammer continuó:
—Por las investigaciones que he hecho ahora mismo en esta casa, estoy convencido de que el propietario de la casaca en cuestión llegó ayer tarde aquí, con tres caballeros. Inmediatamente mandé buscar al caballero a quien me describieron como el principal del grupo, y este me ha remitido a usted.
Si la torre principal del castillo de Rochester hubiera echado a andar repentinamente saliendo de sus cimientos y se hubiera detenido ante las ventanas de la sala, la sorpresa de Winkle no hubiera sido nada comparada con el profundo asombro con que oyó estas palabras. Su primera impresión fue que le habían robado el frac.
—¿Me permite que le entretenga un momento? —dijo.
—Por supuesto —respondió el desagradable visitante.
Winkle corrió escaleras arriba, y abrió la maleta con mano temblorosa. Allí estaba el frac en su sitio de costumbre, pero presentando, ante un examen detenido, muestras evidentes de haber sido usado la noche anterior.
—Debe de ser eso —dijo Winkle, dejando caer el frac de las manos—. Bebí demasiado vino después de cenar, y tengo un recuerdo muy vago de haber andado por las calles y haber fumado luego un cigarro. La realidad es que estaba muy borracho: debí de cambiarme, ponerme el frac, salir no sé adónde, e insultar a no sé quién… no me cabe duda; y este mensaje es la terrible consecuencia. —Diciendo esto, Winkle volvió sobre sus pasos hasta la sala, con la sombría y terrible decisión de aceptar el desafío del belicoso doctor Slammer, y atenerse a las peores consecuencias que se pudieran derivar.
Winkle se vio apremiado a esta determinación por un cúmulo de consideraciones, la primera de las cuales era su reputación dentro del Club. Siempre se le había mirado como alta autoridad en todos los asuntos de destreza y diversión, tanto ofensiva como defensiva o inofensiva; y si en la primerísima ocasión en que se le ponía a prueba, se echaba atrás ante la demostración, bajo la mirada de su jefe, quedarían para siempre perdidos su nombre y su posición. Además, recordaba haber oído mencionar, entre las personas no iniciadas en tales asuntos, que por un acuerdo sobrentendido entre los padrinos, raramente se cargaban con bala las pistolas; y además, pensó que si pedía a Snodgrass que actuara como su padrino, y le pintaba el peligro en términos ardientes, este caballero quizá comunicaría lo que sabía al señor Pickwick, quien, ciertamente, no perdería tiempo para comunicarlo a las autoridades locales, evitando así la muerte o invalidez de su seguidor.
Tales eran sus pensamientos cuando volvió a la sala, y comunicó su intención de aceptar el desafío del médico.
—¿Quiere remitirme a un amigo suyo para convenir la hora y lugar del encuentro? —dijo el oficial.
—No hace ninguna falta —respondió Winkle—; dígamelos, y ya obtendré después la compañía de un amigo.
—Digamos… ¿esta tarde al ponerse el sol? —inquirió el oficial, en tono descuidado.
—Muy bien —respondió Winkle, pensando en su alma que estaba muy mal.
—¿Conoce usted el fuerte Pitt?
—Sí, lo vi ayer.
—Si se toma la molestia de doblar por el campo que bordea la trinchera, tome la vereda a la izquierda cuando llegue a la altura de la fortificación, y siga adelante hasta que me vea: yo le precederé hasta un lugar retirado donde puede arreglarse el asunto sin temor de ninguna interrupción.
«¡Temor de ninguna interrupción!», pensó Winkle.
—No hay nada más que arreglar —dijo el oficial.
—No veo que haya más —respondió Winkle.
—Buenos días.
—Buenos días.
Y el oficial se marchó silbando una alegre melodía.
El desayuno de aquella mañana fue muy sombrío. Tupman no estaba para levantarse después de la desacostumbrada disipación de la noche anterior; Snodgrass parecía sufrir de una poética depresión de espíritu; incluso el señor Pickwick manifestaba una insólita adhesión al agua de seltz y al silencio. Winkle acechaba atentamente su oportunidad: no tardó mucho. Snodgrass propuso visitar el castillo, y como Winkle era el único otro miembro del grupo que estaba dispuesto a andar, salieron juntos.
—Snodgrass —dijo Winkle, cuando abandonaron la vía pública—, Snodgrass, mi querido amigo, ¿puedo contar con usted para guardar un secreto?
Y al decirlo, tenía la más devota y seria esperanza de que no lo guardara.
—Sí que puede —respondió Snodgrass—. Se lo puedo jurar…
—No, no —interrumpió Winkle, aterrado ante la idea de que su compañero se comprometiera inconscientemente a no dar información—. No jure, no jure, no hace falta.
Snodgrass dejó caer la mano que, conforme al espíritu de la poesía, había elevado hacia las nubes al hacer la anterior declaración, y tomó una actitud atenta.
—Necesito su asistencia, mi querido amigo, en un asunto de honor —dijo Winkle.
—La tendrá —dijo Snodgrass, estrechando la mano de su amigo.
—Con un médico, el doctor Slammer, del regimiento 97 —dijo Winkle, deseando hacer aparecer el asunto como lo más solemne posible—; es un asunto con un oficial, asistido por otro oficial, esta tarde, al ponerse el sol, en un campo solitario tras el fuerte Pitt.
—Yo le acompañaré —dijo Snodgrass.
Estaba asombrado, pero de ningún modo consternado. Es extraordinario ver qué frialdad pueden tener todos en tales casos, salvo la parte interesada. A Winkle se le había olvidado esto. Había juzgado los sentimientos de su amigo por los suyos propios.
—Las consecuencias pueden ser terribles —dijo Winkle.
—Espero que no —dijo Snodgrass.
—El doctor creo que es un tirador excelente —dijo Winkle.
—Esos militares suelen serlo —observó Snodgrass con calma—, pero usted también, ¿no?
Winkle respondió afirmativamente, y notando que no había alarmado bastante a su compañero, cambió de terreno.
—Snodgrass —dijo, con voz trémula de emoción—, si caigo, en un paquete que pondré en sus manos encontrará una nota para mi… para mi padre.
Este ataque también fracasó. Snodgrass se sintió afectado, pero aceptó la entrega de la nota con tanta prontitud como si hubiera sido un cartero de a dos peniques.
—Si caigo —dijo Winkle—, o si cae el doctor, usted, mi querido amigo, será llamado a declarar como cómplice del hecho. ¿He de complicar a mi amigo y causarle una deportación… quizá para toda la vida?
Snodgrass parpadeó un poco ante esto, pero su heroísmo era invencible.
—Por la causa de la amistad —exclamó fervientemente—, estoy dispuesto a desafiar todos los peligros.
¡Cuánto maldijo interiormente Winkle la devota amistad de su compañero, mientras seguían su camino en silencio, los dos juntos, durante unos minutos, cada cual sumergido en sus propias meditaciones! Iba pasando la mañana: se sentía desesperado.
—Snodgrass —dijo, deteniéndose repentinamente—, no deje que me sujeten en este asunto: no dé información a las autoridades locales; no obtenga la asistencia de unos cuantos funcionarios civiles para que nos detengan a mí o al doctor Slammer, del regimiento 97, que ahora está en el cuartel de Chatham, evitando así el duelo; escúcheme, no lo haga.
Snodgrass estrechó cálidamente la mano de su amigo, respondiendo entusiásticamente:
—¡Por nada del mundo!
Un escalofrío pasó por el cuerpo de Winkle al convencerse de que no podía abrigar esperanza por parte de los temores de su amigo, siendo así invadido a la fuerza por la certidumbre de que estaba destinado a convertirse en un blanco animado.
Una vez que se le explicó formalmente a Snodgrass el estado del asunto, y se alquiló a un comerciante de Rochester una caja de pistolas de duelo, con los necesarios acompañamientos de pólvora, balas y pistones, los dos amigos volvieron a su posada; Winkle, para meditar sobre la inminente batalla, y Snodgrass para preparar las armas de guerra y ponerlas en situación adecuada para uso inmediato.
Era una tarde sombría y pesada cuando volvieron a salir para su desdichado asunto. Winkle iba embozado en un ancho gabán para escapar a toda observación, y Snodgrass llevaba bajo el suyo los instrumentos de destrucción.
—¿Lo tiene todo? —dijo Winkle, en tono agitado.
—Todo —respondió Snodgrass—, hay mucha munición, por si los disparos no surten efecto. Hay un cuarto de libra de pólvora en este estuche, y llevo dos periódicos en el bolsillo para los tacos.
Eran muestras de amistad por las que cualquier hombre podía razonablemente sentirse muy agradecido. Ha de suponerse que la gratitud de Winkle era demasiado poderosa para poderse expresar, puesto que no dijo nada, sino que siguió andando; bastante despacio.
—Estamos en un momento muy oportuno —dijo Snodgrass, cuando saltaban las tapias del primer campo—, el sol está cayendo.
Winkle miró la declinante esfera y dolorosamente pensó en la posibilidad de que también él «cayera» antes de no mucho tiempo.
—Ahí está el oficial —exclamó Winkle, al cabo de unos minutos de camino.
—¿Dónde? —dijo Snodgrass.
—Allí; aquel caballero de casaca azul. —Snodgrass miró en la dirección indicada por el dedo de su amigo, y observó una figura, embozada como anunciaba la descripción. El oficial manifestó que se daba cuenta de su presencia agitando ligeramente la mano; y los dos amigos le siguieron a poca distancia mientras él se alejaba.
La tarde se hacía más sombría por momentos, y un viento melancólico sonaba por los campos abandonados, como un gigante lejano que silbara al perro de su casa. La tristeza de esta escena infundió un tinte sombrío a los sentimientos de Winkle. Se sobresaltó cuando pasaron el ángulo de la trinchera: parecía un sepulcro colosal.
El oficial se apartó súbitamente del sendero, y tras de trepar por una empalizada, entró en un campo acotado. Había dos caballeros esperando: uno era un hombrecillo gordo, con pelo negro; y el otro —un imponente personaje de casaca galoneada— estaba sentado con perfecta ecuanimidad en un asiento de campaña.
—El adversario, y un médico, supongo —dijo Snodgrass—; tome un poco de coñac.
Winkle aferró la botella forrada de mimbre que le ofrecía su amigo, y tomó un largo sorbo del líquido estimulante.
—Mi amigo, el señor Snodgrass —dijo Winkle cuando se acercó el oficial. El amigo del doctor Slammer se inclinó, y sacó una caja semejante a la que traía Snodgrass.
—Creo que no tenemos más que decir, caballero —observó fríamente al abrir la caja—. Se ha rehusado decididamente dar satisfacción.
—Nada más, caballero —dijo Snodgrass, empezando a sentirse bastante incómodo.
—¿Quiere dar los pasos? —dijo el oficial.
—Por supuesto —respondió Snodgrass. Se midió el terreno y se arreglaron los preliminares.
—Encontrará estas mejores que las suyas —dijo el otro padrino, sacando sus pistolas—. Ya me ha visto cargarlas. ¿Tiene alguna objeción que hacer a que se usen?
—Por supuesto que no —respondió Snodgrass. Esta oferta le evitaba un apuro considerable, pues sus nociones anteriores sobre lo que era cargar una pistola no pasaban de ser vagas e indefinidas.
—Podemos colocar a nuestros hombres, me parece —dijo el oficial, con tanta indiferencia como si las partes interesadas fueran peones de ajedrez y los padrinos fueran los jugadores.
—Creo que podemos —respondió Snodgrass, que hubiera asentido a cualquier propuesta, porque no entendía nada del asunto. El oficial cruzó hacia el doctor Slammer, y Snodgrass fue junto a Winkle.
—Todo está preparado —dijo, ofreciendo la pistola—. Deme el abrigo.
—Ya tiene el paquete, mi querido compañero —dijo el pobre Winkle.
—Muy bien —dijo Snodgrass—. Ánimo, y duro con él.
Pensó Winkle que ese consejo era como el que suelen invariablemente dar los espectadores al niño más pequeño de los que pelean en una lucha callejera: «Anda, y gánale», cosa admirable para recomendar, si uno supiera hacerlo. Sin embargo, se quitó en silencio el abrigo —siempre se tardaba mucho tiempo en desabrochar ese abrigo— y aceptó la pistola. Los padrinos se retiraron, el caballero del asiento de campaña hizo lo mismo y los beligerantes se acercaron uno a otro.
Winkle siempre se había distinguido por su extremada humanidad. Se conjetura que su repugnancia a herir intencionadamente a un semejante fue la causa de que cerrara los ojos cuando llegó al lugar fatal, y la circunstancia de que sus ojos estuvieran cerrados le impidió observar la extraordinaria e imprevisible conducta del doctor Slammer. Este caballero se sobresaltó, se quedó mirando fijamente, se echó atrás, se frotó los ojos, volvió a mirar y, por fin, gritó:
—¡Alto, alto!
»¿Qué es esto? —dijo el doctor Slammer, cuando llegaron corriendo su amigo y Snodgrass—. No es este hombre.
—¡Que no es este hombre! —dijo el padrino del doctor Slammer.
—¡Que no es este hombre! —dijo Snodgrass.
—¡Que no es este hombre! —dijo el caballero del asiento de campaña, sosteniéndolo en la mano.
—Seguro que no —respondió el doctorcito—. Esta no es la persona que me insultó anoche.
—¡Qué extraordinario! —exclamó el oficial.
—Mucho —dijo el del asiento de campaña—. La única cuestión es si este caballero, una vez que está en el campo, debe ser considerado, por cuestión de forma, como el individuo que anoche insultó a nuestro amigo el doctor Slammer, sea realmente ese individuo o no. —Y después de lanzar esa sugerencia, con aire sabio y misterioso, el hombre del asiento de campaña tomó una abundante pulgarada de rapé y miró con gesto profundo alrededor, con aire de ser una autoridad en estos asuntos.
Mientras, Winkle había abierto los ojos, y también los oídos, cuando oyó a su adversario proclamar una suspensión de hostilidades; y percibiendo, por lo que este dijo luego, que, sin duda, había algún error en el asunto, inmediatamente previó el aumento de reputación que adquiría inevitablemente al ocultar el motivo auténtico de su presencia allí; por consiguiente dio valientemente un paso adelante y dijo:
—No soy esa persona. Ya lo sé.
—Entonces —dijo el hombre del asiento de campaña— esto es un insulto para el doctor Slammer, y una razón suficiente para seguir adelante enseguida.
—Por favor, cállese, Payne —dijo el padrino del médico—. ¿Por qué no me advirtió el hecho esta mañana, caballero?
—Eso es, eso es —dijo, con indignación, el del asiento de campaña.
—Le ruego que se calle, Payne —dijo el otro—. ¿He de repetir mi pregunta, caballero?
—Pues, señor mío —respondió Winkle, que había tenido tiempo de deliberar su respuesta—, porque usted, caballero, describió una persona embriagada y poco caballerosa que vestía el traje que, no solo tengo el honor de vestir, sino de haber inventado; el uniforme que se ha propuesto para el Club Pickwick de Londres. Me siento obligado a defender el honor de ese uniforme, y por tanto, sin más investigación, acepté el desafío que usted me presentaba.
—Mi apreciado señor —dijo el doctorcito, de buen humor, avanzando con la mano extendida—, admiro su valentía. Permítame decir que admiro altamente su conducta, y lamento profundamente haberle causado la molestia de esta reunión, sin ningún propósito.
—No hay de qué —dijo Winkle.
—Me sentiré orgulloso de conocerle —dijo el doctorcito.
—Me proporcionará el mayor placer contar con su conocimiento —respondió Winkle. Con lo cual, el médico y Winkle se dieron la mano, y luego lo hicieron Winkle y el teniente Tappleton (el padrino del médico), y luego Winkle y el hombre del asiento de campaña, y finalmente, Winkle y Snodgrass, este último desbordante de admiración hacia la noble conducta de su heroico amigo.
—Creo que podemos retirarnos —dijo el teniente Tappleton.
—Por supuesto —añadió el doctor.
—A no ser —interpuso el hombre del asiento de campaña—, a no ser que el señor Winkle se sienta agraviado por el desafío; en cuyo caso estimo que tiene derecho a una satisfacción.
Winkle, con gran abnegación, expresó que ya se sentía satisfecho.
—O posiblemente —dijo el del asiento de campaña— el padrino de este caballero se sienta ofendido por alguna observación que se me escapara en los primeros momentos de esta reunión; si es así, yo estaré muy contento de darle a él una satisfacción inmediatamente.
Snodgrass, apresuradamente, se declaró muy honrado por el elegante ofrecimiento del caballero que acababa de hablar, sintiéndose inducido a declinarlo solamente por su aprobación de conjunto respecto a la totalidad del asunto. Los dos padrinos arreglaron las cajas, y el grupo entero dejó el terreno con un humor mucho más animado que cuando llegaron.
—¿Va a estar mucho tiempo aquí? —preguntó el doctor Slammer a Winkle, mientras andaban juntos, del modo más amistoso.
—Creo que nos iremos de aquí pasado mañana —fue la respuesta.
—Confío en tener el placer de verle a usted y a su amigo en mis habitaciones, y pasar una velada agradable con ustedes, después de este lamentable error —dijo el doctorcito—. ¿No tienen compromisos para esta noche?
—Tenemos aquí unos amigos —respondió Winkle— y no me gustaría dejarles esta noche. Quizá usted y su amigo podrían venir a vernos al Toro.
—Con mucho gusto —dijo el doctorcito—. ¿Las diez sería muy tarde para ir a verles una media hora?
—¡Oh, no, de ningún modo! —dijo Winkle—. Celebraré muchísimo poder presentarles a mis amigos, los señores Pickwick y Tupman.
—El gusto será mío, estoy seguro —respondió el doctor Slammer, sospechando bien poco quién era el señor Tupman.
—¿Vendrán entonces? —dijo Snodgrass.
—Oh, desde luego.
Por entonces habían llegado a la carretera. Se intercambiaron cordiales despedidas y el grupo se separó. El doctor Slammer y sus amigos volvieron al cuartel, y Winkle, acompañado de Snodgrass, regresó a la posada.
III
UN NUEVO CONOCIDO. EL CUENTO DEL CÓMICO DE LA LEGUA. UNA INTERRUPCIÓN DESAGRADABLE, Y UN ENCUENTRO MOLESTO
El señor Pickwick había sentido algunas aprensiones como consecuencia de la insólita desaparición de sus dos amigos, aprensiones que su misteriosa conducta durante toda la mañana no había podido menos de estimular. Por consiguiente, se levantó con mayor placer del acostumbrado para saludarles cuando entraron de nuevo, y con mayor interés del ordinario preguntó qué les había ocurrido para separarles de su compañía. En respuesta a sus preguntas sobre este punto, Snodgrass iba a ofrecer un informe histórico sobre las circunstancias que acabamos de exponer, cuando se detuvo repentinamente al observar que estaban presentes no solo Tupman y su compañero de viaje del día anterior, sino otro desconocido de aspecto igualmente singular. Era un hombre de aire consumido por las preocupaciones, cuya cara cetrina y ojos profundamente hundidos resultaban más llamativos de lo que les había hecho la naturaleza a causa del lacio pelo negro que le colgaba en desgreñado desorden hasta la mitad de la cara. Sus ojos eran extraordinariamente vivos y penetrantes, sus pómulos eran altos y salientes, y sus mandíbulas eran tan largas y flacas que un observador habría supuesto que estaba retirando la carne de la cara, por un momento, mediante alguna contracción de los músculos, si su boca entreabierta. y su expresión inmutable no hubieran anunciado que ese era su aspecto ordinario. En torno al cuello llevaba un pañuelo verde, con sus largos picos desparramados por el pecho, y asomando ocasionalmente entre los gastados ojales de su viejo chaleco. Su indumento principal era un largo abrigo negro, bajo el cual llevaba unos anchos pantalones parduscos y grandes botas en avanzado estado de descomposición.
En esta persona de grosero aspecto se detuvo la mirada de Winkle, mientras se extendía hacia él la mano del señor Pickwick, diciendo:
—Un amigo de este amigo nuestro. Hemos descubierto esta mañana que nuestro amigo estaba en relación con el teatro de esta ciudad, aunque él no desea que esto se sepa universalmente, y este caballero es miembro de la misma profesión. Estaba a punto de obsequiarnos con una pequeña anécdota en relación con ella cuando entraron ustedes.
—Montones de anécdotas —dijo el desconocido de la casaca verde, el del día anterior, avanzando hacia Winkle y hablándole en tono bajo y confidencial—: tipo extraño… hace el trabajo pesado… no es actor… hombre raro… toda clase de miserias… Jemmy el Funesto le llamamos en la compañía.
Winkle y Snodgrass saludaron cortésmente al caballero elegantemente designado como «Jemmy el Funesto», y, pidiendo coñac con agua, a imitación del resto del grupo, se sentaron a la mesa.
—Bien, señor —dijo el señor Pickwick—, ¿quiere hacernos el favor de seguir adelante con lo que iba a contar?
El funesto individuo sacó del bolsillo un sucio rollo de papel, y volviéndose hacia Snodgrass, que acababa de requerir el cuaderno de notas, dijo con una voz hueca perfectamente adecuada a su aspecto externo:
—¿Es usted el poeta?
—Yo… yo hago un poco de eso —respondió Snodgrass, un tanto cortado por lo repentino de la pregunta.
—¡Ah!, la poesía hace de la vida lo que la música y las luces hacen de la escena… Si despojáis a la una de sus falsos embellecimientos y a la otra de sus ilusiones, ¿qué hay en ellas de verdadero para vivir ni para que nos importe nada?
—Es muy cierto, señor —respondió Snodgrass.
—Estar ante las candilejas —siguió el funesto—, es como sentarse ante una grandiosa fiesta de Corte, admirando las vestiduras de seda de la alegre concurrencia; estar detrás de ellas es como ser el pueblo que produce esos lujos, olvidado y desconocido, abandonado a hundirse o flotar, a morir de hambre o vivir, según quiera la fortuna.
—Desde luego —dijo Snodgrass, pues los ojos hundidos del funesto descansaban en él, y sintió que era necesario decir algo.
—Vamos, Jemmy —dijo el del viaje a España— como la Susana de los ojos negros…[11] adelante… sin graznidos… desembucha… pon buena cara.
—¿Quiere tomar otro vaso antes de empezar? —dijo e