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Antes de referir los acontecimientos tan extraños que ocurrieron recientemente en nuestra ciudad, lugar donde hasta la fecha nunca había sucedido nada señalable, me veo obligado a remontarme tiempo atrás y anticipar algunos detalles biográficos acerca de Stepán Trofímovich Verjovenski, hombre muy respetable y de gran talento. Detalles que servirán de introducción a la crónica que me propongo escribir.
Lo diré francamente: Stepán Trofímovich siempre ha tenido entre nosotros un papel muy singular y, en todo momento, cívico. Amaba su papel de forma apasionada, hasta tal extremo que no hubiera podido vivir sin él. No piensen que lo comparo con un actor en escena, ¡Dios me libre!, tanto más cuando personalmente lo tengo en gran estima. En su caso, el hecho es efecto de la costumbre o, mejor dicho, de gusto, de un noble gusto que le ha llevado, desde la infancia, hacia una actitud cívica. Por ejemplo, encontraba gran placer en su situación de «perseguido» y «exiliado». Estos dos términos, aureolados de un prestigio clásico, le habían seducido de una vez por todas. Le engrandecían progresivamente a sus propios ojos, acabando por situarlo en una especie de pedestal muy agradable para su vanidad.
Una novela satírica inglesa del siglo pasado nos cuenta que un tal Gulliver,[1] al regresar del país de los liliputienses —que no medían más que dos pulgadas de alto—, se había acostumbrado de tal modo a considerarse un gigante que, al atravesar las calles de Londres, gritaba involuntariamente a los transeúntes y a los cocheros que tuviesen cuidado para no verse aplastados por él. Aún se imaginaba como un gigante entre enanos. Así, todos le injuriaban y se reían de él. Y los cocheros, gente grosera, azotaban al gigante con sus látigos. ¿Acaso era esto justo? ¿Y la costumbre no era todopoderosa? La costumbre había conducido a Stepán Trofímovich a una situación muy análoga que, en su caso, revestía formas más pueriles, más inofensivas. Puede expresarse así: en el fondo, era hombre excelente.
Estoy seguro de que al final de su vida todo el mundo le había olvidado por completo, pero sería una injusticia decir que su nombre no era conocido. Sin contradicción posible, había formado parte de una pléyade de grandes ingenios. Durante cierto tiempo, acaso un minuto a lo sumo, su nombre fue pronunciado por numerosas personas casi con la misma resonancia que los de Chaadáiev, Belinski, Granovski y Herzen,[2] que entonces debutaba en el extranjero. Desgraciadamente, la carrera de Stepán Trofímovich se vio interrumpida apenas empezaba por «un torbellino de circunstancias», según explicaba. Más tarde se encontró que no hubo tal «torbellino» ni semejante «circunstancia», al menos en su caso. Y es ahora, precisamente, en estos últimos días, cuando con gran sorpresa me entero de que Stepán Trofímovich no solo no se hallaba exiliado en nuestra provincia, como todo el mundo creía, sino que jamás lo habían sometido a vigilancia.
¡Cuánto puede la imaginación!
Había pasado toda su vida sinceramente convencido de que despertaba miedo en las altas esferas, que se seguían y controlaban todos sus pasos, y que cada uno de los tres gobernadores que administraron nuestra provincia a lo largo de los últimos veinte años venía prevenido contra él y provisto de instrucciones especiales respecto a su caso. Si se hubiese demostrado al excelente Stepán Trofímovich que sus temores eran infundados, seguramente se habría considerado vejado. Y, sin embargo, era un hombre inteligente y muy dotado, un hombre de ciencia, por así decirlo; claro que nada más que de ciencia. Y, puestos a decirlo todo, no había hecho gran cosa, incluso con toda su ciencia. Pero entre nosotros, en Rusia, eso es frecuente entre los hombres de ciencia.
A su regreso del extranjero, ocupó brillantemente una cátedra en la universidad, hacia 1850. Pero no llegó a explicar más que algunas lecciones sobre los árabes, si no me equivoco. También sostuvo, de manera brillante, una tesis sobre la importancia política y económica que empezaba a adquirir la pequeña ciudad de Hanau entre 1413 y 1428, y sobre las circunstancias particulares, aún no del todo claras, que le impidieron lograrla plenamente. Esta hábil disertación hirió vivamente a los eslavófilos y de inmediato acarreó a su autor numerosos y encarnizados enemigos.
Posteriormente, algún tiempo después de haber perdido la cátedra, Stepán Trofímovich (para vengarse de algún modo y demostrar el talento que habían perdido) publicó en una revista progresista, donde se traducía a Dickens y se encomiaba a George Sand,[3] el principio de un estudio muy enrevesado acerca de las razones de la nobleza moral de no sé qué caballeros de cierta época, o algo por el estilo. Sea lo que fuese, el autor, en esta ocasión, barajó pensamientos muy elevados. Después se dijo que la continuación de ese estudio había sido prohibida por la censura, e incluso que la revista sufrió muchas molestias por haber publicado la primera parte. Es muy posible. ¿Qué no era posible en aquellos días? Pero, conociendo al autor, es más probable que no hubiera tal y que el mismo autor, por pereza, renunciase a concluir su obra.
Respecto a su curso sobre los árabes, tuvo que suspenderlo debido a que alguien (uno de sus enemigos reaccionarios) interceptó una carta de Stepán Trofímovich dirigida a no sé quién en la que relataba determinados incidentes. Se le exigieron explicaciones inmediatas. También se afirmaba, pero no sé si la historia es cierta, que por la misma época se había descubierto en Petersburgo una asociación de una treintena de personas dirigidas contra la moral y el Estado, que habrían trastornado todo el régimen social. También se decía que en tal asociación estaban traduciendo a Fourier.[4] Y, como hecho adrede, al mismo tiempo se recogía en Moscú un poema que Stepán Trofímovich había escrito en Berlín, seis años antes, durante su primera juventud, y cuyas copias obraban en poder de dos amantes de la poesía y un estudiante.
Este poema está ahora sobre mi mesa. Stepán Trofímovich me regaló un ejemplar autógrafo el año pasado: está ornado con una dedicatoria y encuadernado magníficamente en marroquí rojo. La obra, aunque extraña, no está desprovista de interés poético y demuestra talento. En esa época (entre 1830 y 1840, para ser exactos), se cultivaba mucho el género. Pero me resulta bastante difícil referir el tema, ya que no he comprendido nada.
Se trata de una especie de alegoría cuya forma liricodramática recuerda la segunda parte de Fausto. Empieza con un coro de mujeres al que sigue un coro de hombres; después aparece un coro de no sé qué poderes y la escena termina con un himno de las almas que no han vivido pero que tienen grandes deseos de vivir. Todos los cantos son muy confusos: se refiere a no sé qué maldición tratada continuamente con una especie de desapego irónico. A menudo cambia la escena y entonces se asiste a una «Fiesta de vida», en la que incluso los insectos se ponen a cantar. Después aparece una tortuga que pronuncia algunas palabras sacramentales en latín. Y si no recuerdo mal, un mineral, algo esencialmente inanimado, también se pone a cantar. Por lo general todo el mundo canta sin parar un momento, y si se habla es para discutir sin saber por qué, pero siempre en un tono elevado y digno. Enseguida cambia la escena de nuevo: ahora es un lugar salvaje donde un joven se pasea entre rocas mientras recoge hierbas que chupa; a la pregunta que un hada le hace de por qué chupa las hierbas, él responde que siente un exceso de fuerzas vitales y busca el olvido y lo encuentra en el jugo de las hierbas, pero que su principal deseo consiste en perder cuanto antes la razón (deseo bien superfluo). Después aparece un joven de una belleza inaudita. Monta un caballo negro y le sigue una multitud de gentes de todas las nacionalidades. El adolescente representa la muerte a que aspiran todos los pueblos. En fin, en la última escena se ve la torre de Babel; los atletas la concluyen cantando el himno de la nueva esperanza; y cuando alcanzan el hecho, el señor —digamos del Olimpo— emprende cómicamente la huida, y la humanidad, que ya sabe de quién procede, se apropia del trono y empieza una nueva existencia.
¡Y este era el poema que habían considerado en su tiempo peligroso!
El año pasado propuse a Stepán Trofímovich que lo publicase haciéndole ver que en nuestros días resulta totalmente inofensivo, pero rehusó con visible descontento. Mi opinión de que su poema no tenía nada peligroso le mortificó a tal extremo que a ello atribuyo la frialdad con que me trató durante dos meses. Luego supimos que, mientras yo le proponía publicar su poema en Rusia, lo editaban allá abajo; es decir, en el extranjero, en una recopilación revolucionaria y, naturalmente, sin permiso del autor.
Stepán Trofímovich se inquietó terriblemente nada más conocer la noticia. Y enseguida corrió a casa del gobernador y escribió una carta a Petersburgo, una carta justificativa y llena de nobleza que me leyó dos veces, pero que no llegó a enviar por no saber a quién dirigirla. Durante un mes estuvo muy inquieto; sin embargo, tengo el convencimiento de que en lo íntimo de su ser se sentía extremadamente halagado. Incluso no se dormía sin tener consigo el ejemplar de la recopilación que le habían enviado. Durante el día lo escondía debajo del colchón y no permitía a su sirvienta que hiciera la cama. A pesar de todo esto, adoptaba un aspecto arrogante, si bien temía recibir de un momento a otro un telegrama. No llegó ningún telegrama. Entonces se reconcilió conmigo, lo que prueba la bondad extraordinaria de su dulce corazón, exento de rencor.
2
No niego en modo alguno que Trofímovich haya sufrido por sus ideas, pero ahora estoy absolutamente convencido de que podría haber continuado sus lecciones sobre los árabes con solo dar las explicaciones necesarias. No obstante, herido en su amor propio, enseguida se persuadió, de una vez para siempre, de que su carrera estaba truncada definitivamente por el «torbellino de las circunstancias».
A decir verdad, la causa real de este cambio de carrera fue una proposición que le hizo en dos ocasiones, y en términos delicadísimos, Varvara Petrovna Stavróguina, rica propietaria y esposa del teniente general. Solicitó a Stepán Trofímovich que se encargara, en calidad de pedagogo y amigo, de la formación intelectual de su único hijo. Bien entendido, en condiciones inmejorables.
La primera vez que Stepán Trofímovich recibió esta proposición, aún se encontraba en Berlín y acababa de perder a su mujer. Era esta una señorita de nuestra provincia, un tanto ligera en aquellos tiempos juveniles, y con la cual no había sido muy feliz, a pesar de su hermosura. La carencia de recursos para subvenir a las necesidades del matrimonio y otras razones de carácter más delicado hicieron que se separasen. Ella murió tres años más tarde en París, dejándole un hijo de cinco, «fruto de un primer amor lleno de dicha y sin nubes», según me expresó un día Stepán Trofímovich. El niño fue enviado de inmediato a Rusia para que lo educasen unas tías lejanas en un rincón perdido del país.
Después de declinar en esta ocasión los ofrecimientos de Varvara Petrovna, nuestro Stepán Trofímovich volvió a casarse enseguida, tras un año de viudez, con una joven berlinesa un poco taciturna. Además, aún hubo otras razones que motivaron su negativa: tentado por el renombre de un profesor célebre en su época, también deseaba desplegar sus alas, y aspiraba a entrar en posesión de una cátedra para la cual se preparaba desde hacía tiempo. Más tarde, quemadas las alas, se acordó de la proposición que ya había declinado no sin dudas. La muerte repentina de su segunda esposa, después de un año de matrimonio, vino a arreglar todo gracias a la amistad y al verdadero interés que le testimoniaba Varvara Petrovna. Se precipitó en los brazos de esa amistad, y el curso de su existencia quedó regulado durante más de veinte años. He dicho que «se precipitó en los brazos», pero libre Dios al lector de todo pensamiento equívoco por esta expresión. No debe tomarse más que en un sentido elevado y moral. Una amistad espiritual, extremadamente sutil, unió en vida a estos dos seres tan notables.
Stepán Trofímovich aceptó este puesto de preceptor, con mayor agrado, al enterarse de que el pequeño predio heredado de su primera esposa se hallaba contiguo a Skvoréshniki, soberbio dominio suburbano que los Stavroguin poseían en nuestra comarca. Además, ello le liberaba de las pesadas ocupaciones universitarias y, en todo caso, le permitiría consagrarse a la ciencia y enriquecer la literatura nacional con obras profundas, en el silencio de su gabinete de trabajo. Obras que no pasaron del estado de proyecto durante toda su vida. Es decir, más de veinte años en lo que por revancha pudo «erigirse como la encarnación de un reproche ante la patria», según la expresión del poeta:
Como la encarnación de un reproche, ...
tú te eriges ante la patria,
liberal, idealista.
El personaje de que hablaba el poeta pudo tener el derecho, si lo quiso, de mantener durante toda su vida esa postura, que debió de resultar bastante fastidiosa. Pero nuestro Stepán Trofímovich, a decir verdad, no era más que un pobre imitador al lado de esas gentes. Además, mantenerse constantemente erguido era demasiado molesto para él, y con frecuencia se echaba de costado. Esto, hay que hacerle justicia, no le servía para continuar guardando una actitud de reproche. Por lo demás, aún era bastante bueno para la ciudad. Tendrían que haberle visto en el círculo, cuando se sentaba para jugar la partida de whist.[5] Toda su persona parecía decir: «¡Ah, estas cartas! Sí, juego a las cartas con usted. ¿Es esto digno de mí? ¿De quién es la culpa? ¿Quién me ha reducido a esta partida de whist? ¿Quién ha triturado mi carrera? ¡Que perezca Rusia!». Y con aire digno jugaba su triunfo.
Es preciso decir que adoraba las cartas, y a este respecto tuvo en los últimos tiempos escenas frecuentes y desagradables con Varvara Petrovna, con mayor razón, puesto que perdía siempre. Ya tendré ocasión de volver sobre esto. De momento solo indicaré que Stepán Trofímovich tenía conciencia de su pasión, al menos en algunas ocasiones, lo cual le ponía melancólico con frecuencia. En los veinte años de amistad con Varvara Petrovna, incurría tres o cuatro veces al año en lo que nosotros llamábamos «la tristeza cívica» (Varvara Petrovna gustaba mucho de esta expresión) o, para hablar más llanamente, melancolía.
Más tarde le dio por zambullirse en el champán, además de la «tristeza cívica», aunque Varvara Petrovna, muy sensible a este aspecto, se esforzó en preservarle continuamente de tan bajas inclinaciones. En realidad, tenía necesidad de niñera, ya que a veces se mostraba muy extraño: en medio del más fuerte acceso de «tristeza cívica», se ponía a reír del modo más vulgar. Incluso llegaban momentos en que se expresaba sobre sí mismo con cierta dosis de humorismo. Esto molestaba vivamente a Varvara Petrovna, que era de tradiciones clásicas y mantenía su mecenazgo movida por consideraciones de orden superior. Esta gran dama ejerció durante veinte años una influencia capital sobre su pobre amigo. Convendría, pues, dedicarle algunos instantes.
3
Existen amistades extrañas: dos amigos quisieran devorarse mutuamente, pero pasan toda su vida de este modo y sin separarse el uno del otro. Y verdaderamente les resulta imposible la separación. Aquel de ellos que por capricho rompiese el lazo de unión caería enfermo y hasta podría morirse. Sé perfectamente que en varias ocasiones, y después de mantener con Varvara Petrovna conversaciones de lo más íntimo, Stepán Trofímovich saltaba de su asiento y la emprendía con la pared a puñetazos.
No se trata de ninguna metáfora, pues en una ocasión llegó a desconchar el muro.
Se me preguntará cómo he podido conocer estos detalles y si he sido testigo de ellos. Podría responder que Stepán Trofímovich en numerosas ocasiones lloraba sobre mi hombro, mientras con gran lujo de detalles me describía cuanto pasaba en lo más profundo de su corazón. (¡Y qué no contaba entonces!) Sin embargo, explicaré lo que casi siempre sucedía después de semejantes crisis de lágrimas: al día siguiente se crucificaba acusándose de ingratitud. Se apresuraba a llamarme o acudía a mi propia casa para manifestarme, únicamente, que Varvara Petrovna era «un ángel de honor y delicadeza», mientras él era todo lo contrario. No contento con acusarse así delante de mí, se lo contaba todo a Varvara Petrovna en cartas muy elocuentes. En ellas confesaba, por ejemplo, que «la víspera había dicho a una tercera persona que ella lo retenía por vanidad, que estaba celosa de su ciencia, de su talento y que le odiaba, pero no se atrevía a mostrar el odio por miedo a que la abandonase y así destruir su reputación de mecenas». Le confesaba, en consecuencia, que se despreciaba y había resuelto matarse, aunque esperaba una última palabra de ella que debía decidir todo, etcétera, etcétera. Siempre eran de la misma clase.
Cualquiera puede imaginarse, después de esto, adónde llegarían las crisis nerviosas del más inocente de los cincuentones infantiles. Yo mismo tuve ocasión de leer un día una de esas cartas, escrita a continuación de una disputa envenenada, aunque nacida de una causa insignificante. Quedé espantado y le supliqué que no la enviase.
—Imposible... Es lo más honrado... Es mi deber. Moriría si no le confesara todo, absolutamente todo —me respondió con exaltación. Y la carta fue enviada.
En esto, precisamente, se diferenciaban los dos amigos: Varvara Petrovna jamás hubiera enviado semejantes cartas. Hay que decir que, como Stepán Trofímovich, adoraba escribir, aun cuando habitaban ambos la misma casa, solía escribirle todos los días, y hasta dos cartas diarias si sufría sus crisis nerviosas. Sé de buena tinta que ella siempre leía aquellas cartas con gran interés, incluso cuando eran dos al día, y luego las depositaba en una cajita donde se guardaban clasificadas y anotadas. Pero, además, las recordaba perfectamente.
Luego, tras haber dejado a su amigo sin respuesta durante todo un día, volvía a verlo al siguiente y no daba la menor muestra de que hubiera sucedido algo la víspera. Poco a poco Varvara Petrovna acababa por levantarle el ánimo, aunque él no se atrevía a recordarle el incidente, conformándose con mirarla de vez en cuando a los ojos. Ella, sin embargo, no olvidaba nada, mientras que él lo olvidaba velozmente, tranquilizado por la calma de Varvara Petrovna.
Sucedía a menudo que el mismo día, si llegaban amigos a la casa y se bebía champán, él reía y parloteaba. ¡Qué envenenadas miradas le lanzaba ella en esos momentos! Y él ni se enteraba. Pero una semana después, o bien un mes o seis más tarde, ella le recordaba alguna expresión de su carta, y luego toda la carta, con los menores detalles. Él enrojecía de vergüenza y se turbaba de tal manera que cogía diarrea.
Es bien cierto que Varvara Petrovna sentía con frecuencia un verdadero aborrecimiento por Stepán Trofímovich, pero este jamás se daba cuenta, por lo que acabó considerándole como a un hijo, como su creación, en parte como una especie de invento personal. Se había convertido en carne de su carne, y si lo conservaba y sostenía no era solo porque «envidiase su talento». ¡Oh, cómo debían de ofenderla tales suposiciones! Un amor intenso se mezclaba en ella con el odio, los celos y el desprecio que sentía por él. Ella vigilaba cada uno de sus pasos y en veintidós años no se cansó de cuidarlo y mimarlo con solicitud. Pasaba noches enteras sin dormir, si su reputación de sabio, poeta o ciudadano corría el menor peligro. Ella lo había «inventado», y era la primera en creer en su descubrimiento. Él era algo así como su sueño más preciado. Pero, en compensación, ella le exigía mucho. A veces, una completa esclavitud, y en esto era increíblemente rencorosa. He aquí dos hechos a propósito de esto.
4
Cierto día (era la época en que empezaba a hablarse de la próxima liberación del pueblo, y Rusia, con gran alegría, se disponía a renacer), Varvara Petrovna recibió la visita de un petersburgués que se hallaba de paso en nuestra ciudad. Era un barón muy bien relacionado en las altas esferas. Estaba al corriente de lo que sucedía en los medios más influyentes. Varvara Petrovna apreciaba mucho las visitas de este género, ya que desde la muerte de su marido había ido perdiendo poco a poco las relaciones que mantuviera en el gran mundo. Al final acabó por perderlas totalmente.
El barón pasaba una hora en su casa y tomaba el té en compañía de Stepán Trofímovich, a quien ella había invitado expresamente para exhibirlo. El barón le conocía de oídas, o simuló haber oído algo sobre él, pero durante el té apenas le prestó atención.
Debo aclarar que Stepán Trofímovich sabía comportarse correctamente. Poseía unos modales excelentes. Aunque de origen humilde, había tenido la suerte de educarse con una familia noble de Moscú, por lo que había recibido una buena educación. Hablaba el francés como un parisiense. El barón, por tanto, debió de comprender al primer golpe de vista qué clase de gentes rodeaban a Varvara Petrovna, aun en su retiro provinciano.
No obstante, esto no sirvió de mucho, pues cuando declaró que los rumores que circulaban respecto a la gran reforma eran completamente exactos, Stepán Trofímovich no se pudo contener y exclamó: «¡Hurra!», haciendo un gesto que explicaba su entusiasmo.
Aunque dicho grito fue muy moderado, y no sin cierta elegancia. Hasta se podría decir que el entusiasmo se había calculado, y el gesto, estudiado durante media hora ante un espejo, para soltarlo en el momento del té. Sin embargo, Stepán Trofímovich no acertó y el barón se permitió sonreír ligeramente para, a continuación, pronunciar una frase de las más corteses sobre la emoción, muy comprensible, que experimentaban todos los corazones rusos ante tan gran acontecimiento.
Inmediatamente se retiró y al despedirse no se olvidó de tender dos dedos a Stepán Trofímovich. Cuando este regresó al salón, Varvara Petrovna permanecía en silencio junto a la mesa, fingiendo que buscaba algo. De pronto se volvió hacia su amigo y, completamente pálida, con los ojos centelleantes, murmuró con la mandíbula apretada:
—¡Jamás se lo perdonaré!
Al día siguiente se comportó con él como si nada hubiera sucedido, y aun después no hizo alusión alguna al incidente. Pero trece años más tarde ella lo recuerda en un minuto trágico y se lo reprocha de nuevo, tan pálida como lo estuviera trece años antes.
Esta frase de «¡Jamás se lo perdonaré!» se la dijo a su amigo en dos ocasiones, en toda su vida. La primera vez que él la escuchó fue muchísimo antes de la visita del barón, y me parece que tuvo gran importancia en la vida de Stepán Trofímovich; por ello me decido a contarlo.
Era en la primavera de 1885, en el mes de mayo, poco después de saberse en Skvoréshniki del fallecimiento del teniente general Stavroguin, viejo descuidado y ligero que murió de una perforación de estómago en Crimea, adonde había sido destinado en activo. Varvara Petrovna vistió duelo, pero no pudo lamentar mucho la memoria del difunto, pues a causa de la incompatibilidad de caracteres vivían separados desde hacía cuatro años. Ella le pasaba una pensión porque el general, aparte de pertenecer a la nobleza más distinguida y contar con grandes amistades, no disponía más que de ciento cincuenta almas[6] y su sueldo. Toda la fortuna, incluido Skvoréshniki, pertenecía a la esposa, hija única de un rico granjero productor de aguardiente. Sin embargo, lo súbito de esta muerte la trastornó y la hizo retirarse completamente del mundo. Stepán Trofímovich, claro está, no la abandonó un instante.
La primavera estaba en pleno apogeo. Los cerezos silvestres florecían. Los atardeceres eran espléndidos. Los dos amigos se reunían todas las tardes en el jardín y se sentaban bajo un cenador hasta bien entrada la noche, confiándose sus sentimientos y sus ideas. Allí vivían minutos verdaderamente poéticos.
Varvara Petrovna, bajo la impresión del cambio experimentado en su destino, se mostraba más locuaz que de costumbre. Buscaba, por así decirlo, alcanzar el corazón de su amigo. Así transcurrieron varias veladas consecutivas.
Una suposición extraña anidó de forma inesperada en el espíritu de Stepán Trofímovich: «¿Esta viuda inconsolable no tendrá puesta en mí alguna mira? ¿No esperará una petición de matrimonio, cuando expire su año de luto?». Pensamiento cínico, pero ya se sabe que las personas cultas, dada la variedad y riqueza de sus ideas, son muy inclinadas a los pensamientos de tal linaje.
Se puso a examinar los hechos. Sí, era aquello que le parecía. Reflexionó y empezó a soñar: «Ciertamente su fortuna es inmensa, pero...». Varvara Petrovna, en efecto, no era nada bonita: alta, huesuda, amarillenta, con el rostro demasiado alargado y cierto aire caballuno.
Stepán Trofímovich vacilaba cada vez más, atormentado por las dudas, incluso lloró dos veces (claro que siempre lloraba con facilidad). No obstante, por la tarde, bajo el cenador, su rostro adoptaba una expresión entre caprichosa e irónica, aun sin desearlo, con una especie de fatuidad altiva. Estos cambios fisonómicos aparecían en su rostro de manera imprevista y se manifestaban con mayor claridad dada su naturaleza noble y educada.
Dios sabe lo que sucedía en el corazón de Varvara Petrovna, pero es muy probable que no sucediese nada que pudiera justificar las sospechas de Stepán Trofímovich. Por otro lado, ella jamás hubiera consentido en cambiar el apellido de Stavroguin, por muy glorioso que fuese el otro. Sin embargo, es posible que existiera por su parte algo de juego femenino, manifestación de una necesidad inconsciente, tan propia de una mujer en tales circunstancias. Pero yo no garantizo nada, porque hasta hoy aún son insondables las interioridades del corazón femenino.
Es de suponer que ella enseguida comprendió la extraña expresión del rostro de su amigo. Era buena observadora, y él, bastante ingenuo. Pero los encuentros nocturnos continuaron como de costumbre, con sus charlas poéticas e interesantes.
Una tarde, después de una charla llena de animación y encanto, se separaron con un cálido apretón de manos a la entrada del pabellón donde se alojaba Stepán Trofímovich. En él pasaba casi todos los veranos, después de abandonar la amplia y lujosa casa de Skvoréshniki.
Una vez en el pabellón, Stepán Trofímovich tomó distraídamente un cigarro y, sin encenderlo, se detuvo ante la ventana abierta. Contemplaba las nubecillas ligeras que se deslizaban alrededor de la luna cuando un ruido ligero y repentino le hizo estremecer y volverse. Varvara Petrovna, a quien había dejado no hacía cuatro minutos, se encontraba ante él. Su rostro amarillento había adoptado un tinte azulado. Sus labios, cerrados, temblaban. Durante diez segundos, ella le miró fijamente a los ojos. Una mirada dura, implacable. Y de pronto le dijo con voz jadeante:
—¡Jamás se lo perdonaré!
Cuando diez años más tarde, una vez que hubo cerrado las puertas, Stepán Trofímovich me contaba esto en voz baja, me juró que había quedado tan petrificado que ni oyó ni vio cómo desaparecía Varvara Petrovna. Y como ella jamás hizo alusión al incidente y todo continuó como de costumbre, se vio inclinado a creer que había sido una alucinación. Suposición más admisible cuando esa misma noche cayó enfermo y permaneció en el lecho durante quince días, circunstancia que puso fin a las entrevistas bajo el cenador.
A pesar de todo, aunque tentado a creer que aquella aparición repentina había sido una alucinación, durante los días siguientes esperó inconscientemente la continuación, o por decirlo mejor, el desenlace del incidente. No podía creer que hubiera terminado.
¡De qué modo tan singular consideraría a veces a su amiga!
5
Varvara Petrovna había elaborado un traje para Stepán Trofímovich, y él lo vistió toda su vida. Era un traje elegante que lo distinguía y le sentaba muy bien: consistía en una levita negra, con faldones largos, estrechamente abotonada hasta el cuello; sombrero blando de ala ancha que en verano reemplazaba por uno de paja; corbata de batista blanca con un gran nudo y extremos flotantes, y un bastón con puño de plata. Los largos cabellos castaños le caían sobre los hombros y apenas empezaron a blanquear en sus últimos años. Se decía que había sido extremadamente guapo de joven. Pero, a mi parecer, aún conservaba un aspecto imponente en la vejez. A decir verdad, no sé si puede llamarse viejo a un hombre de cincuenta y tres años. Pero, por una especie de coquetería cívica, no solo no buscaba rejuvenecerse, sino que adoptaba el papel de patriarca voluntariamente, quizá por el parecido que tenía con el retrato del poeta Kúkolnik aparecido en la edición de sus obras después de 1830. Sobre todo cuando en verano se sentaba en un banco del jardín, bajo la sombra de las lilas, con un libro abierto al lado y las dos manos apoyadas en el bastón, para contemplar la puesta del sol entre poéticas ensoñaciones.
A propósito de libros, es preciso decir que en esos últimos años descuidaba mucho la lectura (y no solamente en los últimos). Sin embargo, leía con regularidad las revistas y diarios que Varvara Petrovna recibía en abundancia. También se interesaba mucho por los éxitos de la literatura rusa, si bien guardaba una postura digna y distante. Hubo un tiempo en que pareció apasionarse por el estudio de nuestra política exterior e interior, pero enseguida se cansó y lo abandonó. También señalaré que a veces llegó a irse al jardín con un ejemplar de Tocqueville[7] y a esconder en su bolsillo un volumen de Paul de Kock.[8] Todo lo demás eran fruslerías.
A propósito del retrato del poeta Kúkolnik, aún indicaré de pasada que fue un descubrimiento de Varvara Petrovna, cuando se encontraba de niña en el instituto de señoritas de Moscú. Se enamoró de dicho retrato de igual manera que las jovencitas se enamoran del profesor de caligrafía o de dibujo. Y lo más curioso de todo esto es que su entusiasmo de chiquilla lo plasmó a los cincuenta años en Stepán Trofímovich, a quien vistió como el poeta de su recuerdo porque se le parecía ligeramente. Claro que esto no es más que un detalle insignificante.
En los primeros años de su estancia en casa de Varvara Petrovna, o para ser más exactos, durante la primera mitad, Stepán Trofímovich siempre pensó escribir una obra de grandes ambiciones, y cada día se preparaba para ponerse a ello seriamente. Pero transcurría el tiempo y nunca se sabía cuándo iba a empezar. A menudo nos repetía: «Estoy listo para trabajar. Tengo los materiales reunidos, pero esto no marcha. Me es imposible escribir». E inclinaba dolorosamente la cabeza sobre el pecho. Sin duda, con su confesión pretendía acrecentar nuestro respeto por el mártir de la ciencia, y a menudo se le escapaba decir: «Ya me han olvidado. Nadie me necesita».
Esta profunda melancolía se apoderó de él hacia 1860. Varvara Petrovna comprendió al fin que la situación era grave. No soportaba la idea de que su amigo hubiera sido olvidado y nadie lo necesitara. Para distraerle y dar nuevo brillo a su renombre, lo envió a Moscú, donde contaba con algunos amigos en el ambiente literario y científico. Moscú, no obstante, no le satisfizo.
Nos encontrábamos por entonces en una época singular. Había algo nuevo en el ambiente, algo extraño que se percibía por todas partes, incluso en Skvoréshniki, y que estaba muy lejos de nuestra calma habitual. Circulaban rumores de diversas clases. Luego estaban los hechos, que más o menos se conocían. Pero sobre los hechos existían las ideas que los acompañaban, y estas eran numerosas y precisamente las que turbaban los ánimos, porque resultaba imposible reconocer y saber qué significaban. Varvara Petrovna, conforme a su naturaleza femenina, quiso saber algo sobre el misterio y se puso a leer todas las revistas, periódicos y publicaciones extranjeras prohibidas en Rusia. Hasta prestó atención a las proclamas revolucionarias que por entonces hacían su aparición. Pero todo aquello le causaba vértigo y decidió escribir a sus amigos y conocidos para estar más al corriente. Las respuestas eran vagas y cada vez menos comprensibles. Entonces invitó solemnemente a Stepán Trofímovich a que le explicara «todas aquellas ideas» de una vez para siempre. Y las explicaciones la dejaron descontenta.
Stepán Trofímovich observaba todo aquel movimiento contemporáneo con cierta altivez y desdén. Para él todo se reducía a que estaba olvidado y nadie le necesitaba. Sin embargo, acabaron acordándose de él, al principio en las revistas extranjeras, donde se le mencionaba como a un desdichado exiliado, y después, casi inmediatamente, en Petersburgo, donde se le citaba entre una pléyade gloriosa. Incluso lo compararon, sin saberse por qué, con Radíschev.[9]
Alguien anunció enseguida que había muerto y prometió dedicarle un artículo necrológico. Stepán Trofímovich resucitó instantáneamente y adquirió suma importancia. Su desdén hacia sus contemporáneos desapareció, y su resentimiento pronto se transformó en ardiente deseo de unirse al «movimiento», para mostrar a todos de lo que era capaz.
Varvara Petrovna recobró su fe y se volvió extraordinariamente activa. Decidió que partirían de inmediato para Petersburgo, a fin de tomar contacto con la situación y juzgar por sí misma si era factible unirse activamente al movimiento. Incluso declaró que estaba dispuesta a fundar una revista y a consagrarle su existencia. Stepán Trofímovich, viendo hasta dónde llegaban las cosas, adoptó un aire más altivo y durante el camino casi pretendió ser un protector de Varvara Petrovna. Este detalle también quedó registrado en la memoria de la mujer. Pero, por otro lado, aún existía otro motivo muy importante para realizar el viaje: ella soñaba con reanudar sus antiguas amistades. Era preciso hacerse recordar en el gran mundo, o al menos intentarlo. Claro que el pretexto oficial del viaje se centró en su deseo de verse con su único hijo, que entonces terminaba sus estudios en el Instituto de Petersburgo.
6
Pasaron en Petersburgo casi todo el invierno. Al comenzar la cuaresma, todos los grandes proyectos se habían desvanecido como una pompa de jabón. Sus sueños se disiparon y el panorama general, lejos de aclararse, se hizo más intolerable.
Al principio Varvara Petrovna no consiguió restablecer sus antiguas relaciones más que de manera insignificante y al precio de humillaciones penosas. Entonces se lanzó en «caída libre» sobre las nuevas ideas y se puso a organizar veladas en su casa. Invitó a literatos, que llegaron en aluvión. Luego no hizo falta invitarlos: unos traían a otros. Jamás había visto a escritores semejantes. Eran increíblemente vanidosos, pero de forma abierta, como si presumir fuese una especie de obligación. Algunos, no todos, se presentaban borrachos y aún proclamaban que tal estado les confería un atractivo particular. Eran extremadamente soberbios, sin saber a punto fijo por qué. Cada uno llevaba escrito en la frente que acababa de descubrir un secreto importantísimo. Discutían continuamente y se glorificaban. Resultaba bastante difícil determinar con exactitud qué habían escrito aquellas gentes y, no obstante, había entre ellas críticos, novelistas, dramaturgos y satíricos que fustigaban los defectos de la sociedad.
Stepán Trofímovich llegó a situarse entre el pequeño grupo que dirigía todo este movimiento. Existía gran distancia entre la barahúnda de literatos y sus jefes, pero le acogieron de manera muy cordial. Algunos ni le conocían, pero todos sabían que él «encarnaba la idea». Los manejó tan hábilmente que, pese a su actitud olímpica, aceptaron que acudiera varias veces a casa de Varvara Petrovna. Allí se mostraban serios, corteses y se comportaban bien, pero se veía que sus tiempos eran preciosos. Sus asistencias atrajeron a algunas viejas celebridades literarias que por entonces se hallaban en Petersburgo y que desde hacía largo tiempo sostenían relaciones cordiales con Varvara Petrovna. No obstante, el gran asombro de la anfitriona se produjo al comprobar que esas personalidades reconocidas, innegables, se mostraban silenciosas o intentaban introducirse en el nuevo grupo adulándolo vergonzosamente.
Al principio Stepán Trofímovich fue viento en popa: se echaron sobre él y se pusieron a exhibirlo en todas las reuniones literarias. Cuando dio su primera lectura pública, fue acogido con aplausos frenéticos durante cinco minutos. Diez años más tarde, aún lo recordaba con lágrimas en los ojos, no por gratitud hacia aquel público, sino por sensibilidad artística.
«Le juro, y estoy dispuesto a apostar cualquier cosa —me decía casi en secreto—, que no había uno entre tanta gente que supiera algo de mí.»
En el estrado, y pese a contener su exaltación, vislumbró que en verdad poseía una inteligencia muy aguda. Pero no le sirvió de nada, ya que nueve años más tarde aún recordaba aquello como una ofensa. Se vio obligado a firmar dos o tres protestas colectivas, aunque ignoraba contra qué y contra quién. A Varvara Petrovna también la invitaron a protestar contra una «infamia», y firmó. Por lo demás, cuantos frecuentaban su casa, aquella «gente nueva», sin saber por qué, se creían en el deber de considerarla con desprecio e ironía no disimulada.
Stepán Trofímovich me dio a entender más tarde que precisamente a partir de ese momento ella empezó a envidiarlo. Comprendía que nada la unía a aquellas gentes a las que, a pesar de todo, recibía en su casa. Seguramente la empujaba esa curiosidad enfermiza propia de las mujeres, pero, sobre todo, era la espera constante de algún hecho extraordinario. Hablaba poco en sus recepciones, aunque podía tomar parte en las conversaciones, pero se contentaba con escuchar. Se hablaba de la abolición de la censura y de la tiranía, de la sustitución del alfabeto ruso por el latino, de la deportación de alguien, del último escándalo, de la utilidad que reportaría desmembrar Rusia para convertirla en una federación libre, de la supresión del Ejército y la Marina, del restablecimiento de Polonia hasta el Dniéper, de la reforma agraria y las proclamas revolucionarias, de la abolición del derecho de heredad, de familia, de los niños, de los sacerdotes, de los derechos de la mujer, de la casa de M. Kraievski, de que nadie había podido perdonar a M. Kraievski, etcétera.
Es evidente que entre estas gentes nuevas se contaban muchos bribones, pero también había personas honradas, e incluso simpáticas, a pesar de sus rarezas. Esas gentes honestas eran, por otro lado, más incomprensibles que los sinvergüenzas y animales. Pero no se sabía qué grupo conducía al otro.
Cuando Varvara Petrovna anunció el proyecto de su revista, todo el mundo corrió alocadamente a su casa, pero enseguida la trataron de capitalista y explotadora. La brutalidad de las acusaciones no tenía igual por lo inesperadas.
Iván Ivánovich Drozdov, un viejo general que había sido compañero de armas del difunto Stavroguin, hombre muy digno a su manera, pero extremadamente cabezudo y colérico, tuvo una discusión con uno de los jóvenes, muy conocidos, durante una de las veladas. El joven, a las primeras palabras, le espetó:
—Si usted habla así, será porque es un general.
Parecía decirle que no encontraba término más injurioso que la palabra «general», y esto encolerizó de forma terrible a Iván Ivánovich.
—Sí, señor. Soy general y hasta teniente general. Yo he servido a mi emperador, pero tú no eres más que un chiquillo y un ateo.
Naturalmente, el escándalo fue horroroso. Al día siguiente la prensa hablaba de ello y pedía una recogida de firmas para una protesta colectiva contra la «abominable conducta» de Varvara Petrovna, que no había echado inmediatamente al general de su casa. Un periódico ilustrado publicó una caricatura que representaba a Varvara Petrovna, al general y a Stepán Trofímovich bajo el cómico aspecto de un trío reaccionario. El dibujo iba acompañado de algunos versos compuestos para la ocasión por un poeta muy renombrado.
Debo señalar que muchas personas que habían alcanzado el grado de general tenían la ridícula costumbre de decir que habían servido «a mi emperador», como si entre nosotros hubiera más emperadores y cada individuo tuviera el suyo.
Después de estos hechos, era evidentemente imposible continuar en Petersburgo, sobre todo cuando Stepán Trofímovich, también, se había llevado un fiasco completo. Dado que no podía mantenerse como el liberal de su juventud, al proclamar los derechos del arte, decidió complacer a la generación joven, y en su última lectura pública, contando con el respeto que debía inspirar al auditorio su «exilio», admitió que el término «patria» era anticuado y cómico; reconoció que la religión era nefasta, pero declaró muy digna y firmemente que «las hoces eran muy inferiores a Pushkin, y en mucho». Recibió tal tempestad de silbidos que se deshizo en lágrimas sobre el estrado. Varvara Petrovna le condujo a su casa medio muerto.[10]
«On m’a traité comme un vieux bonnet de coton!»,[11] balbucía, completamente destrozado.
Ella lo cuidó toda la noche, le administró calmantes y no cesó de repetirle: «Aún tendrán necesidad de usted... Ya llegará su hora... Reconocerán su talento...».
Al día siguiente, muy temprano, Varvara Petrovna recibió la visita de cinco literatos de los cuales solo conocía a dos, al resto jamás los había visto. En tono severo declararon que habían examinado el proyecto de su revista y que acudían a exponer su decisión al respecto. Varvara Petrovna no había encargado a nadie que estudiase su proyecto ni se decidiese por nada concerniente a la revista. Pero según la decisión de los susodichos literatos, una vez fundada la revista, Varvara Petrovna debía cedérsela con todos los fondos de la asociación y luego marcharse a Skvoréshniki, llevándose con ella a Stepán Trofímovich, que había envejecido y ya no estaba a la altura de las circunstancias. Por delicadeza consentían en reconocerla como propietaria y le enviarían todos los años una sexta parte de los beneficios. Lo más sorprendente de esta historia era que cuatro de los cinco personajes no perseguían ningún beneficio personal, sino que intervenían solamente en nombre de la «causa común».
«Partimos completamente aturdidos —contaba más tarde Stepán Trofímovich—. Me sentía incapaz de comprender, de reflexionar, y no hacía más que murmurar al ritmo del tren, siempre lo recordaré: “Lev, Lev y Lev Kambek. Lev Kambek, y Lev y Lev...”, y así hasta llegar a Moscú.»
«Solo en Moscú recobré un poco el ánimo y, no obstante, ¿qué podía esperar en esa ciudad? ¡Ah, amigos míos! —nos decía a veces como inspirado—. No pueden imaginar la tristeza y la cólera que invaden el alma cuando se percibe a los ignorantes abanderándose bajo la gran idea que se ha venerado siempre, para lanzarla a la calle como imbéciles. Y he aquí que uno se la encuentra a menudo en el mercado, pero desconocida, cubierta de barro, destrozada, privada de sus proporciones y de su armonía. Ya no es más que un juguete ridículo en manos de niños estúpidos. No, en nuestro tiempo las cosas no eran así, ni ese era el fin que perseguíamos. No, no. Nuestro fin era muy otro. Ahora ya no reconozco nada... Pero nuestra época renacerá y todo lo que hoy vacila recobrará su equilibrio. ¿Adónde llegaremos, si no?»
7
A su regreso de Petersburgo, Varvara Petrovna envió a su amigo al extranjero para que «descansara». Además, era preciso que se separaran algún tiempo. Ella se dio cuenta, y Stepán Trofímovich partió con alegría.
—¡Allí resucitaré! —exclamaba—. ¡Allí es donde al fin me pondré a trabajar!
Pero desde sus primeras cartas apareció la nota desolada. «Mi corazón está roto —escribía a Varvara Petrovna—. ¡No puedo olvidar! Aquí, en Berlín, todo me recuerda el pasado, mis primeras alegrías y mis primeros sufrimientos. ¿Dónde está ella? ¿Dónde están ahora las dos? ¿Qué ha sido de vosotras, ángeles de las que jamás fui digno? ¿Dónde está mi hijo, mi hijo amado? ¿En qué me he convertido? ¿Qué ha sido de mi antiguo yo, fuerte como el acero, inquebrantable como una roca, para que hoy, un Andréiev cualquiera, un bufón ortodoxo y barbudo, puisse briser mon existence en deux...?»[12]
Stepán Trofímovich no había visto a su hijo bien amado más que dos veces en su vida: el día de su nacimiento y recientemente, durante su estancia en Petersburgo, donde el joven se preparaba para ingresar en la universidad.
Como ya he dicho, el niño había sido educado por sus tías en la provincia de O, a setecientas verstas[13] de Skvoréshniki, con gastos pagados por Varvara Petrovna. Respeto a Andréiev, era un comerciante de nuestra ciudad, un tendero muy original y amante de la arqueología que coleccionaba con pasión antigüedades rusas y discutía con Stepán Trofímovich de arqueología y, sobre todo, de política. Un comerciante respetable que debía cuatrocientos rublos[14] a Stepán Trofímovich por el derecho a cortar leña en una parte del predio que tenía el último.
Aunque Varvara Petrovna no escatimó fondos a su amigo para marchar a Berlín, este contaba con recibir los cuatrocientos rublos antes de su partida. Los destinaba a ciertos gastos secretos, así que casi lloró cuando Andréiev pidió una moratoria de un mes. Por otro lado, tenía derecho, ya que había pagado unos adelantos, seis meses antes, a la vista de ciertas necesidades económicas del preceptor.
Varvara Petrovna leyó ávidamente esta primera carta de su amigo y subrayó la exclamación: «¡Dónde están ahora las dos!». Anotó la fecha y guardó la carta en la cajita. Evidentemente se refería a sus dos esposas. El tono de la segunda carta ya había cambiado: «Trabajo doce horas diarias [“si al menos trabajase once”, gruñó Varvara Petrovna]. Registro las bibliotecas, compulso los textos y tomo notas; recorro todo y veo a los profesores. También he renovado mis relaciones con los excelentes Dundasov. ¡Qué mujer más encantadora es aún hoy Nadiezhda Nikoláievna! Le envía sus saludos. Su joven esposo y sus tres sobrinos se encuentran en Berlín. Paso las veladas charlando con los jóvenes hasta el amanecer. Casi puede decirse que son veladas atenienses, pero solo desde el punto de vista de la delicadeza y la elegancia. Aquí todo es noble: mucha música, aires españoles, sueños de regeneración humana. Discutimos sobre la belleza eterna, la señora de la Sixtina, la luz y las tinieblas. Pero ¿acaso el mismo sol no tiene manchas? ¡Oh, amiga mía, mi noble y fiel amiga! Soy suyo y mi corazón está con usted. Siempre con usted, solamente, en tous pays et hasta dans le pays de Makar et de ses veaux, de las que hablamos tan frecuentemente, ¿se acuerda?, antes de nuestra salida de Petersburgo. Ahora sueño sonriendo. Una vez traspasada la frontera, me sentí fuera de peligro. ¡Qué sensación más extraña! Todo era nuevo para mí, después de tantos años».
—¡Valientes tonterías! —exclamó Varvara Petrovna mientras guardaba la carta en la cajita—. Si las veladas atenienses se prolongan hasta el amanecer, ¿dónde están las doce horas diarias con las narices en los libres? Debía de estar borracho cuando escribió esto. Y esa Dundasov, ¿cómo se atreve a enviarme sus saludos? En fin, que se divierta...
La frase dans le pays de Makar et de ses veaux «en el país de Makar y de sus terneros» era la traducción libre del proverbio ruso: «Allá, donde Makar no enviaba sus terneros». Stepán Trofímovich se divertía muchas veces traduciendo bajo una forma ridícula los proverbios y dichos rusos. Sin duda habría podido traducirlos correctamente, pero los encontraba más espirituales y elegantes con esa especie de estropicio.
Su escapada no duró mucho tiempo. Al cabo de cuatro meses, no pudo resistir más y se presentó en Skvoréshniki. Sus últimas cartas no eran más que expresiones de ternura y estaban bañadas, literalmente, en lágrimas. Pertenecía a los seres que permanecen pegados a sus casas como perrillos falderos. La entrevista de los dos amigos fue profundamente cariñosa, pero dos días más tarde sus existencias volvieron a lo habitual. Tal vez con mayores molestias.
—Amigo mío —me decía quince días más tarde Stepán Trofímovich, bajo la promesa del secreto—. Amigo mío, he hecho un horrible descubrimiento. Soy un parásito et rien de plus. Mais rien de plus!
8
Enseguida empezó un período de calma que duró cerca de nueve años. Las crisis nerviosas y los sollozos sobre mi hombro se reprodujeron a intervalos regulares, sin que por ello se alterase nuestra dicha. Me sorprendo de que Stepán Trofímovich no echase barriga durante esa época. Solamente su nariz enrojeció un poco y sus modales adquirieron más benevolencia.
Poco a poco se formó a su alrededor un círculo de amigos no muy numeroso. Aunque Varvara Petrovna se mantenía siempre alejada, nosotros la considerábamos nuestra dama de honor. Después de la lección recibida en Petersburgo, había fijado definitivamente su residencia en nuestra comarca: en invierno habitaba su casa de la ciudad y en verano se trasladaba a Skvoréshniki. Jamás gozó de tanta influencia ni tuvo un prestigio tan grande como en esos últimos siete años; es decir, hasta el nombramiento del gobernador actual. Su predecesor, nuestro inolvidable Iván Ósipovich, era el pariente más próximo de Varvara Petrovna, quien en otro tiempo le había rendido servicios inapreciables. Así, la gobernadora temblaba solo de pensar en perder las sonrisas de Varvara Petrovna, y los homenajes que toda la sociedad provinciana testimoniaba a esta última resultaban casi excesivos.
Naturalmente, Stepán Trofímovich también se aprovechaba de la brillante situación. Pertenecía al club, donde perdía a las cartas con suma elegancia, pero había sabido conquistarse la consideración general, pese a que muchos solo le miraban como a un «sabio». Más tarde, cuando Varvara Petrovna le permitió instalarse en otra casa, nosotros nos sentimos más libres. Nos reuníamos en su casa dos veces a la semana y nos divertíamos de lo lindo, sobre todo cuando llevaban champán comprado en la tienda del mismo Andréiev. Varvara Petrovna pagaba las facturas cada seis meses, y los días de pago eran, casi siempre, días de colerina.
El miembro más antiguo de nuestro pequeño círculo era Liputin, un funcionario provincial de cierta edad, gran liberal, que pasaba por ateo en la ciudad. Se había casado dos veces: su segunda esposa, joven y bonita, había aportado una dote respetable. Además, tenía tres hijas ya mayorcitas a las que había educado en el temor a Dios. Toda la familia vivía muy retirada. Él era extremadamente avaro y con su sueldo había conseguido adquirir una casita y ahorrar algún dinero. Su carácter inquieto y lo insignificante de su situación burocrática eran la causa de que no se le recibiera entre la alta sociedad. Por otra parte, era bastante chismoso, lo que en más de una ocasión le valió severas admoniciones. Pero nosotros le apreciábamos por su espíritu agudo, su curiosidad siempre despierta y su humor malicioso. Aunque Varvara Petrovna no le quería, él conseguía ganarse su benevolencia muchas veces.
Ella tampoco quería a Shátov, que solo perteneció a nuestro círculo durante el último año. Shátov había sido expulsado de la universidad después de un incidente. En su infancia había sido discípulo de Stepán Trofímovich. Era hijo de un siervo de Varvara Petrovna, el difunto Pável Fiódorov, su ayuda de cámara. Ella había hecho mucho por el muchacho, pero no le quería a causa de su orgullo e ingratitud: no podía perdonarle que no hubiera ido a saludarla después de que lo expulsaran de la universidad. Sin responder a la carta que le había dirigido ella, prefirió entrar como preceptor, en muy malas condiciones, en casa de un comerciante y acompañarlo al extranjero más como criado que como profesor del niño. Pero, a decir verdad, Shátov sentía grandes deseos de visitar Europa.
El comerciante había contratado a una gobernanta la víspera de la partida. Era una señorita rusa muy decidida y jovial. Debió de seducirlo lo módico de sus pretensiones. Pero dos meses más tarde la despidió a «causa de sus ideas, muy libres». Shátov la siguió y se casó con ella en Ginebra. Vivieron juntos durante tres semanas y luego se separaron, como dos personas que no dan la menor importancia al matrimonio. Shátov erró largamente por Europa, solo y viviendo Dios sabe de qué. Limpió botas en las calles y dicen que fue estibador. Hará cosa de un año que le vimos aparecer por nuestra ciudad. Se fue a vivir con una anciana tía, a la que enterró al cabo de un mes. Tenía una hermana, Dasha, con quien no mantenía muchos tratos. Dasha había sido educada, como él, bajo los cuidados de Varvara Petrovna, quien la trataba como a una hija adoptiva por lo que gozaba de la consideración general.
En nuestro círculo, Shátov guardaba a menudo un silencio sombrío, pero en ocasiones, cuando tocaban sus convicciones, se volvía irritable y perdía el control de las palabras.
—Antes de hablar con Shátov, es preferible empezar por atarlo —solía decir Stepán Trofímovich, de broma, pues le quería mucho.
En el extranjero, Shátov había renegado completamente de sus convicciones socialistas para lanzarse al exceso contrario. Era uno de esos idealistas rusos a quienes la grandiosidad de una idea impresiona y los deja aplanados para lo demás durante toda su existencia. Pero tampoco logran dominar nunca esa idea que los apasiona, y se pasan el resto de la vida jadeando bajo el peso de esa piedra que les aplasta el pecho.
La apariencia externa de Shátov respondía perfectamente a sus convicciones. Era de talla pequeña y hombros anchos, de cabello rubio e hirsuto, con los labios gruesos, la frente rugosa y las pobladas cejas casi albinas. Tenía ojos de expresión arisca, la mirada obstinadamente baja, como avergonzado. Un mechón de cabellos rebeldes le coronaba la cabeza continuamente. Por aquel entonces no debía de superar los veintisiete o veintiocho años.
—No me sorprende en absoluto que su mujer le haya abandonado —dijo un día Varvara Petrovna, después de observarlo con atención.
A pesar de su extrema pobreza, se esforzaba en vestir siempre lo más limpio posible. Había rehusado una vez más la ayuda de Varvara Petrovna y vivía a salto de mata de lo que trabajaba con los comerciantes. Después de trabajar como dependiente en una tienda, estuvo a punto de viajar por cuenta de una firma comercial al extranjero, pero cayó enfermo la víspera de la marcha. Difícilmente podría imaginarse la miseria tan profunda que era capaz de soportar Shátov, sin preocuparse por ello. Varvara Petrovna le envió cien rublos guardando el anonimato, pero él enseguida descubrió la verdad y, tras reflexionar, los aceptó e incluso fue a agradecérselo.
Varvara Petrovna le recibió de forma muy cordial, pero él la decepcionó una vez más. No permaneció en su casa más de cinco minutos, en un silencio obstinado, con la mirada clavada en el suelo y una sonrisa estúpida en los labios. De pronto, en medio del hermoso discurso que le soltaba Varvara Petrovna, se levantó, la saludó torpemente, rojo de vergüenza, y giró sobre sus talones con tal turbación que tropezó con una valiosa mesita de marquetería. El delicado mueble cayó y se rompió, lo que hizo que saliese de allí consternado.
Más tarde Liputin le reprochó amargamente que no hubiera respondido con el desprecio a aquel dinero procedente de su antigua propietaria, una déspota, y por haberse precipitado a su casa para agradecérselo.
Shátov habitaba en un extremo de la ciudad y no le gustaba que fuese a verle nadie, ni siquiera uno de nosotros. Sin embargo, asistía regularmente a las reuniones de Stepán Trofímovich, quien le prestaba periódicos y libros.
Aún se encontraba entre nosotros un tal Virguinski, un joven funcionario de características muy parecidas a Shátov, pese a semejar su antítesis. Tenía unos treinta años, era extremadamente dulce y poseía una instrucción seria que en parte había conseguido por sí mismo. Casado y pobre, mantenía a la tía y a la hermana de su esposa. Estas dos mujeres, como su esposa, tenían ideas muy avanzadas que se revelaban en ellas de un modo algo vulgar. Eran esas, precisamente, las ideas «lanzadas a la calle» que Stepán Trofímovich mencionó en cierta ocasión. Se nutrían de ideas en los libros y, al menor rumor llegado de los medios progresistas de la capital, las pregonaban a los cuatro vientos sin la menor reflexión.
La señora Virguinski ejercía la profesión de comadrona. De jovencita había vivido mucho tiempo en Petersburgo. Su marido era de una pureza de corazón poco común. Jamás he encontrado un alma tan honesta y apasionada.
—Jamás, jamás renunciaré a esas serenas esperanzas —me decía con los ojos resplandecientes.
Cuando hablaba de «serenas esperanzas» siempre bajaba la voz, como quien confía un secreto. Era de estatura bastante alta, pero muy delgado y de hombros estrechos, con los cabellos extremadamente ralos y de color rojizo. Acogía con afabilidad las burlas de Stepán Trofímovich, pero a veces le hacía serias objeciones que avergonzaban a su adversario. Stepán Trofímovich siempre nos trataba como un padre, y con él se mostraba muy amable.
—Todos ustedes «han venido antes de tiempo» —decía a veces, para complacer a Virguinski—. Usted y todos los que se le parecen; aunque en usted, Virguinski, no he observado esa mezquindad encontrada en Petersburgo chez ces seminaristes. Y, no obstante, también es usted de los «venidos antes de tiempo». En cuanto a Shátov, sería mejor que «acabase su tiempo».
—¿Y yo? —preguntaba Liputin.
—Usted es simplemente del montón. Pertenece a esa clase de personas que saben salir de los apuros en cualquier circunstancia.
Y Liputin se molestaba.
Se contaba de Virguinski —y desgraciadamente era cierto— que, poco después del primer año de matrimonio, su mujer le había planteado claramente la jubilación porque prefería a Lebiadkin. Este había aparecido por nuestra ciudad hacía poco y se atribuía el grado de capitán retirado. Era un personaje un poco sospechoso. No hacía más que atusarse el bigote, beber y contar las historias más estúpidas que se le pasaban por la cabeza. Este Lebiadkin se instaló sin mayor razón en casa de Virguinski y, no satisfecho con disfrutar del pan ajeno, viviendo y comiendo en casa de Virguinski, trataba al mismo con altivez. Se decía que Virguinski había dicho a su esposa, cuando esta le anunció que lo reemplazaba:
—Amiga mía, hasta el momento solamente te amaba, ahora te estimo.
Es muy dudoso que esta frase, digna de los antiguos romanos, la pronunciase él. Al contrario, se deshizo en lágrimas.
Quince días después de este acontecimiento, toda la «familia» se fue con algunos amigos a un bosque de los alrededores a tomar el té. Virguinski parecía preso de una alegría febril y tomó parte en los bailes con los otros. De pronto saltó sobre el enorme Lebiadkin, que bailaba el cancán, lo cogió con las dos manos por los cabellos, lo dobló por la cintura y se puso a sacudirle golpazos entre gritos, llantos y gemidos. El gigante, asustado, no se atrevió ni a defenderse. Aguantó la paliza sin pronunciar palabra, pero enseguida protestó con toda la violencia propia de una persona honorable tratada indignamente.
Virguinski se pasó toda la noche implorando perdón delante de su mujer, pero esta no se lo concedió, porque él no consintió en excusarse ante Lebiadkin. Además, le demostró la tibieza de sus convicciones por haber cometido la estupidez de arrodillarse delante de su esposa. Poco después, el falso capitán se eclipsó y no reapareció en nuestra ciudad hasta hace poco tiempo. En esta ocasión le acompañaba su hermana y traía nuevos proyectos de los que no hablaré aún.
No es de extrañar que el pobre Virguinski buscase nuestra compañía y aspirase a distraerse en nuestro círculo. Por lo demás, nunca aludió a sus asuntos domésticos. Solo una vez, cuando regresábamos juntos de casa de Stepán Trofímovich, dejó escapar una alusión vaga, pero enseguida, estrechándome la mano, dijo:
—Esto no es nada... No es más que un caso particular. No afectará en nada a la obra en común. En nada.
Nuestro círculo también acogía a algunos visitantes de ocasión: Liamchin, por ejemplo, un joven judío; el capitán Kartúzov, un vejete deseoso de instruirse... Liputin trajo un día a un sacerdote católico condenado a la deportación, Slontzenwski. Al principio lo aceptamos, pero no tardó en cansarnos.
9
Hubo un momento en que en la ciudad se rumoreaba que nuestro círculo era un antro de libertinaje y ateísmo. Este rumor, por otra parte, siempre encontró cierto crédito entre nuestros conciudadanos. En realidad, todo se reducía a un discurso liberal encantador, bastante inofensivo y muy a la manera rusa. Este «liberalismo noble y educado», es decir, sin perseguir ningún fin determinado, casi no es posible más que en Rusia.
Stepán Trofímovich, como todo espíritu cultivado, sentía la necesidad de contar con un público; además, albergaba la pretensión de cumplir un gran deber propagando sus ideas. En fin, la verdad es que era grato beber champán en buena compañía, mientras se intercambiaban algunas reflexiones aceradas y de un género muy conocido sobre Rusia y el espíritu ruso, sobre Dios en general y sobre el «Dios ruso» en particular, repitiendo a la vez, por enésima ocasión, algunas historietas escandalosas que andaban en boca de todos. No nos privábamos de poner sobre el tapete los chismorreos de la ciudad y de emitir, a veces, juicios severos envueltos de la mayor moralidad. Luego llegaba el turno a los grandes problemas de la humanidad: discutíamos sobre el futuro de Europa y del Universo; predecíamos que, una vez se acabase la época cesariana, Francia se convertiría en una nación de segundo orden. Y estábamos convencidos de que ocurriría sin gran estridencia y en un tiempo muy breve.
En lo referente al Papa, ya hacía mucho que le habíamos atribuido un papel de simple metropolitano dentro de la Italia unificada; tan convencidos estábamos de que en nuestra época de la industria y del ferrocarril un problema tan milenario carecía de gran importancia.
Pero ¿acaso no ha sido esa la actitud continua del «liberalismo noble y educado» de los rusos?
En ocasiones, Stepán Trofímovich nos hablaba del arte, pero de una manera algo abstracta. Evocaba también, no sin cariño y respeto, aunque con cierta envidia, a los amigos de su juventud, aquellos que habían desempeñado un papel en el desarrollo de nuestra cultura.
Cuando nos aburríamos demasiado, Liamchin, un empleado de Correos y excelente pianista, se sentaba al piano y empezaba a imitar con él los gruñidos del cerdo, el ruido del trueno, los gemidos de una parturienta y los vagidos del recién nacido. Su presencia era el júbilo de nuestras reuniones, y lo invitábamos por eso.
Cuando habíamos bebido más de la cuenta, lo que rara vez sucedía, dábamos rienda suelta a nuestra alegría y una tarde llegamos a cantar a coro la Marsellesa acompañados al piano por Liamchin.
El gran día del 19 de febrero[15] lo festejamos con entusiasmo. Con antelación ya habíamos vaciado algunas copas en honor de la fecha. Pero eso ya es historia pasada. Por esa época aún no estaban ni Shátov ni Virguinski con nosotros, y Stepán Trofímovich todavía habitaba en la casa de Varvara Petrovna.
La víspera del gran día, Stepán Trofímovich se puso a cantar a media voz los versos conocidos, aunque muy incorrectos, que compusiera algún viejo liberal: «Los mujiks avanzan con hachas en la mano, cosas terribles se avecinan...», o algo por el estilo. No recuerdo bien el texto. Al oír cantar así a su amigo, Varvara Petrovna exclamó:
—¡Tonterías! No decís más que tonterías. —Y se marchó furiosa.
Liputin, que asistía a la escena, dijo a Stepán Trofímovich, con ironía:
—Sería verdaderamente una lástima que, en su alegría, los antiguos siervos ocasionen cierto disgusto a sus señores, los propietarios. —Y con el índice trazó una línea alrededor de su cuello.
—Cher ami —le respondió con benevolencia Stepán Trofímovich, mientras repetía el gesto de Liputin—, créame que esto no será de ninguna utilidad para los propietarios ni para nosotros, en general. Precisamente con nuestras cabezas no logramos comprender lo que sucede; qué ventajas alcanzaríamos sin ellas.
Señalaré a propósito de esto que muchísimas personas pensaban que sucederían cosas extraordinarias el día de la publicación del manifiesto, y exactamente cosas como las señaladas por Liputin. ¡Y pensar que esas personas se metían a políticos y pretendían conocer al pueblo! Stepán Trofímovich era uno de los que participaban de aquellos temores y, casi en la víspera del gran día, pidió a Varvara Petrovna que le enviase al extranjero. Verdaderamente se sentía inquieto. Pero el gran día pasó y al cabo de algún tiempo Stepán Trofímovich recobró su sonrisa altiva. Ante nosotros explicó algunas consideraciones notables sobre el carácter de los rusos en general y del campesino en particular.
—Con lo precipitados que somos nosotros, nos hemos puesto muy pronto con los mujiks —concluyó—. Los hemos puesto de moda, y gran parte de nuestra literatura se ha echado sobre ellos como sobre un tesoro recién descubierto. Hemos coronado con laurel las cabezas piojosas.[16] El campesino ruso, desde que existe, desde hace miles de años, no nos ha dado más que la Kamárinskaia.[17] Un notable poeta ruso, no desprovisto de ingenio, al ver por vez primera sobre la escena a la gran Rachel, gritó entusiasmado: «No cambiaría a Rachel por un mujik». Pues bien, yo iré más lejos: me niego a cambiar a Rachel por todos los mujiks rusos. Es hora de ver las cosas tal como son y no mezclar nuestro vulgar alquitrán nacional con el bouquet de l’impératrice.
Liputin estuvo de acuerdo con él, pero observó que en nombre de la idea era preciso, en aquellos momentos, hacer comedia y festejar al mujik. Añadió que señoras de la alta sociedad habían llorado abundantemente al leer Antón Goremika, y que algunas incluso llegaron a escribir desde París a sus administradores para que en el futuro se tratase a los campesinos más humanamente.
No obstante, y como hecho a propósito, enseguida supimos que en nuestra comarca, a quince verstas de Skvoréshniki, se habían producido ciertos sucesos muy desagradables. La emoción del primer momento obligó a enviar un destacamento del ejército. A Stepán Trofímovich le conmovió tanto que tuvimos miedo. Gritaba en el club que deberían haber enviado un destacamento más importante y solicitar por telégrafo refuerzos al departamento vecino. Se apresuró a visitar al gobernador para asegurarle que no había hecho nada y suplicarle que no le mezclase en aquella historia, como podían hacer visto su pasado. Incluso propuso que transmitiera su declaración a quien correspondiese, en Petersburgo.
Por suerte el incidente concluyó enseguida, sin más repercusiones. Pero por su causa Stepán Trofímovich me dejó muy asombrado. Tres años más tarde, le veíamos reír mucho cuando empezaba a hablarse de «nacionalidad» y de «opinión pública».
—Amigos míos —nos decía—, si efectivamente nuestra nacionalidad ha «tomado carta de naturaleza», como hoy aseguran los periódicos, aún está en los pupitres de una escuela, de alguna escuela alemana, a punto de leer un libro alemán y recitar su lección eterna de alemán ante un maestro alemán que la pondrá de rodillas. Actitud que yo apruebo. Pero lo más probable es que no haya sucedido nada, que no exista nada nuevo y todo siga como antes, gracias a Dios. Según creo, ya es suficiente para Rusia, pour notre sainte Russie. Por otra parte, todos esos discursos sobre el paneslavismo y las nacionalidades son demasiado viejos para ser nuevos. En definitiva, la «nacionalidad» nunca ha sido entre nosotros más que una invención de los señores desocupados y, sobre todo, de los señores moscovitas. Y no hablo, evidentemente, de la época del príncipe Ígor. En realidad todo esto procede de nuestra ociosidad. Todo lo que es bueno y simpático en nosotros viene de la ociosidad, de nuestra deliciosa ociosidad señorial, culta y caprichosa. Lo vengo repitiendo desde hace años. No sabemos vivir de nuestro trabajo. ¿A qué viene el que todos hagan tanto ruido alrededor de no sé qué «opinión pública», que dicen acaba de nacer, que nos cae inesperadamente del cielo, así, sin más ni más? ¿Acaso no comprenden que, para adquirir una opinión, ante todo hace falta trabajar, trabajar uno mismo, hace falta práctica, experiencia? Nadie da nada por nada. Pongámonos a trabajar y podremos tener una opinión propia. Si no trabajamos nunca, serán los otros quienes tengan opinión por nosotros e incluso quienes trabajen para nosotros, es decir, todavía y siempre Europa, todavía y siempre los alemanes, nuestros maestros desde hace dos siglos. Además, en Rusia hay un desconcierto tan grande que jamás lograremos resolverlo solos, sin los alemanes y sin su ayuda. Hace veinte años que no dejo de tocar a rebato y de llamar al trabajo. He sacrificado mi vida por esta llamada y, ¡qué loco estaba!, creí conseguirlo. Ahora ya no tengo fe, pero continúo llamando y proseguiré así hasta el fin de mis días, hasta la tumba. Tiraré de la cuerda hasta que suene la hora de mi réquiem.
¡Ay! Nosotros no hacíamos más que decir amén a estas palabras. Aplaudíamos a nuestro maestro, ¡y con qué calor! Sin embargo, señores, esa vieja palabrería rusa tan inteligente, tan encantadora y tan liberal, ¿acaso no resuena hoy en nuestros oídos, y con bastante frecuencia?
Nuestro maestro creía en Dios.
—Verdaderamente no comprendo por qué me han dado aquí una reputación de ateo —nos decía a veces—. Creo en Dios, mais distinguons: creo en un Ser que no toma conciencia de Sí más que en mí. No puedo tener la fe de mi sirvienta Natacha, o de cualquier señor que crea en la suerte o de nuestro encantador Shátov. Además, Shátov no cuenta. Shátov cree haciéndose violento, como un eslavófilo[18] de Moscú. Por lo que respecta al cristianismo, y pese al respeto sincero que le tengo, puedo afirmar que no soy cristiano. Más bien soy un pagano de la antigüedad, a la manera del gran Goethe o de los antiguos griegos. ¿No será por el hecho de que el cristianismo no ha comprendido a la mujer, como señaló admirablemente George Sand en una de sus novelas? En cuanto a los ejercicios de piedad, ayunos, etcétera, no entiendo por qué las gentes se involucran en lo que no les concierne. Nuestros tragones harán bien en rebelarse. No tengo ningún deseo de hacer el jesuita. En 1847, Belinski, estando en el extranjero, escribió a Gógol la famosa carta[19] en la que le reprochaba amargamente que creyera en «no sé qué Dios». Entre nous soit dit, no puedo imaginar nada más cómico que el minuto en que Gógol (el Gógol de entonces) leyó esa frase y las restantes de la carta. Pero interrumpamos la diversión, y, ya que a pesar de todo estamos de acuerdo en el fondo de la cuestión, diré: ¡he ahí los hombres! Saben amar a su pueblo, saben sufrir por él y sacrificarle todo; pero al mismo tiempo saben cuándo hace falta oponérsele sobre ciertos puntos y no adularlos. Belinski, por ejemplo, no podía buscar la salud en el ayuno y los cirios.
Pero entonces intervenía Shátov.
—Esos hombres jamás han amado a su pueblo, nunca han sufrido por él y no le han sacrificado nada. Solo se complacían, simplemente, en sus propias invenciones —gruñía con aspecto sombrío, los ojos fijos en el suelo y agitándose en su asiento.
—¿Que ellos no amaban al pueblo? —gritaba Stepán Trofímovich—. ¡Oh, cómo querían a Rusia!
—No. ¡Ni al pueblo ni a Rusia! —saltaba a su vez Shátov, con los ojos encendidos—. No se puede amar lo que no se conoce, y ellos no comprendían absolutamente nada del pueblo ruso. Todos, y usted entre ellos, han pasado al lado del pueblo y no lo han visto, Belinski en particular. Su carta a Gógol lo prueba suficientemente. Es como el curioso de la fábula de Krilov.[20] Belinski no ha advertido al elefante que había en el museo porque solo tenía ojos para los insectos sociales llegados de Francia. Él no ha ido más lejos, y, sin embargo, posiblemente es el más inteligente de todos. No solamente usted no conoce al pueblo, sino que siente el desprecio más abominable por él, porque el pueblo para usted es únicamente el pueblo francés e incluso solo los parisienses, y le avergüenza que el pueblo ruso no se parezca a ellos. Esa es la única verdad. Y para aquel para el que no existe el pueblo no existe Dios. Sepa que todos aquellos que dejan de comprender al pueblo y que no tienen contacto con él pierden al mismo tiempo la fe de sus padres y se convierten en ateos o indiferentes. Lo que digo es exacto. Es un hecho fácil de constatar. He aquí por qué todos ustedes, todos nosotros, somos ahora viles ateos o miserables indiferentes, nada más. Y usted también, Stepán Trofímovich. No hago excepción con usted, porque, sépalo, lo digo especialmente por usted.
Por lo general, una vez lanzada una parrafada de este género, lo cual sucedía a menudo, Shátov recogía su sombrero y se precipitaba a la puerta, plenamente convencido de que todo había concluido y de que sus amistosas relaciones con Stepán Trofímovich estaban perdidas. Pero este siempre llegaba a detenerle a tiempo.
—¡Y bien, Shátov! ¿Qué le parece si nos reconciliamos después de tan gentiles palabras? —decía benevolente, mientras le tendía la mano.
Retorcido y púdico, Shátov no era partidario de las efusiones sentimentales: tenía aspecto arisco, pero creo que su alma era delicada. Llegaba a perder la medida de sus expresiones con frecuencia, pero era el primero en sufrir las consecuencias. Como respuesta a las palabras de paz de Stepán Trofímovich, murmuraba algunas palabras incoherentes, se agitaba sobre su sitio a la manera de un oso, luego sonreía mohínamente, depositaba su sombrero y volvía a sentarse en su silla con los ojos mirando al suelo. Entonces traían vino y, claro está, Stepán Trofímovich brindaba circunstancialmente a la memoria de alguno de aquellos que habían ilustrado la generación precedente.
CAPÍTULO SEGUNDO
El príncipe Harry
Una petición de matrimonio
1
Aún existía en el mundo otro ser por quien Varvara Petrovna sentía tanto afecto como por Stepán Trofímovich: su único hijo, Nikolái Vsévolodovich Stavroguin. Para encargarse de su educación, se había instalado Stepán Trofímovich en Skvoréshniki. El niño tenía entonces unos ocho años. Su padre, el general Stavroguin, ya se había separado de Varvara Petrovna, quien se desvivía por su hijo.
Hay que hacer justicia a Stepán Trofímovich: supo ganarse el afecto de su discípulo desde el primer instante. Claro que el secreto del éxito se reducía a que él también era un niño. Yo no le conocía por aquel entonces, y él siempre había tenido necesidad de un verdadero amigo a su lado. No vaciló en investir al pequeño de tal papel una vez cumplió diez u once años. Entre ambos se estableció la más franca intimidad, hasta el punto de que algunas noches Stepán Trofímovich despertaba a su joven amigo con el solo objeto de revelarle, entre lágrimas, las amarguras que decía sufrir, o descubrirle algún secreto doméstico, sin reflexionar sobre lo reprensible de su proceder. Pero entonces se arrojaban uno en brazos del otro y se echaban a llorar.
El muchacho sabía que su madre le quería mucho, pero es muy posible que él no albergase por ella los mismos sentimientos. Ella no le hablaba muy frecuentemente y, aunque lo dejaba bastante libre, le seguía con la mirada atenta a todas partes. Esto despertaba malestar en el joven. Por lo demás, y en lo referente a la educación, Varvara Petrovna descansó completamente sobre Stepán Trofímovich, en quien tenía absoluta confianza.
Es preciso creer que el profesor destrozó más de una vez los nervios de su alumno. Cuando, a la edad de dieciséis años, este fue a ingresar en el instituto, solo era un adolescente pálido y enclenque, extrañamente taciturno y soñador. (Más tarde se distinguió por una fuerza física extraordinaria.) También debe creerse que los amigos no se abrazaban para llorar solamente por los asuntos domésticos. Stepán Trofímovich debió de tocar ciertas fibras muy secretas de su alumno, para despertar en él el vago presentimiento de esa tristeza sagrada para las almas refinadas, algo que después de probado no consentiría nunca en cambiar por los placeres corrientes. (Existen aficionados que aprecian esta tristeza mucho más que la satisfacción más completa, suponiendo que esta sea posible.) En todo caso, fue acertado separar, aunque tardíamente, a los dos amigos.
Durante los dos primeros años de su estancia en el instituto, el muchacho fue a pasar las vacaciones a su casa. A lo largo de la estancia de Varvara Petrovna en Petersburgo, asistió a algunas de las veladas que organizaba su madre. Hablaba poco y se mostraba tranquilo y tímido, limitándose a escuchar y a observar. Conservaba la antigua actitud de confianza y afecto por Stepán Trofímovich, pero mantenía cierta reserva: evitaba tratar con él sobre cuestiones importantes y del pasado.
Una vez terminados sus estudios, ingresó en el servicio militar por deseo de su madre. Pasó a uno de los regimientos de caballería de la guardia más brillantes, pero no se mostró ante su madre de uniforme. Tampoco le escribía a menudo, pese a que Varvara Petrovna le enviaba dinero con largueza en unos momentos en que sus rentas se habían reducido a la mitad, con motivo de la abolición de los siervos. Claro que gracias a las economías que había realizado durante años había amasado una bonita fortuna.
Seguía con vivo interés los éxitos de su hijo en la alta sociedad petersburguesa, con la que ella siempre había soñado y donde el joven oficial, rico y lleno de esperanzas, brillaba con porvenir espléndido. Pero enseguida empezaron a llegar a sus oídos unos rumores muy extraños que alarmaron vivamente a Varvara Petrovna. De pronto, el muchacho se había metido en juergas continuas. Lo de menos era que jugase o se emborrachara, sino que cometiera excentricidades salvajes, como arrastrar a personas por los cabellos, ultrajar públicamente a una dama de la alta sociedad con la que había mantenido relaciones íntimas o buscar querella con todo el mundo, insultándolos por el placer de insultar.
Estas noticias afligieron profundamente a Varvara Petrovna, a quien Stepán Trofímovich pretendía consolar asegurándole que una naturaleza robusta suele incurrir en semejantes extremos. El mar se calmaría; todo aquello, en suma, no recordaba más que la juventud del príncipe Harry, a quien Shakespeare representa divirtiéndose excesivamente con Falstaff, Poins y mistress Quickly.
Esa vez Varvara Petrovna no calificó de tonterías las expresiones de su amigo, como tenía por costumbre. Exigió explicaciones más detalladas e incluso leyó la crónica inmortal con suma atención. Pero Shakespeare no la tranquilizó. Aquellas analogías no eran tan conmovedoras como pretendía Stepán Trofímovich, de modo que escribió a varios amigos para obtener informes. Las respuestas no tardaron. Supo que el nuevo príncipe Harry se había batido en dos duelos, casi seguidos y provocados por él: uno de sus adversarios estaba muerto, y el otro, gravemente herido. Se le formó consejo de guerra y fue degradado y enviado como simple soldado a un regimiento de infantería. Eso gracias a que se le juzgó con indulgencia.
En 1863 tuvo ocasión de distinguirse. Fue condecorado y ascendido a suboficial. Poco después de un período extrañamente corto, le reintegraron a su puesto. Durante ese tiempo Varvara Petrovna dirigió a la capital centenares de cartas suplicando por su hijo. Como el caso era excepcional, declinó un poco su orgullo. Pero, apenas reincorporado a su grado, el joven presentó su dimisión. No regresó a Skvoréshniki y tampoco escribió a su madre. Al fin se supo, por vía indirecta, que se hallaba en Petersburgo, aunque no frecuentaba la sociedad de su época anterior. Parecía ocultarse de ella. Enseguida se averiguó que vivía entre gentes extrañas, agrupado a lo más ruin de la población petersburguesa: descamisados, empleadillos famélicos, militares retirados que se daban a la mendicidad más o menos disfrazada y estaban siempre borrachos. Frecuentaba a sus miserables familias, pasaba los días y las noches en cubiles oscuros y no se preocupaba de su persona. Aparentemente encontraba placer en aquella vida y no pedía dinero alguno a su madre. Claro que él poseía una pequeña propiedad, heredada de su padre, que debía proporcionarle alguna cosa. Se decía que estaba arrendada a un alemán oriundo de Sajonia. Finalmente Varvara Petrovna le suplicó que volviese, y el príncipe Harry hizo su aparición en nuestra ciudad. Fue entonces cuando le conocí, ya que antes jamás le había visto.
Era un joven de veinticinco años, extremadamente guapo y que, lo confieso, en principio resultaba atrayente. Yo esperaba ver a una especie de haraposo sucio y apestando a aguardiente, con las facciones marcadas por el vicio. Sin embargo, encontré al más elegante de los gentlemen que había visto: vestido correctamente y con unos modales y un refinamiento propios de un hombre de la mejor compañía.
No fui yo el único sorprendido. Toda la ciudad participó del asombro. Todos estaban al corriente de su vida e incluso de unos detalles que no se comprendía de dónde podían llegar. Lo sorprendente de todo esto es que la mitad de las informaciones eran exactas. Todos los corazones femeninos se alocaron por nuestro nuevo huésped: unos lo adoraron y otros lo detestaron, pero despertó pasiones entre todos. Agradaba a unas mujeres porque había un secreto terrible en su existencia, y a otras porque había matado a alguien. Además, era instruido y poseía bastantes conocimientos. Claro que no hacía falta demasiado para excitar nuestra admiración; pero era capaz de hablar de cosas que interesaban entonces y de juzgar con evidente buen sentido los acontecimientos.
Un hecho curioso: casi todo el mundo, desde el primer día, lo encontró muy sensato. Poco locuaz, elegante sin rebuscamientos, asombrosamente modesto y al mismo tiempo atrevido. Más seguro de sí que cualquiera de nosotros. Nuestros dandis lo envidiaban y se anulaban en su presencia.
También me impresionó su rostro. Sus cabellos eran de un negro casi exagerado, y sus ojos, muy claros y serenos. Su tez, delicada, de un blanco demasiado puro y un rosa vivo. Dientes semejantes a perlas y labios color de coral. Un hombre muy hermoso, pero con algo repelente. Se decía que su rostro semejaba una máscara, y que no contaba más que con su fuerza física, pues era de talla elevada. Varvara Petrovna lo contemplaba con orgullo y también con cierta inquietud.
Durante seis meses vivió entre nosotros llevando una vida ociosa, apacible, bastante aburrida cuando iba a alguna reunión, pero observando estrictamente las reglas de nuestra etiqueta provinciana. El gobernador, un pariente lejano de su padre, lo recibía con frecuencia. Pero al cabo de ese semestre la fiera enseñó sus garras.
Ya indiqué de pasada que nuestro buen y querido Iván Ósipovich guardaba cierto parecido con una mujer. Era de familia excelente y tenía muy buenas relaciones; esto explica que se mantuviese tanto tiempo en su puesto, a pesar de la negligencia con que trataba los asuntos administrativos. Generoso y hospitalario, habría sido más válido como mariscal de la nobleza, en los viejos tiempos, que como gobernador en una época tan agitada como la nuestra. Se decía que no era él quien gobernaba la provincia, sino Varvara Petrovna, acusación malévola e injusta. Por el contrario, y a pesar de la consideración de que gozaba en nuestra región, ella se retiró de todos los asuntos públicos para dedicarse estrictamente a sus intereses privados. Renunció a sus miras elevadas y poéticas, y se entregó al cuidado de sus dominios. Al cabo de dos o tres años, sus rentas se acercaban a las que conseguía antes de la emancipación de los siervos. Abandonó sus antiguas aspiraciones (viajes a Petersburgo, proyectos de revistas, etcétera), se puso a amasar una fortuna y devino avara. Stepán Trofímovich se vio alejado de la casa e incluso recibió permiso para vivir en otra casa, cosa que con diferentes pretextos había intentado conseguir hacía mucho tiempo.
Los que estábamos habitualmente a su alrededor, comprendimos —y Stepán Trofímovich más que ninguno— que Nikolái Vsévolodovich concentraba todas las esperanzas de la madre y se había convertido en el objeto de todas sus aspiraciones. Su pasión databa de la época en que el joven saboreaba los éxitos en la sociedad petersburguesa y aún se acrecentó cuando tuvo noticia de la degradación. Sin embargo, era evidente que Varvara Petrovna tenía miedo de su hijo y se comportaba casi como una esclava en su presencia. Se veía que ella misma temía algo vago y misterioso que no sabía precisar. A menudo miraba a Nicolas a hurtadillas, como si quisiera hallar en él la respuesta a sus inquietudes. Y súbitamente la fiera mostró sus garras.
2
De pronto, sin razón aparente, nuestro príncipe se permitió dos o tres insolencias increíbles ante la mirada de diversas personas. Todo el mundo reconocía que no tenían explicación y excedían las travesuras que pudieran permitirse corrientemente. Eran a la vez chiquilladas y vilezas que el joven cometió, sabe el diablo por qué.
Uno de los decanos más considerados de nuestro club, Pavel Pávlovich Gagánov, hombre de edad, tenía la costumbre inocente de decir con cierto tono de reticencia:
—No, yo no me dejaría llevar por nadie de la nariz.
Cierto día, en el club, apenas había soltado su estribillo favorito, con motivo de una discusión entre varias personas, cuando Nikolái Vsévolodovich, que se encontraba algo retirado del grupo y no tomaba parte en la conversación, se aproximó enseguida a Pavel Pávlovich, le asió por la nariz y, tirando con fuerza, le hizo dar dos o tres pasos por la sala.
El joven no podía albergar ninguna animosidad contra el señor Gagánov. Hasta podría pensarse en una chiquillada, claro que un poco imperdonable, pero los testigos de la escena afirmaron que durante la «operación» Nikolái Vsévolodovich tenía una expresión soñadora, «como si hubiera perdido la razón». Pero esto se supo mucho más tarde, cuando se evocó el hecho y todos reflexionaron. En el momento en que ocurrió, los asistentes solo se dieron cuenta de la actitud del joven después de ofender a Pavel Pávlovich, cuando comprendió perfectamente lo que acababa de hacer y, lejos de turbarse, sonreía con alegría maligna y no mostraba el menor arrepentimiento.
El incidente provocó un alboroto indescriptible. Todo el mundo lo rodeó y le gritó su indignación. Nikolái Vsévolodovich se volvió a izquierda y derecha sin decir palabra. Se limitó a observar los gestos de los que le gritaban. Y al final, con el mismo aire soñador (al menos fue lo que se dijo más tarde), se dirigió con paso firme hacia Pavel Pávlovich y murmuró con expresión molesta:
—Usted me excusará, naturalmente... No sé, la verdad, por qué he tenido el súbito deseo... Una tontería...
Aquel tono negligente equivalía a una nueva ofensa. Se redoblaron las manifestaciones, y Nikolái Vsévolodovich se encogió de hombros y se marchó.
Todo aquello era estúpido y de una vileza calculada y premeditada; al menos eso parecía a primera vista. Constituía, por tanto, un ultraje inferido a toda nuestra sociedad. Y así lo comprendieron todos. El club empezó por borrar inmediatamente el nombre de Stavroguin de sus listas y, a continuación, se convino en elevar una queja al gobernador para que metiese en razón (independientemente de la acción de los tribunales) al peligroso loco, «al espadachín», y «preservar así la tranquilidad de las personas honradas de toda agresión funesta». A esto se añadía, con un despliegue de causticidad, si «acaso se encontraría alguna ley para castigar, incluso, al señor Stavroguin».
La frase era una alusión malévola a la presunta influencia de Varvara Petrovna en el gobernador. Pero como hecho ex profeso, este no se encontraba en la ciudad. Había marchado a una localidad vecina para apadrinar en la pila bautismal al infante de una viuda encantadora que había perdido a su marido hacía poco, mientras se hallaba en estado interesante.
Mientras se esperaba el regreso del gobernador, Pavel Pávlovich recibió los aplausos de todos los socios del club. Toda la ciudad acudió a verle, le abrazó y estrechó su mano. Incluso propusieron celebrar un banquete en su honor, lo que no llegó a organizarse por deseo del interesado. Posiblemente los promotores también pensaron que, por muy desdichado que fuera, el hecho de verse tirado de la nariz no era motivo para glorificar a un hombre.
¿Cómo pudo suceder cosa semejante? Lo más curioso de todo es que nadie atribuyó esa salvajada a un acto de locura. Más bien se inclinaron a considerar que tales acciones eran propias de Nikolái Vsévolodovich. Por lo que a mí se refiere, ni hoy mismo acierto a explicar aquel acto, aun cuando otro hecho, sucedido poco después, suministrara una explicación satisfactoria. Añadiré, todavía, que cuatro años más tarde, una vez que interrogué prudentemente a Nikolái Vsévolodovich sobre el incidente, me respondió frotándose una ceja: «Sí, no me encontraba muy bien de salud en aquella época».
Pero no nos adelantemos.
Lo que me sorprendió fue el odio unánime que se desató contra «el pendenciero y espadachín» en toda la ciudad. Quiso verse en el hecho una afrenta premeditada contra toda la sociedad. Evidentemente el joven no gozaba de la simpatía general. Al contrario, todos se lanzaron contra él. ¿Por qué razón, en suma? Hasta aquel momento no se había disgustado con nadie ni había ofendido a persona alguna. Siempre se mostró con una cortesía irreprochable. Claro que quizá se le odiaba por su orgullo. Incluso las mismas jóvenes que habían empezado adorándole le chillaban entonces más que los hombres.
Varvara Petrovna estaba consternada. Más tarde confesó a Stepán Trofímovich que esperaba un acto semejante desde el primer día que tuvo a su hijo en casa. Confesión notable en boca de una madre. «Ya empieza», pensaba temblorosa.
Al día siguiente del incidente, discreta pero con firmeza, intentó explicarse con su hijo. Pese a la resolución que deseaba mostrar, la pobre mujer no hizo más que temblar. No había podido dormir en toda la noche y a la mañana siguiente fue a que la aconsejase Stepán Trofímovich, ante quien lloró, cosa que jamás hizo en presencia de alguien.
Deseaba que Nicolas le dijera algo y se dignara excusarse. Este, siempre cortés y respetuoso con su madre, la escuchó serio, con gesto desabrido, y al cabo de un rato se levantó, le besó la mano y se marchó sin decirle una palabra. Aquella misma noche, como a propósito, provocó un nuevo escándalo. Aunque menos grave que el anterior, sirvió para acrecentar la irritación general.
Esta vez fue la víctima nuestro amigo Liputin. Acudió en busca de Nikolái Vsévolodovich poco después de que este terminase la explicación con su madre. Liputin le rogó que hiciera el honor de asistir a la fiesta que organizaba aquel día, con ocasión del aniversario de su esposa.
Varvara Petrovna se desolaba al ver a su hijo frecuentando a gentes de lo más vulgar, pero no se atrevía a hablarle de ello. Nicolas ya había trabado conocimiento con las personas más ínfimas de nuestra ciudad, e incluso descendió mucho más bajo. Tales eran sus gustos. Sin embargo, aún no había acudido a casa de Liputin. Lo encontraba con frecuencia y esto le hizo adivinar que Liputin le invitaba a causa del escándalo provocado en el club. Escándalo que encantaba a Liputin en su calidad de liberal, pues consideraba que era así como debía tratarse a los decanos del club.
A Nikolái Vsévolodovich le encantó la idea y, echándose a reír, prometió que asistiría a la fiesta de cumpleaños. Encontró a un grupo numeroso en casa de Liputin. No era un grupo muy distinguido, pero sí nutrido. Liputin, vanidoso y envidioso, no recibía más que dos veces al año, pero cuando lo hacía no reparaba en gastos.
Stepán Trofímovich, el invitado de mayor rango, se encontraba enfermo y no pudo acudir.
Se servía té, había entremeses en abundancia y no faltaba el aguardiente. Los jugadores ocuparon tres mesas, y la juventud, mientras esperaba la cena, se puso a bailar a los sones del piano.
Nikolái Vsévolodovich invitó a bailar a la señora de la casa, una mujercita encantadora que se sintió intimidada por el joven. Bailaron juntos dos rondas de vals, luego se sentaron y él empezó a contarle historias divertidas y a alabar su belleza. De pronto, mientras le decía lo bonita que era cuando se reía, la cogió por el talle y, ante todo el mundo, la besó dos o tres veces en la boca. La desdichada se asustó tanto que se desmayó. Nikolái Vsévolodovich tomó su sombrero, se aproximó al marido, confundido entre la emoción general, le miró un instante y, turbado a su vez, le murmuró rápidamente:
—No se enfade usted.
Después salió.
Liputin corrió tras él hacia la antesala, le ayudó a ponerse el abrigo y le acompañó entre efusivos saludos hasta el portal. Pero al día siguiente esta historia casi inocente tuvo una continuación bastante divertida y valió a Liputin la reputación de hombre extremadamente perspicaz.
Hacia las diez de la mañana, su sirvienta Agafia, una mujer de unos treinta años, de rostro rubicundo y mucha entereza, se presentó en casa de la señora Stavroguin. Pidió ver a Nikolái Vsévolodovich en persona para darle un recado de parte de su amo. El joven sufría un intenso dolor de cabeza, pero no tuvo inconveniente en recibirla en presencia de Varvara Petrovna, que se encontraba allí por casualidad.
—Serguéi Vasílievich Liputin me ha encargado que le transmita sus saludos —dijo Agafia con animosidad—. Luego quiere que me informe de su salud, pues desea saber si ha dormido bien y cómo se encuentra después de lo que pasó ayer.
Nikolái Vsévolodovich sonrió.
—Saluda a tu amo y agradécele de mi parte sus palabras. Dile, también de mi parte, que es el hombre más inteligente de toda la ciudad.
—Respecto a eso, mi amo me ha ordenado que le responda —contestó con la mayor desenvoltura Agafia— que no hay necesidad de que usted lo reconozca y que le desea otro tanto.
—¡Vaya, vaya! Pero ¿cómo podía saber lo que te diría yo?
—Ignoro cómo lo ha adivinado, pero yo ya había salido o atravesado la calle cuando he oído que corría detrás de mí y, sin sombrero siquiera, me ha dicho: «Agafia, si por casualidad te responde que digas a tu amo que es el hombre más inteligente de toda la ciudad, no te olvides de responderle enseguida: “lo sabemos muy bien nosotros mismos y deseamos que pueda decirse otro tanto de usted”».
3
La explicación con el gobernador tuvo lugar al fin. Apenas regresó nuestro querido Iván Ósipovich, se enteró de la reclamación depositada en nombre del club. Era evidente que debía hacerse algo, pero el buen anciano se encontraba muy perplejo. Aunque hospitalario y afable, parecía tener miedo a su joven pariente. Sin embargo, resolvió empujarle a que presentara sus excusas al club y al ofendido, pero en la debida forma y por escrito, si era preciso. A continuación le insinuaría la conveniencia de emprender un viaje agradable, a Italia, por ejemplo, o a otro país de Europa.
Nikolái Vsévolodovich, que como miembro de la familia tenía fácil acceso a la casa del gobernador, esta vez fue recibido en la sala. Un joven funcionario, Aliosha Teliátnikov, hombre de confianza del gobernador, estaba en un rincón abriendo la correspondencia, delante de la mesa. En la sala contigua, cerca de la ventana próxima a la puerta, esperaba un grueso coronel, amigo y antiguo camarada de armas de Iván Ósipovich. De espaldas a la puerta leía la Voz y no prestaba atención a lo que sucedía tras él.
Iván Ósipovich se puso a hablar en voz baja, antes de abordar de lejos el motivo de la entrevista. Se embrollaba en circunloquios, mientras Nicolas adoptaba un gesto poco amable. Estaba sentado junto a él, pálido, con los ojos bajos, y escuchaba frunciendo las cejas como hombre que lucha contra un dolor agudo.
—Su corazón es bueno y noble, Nicolas —le decía, entre otras cosas, el vejete—. Es usted un hombre instruido que ha frecuentado la mejor sociedad. Aquí mismo ha tenido siempre una conducta ejemplar, haciendo la alegría de su madre, a quien todos queremos... Y he aquí que ahora su conducta adquiere una apariencia enigmática y peligrosa para todo el mundo. Le hablo a usted como a un amigo de la familia, como un viejo que le muestra el interés más sincero, como un pariente cuyo lenguaje no puede ofenderle... Dígame, ¿qué le empujó a cometer acciones tan alejadas de toda regla y conveniencia? ¿Qué significan esos arranques que hacen suponerle demente?
Nicolas escuchaba con cólera e impaciencia. De pronto, algo astuto, como un relámpago, pasó por su mirada.
—Pues bien, le diré lo que me empuja a ello —respondió con gesto sombrío, después de echar una ojeada a su alrededor. Luego se aproximó a Iván Ósipovich.
Aliosha Teliátnikov, siempre correcto, se alejaba en aquellos instantes hacia la ventana donde tosía el coronel tras su periódico. El gobernador, muy confiado y curioso, tendió la oreja a su interlocutor. Entonces se produjo algo inconcebible, pero en cierto modo sintomático. El viejo notó de pronto que, en vez de confiarle un secreto interesante, Nicolas le clavaba los dientes en la parte superior del pabellón de la oreja y apretaba con fuerza.
Iván Ósipovich tembló mientras se le helaba la sangre. Gimió con voz alterada.
—Nicolas... ¡déjate de bromas!
Aliosha y el coronel no comprendían lo que sucedía. Desde el lugar en que se encontraban, les parecía que los dos hombres hablaban en voz baja. Sin embargo, el rostro desesperado del viejo empezó a inquietarlos. Se miraron como asustados, preguntándose si debían lanzarse en su ayuda o esperar un poco. Nicolas adivinó aquella vacilación y apretó aún más los dientes.
—Nicolas... Nicolas —gimió de nuevo la víctima—. ¡Basta de bromas!
Un poco más y el pobre viejo habría muerto del susto. Pero su verdugo tuvo piedad y soltó la oreja. El gobernador se quedó paralizado bajo los efectos del terror durante un minuto largo. Luego sufrió un ataque, y media hora más tarde Nicolas era detenido, conducido al cuerpo de guardia y encerrado en un calabozo bajo la vigilancia de un centinela. La medida era enérgica, pero nuestro apacible gobernador se había enfadado de tal manera que estaba dispuesto a asumir la responsabilidad ante Varvara Petrovna. La sorpresa general llegó cuando esta, furiosa, acudió a exigir explicaciones a Iván Ósipovich, y él se negó a recibirla. La dejó tan sorprendida que la hizo regresar a su casa sin haber descendido de su coche.
Al fin se aclaró. A las dos de la mañana, el prisionero, que hasta entonces se había mostrado calmoso e incluso había dormido, se puso a armar escándalo. Golpeó furiosamente la puerta y, con un esfuerzo casi sobrehumano, arrancó la reja de la buhardilla para romper el vidrio con los puños. Cuando el oficial de guardia acudió con sus hombres para abrir la puerta del calabozo y maniatarle, se encontró que sufría un acceso violento de delirio. Lo condujeron a casa de su madre. El suceso lo aclaró todo. Los tres médicos de nuestra ciudad confirmaron que, tres días antes del ataque, era muy probable que ya estuviese sufriendo la crisis y que durante ese tiempo estaba consciente y podía actuar con astucia, pero no era dueño de su juicio ni de su voluntad. Los hechos también lo demostraban. Esto indicó que Liputin había sido el primero en adivinar la verdad.
Iván Ósipovich, hombre delicado y sensible, quedó un poco desamparado. También había creído a Nikolái Vsévolodovich perfectamente capaz de cometer sin motivo los actos más insensatos. Los miembros del club también se avergonzaron por haber procedido de forma tan encarnizada contra un irresponsable, sin pensar, siquiera, en exculpar las extravagancias del enfermo con la única explicación plausible. Naturalmente que hubo escépticos, pero enseguida se dejaron convencer por la opinión general.
Nicolas guardó cama durante dos meses. Llamaron a consulta al célebre médico de Moscú. Toda la ciudad acudió a presentar sus excusas a Varvara Petrovna, que terminó perdonando.
Cuando llegó la primavera, el enfermo estaba completamente restablecido y aceptó hacer un viaje a Italia sin la menor objeción. La misma docilidad mostró cuando su madre le encargó que se despidiera de sus amistades y aprovechara la ocasión para presentar sus excusas a aquellos a quienes había ofendido. El joven consintió de buen grado. Y así se supo en el club que con Pavel Pávlovich se explicó en términos tan corteses que el injuriado quedó plenamente satisfecho.
Durante el curso de sus visitas, Nicolas procedió con toda seriedad e incluso se mostró un poco sombrío. En todas partes se le recibió con señales del más vivo interés, a pesar de que la gente se sentía algo molesta, quizá por no mostrar satisfacción ante su marcha.
Iván Ósipovich derramó algunas lágrimas al despedirle, pero no se atrevió a abrazarle, ni siquiera en el último adiós. Es preciso decir que muchas personas de la ciudad aún creían que el «miserable» se había burlado de todo el mundo y que su pretendida enfermedad no era más que superchería.
Stavroguin fue a despedirse igualmente de Liputin.
—Dígame —le preguntó—, ¿cómo pudo adivinar que yo hablaría de su clarividencia y encargar la respuesta a Agafia?
—Es muy sencillo —replicó Liputin, riendo—. Yo también le considero un hombre inteligente, y en consecuencia deduje su respuesta.
—He aquí una coincidencia extraña. Pero, permítame, ¿me consideraba usted inteligente, o loco, cuando me envió a Agafia?
—Sí, uno de los hombres más inteligentes y sensatos. Claro que fingí creer que no estaba usted en su juicio... Por otro lado, usted mismo penetró inmediatamente en mi pensamiento y me demostró a través de Agafia que era inteligente.
—Pues bien, sobre ese punto se engaña un poco. Yo estaba efectivamente... enfermo —balbució Nikolái Vsévolodovich, mientras se frotaba las cejas—. ¡Bah! ¿Cree usted, en realidad, que estando en pleno uso de mi razón soy capaz de lanzarme contra las personas de ese modo?
Liputin se empequeñeció y no supo qué responder. Nicolas palideció ligeramente, al menos así se lo pareció a Liputin.
—En todo caso, su forma de enjuiciar es muy divertida —continuó Stavroguin—. Por lo que atañe a la visita de Agafia, comprendí muy bien que era una afrenta que me hacía usted.
—¡Yo no podía retarle en duelo!
—¡Ah, sí! Ya he oído decir que su fuerte no son los duelos.
—¿Acaso tenemos necesidad de copiar a los franceses? —repuso Liputin, empequeñeciéndose nuevamente.
—¿Está usted por el nacionalismo?
Liputin se agitó aún más en su asiento.
—¡Bah, bah! Pero ¿qué veo? —exclamó Nikolái Vsévolodovich, al observar que había un libro de Considerant encima de la mesa—. ¿Acaso es usted furierista? Y por qué no va a serlo, ¿verdad? Pero ¿no es esto una traducción del francés? —concluyó riendo.
—No, no es una traducción del francés —protestó Liputin, con cierto arrebato—. Es una traducción del lenguaje universal, común a todos los hombres, y no solamente a los franceses. Una traducción de la lengua de la república social cosmopolita y de la armonía humana. ¡Eso es lo que es!
—¡Diablos! Pero esa lengua no existe —comentó el joven, mientras se marchaba.
En ocasiones una nadería impresiona particularmente nuestra atención y persiste largo tiempo en la memoria. Me quedan muchas cosas que contar de Stavroguin, pero de momento solo señalaré que, de todas las impresiones que le dejó nuestra ciudad, ninguna se grabó tanto en su ánimo, ni con caracteres tan imborrables, como la breve conversación que mantuvo con Liputin. Le interesó aquel insignificante empleado provincial, aquel ser casi abyecto, déspota doméstico, usurero de baja estofa, celoso, brutal y avaro, que guardaba bajo llave los restos de comida y los cabos de vela. Aquel ser que se revelaba al mismo tiempo como un apóstol fanático, de Dios sabe qué futura «armonía social», y que caía en éxtasis ante el cuadro fantástico de los falansterios del futuro, en cuya próxima realización en nuestra provincia, y en Rusia, creía como en su propia existencia.
—¡Solo Dios sabe cómo están hechas estas gentes! —exclamaba con asombro Nikolái Vsévolodovich, cada vez que se acordaba de este furierista inesperado.
4
El viaje de nuestro príncipe se prolongó tres años, hasta el extremo de que casi acabó olvidándose de nuestra ciudad. No obstante, sabíamos por Stepán Trofímovich que había recorrido toda Europa, había visitado Egipto y Jerusalén, y a continuación tomó parte en una expedición científica que marchó a Islandia. También nos contó que había seguido cursos en una universidad alemana durante el invierno.
Escribía poco a su madre, una vez cada seis meses o más raramente. Varvara Petrovna no se mostraba resentida y aceptaba las relaciones que se habían establecido así entre ellos; pero en esos tres años no dejó de pensar un solo día con cierta tristeza en su Nicolas y soñaba con su regreso. No obstante, no confiaba a nadie sus angustias ni sueños. Incluso se mantenía algo alejada de Stepán Trofímovich. Elaboraba diversos planes y cada vez acrecentaba más su avaricia. También testimoniaba mayor cólera contra Stepán Trofímovich por sus pérdidas en el juego.
En abril de este año, recibió una carta de París que le dirigía su amiga de la infancia, Praskovia Ivánovna Drozdov, viuda de un general. Las dos amigas no se habían visto ni escrito desde hacía ocho años, pero entonces Nikolái Vsévolodovich mantenía las mejores relaciones con la familia y se había convertido en el mejor amigo de Lisa (hija única), hasta tal punto que se proponía acompañarlas aquel verano a Suiza, a Vernex-Montreux. También era recibido como un hijo en la familia del conde K..., personaje muy importante en Petersburgo y actualmente en París.
La carta era corta y revelaba claramente su finalidad, aunque se ceñía a los hechos. Varvara Petrovna no lo pensó dos veces. Tomó enseguida una decisión, y a mediados de abril se marchaba con su protegida Dasha (la hermana de Shátov) a París. De allí fue a Suiza y regresó a Rusia en julio, después de dejar a Dasha con los Drozdov, que habían prometido a Varvara Petrovna viajar a nuestra ciudad a finales de agosto.
Los Drozdov también eran propietarios de una finca en nuestra comarca, aunque las obligaciones del servicio del general Iván Ivánovich le habían impedido habitarla. Este general, amigo y compañero de armas del marido de Varvara Petrovna, había muerto el año anterior. Su inconsolable viuda había partido para el extranjero con su hija. Se proponía someterse a un régimen de cura en Vernex-Montreux durante el verano. Luego, a su regreso a Rusia, pensaba instalarse definitivamente entre nosotros. Praskovia Ivánovna poseía en la villa una gran casa, deshabitada desde hacía muchos años y cuyas contraventanas permanecían cerradas.
La familia Drozdov era gente rica. Praskovia Ivánovna, igual que su amiga de pensión, Varvara Petrovna, era hija de un antiguo almacenista de aguardientes. Se había casado en primeras nupcias con el capitán de caballería Tushin, quien poseía cierta fortuna. Cuando murió, esta pasó a su única hija, Lisa, que entonces tenía siete años. Lisaveta Nikoláievna estaba a punto de cumplir los veintidós y su fortuna se valoraba en doscientos mil rublos, sin contar con la herencia que debía recibir a la muerte de su madre, sin sucesión en su segundo matrimonio.
Varvara Petrovna parecía muy satisfecha con el viaje. Al parecer se había entendido perfectamente con su amiga. Así se lo refirió, nada más regresar, a su amigo Stepán Trofímovich. El hecho no dejaba de tener importancia, pues hacía mucho que no se mostraba expansiva con él.
—¡Hurra! —exclamó Stepán Trofímovich, chasqueando los dedos.
Estaba encantado, sobre todo porque desde la ausencia de su amiga había llevado una existencia muy triste.
Cuando marchó al extranjero, Varvara Petrovna no le concedió una despedida muy efusiva. Se había guardado bien de compartir sus proyectos con «aquella comadre», pues temía alguna indiscreción. Además, estaba irritada con él porque acababa de perder una fuerte suma a las cartas. Pero, mientras se hallaban en Suiza, se dio cuenta de que debía una satisfacción a su amigo, pues le trataba con bastante rigor desde hacía tiempo.
Aquella marcha brusca y misteriosa había dejado a Stepán Trofímovich profundamente afligido, pues además de esto, y como hecho a propósito, se enfrentaba a otras dificultades. Su gran tormento era un préstamo considerable y antiguo que no podía cancelar sin la ayuda de Varvara Petrovna. Además, en el mes de mayo, nuestro buen gobernador se había visto obligado a dimitir de su cargo por circunstancias bastante molestas. La toma de posesión del nuevo gobernador, Andréi Antónovich von Lembke tuvo lugar en ausencia de Varvara Petrovna. Este cambio modificó sensiblemente la actitud general de toda la región hacia la ausente y, como consecuencia, hacia Stepán Trofímovich. Las primeras impresiones que recibió el preceptor fueron desagradables pero preciosas. Su inquietud aumentó con el temor a ser denunciado como hombre peligroso ante el nuevo gobernador. Por otro lado sabía con certeza que algunas señoras de nuestra ciudad pensaban no visitar a Varvara Petrovna.
A la mujer del nuevo gobernador no se la esperaba hasta el otoño, pero la conceptuaban como muy orgullosa y una verdadera aristócrata, a diferencia de nuestra «pobre Varvara Petrovna». Se ignoraba cómo se propalaron tales murmuraciones, pero decíase que la señora Von Lembke y Varvara Petrovna ya habían coincidido en la alta sociedad y se habían separado como enemigas. El solo nombre de la nueva gobernadora ponía de mal humor a la señora Stavroguin. Pero el aire triunfal y el desprecio con que acogió Varvara Petrovna el nuevo giro de la opinión femenina elevaron la moral del temeroso Stepán Trofímovich y le pusieron, inmediatamente, de buen humor. Queriendo ganarse las simpatías de su amiga, se puso a describir de forma humorística la llegada del nuevo gobernador.
—Sin duda sabe usted, excellente amie —dijo, arrastrando las palabras con adulación—, lo que es un administrador ruso, en general, y en particular un administrador ruso recién instalado... ces interminables mots russes! Pero no es muy probable que sepa por experiencia lo que es la «embriaguez administrativa».
—¿La embriaguez administrativa? ¿Qué significa eso?
—Ahí está... Vous savez, chez nous... ... En un mot, instale usted al individuo más insignificante tras una ventanilla, en una estación, y haga que venda billetes. Inmediatamente esa nulidad se cree con derecho a adoptar una actitud de Júpiter pour montrer son pouvoir y, cuando se acerque usted a coger su billete, parecerá decirle: «Espera un poco, vas a ver...». Pues bien, eso es efecto de la embriaguez administrativa... En un mot, leí que un sacristán de una de nuestras iglesias en el extranjero... mais c’est très curieux... echó, lo que se dice echó, de la iglesia a una familia inglesa muy distinguida, les dames charmantes, en el momento de empezar los oficios de cuaresma, vous savez, ces chants et le livre de Job...[1], y únicamente bajo el pretexto de que «los extranjeros que deambulaban por las iglesias rusas provocan desorden y no pueden entrar, en todo caso, más que fuera de las horas de oficio...». Tal fue la impresión que una de las señoras se desvaneció. El sacristán también tuvo su acceso de embriaguez administrativa, et il a montré son pouvoir...[2]
—Abrevie, si es posible, Stepán Trofímovich.
—Von Lembke se encuentra ahora visitando la provincia. En un mot, este Andréi Antónovich es un alemán ruso de religión ortodoxa. Es un hombre atractivo, de unos cuarenta años...
—¿Dónde ha sabido que es un hombre atractivo? ¿Tiene ojos de ternero?
—Sí, exacto. Pero me hago eco de nuestras señoras...
—Pasemos a otra cosa, Stepán Trofímovich, se lo ruego. A propósito, ¿desde cuándo lleva usted corbatas rojas?
—Solamente desde hoy. Es que...
—¿Hace usted ejercicio? ¿Hace usted cada día las seis verstas a pie que le recomendó el médico?
—No... no siempre.
—Ya me lo figuraba. Lo presentí allá en Suiza —exclamó con voz irritada—. Pues bien, desde ahora no hará seis verstas, sino diez. No solamente se está haci
