El Robinson suizo (edición ilustrada)

Johann Wyss

Fragmento

cap-1

1

Donde se cuenta cómo naufragó un barco. — Un valeroso padre salva a su familia y encuentra providencialmente una isla. — Primeras exploraciones en tierra y en el barco naufragado.

La tormenta duraba ya seis largos y terribles días, y al séptimo, lejos de amainar, su furor se hizo más espantoso. Habíamos sido arrastrados tan al sudoeste de nuestra ruta que nadie de la tripulación sabía dónde nos hallábamos. Todos estaban acobardados y agotados por la ruda faena y las largas vigilias; los mástiles, en gran parte hechos astillas, habían caído sobre la borda; el barco hacía agua, y al penetrar las olas, lo invadían todo rápidamente. Los marineros, tan dados en otras situaciones a blasfemar, clamaban ahora rezando en voz alta y haciendo promesas que rayaban en lo ridículo. Cada cual, alternativamente, encomendaba su alma a Dios y buscaba los medios para salvar su vida.

—Hijos míos —les dije a mis cuatro niños, que lloraban asustados—, si el buen Dios quiere que nos salvemos, seguramente nos salvaremos; pero si tenemos que morir, es preciso que nos resignemos. Volveremos a encontrarnos en el cielo.

Mi excelente esposa se enjugó las lágrimas que llenaban sus ojos y, aparentando tranquilidad, habló cariñosamente a los niños inclinándose hacia ellos; pero su dolor y sus lamentos desgarraban nuestros corazones, y finalmente los cinco acabaron por caer de rodillas en estrecho grupo y comenzaron a rezar. Al oír sus voces infantiles llenas de confianza en medio de la furia, los bramidos y el rugir de la tempestad, no pude por menos de conmoverme.

De repente, entre el estruendo de las revueltas olas oí una voz que gritaba:

—¡Tierra, tierra!

Pero en ese mismo instante sentimos un choque tan espantoso en el barco que nos derribó al suelo y todo pareció venirse abajo. Siguió un terrible crujido, y el creciente rugir del agua al precipitarse dentro de la nave me hizo comprender que habíamos encallado. Una triste voz, la del capitán, resonó entonces diciendo:

—¡Estamos perdidos! ¡A los botes!

Al oír esto, sentimos una punzada en el corazón.

—¡Perdidos! —exclamé yo a mi vez.

Pero los lamentos de mis hijos subieron de tono, y recobrando la serenidad les dije:

—¡No perdamos los ánimos! Todavía no hay que desesperar. La tierra está cerca. Voy a ver lo que podemos hacer para salvarnos.

Dejé por un momento a los míos y subí a cubierta. Una ola me azotó de arriba abajo y me empapó por completo. Luchando en todo momento con el mar embravecido, logré mantenerme en pie y, cuando al fin pude mirar, vi con espanto cómo nuestros botes ya atestados con los miembros la tripulación se alejaban del barco, y cómo el último marinero saltaba a uno de ellos, cortaba la cuerda y, junto con el resto de sus camaradas, huía de allí. Grité, supliqué, llamé en vano, por mí y por mis seres queridos; pero el bramido de la tormenta ahogó mis súplicas, y el embate de las olas hacía imposible que los fugitivos volviesen atrás. Sin embargo, me sirvió de consuelo observar que el agua, que cubría una parte del barco, no alcanzaba hasta lo más alto del mismo; de modo que la popa, donde los que yo más amaba en el mundo se habían encerrado en un pequeño camarote sobre la cámara del capitán, había quedado encajada entre dos escollos, y allí estaban totalmente a salvo. Al mismo tiempo, hacia el sur y a cierta distancia, logré atisbar de vez en cuando, entre las nubes y a través de la lluvia, una costa que, aunque de aspecto desolado, fue desde aquel momento la meta de mis deseos y esperanzas. Así pues, sobreponiéndome a mi profundo abatimiento y olvidando mi dolor, volví junto a los míos y, en un tono que trataba de aparentar tranquilidad, les dije:

—¡Valor, hijos míos! No creáis que ya acabó todo para nosotros. El barco está sostenido de tal forma que nuestro camarote queda muy por encima del agua, y mañana, cuando se calmen las olas y el viento, podremos alcanzar la costa.

Esta noticia fue para los muchachos, en la inconsciencia de su edad, como un bálsamo reconfortante; pero mi mujer veía el fondo de mi corazón y, por mi expresión, se hacía cargo de mi intenso sufrimiento. Sin embargo, no perdió la confianza en Dios, y con ello me infundió nuevos arrestos.

—Vamos a tomar algo de alimento —dijo—, que la nutrición del cuerpo fortalece el espíritu, y nos espera una noche cruel.

Anochecía, en efecto; la tempestad y las olas continuaban bramando con furia, y a cada instante los espantosos crujidos del barco nos hacían temer que se destrozase por completo.

Mi esposa había improvisado una sencilla cena y los muchachos comieron con apetito, mientras sus padres lo hacíamos a la fuerza. Después los niños fueron a acostarse y no tardaron en quedar sumidos en un profundo sueño. Su madre y yo permanecimos en vela, escuchando cada ruido, cada choque que pareciese amenazar con algún cambio en la posición del barco. Entre plegarias, preocupaciones y mutuos consuelos pasamos ambos aquella terrible noche, y dimos gracias a Dios cuando al fin vimos brillar por la abertura de la escotilla los primeros resplandores del alba.

La furia del viento comenzó a ceder, el cielo se despejaba, y una bella aurora teñía el horizonte con sus rosados matices. Con el corazón más animado, llamé a mi mujer y a mis hijos a cubierta, y acudieron enseguida. Los muchachos se alarmaron al verse sin más compañía que la nuestra.

—¿Dónde está la gente de la tripulación? —me preguntaron—. ¿Por qué se han ido sin llevarnos con ellos?

—Mis queridos hijos —les contesté—, del mismo modo que nos hemos salvado hasta ahora, podremos salvarnos en adelante, siempre que no desesperemos. Como veis, nuestros compañeros, preocupados solo por salvar sus vidas, nos han abandonado sin compasión alguna en el momento del peligro; pero la misericordia de Dios no nos ha faltado. Así pues, ¡manos a la obra! Tenemos mucho que hacer, cada cual en la medida de sus fuerzas. En primer lugar, veamos qué es lo que más nos conviene hacer.

Federico opinó que deberíamos ganar la costa a nado, pero Ernesto dijo:

—Eso está muy bien, pero ¿qué vamos a hacer los que no sabemos nadar? Lo mejor sería que construyésemos una balsa.

—Eso tampoco estaría mal —repuse yo—, si no fuese un trabajo demasiado arduo para nuestras fuerzas y la balsa una embarcación tan poco segura. Busquemos a ver si encontramos una solución mejor para salir de nuestra difícil situación.

Tras decir esto, cada cual fuimos a explorar una parte distinta del barco. Yo me dirigí a la bodega, donde se almacenaban los víveres y el agua, a fin de poder atender las necesidades más urgentes, pues mi mujer y el niño pequeño empezaban ya a padecer los sufrimientos del hambre y de la sed. Federico registró el almacén de las armas y municiones; Ernesto, el taller del carpintero del barco, y Santiago, el camarote del capitán. Pero, en cuanto este hombrecito entró allí, dos enormes perros de presa se abalanzaron sobre él para saludarle cariñosamente, pero con tanta impetuosidad y torpeza que le hicieron rodar por el suelo mientras profería gritos como si le estuviesen asesinando. El hambre había amansado a los pobres animales y los había vuelto tan juguetones que no le dejaban levantarse, dándole manotadas, lamiéndole y haciéndole alharacas. Al oír aquel escándalo, acud

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