El lobo de mar (edición ilustrada)

Jack London

Fragmento

cap-1

1

Apenas sé por dónde empezar, aunque a veces, solo por bromear, le doy a Charley Furuseth el crédito de ser el causante de todo. Este tenía una casa de veraneo en Mill Valley, a la sombra del monte Tamalpais, y no la ocupaba más que para holgazanear durante los meses de invierno y relajar la mente leyendo a Nietzsche y a Schopenhauer. Cuando llegaba el verano, prefería bregar con la vida calurosa y polvorienta de la ciudad y trabajar sin descanso. De no haber tenido yo la costumbre de pasar a visitarlo todos los sábados por la tarde y quedarme allí hasta el lunes por la mañana, aquel lunes concreto de enero no me habría encontrado flotando en las aguas de la bahía de San Francisco.

Y no navegaba yo muy seguro sobre aquellas aguas, ya que el Martinez era un ferry a vapor nuevo que todavía no había hecho más que cuatro o cinco travesías entre Sausalito y San Francisco. El peligro residía en la espesa niebla que cubría la bahía, y que yo, en tanto que hombre de tierra, conocía más bien poco. De hecho, recuerdo la plácida exaltación con que me aposenté en la cubierta superior de proa, justo debajo de la timonera, y dejé que el misterio de la niebla se adueñara de mi imaginación. Soplaba una brisa fresca y me pasé un rato a solas en medio de la oscuridad húmeda; no del todo a solas, sin embargo, puesto que era vagamente consciente de la presencia del piloto, y del que yo imaginaba que sería el capitán, en la cabina acristalada que había por encima de mi cabeza.

Recuerdo que pensé en la comodidad de una división del trabajo que me ahorraba tener que estudiar la niebla, los vientos, las mareas y la navegación a fin de visitar a mi amigo, que vivía al otro lado de una manga de mar. Pensé que era bueno que los hombres se especializaran. Con el conocimiento particular del piloto y del capitán bastaba para los millares de personas que no sabían más que yo del mar y de la navegación. Y de esa manera, en lugar de tener que dedicar mi energía al aprendizaje de muchas cosas, podía concentrarme en unas pocas cosas concretas, como, por ejemplo, analizar el lugar que ocupaba Poe en la literatura americana: un ensayo mío, por cierto, que salía en el último número del Atlantic. Al subir a bordo, mientras atravesaba la cabina, me había fijado con ojos codiciosos en un caballero corpulento que estaba leyendo el Atlantic y que lo tenía precisamente abierto por mi ensayo. Y allí estaba nuevamente, la división de las tareas, el saber especializado del piloto y del capitán que permitía que el caballero corpulento leyera mis saberes especializados sobre Poe mientras aquellos lo llevaban sano y salvo de Sausalito a San Francisco.

Un hombre de cara rubicunda interrumpió mis reflexiones al cerrar la puerta de la cabina tras de sí y salir pisando fuerte a la cubierta, aunque yo tomé nota mentalmente del asunto para usarlo de cara a un proyecto de ensayo que había pensado titular «La necesidad de libertad: un alegato en favor del artista». El hombre de la cara rubicunda le echó un vistazo a la timonera, contempló la niebla, cruzó la cubierta pisando fuerte y volvió sobre sus pasos (era obvio que tenía piernas artificiales); por fin se detuvo a mi lado, con las piernas muy separadas y una expresión de entusiasta satisfacción en la cara. No me equivocaba al pensar que aquel hombre se había pasado la vida en el mar.

—Es esta clase de mal tiempo lo que hace que la gente encanezca antes —dijo, señalando la timonera con la cabeza.

—No se me había ocurrido que planteara ninguna dificultad especial —le contesté—. Parece tan simple como el abecé. Conocen la dirección gracias a la brújula, la distancia y velocidad. No me parece más complicado que una simple certeza matemática.

—¡Dificultad! —dijo él con un soplido de burla—. ¡Simple como el abecé! ¡Certeza matemática!

Pareció erguir la espalda y apoyarla en algo invisible, sin dejar de mirarme.

—¿Qué me dice de la corriente que viene a toda velocidad por debajo del Golden Gate? —preguntó en tono imperioso, o más bien vociferó—. ¿Con qué velocidad se retira? ¿Hacia dónde se mueve? Escuche eso, por favor. ¡Una boya de campana, y la tenemos justo al lado! ¡Mire cómo cambian de rumbo!

De la niebla salió el tañido lastimero de una campana y vi que el piloto giraba el timón con gran rapidez. Ahora la campana, que antes había dado la impresión de estar delante de nosotros, sonaba desde el costado. Nuestra sirena emitía un sonido quebrado, y de vez en cuando nos llegaban otras sirenas a través de la niebla.

—Eso es un ferry a vapor de algún tipo —dijo el recién llegado, indicando una sirena que venía de la derecha—. ¡Y ahí! ¿Lo oye usted? Un silbato. Es un lanchón a vela, seguramente. Ándese con cuidado, señor del lanchón. Ah, ya me parecía a mí. ¡Alguien las está pasando canutas!

El ferry invisible no paraba de dar bocinazos, y el silbato también soltaba pitidos aterrados.

—Y ahora se están presentando mutuamente sus respetos y tratando de salir de ahí —siguió diciendo el hombre de la cara rubicunda, mientras los pitidos agobiados cesaban.

Su cara relució y sus ojos centellearon de emoción mientras traducía al lenguaje articulado el habla de los silbatos y las sirenas.

—Eso que suena por allí a la izquierda es una sirena a vapor. ¿Y oye usted a ese tipo con carraspera? Es un lanchón a vapor, si no ando muy equivocado, que se está acercando poco a poco desde los Cabos con la corriente en contra.

De algún lugar situado justo enfrente, y muy cerca, nos llegó un pitido estridente que retumbaba como si hubiera perdido el juicio. El Martinez hizo sonar los gongs de señales. Nuestras ruedas de paletas se detuvieron, su rítmico latido se apagó, y al cabo de un momento se pusieron en marcha. El pitido estridente, parecido al trino de un grillo perdido entre bramidos de bestias enormes, atravesó la niebla procedente ahora de un costado y rápidamente perdió intensidad. Yo miré a mi compañero para que me iluminara.

—Una de esas lanchas temerarias —dijo él—. ¡Casi habría preferido que la hundiéramos, a la muy granuja! No dan más que problemas. ¿Y para qué sirven, a fin de cuentas? ¡Cualquier cretino puede subirse a una y salir disparado como alma que lleva el diablo, haciendo sonar la sirena como un poseso y diciéndole al resto del mundo que tengan cuidado porque se acerca él y no responde de sí mismo! ¡Porque se acerca él! ¡Y eres tú el que ha de ir con cuidado! ¡Él tiene preferencia! ¿Dónde quedó la decencia? ¡Ni en pintura la conocen!

Aquel arranque de cólera me hizo bastante gracia, y mientras él iba dando zancadas indignadas de un lado a otro, me concentré en el romanticismo de la niebla. Y en verdad era romántica, aquella niebla, como la sombra gris del misterio infinito, flotando sobre el volátil grano de arena que era la tierra; y los hombres no eran más que puntos de luz y centelleos, víctimas de la maldición del amor demente por el trabajo, cabalgando a lomos de sus corceles de madera y acero a través del corazón del misterio, avanzando a tientas como ciegos a través de lo Invisible, y gritando y armando jaleo con sus aguerridas palabras mientras sus corazones permanecían agobiados por la incertidumbre y el miedo.

La voz de mi compañero me hizo volver a la realidad con una risa. También yo había est

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos