La idea de ti

Amaya Ascunce

Fragmento

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La vidente

—Tienes que dejar a ese novio ya. Cuanto antes mejor. Tu padre se pondrá bien si sigue los tratamientos. Un hombre de ojos claros está enamorado de ti. Te casarás y tendrás dos hijos, dos chicos, varones los dos. ¿Algo más, bonita?

Era la fiesta de empresa, yo tenía veintiocho años. La vidente no dio ni una, pero sus palabras me estuvieron persiguiendo doce años. Es absurdo, lo sé. Yo, que no creo en Dios ni en el destino, me tranquilizaba pensando que aquella mujer, sentada en un rincón de un hotel con estética de los años setenta y olor a moqueta, podía haber acertado al menos con una de sus predicciones. Dos hijos. Varones. Por supuesto que en el momento en el que me lo dijo, a mí eso me importaba un pimiento. Yo quería que mi padre se curara y quería dejar a aquel novio. Pero ninguna de las dos cosas salió bien. Tampoco me tocó el jamón en la fiesta. Aunque al menos no me llevé un helecho que le cayó en suerte a una compañera.

Yo tenía un novio largo, uno de toda la vida. Mi hermana me dijo una vez que yo no me sabía echar novio, solo marido. Y, mira, un poco sí.

Justo la semana antes de la fiesta de empresa me había marchado de la casa en la que vivíamos, aunque aquel minipiso era solo suyo. Esa fue quizá la primera grieta. Yo no quise que lo comprásemos juntos. Mi situación económica era una mierda. Como si en España en 2005, con veintiséis años, pudiera ser de otra manera. Becas mal pagadas, trabajos de freelance que se cobraban a noventa días, contratos precarios, temporales... El ladrillo inflado locamente. Pero nada de esto fue el motivo. Ahora lo veo. Mis padres se ofrecieron a ayudarme. Es más, no entendieron que no comprara la mitad de aquellos setenta metros en un barrio obrero de Madrid con un balcón estrecho y largo que daba la vuelta al piso como una culebrilla, lleno de trastos: una minimoto, un tendedero, conservas, bambú, una sillita para tomar el sol, una planta de maría, una sombrilla. Pero yo me veía ahí, con una deuda a treinta y cinco años, una deuda a medias, que es aún peor. Y ni un duro y muchas dudas, y nueve años de noviazgo, y me olía la boda por lo civil. Lo normal, el siguiente paso. Y los niños, claro, los hijos también. Y luego otra casa más grande y más deudas. Y dije que no, que no quería asumir la hipoteca, pero creo que no quería asumir todo lo demás. Así que en un derroche de modernidad que nadie entendió, le pagaba un minialquiler. Mis padres nos regalaron el aire acondicionado y con 2.500 euros que teníamos amueblamos toda la casa. Los amigos nos ayudaron a quitar el papel de las paredes y a pintar, y empezamos a vivir allí, pero mi nombre no figuraba en las escrituras, solo en el buzón. Fue decisión mía. Yo, mujer independiente, con un novio con una minimoto en el balcón y una planta de maría que siempre se secaba. Yo, con un sueldo mileurista. Yo me libré de que la separación hubiera sido aún más jodida, y todavía no entiendo por qué. También me libré de haber tenido esos hijos con treinta años. Quizá hubieran sido los dos varones que me dijo la vidente. Muchas veces en estos años he pensado cómo habría sido mi vida si hubiera elegido esa línea de tiempo. Hay una peli de Gwyneth Paltrow, Dos vidas en un instante, que sigue la vida de dos mujeres, la que llega a casa y pilla a su novio con otra, y la que no lo pilla. Me he acordado de ella. Cuando la frustración por no ser madre, la tristeza y la ansiedad me convirtieron en alguien que no había imaginado, muchas veces pensé si hubiera merecido la pena tener aquellos hijos en la otra línea de tiempo en la que yo no dejaba al novio, me quedaba embarazada sin tratamientos y tenía que subir a un tercero sin ascensor con el carrito. Igual mi oportunidad de ser madre estaba allí, se había quedado en la otra parte de «Sigue tu propia aventura». De pequeña leía esos libros en todas las direcciones posibles. Nunca me conformaba con un final. Necesitaba leer las variables. Iba hacia delante y hacia atrás hasta que no dejaba ningún posible final abierto. Quizá la vidente de aquella fiesta de empresa estaba hablando con la otra Amaya, la de la línea de tiempo del novio de toda la vida y los hijos, la que llevaba unos dos años en aquel minipiso sin ascensor, y por eso dijo tan claro: «Dos chicos. Varones los dos». Igual hablaba con ella y no con la que hacía unos días que se había marchado de casa. La que veía el final, pero no sabía cómo hacerlo y aún necesitó otro año más para irse del todo.

No recuerdo el motivo por el que me fui esa primera vez. No creo que fuera una discusión, aunque seguro que el momento de marcharme nació de una. Cogí cuatro cosas. Pensé en llamar a algunas de mis amigas para que me dieran asilo, pero me vi en sus salones con una copa de vino, teniendo que hablar una vez más de mi relación, de las relaciones interminables, del amor que sí y el amor que no, de cómo la vida separa a las personas, del miedo a morir sola con veintiséis años, de las familias, los planes, el futuro, la soledad, la no soledad. Otro trago de vino. De la inseguridad y de reventarlo todo. De lo que sí funciona, de lo que no, de cómo era yo, de cómo era él, de cómo nos veían. Analizar posibilidades, caminos, recuerdos. Lo que pudo y no pudo ser. Lo que podríamos hacer para mejorarlo. Más vino. Lo que creíamos que iba a ser la vida. Lo que era. Quiénes éramos nosotras, ellos, ellas, aquellos. Vino. Lo que habíamos perdido en el camino, lo que nos habíamos prometido, lo que había que aceptar, lo que por supuesto que no. Para arriba, para abajo, del derecho, del revés. Como un «Sigue tu propia aventura», pero de todos los pensamientos rumiantes. Vi la resaca del día siguiente. Y pasé. Me compré una botella de vino para mí sola, miré la cuenta bancaria. Reservé una habitación en el hotel más cercano que tuviera bañera en las fotos de la web. No me veía para deprimirme en un hostal chungo. Llegué, llené la bañera y me bebí aquella botella sola escuchando música, sin decirle a nadie que había dejado a mi novio. Creo que ni a mi novio se lo dije.

A la mañana siguiente, me desperté y me asomé a las ventanas del hotel. Pensé que era una pena haber hecho aquel exceso en diciembre. Ese NH, en mitad de un barrio residencial madrileño, tiene una bonita piscina exterior que en aquel momento estaba tapada por una lona azul. Yo, que tanto amo las piscinas, barajé la posibilidad de buscar un hotel con una cubierta para pasar la siguiente noche y la resaca. Pero mi situación económica no daba para otra noche fuera, otra noche de incógnito, así que llamé a Cristina. Todos deberíamos tener una Cristina, y yo tengo mucha suerte porque tengo tres.

También tuve suerte aquella tarde porque Cris tenía una visita y gracias a eso yo no fui la protagonista absoluta de la noche. Hubo espacio para escaparse. Casi no recuerdo nada de aquellos días, pero sí que sus amigas se alojaban en un hostal de la calle Fuencarral y que me alegré mucho de haber pasado la noche en el NH con su bañera blanca enorme y su promesa de piscina, aunque no iba a poder comer la última semana del mes y más en aquella situación donde tampoco sabía dónde iba a dormir el mes siguiente. También contaron que trabajaban en un bingo, o que iban mucho al bingo. Hablaban de fumar y de la suerte, de líneas, y de miles de euros, de sus ex y de los ex de sus hermanas. Yo no paraba de pensar cómo un buen bote podría ser una solución, un s

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